Ojalá pudiese siquiera evocar aquella sensación con palabras.

Ian Anderson, Stand Up

Turno de noche. No se movía ni un alma.

No en la Teseo, al menos. La Banda se había refugiado en su tienda. La ballena nómada acechaba ingrávida y silenciosa bajo la superficie. Bates estaba en el puente; más o menos vivía allí arriba ahora, vigilante y metódica, encajonada entre ángulos de cámara y transparencias tácticas. No había ningún sitio al que pudiera girarse sin ver uno u otro aspecto del enigma a estribor de nuestra proa. Hacía lo que podía, por lo que pudiera valer.

El tambor giraba en silencio, las luces se atenuaron en deferencia a un ciclo circadiano que ni cien años de ajustes y actualizaciones habían logrado erradicar de los genes. Yo estaba sentado a solas en la cocina, achinando los ojos desde el interior de un sistema cuyos perfiles se tornaban cada vez más difusos, intentando compilar la última de mis —¿cómo lo había llamado Isaac?— «postales para la posteridad». Cunningham trabajaba cabeza abajo en la otra punta del mundo.

Sólo que Cunningham no estaba trabajando. Ni siquiera se había movido desde hacía por lo menos cuatro minutos. Supuse que estaría recitando el kaddish por Szpindel —ConSenso decía que lo haría dos veces al día durante el próximo año, si vivía tanto tiempo—, pero ahora, al inclinarme para ver detrás de los nervios espinales del núcleo, pude leer sus superficies tan nítidamente como si estuviera sentado a su lado. No estaba aburrido, ni distraído, ni siquiera sumido en sus pensamientos.

Robert Cunningham estaba petrificado.

Me levanté y recorrí el tambor. El techo se convirtió en pared; la pared en suelo. Estaba lo bastante cerca como para oír sus incesantes murmuraciones en voz baja, una sola sílaba indistinta repetida una y otra vez; por fin me aproximé lo suficiente para entender lo que decía…

—… joder, joder, joder, joder…

… y Cunningham seguía sin moverse, pese a que no había hecho ningún esfuerzo por disimular mi presencia.

Al cabo, cuando ya estaba casi junto a él, enmudeció.

—Estáis ciegos —dijo sin darse la vuelta—. ¿Lo sabías?

—No.

—Tú. Yo. Todos. —Entrelazó los dedos y los apretó como si rezara, con la fuerza suficiente para blanquearse los nudillos. Sólo entonces me percaté: no había ningún cigarro.

—De todos modos, la vista en general no es más que una mentira —continuó—. En realidad no vemos nada más que unos pocos grados de alta resolución donde el ojo enfoca. Todo lo demás es un borrón periférico, sólo… luz y movimiento. El movimiento atrae la atención. Y los ojos bailan todo el rato, ¿sabías eso, Keeton? «Sacadas», se llaman. Emborronan la imagen, el movimiento es demasiado rápido para que el cerebro lo integre, así que el ojo sencillamente… se desconecta entre pausa y pausa. Sólo capta imágenes congeladas aisladas, pero el cerebro edita los espacios en blanco y hace un remiendo de una… una ilusión de continuidad para la cabeza.

Se giró para encararse conmigo.

—¿Y sabes qué es lo más asombroso de todo? Que si algo sólo se mueve durante esos intervalos, el cerebro simplemente… lo ignora. Es invisible.

Lancé una mirada de refilón a su espacio de trabajo. El habitual monitor dividido brillaba a un lado —imágenes en tiempo real de los trepadores en sus jaulas—, pero la histología, ampliada a diez mil veces su tamaño, ocupaba el escenario central. La paradójica arquitectura neuronal de Tira y Afloja resplandecía en la ventana principal, despellejada, etiquetada y cubierta de diagramas de circuitos de una decena de capas de espesor. Un denso bosque anotado de troncos y zarzas alienígenas. Se parecía un poco a la propia Rorschach.

No lograba desentrañar nada de todo aquello.

—¿Me estás escuchando, Keeton? ¿Entiendes lo que te digo?

—Has descubierto por qué no podía… Lo que estás diciendo es que estos seres de alguna manera saben cuándo están desactivados nuestros ojos, y…

No terminé la frase. Sencillamente, me parecía imposible.

Cunningham sacudió la cabeza. Algo preocupantemente parecido a una risita escapó de sus labios.

—Lo que estoy diciendo es que estos seres pueden ver cómo se activan tus nervios desde la otra punta de la habitación, y eso lo integran en una estrategia de camuflaje, y luego envían órdenes motrices para actuar de acuerdo con esa estrategia, y después envían más órdenes para detener el movimiento antes de que tus ojos vuelvan a activarse. Todo ello en el tiempo que tarda el impulso nervioso de un mamífero en recorrer la mitad de la distancia desde tu hombro a tu codo. Estas cosas son rápidas, Keeton. Mucho más rápidas de lo que podríamos haber deducido aun a partir de esa línea de susurros de alta velocidad que empleaban. Son puñeteros superconductores.

Hube de esforzarme para no fruncir el ceño.

—¿Eso es posible?

—Todo impulso nervioso genera un campo electromagnético. Eso hace que sea detectable.

—Pero los campos electromagnéticos de Rorschach son tan… Quiero decir, leer la activación de un solo nervio óptico a través de todas esas interferencias…

—Para ellos no son interferencias. Los campos forman parte de ellos, ¿recuerdas? Probablemente los usan para eso.

—Luego no podrían hacerlo aquí.

—No te enteras. La trampa que les tendisteis no hubiera capturado nunca a algo parecido, no a menos que quisiera dejarse atrapar. No recogimos ningún espécimen. Recogimos espías.

Tira y Afloja flotaban en la pantalla dividida ante nosotros, agitando los brazos como ondulantes columnas vertebrales. Sobre sus cutículas se sucedían lentamente dibujos crípticos.

—Supongo que se trata simplemente de… instinto —sugerí—. Las platijas se camuflan muy bien aprovechando su entorno, pero no piensan en ello.

—¿De dónde van a sacar ese instinto, Keeton? ¿Cómo va a evolucionar? Las sacadas son un defecto accidental de la vista de los mamíferos. ¿Dónde se habrían, encontrado con ellas antes los trepadores? —Cunningham meneó la cabeza—. Esa cosa, ese ser que frió el robot de Amanda… desarrolló aquella estrategia por su cuenta, sobre la marcha. Improvisó.

El término «inteligente» a duras penas abarcaba esa clase de improvisación. Pero había algo más en el semblante de Cunningham, una preocupación más profunda anidada dentro de lo que ya me había contado.

—¿Qué? —pregunté.

—Fue una estupidez —dijo—. Con las cosas que pueden hacer estas criaturas, fue rematadamente idiota.

—¿A qué te refieres?

—Pues bien, no funcionó, ¿verdad? No logró mantenerlo delante de más de uno o dos de nosotros.

Porque los ojos de las personas no se mueven en sincronía, comprendí. El exceso de testigos puso al descubierto su camuflaje.

—… tantas otras cosas que podría haber hecho —estaba diciendo Cunningham—. Podrían habernos inducido el síndrome de Anton, o agnosia: entonces podríamos habernos topado con una jauría entera de trepadores sin que nuestra mente consciente lo registrara siquiera. Las agnosias ocurren por accidente, por el amor de Dios. Si se tienen los sentidos y los reflejos necesarios para ocultarse entre las sacadas de una persona, ¿por qué detenerse ahí? ¿Por qué no hacer algo que funcione realmente?

—¿Por qué crees tú? —respondí, evitando sus preguntas en un acto reflejo.

—Creo que la primera era… Ya sabes que era una cría, ¿verdad? Quizá fuera sencillamente inexperta. Quizá fuera estúpida, y tomó una mala decisión. Creo que nos enfrentamos a una especie tan superior a nosotros que incluso sus cachorros retrasados pueden puentearnos el cerebro sobre la marcha, y no me hagas decirte lo acojonados que tendríamos que estar.

Podía verlo en su topología. Podía oírlo en su voz. Su rostro sin nervios se mantenía tan sereno como el de un cadáver.

—Deberíamos matarlos ahora mismo —dijo.

—Bueno, si son espías, no habrán averiguado gran cosa. Llevan todo el tiempo en esas jaulas, excepto… —por el ascenso. Habían estado junto a nosotros durante todo el viaje de regreso.

—Estas cosas viven y respiran electromagnetismo. Aun mutiladas, aun aisladas, ¿quién sabe hasta qué punto habrán podido entender nuestra tecnología a través de las paredes?

—Tienes que decírselo a Sarasti.

—Ah, Sarasti ya lo sabe. ¿Por qué crees que no quería soltarlas?

—Nunca dijo nada de…

—No nos daría explicaciones ni loco. Sigue enviándoos allí abajo, ¿recuerdas? ¿Crees por un segundo que os revelaría lo que sabe para soltaros luego en un laberinto plagado de minotauros lectores de mentes? Lo sabe, y es un factor que ha tenido muy en cuenta. —Los ojos de Cunningham eran dos puntitos que fulguraban febriles en una máscara inexpresiva. Los elevó al centro del tambor y, sin levantar la voz ni un decibelio, preguntó—: ¿No es cierto, Jukka?

Consulté ConSenso en busca de canales activos.

—Me parece que no está escuchando, Robert.

La boca de Cunningham se movió en algo que habría sido una sonrisa lastimera si el resto de su cara se le hubiera podido sumar.

—No le hace falta escuchar, Keeton. No le hace falta espiarnos. Sencillamente, lo sabe.

Ventiladores, respirando. El runrún casi subliminal de cojinetes en movimiento. A continuación, la voz incorpórea de Sarasti resonó a lo largo y ancho del tambor.

—Todo el mundo a la sala común. Robert quiere contarnos algo.

• • • •

Cunningham estaba sentado a mi derecha, con el rostro de plástico iluminado desde abajo por la mesa de conferencias. Miraba fijamente esa luz, meciéndose ligeramente. Sus labios silabeaban algún tipo de ensalmo inaudible. La Banda estaba sentada enfrente de nosotros. A mi izquierda, Bates tenía un ojo puesto en la reunión y otro en la información recibida del frente.

Sarasti sólo estaba con nosotros en espíritu. Su sitio a la cabeza de la mesa permanecía vacío.

—Díselo —ordenó.

—Tenemos que salir de a…

—Desde el principio.

Cunningham tragó saliva y empezó de nuevo.

—Esos nervios motrices deshilachados que no lograba explicar, esas conexiones cruzadas sin sentido… son puertas lógicas. Los trepadores se reparten el tiempo. Sus plexos sensoriales y motrices desempeñan también la función de neuronas asociativas cuando están ociosos, de modo que todas las partes del sistema pueden emplearse para la cognición si no están ocupadas en otras tareas. En la Tierra nunca evolucionó nada parecido. Significa que pueden realizar una cantidad enorme de procesamiento sin demasiada masa asociativa dedicada, incluso para un individuo.

—Entonces, ¿los nervios periféricos pueden pensar? —Bates frunció el ceño—. ¿Pueden recordar?

—Sin duda. O, por lo menos, no veo por qué no. —Cunningham se sacó un cigarro del bolsillo.

—De modo que cuando descuartizaron a aquel trepador…

—Nada de guerra civil. Volcado de datos. Transmitiendo información sobre nosotros, lo más probable.

—Vaya forma más radical de mantener una conversación —comentó Bates.

—No sería su primera elección. Creo que cada trepador actúa como un nodo en una red distribuida, por lo menos cuando están en la Rorschach. Pero esos campos estarían configurados hasta el último angstrom, y cuando entramos con nuestra tecnología y nuestros escudos, volando sus conductores por los aires… jodimos la red. Colapsamos la señal local. Así que recurrieron al subterfugio.

No había encendido el cigarrillo. Hizo girar el filtro entre el pulgar y el índice. La lengua asomaba entre sus labios como un gusano detrás de una máscara.

Oculto en su tienda, Sarasti aprovechó la pausa.

—Los trepadores también usan el electromagnetismo de Rorschach para sus procesos metabólicos. Algunas rutas alcanzan la transferencia de protones mediante el efecto túnel de átomos pesados. Quizá la radiación ambiental actúa como catalizador.

—¿Efecto túnel? —dijo Susan—. ¿Cuántico?

Cunningham asintió con la cabeza.

—Lo cual explica asimismo los problemas de vuestros escudos. En parte, al menos.

—Pero, ¿eso es posible? Quiero decir, creía que esa clase de efectos sólo eran aparentes en condiciones criónicas…

—Olvídalo —le espetó Cunningham—. Podemos debatir sobre la bioquímica más tarde, si seguimos con vida.

—¿Y qué debatimos en lugar de eso, Robert? —preguntó suavemente Sarasti.

—Para empezar, la más idiota de estas criaturas puede asomarse a tu cabeza y ver qué partes de la corteza visual se están encendiendo. Y si entre eso y leer la mente hay alguna diferencia, no será mucha.

—Mientras nos mantengamos lejos de la Rorschach

—Ahora es demasiado tarde. Gente, ya habéis estado ahí abajo. Repetidas veces. ¿Quién sabe qué no habréis hecho ya tan sólo porque Rorschach os obligó?

—Para el carro —objetó Bates—. Ninguno de nosotros se comportó como un títere allí abajo. Alucinamos, nos quedamos ciegos y… enloquecimos, incluso, pero en ningún momento fuimos poseídos.

Cunningham la miró y resopló con desdén.

—¿Crees que seríais capaces de luchar contra los hilos? ¿Crees que los sentiríais siquiera? Podría aplicar un imán transcraneal a tu cabeza ahora mismo y levantarías un dedo, o moverías los pies, o le pegarías una patada en las pelotas al bueno de Siri y después jurarías sobre la tumba de tu santa madre que si lo hiciste fue sólo porque querías. Bailarías como una marioneta sin dejar de jurar en todo momento que lo haces por voluntad propia, y eso sólo soy yo, un simple obsesivo-compulsivo con un par de imanes y un casco de imagen de resonancia magnética. —Indicó el vasto e ignoto vacío que había más allá del mamparo. Trizas de cigarro mutilado flotaron lateralmente delante de él—. ¿Quieres ponerte a adivinar lo que es capaz de hacer esa cosa? No me extrañaría que les hubiéramos dado ya las características técnicas de la Teseo, prevenido acerca del flujo de Ícaro y después decidido, por «voluntad propia», haberlo olvidado todo.

—Podemos provocar esos efectos —dijo con voz glacial Sarasti—. Como tú dices. Los provocan ataques. Tumores. Accidentes fortuitos.

—¿Fortuitos? ¡Ésos eran experimentos, gente! ¡Eso era vivisección! Os dejaron entrar para poderos desmenuzar y ver cómo funcionabais sin que os dierais ni cuenta.

—¿Y qué? —saltó invisiblemente el vampiro. Algo frío y voraz le teñía la voz. Las topologías humanas se estremecieron alrededor de la mesa, asustadas—. Hay un punto ciego en el centro de tu campo visual —señaló Sarasti—. No puedes verlo. No puedes ver las sacadas de tu ritmo visual. Sólo dos de los trucos que conoces. Muchos más.

Cunningham estaba asintiendo con la cabeza.

—A eso me refiero. Rorschach podría estar…

—No hablo de estudios de casos. Los cerebros son motores de supervivencia, no detectores de mentiras. Si el autoengaño beneficia a la aptitud, el cerebro miente. Deja de fijarse en… cosas irrelevantes. La verdad no importa. Sólo la aptitud. A estas alturas no experimentáis el mundo tal y como es en absoluto. Experimentáis una simulación basada en supuestos. Atajos. Mentiras. La especie entera es agnósica por defecto. Rorschach no os hace nada que no os hagáis ya vosotros solos.

Nadie abrió la boca. Transcurrieron varios segundos de silencio antes de que comprendiera lo que acababa de suceder.

Jukka Sarasti nos había soltado un sermón.

Podría haber interrumpido el discurso de Cunningham —podría haber cortado de raíz un amotinamiento a gran escala, probablemente— con tan sólo bajar hasta donde estábamos y enseñar los dientes. Con tan sólo mirarnos. Pero no quería ganarse nuestra sumisión aterrándonos, ya estábamos bastante nerviosos. Y tampoco estaba intentando educarnos, combatir el miedo con hechos; cuantos más hechos recabara una persona cuerda sobre Rorschach, más miedo tendría. Sarasti sólo intentaba mantenernos activos, perdidos en el espacio al filo de la muerte, enfrentados a este monstruoso enigma que podría destruirnos en cualquier instante por cualquier motivo. Sarasti intentaba tranquilizarnos: «carne buena, carne bonita». Intentaba impedir que nos viniéramos abajo. «Ea, ea.»

Sarasti estaba practicando la psicología.

Paseé la mirada alrededor de la mesa. Bates, Cunningham y la Banda estaban sentados, paralizados y pálidos.

A Sarasti la psicología se le daba de pena.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Cunningham—. Estas cosas nos superan.

—Hemos mostrado más agresividad que ellas —dijo James, pero no había confianza en su voz.

Rorschach juega con esas rocas como si fueran canicas. Estamos plantados en medio de una galería de tiro. Cuando le apetezca…

—Sigue creciendo. No está acabada.

—¿Se supone que eso debería ser un consuelo?

—Lo único que digo es que no lo sabemos —precisó James—. Podrían faltarle años todavía. Siglos.

—Tenemos quince días —anunció Sarasti.

—Mierda —dijo alguien. Cunningham, lo más probable. Quizá Sascha.

Por algún motivo todas las miradas estaban puestas en mí.

Quince días. ¿Quién sabe lo que quería decir esa cifra? Ninguno de nosotros lo preguntó en voz alta. Quizá Sarasti, en otro arranque de psicología barata, se la hubiera inventado en un arrebato. O puede que la hubiera derivado antes incluso de que alcanzáramos la órbita, reservándosela para el caso —recién expirado— de que pudiera volver a enviarnos al interior del laberinto. Me había pasado media misión medio ciego; no lo sabía.

Pero de un modo u otro, ya sabíamos cuál era el día de graduación.

• • • •

Los ataúdes reposaban contra el mamparo posterior de la cripta, en lo que sería el suelo durante esos momentos en que los conceptos de «arriba» y «abajo» poseían algún significado. Habíamos dormido durante años en el viaje de ida. No habíamos percibido de forma consciente el paso del tiempo —el metabolismo no-muerto está demasiado aletargado incluso para soñar—, pero de alguna manera el cuerpo sabía cuándo necesitaba un cambio. Ni uno sólo de nosotros había elegido dormir en nuestras vainas desde que llegamos. Las únicas veces que lo habíamos hecho era por encontrarnos moribundos.

Pero la Banda había empezado a acudir aquí desde el fallecimiento de Szpindel.

Su cuerpo descansaba en la vaina contigua a la mía. Entré flotando en el compartimento y me giré a la izquierda sin pensar. Cinco ataúdes: cuatro abiertos y vacíos, uno sellado. El mamparo reflectante de enfrente duplicaba su número y la profundidad del espacio.

Pero la Banda no estaba allí.

Me volví a la derecha. El cuerpo de Susan James flotaba espalda contra espalda con su propio reflejo, absorto en la contemplación de un cuadro vivo invertido: tres sarcófagos sellados, uno abierto. La placa de ébano incrustada en la tapa replegada estaba apagada; las demás brillaban con sobrios mosaicos idénticos de estrellas azules y verdes. Ninguna de ellas fluctuaba. No había electrocardiogramas en movimiento, ni luminosos gráficos de picos y valles marcados CARDIO Y CNS. Podíamos quedarnos allí esperando horas, días, y ninguno de aquellos diodos pestañearía siquiera. Cuando se está no-muerto, la palabra acentuada es la segunda.

La topología de la Banda indicaba «Michelle» cuando llegué, pero fue Susan la que habló ahora, sin darse la vuelta.

—No llegué a conocerla.

Seguí la dirección de su mirada hasta la identificación de una de las vainas selladas: Takamatsu. La otra lingüista, la otra múltiple.

—Conocí a todos los demás —continuó Susan—. Me adiestré con ellos. Pero nunca llegué a conocer a mi sustituta.

Lo desaconsejaban. ¿Qué sentido tenía?

—Si quieres… —empecé.

Negó con la cabeza.

—Gracias de todos modos.

—O cualquiera de los otros… No puedo ni imaginarme cómo se sentirá Michelle…

Susan sonrió, pero había algo frío en su gesto.

—A Michelle no le apetece hablar contigo ahora mismo, Siri.

—Ah. —Aguardé un momento, a fin de darle ocasión de hablar a cualquier otro. Cuando nadie lo hizo, me impulsé de regreso a la escotilla—. Bueno, si alguno cambiáis de…

—No. Ninguno. Jamás.

Cruncher.

—Mientes —continuó—. Lo sé. Todos lo saben.

Parpadeé.

—¿Que miento? No, yo…

—Tú no hablas. Escuchas. Michelle te da igual. Todo el mundo te da igual. Sólo te interesa lo que sabemos. Para tus informes.

—Eso no es del todo cierto, Cruncher. Sí que me intereso. Sé que Michelle debe de…

—No sabes una mierda. Lárgate.

—Lo siento si os he molestado. —Giré sobre mi eje y cogí impulso contra el espejo.

—No puedes entender a Meesh —gruñó mientras yo despegaba—. Nunca has perdido a nadie. Nunca has tenido a nadie. Déjala en paz.

• • • •

Se equivocaba por partida doble. Y por lo menos Szpindel había muerto sabiendo que Michelle se interesaba por él.

Chelsea murió creyendo que no me importaba una mierda.

Habían pasado dos años o más, y aunque todavía nos reuníamos vía interfaz no habíamos vuelto a vernos en persona desde el día que se marchó. Contactó conmigo como caída del Oort y dejó un mensaje de voz urgente en mis incrustaciones: «Cygnus. Llámame ahora mismo, por favor. Es importante».

Era la primera vez desde que la conocía que desactivaba la imagen.

Sabía que era algo importante. Sabía que era algo grave, aun sin imagen. Lo sabía precisamente porque no había imagen, como sabía que era peor que grave por la armonía de su voz. Sabía que era letal.

Más tarde descubrí que se había visto atrapada en el fuego cruzado. Los realistas habían plantado una cepa de fibrodisplasia en las afueras de las catacumbas de Boston; una variante sencilla, un retrovirus monopunto cuyos resultados servían tanto de acción terrorista como de comentario sarcástico sobre la parálisis criogénica de los ocupantes del Paraíso. Reescribía un gen regulador que controlaba la osificación del cromosoma 4 y provocaba una desviación metabólica en tres puntos del cromosoma 17.

Chelsea empezó a desarrollar un nuevo esqueleto. Sus articulaciones comenzaron a calcificarse quince horas después de la exposición; sus ligamentos y tendones, después de veinte. Para entonces ya estaban matándola de hambre a nivel celular, intentando frenar el virus privándolo de metabolitos, pero sólo podían ganar tiempo y tampoco mucho. Transcurridas veintitrés horas, sus músculos estriados estaban convirtiéndose en piedra.

Todo esto no lo descubrí de inmediato, porque no le devolví la llamada. No necesitaba conocer los detalles. El tono de su voz me indicaba que se estaba muriendo. Era evidente que quería despedirse.

No podía hablar con ella hasta saber cómo hacerlo.

Me pasé horas rastreando la noosfera, en busca de precedentes. Las formas de morir no tienen límite; encontré millones de estudios de casos referentes a la etiqueta. Últimas palabras, últimas promesas, manuales de instrucciones para el futuro afligido. Neurofármacos paliativos. Extensas y explícitas escenas de muerte en la literatura popular. Lo repasé todo, asignando a la búsqueda una docena de filtros para separar el grano de la paja.

Cuando volvió a llamar la noticia ya estaba en la calle: un violento brote de gólem traspasaba el corazón de Boston como una aguja al rojo. Las medidas de contención aguantaban. El Paraíso estaba a salvo. Se esperaba un número reducido de víctimas mortales. Los nombres de éstas se mantendrían en secreto a la espera de contactar con los familiares.

Yo seguía sin conocer los principios, las normas: lo único que tenía eran ejemplos. Últimas voluntades y testamentos; negociaciones entre suicidas y rescatadores frustrados; diarios recuperados de submarinos siniestrados o escenarios de alunizajes forzosos. Memorias grabadas y confesiones en el lecho de muerte interrumpidas por la línea plana del electrocardiograma. Cajas negras que transcribían los últimos instantes de naves espaciales condenadas y ascensores espaciales que se desmoronaban entre fuego y estática. Todo aquello era irrelevante. Nada era útil; nada era ella.

Volvió a llamar; la imagen seguía apagada, y yo seguía sin contestar.

Pero la última vez que llamó, no me ahorró la vista.

Habían procurado que estuviera lo más cómoda posible. El colchón de gel se amoldaba a cada extremidad retorcida, cada protuberancia ósea. No permitirían que sufriera ningún dolor.

Tenía el cuello ladeado hacia abajo como si estuviera petrificado, lo que la obligaba a mirar fijamente la garra crispada que una vez había sido su mano derecha, tachonada de nudillos como avellanas. Placas y cintas de hueso ectópico distendían la piel de sus brazos y hombros, enterraban sus costillas en un felpudo fibroso de carne calcificada.

El movimiento era su propio peor enemigo. El gólem castigaba incluso el menor tic, provocaba el crecimiento de hueso nuevo sobre cualquier articulación y superficie que conspirara para moverse. Cada gozne y cuenca contenía su propia ración de flexibilidad no renovable, cincelada en roca; cada movimiento agotaba las reservas. El cuerpo se atenazaba exponencialmente. Para cuando me permitió mirarla, Chelsea ya había agotado casi por completo sus grados de libertad.

—Cyg —farfulló—. Sé que estás ahí.

Tenía la boca entreabierta, fija; su lengua debía de haberse endurecido con cada palabra. No miraba a la cámara. No podía mirar a la cámara.

—Supongo que sé por qué no rrrespondes. Intentarrré… in… tentaré no tomármelo perrr… sonalmente.

Diez mil despedidas en el lecho de muerte ordenadas a mi alrededor, un millón más al alcance de la mano. ¿Qué tenía que hacer, escoger una al azar? ¿Juntarlas en una especie de compuesto? Todas aquellas palabras habían sido para otras personas. Dirigírselas a Chelsea las reduciría a clichés, a tópicos trillados. A insultos.

—Quería decirte… que no te sientas mal. Sé que no esss… no es culpa tuya, supongo. Descolgarías si pudieras.

¿Para decir qué? ¿Qué se le dice a alguien que está muriéndose a cámara rápida delante de tus narices?

—Sigo intentannndo conectarrr, ¿sabes? No puedo evitarlo…

Aunque las bases de este adiós son exactas, se han combinado los detalles de varias muertes con fines dramáticos.

—¿Por favor? Di… dime algo, Cyg…

Quería hacerlo, más que nada en el mundo.

—Siri, me… Sólo…

Llevaba todo este tiempo intentando averiguar cómo.

—Olvídalo —dijo, y colgó.

Le susurré algo al aire inerte. Ni siquiera recuerdo qué.

Quería hablar con ella, de veras.

Sencillamente, no lograba encontrar el algoritmo apropiado.