Lo que no nos mata, nos hace más raros.

Trevor Goodchild

—Seguís sin tener derecho a voto —dijo Sarasti.

No íbamos a liberar a los prisioneros. Demasiado arriesgado. Aquí fuera en las interminables tierras baldías del Oort no había sitio para el «vive y deja vivir». Daba igual lo que el Otro hubiera hecho o dejado de hacer; imaginaos lo que podría hacer, con que fuera tan sólo un poco más fuerte. Imaginaos lo que podría haber hecho, si hubiéramos llegado tan tarde como estaba previsto que llegáramos. Miráis a Rorschach y quizá veis un embrión o un niño en su etapa de desarrollo, alienígena más allá de toda comprensión tal vez, pero no culpable, no por defecto. Pero, ¿y si estuvierais mirándolo con los ojos equivocados? ¿Y si debierais estar viendo un omnipotente dios asesino, un devorador de planetas, inacabado todavía? ¿Vulnerable únicamente ahora, y no por mucho más tiempo?

No había opacidad vampírica en esa lógica, no había ninguna caja negra multidimensional ante la que los humanos pudieran encogerse de hombros y elevar las manos. No había excusa para el fracaso a la hora de encontrarle fallos al razonamiento de Sarasti, aparte del hecho de que su razonamiento era infalible. Eso lo hacía peor. Los demás, yo lo sabía, preferirían haber tenido que recurrir de la fe.

Pero Sarasti tenía una alternativa a la captura-liberación, una alternativa que evidentemente consideraba mucho más segura. Hacía falta recurrir a la fe para aceptar ese razonamiento, al menos; se mirara como se mirase, desde un punto de vista sensato rayaba en el suicidio.

La Teseo dio a luz ahora mediante cesárea. La nueva progenie era demasiado voluminosa para pasar por el canal del final de la columna. La nave defecaba a sus crías como si estuviera estreñida, directamente en la bodega: gigantescas monstruosidades erizadas de cañones y antenas. Cada una de ellas medía tres o cuatro veces más que yo, un par de enormes cubos de color óxido, infestadas de topografía todas sus superficies. El blindaje ocultaría la mayor parte antes de su despliegue, por supuesto. Bandas de tubos y conductos, recámaras de munición e hileras de disipadores de calor como hileras de dientes de tiburón: todo ello desaparecería bajo el bruñido escudo reflector. Sólo unos pocos islotes sobresaldrían de aquella superficie: puertos de comunicación, propulsores, retículas. Y cañones, naturalmente. Cada uno de estos bichos escupía fuego y azufre por media docena de bocas.

Pero por el momento no eran más que gigantescos fetos mecánicos, medio extrudidos; sus planos y ángulos configuraban un rompecabezas de alto contraste de luces y sombras bajo el implacable fulgor blanco de los focos de la bodega.

Le di la espalda a la portilla.

—Eso tiene que haber reducido considerablemente nuestras reservas de sustratos.

—Blindar el caparazón ha sido peor. —Bates supervisaba las tareas de construcción en una pantalla plana destinada exclusivamente a tal fin, montada en el mamparo de Fab. Practicando, quizá; perderíamos nuestras incrustaciones en cuanto cambiara la órbita—. Estamos en las últimas, la verdad. Puede que tengamos que agarrar algún pedrusco de la zona dentro de no mucho.

—Buf. —Volví a mirar a la bodega—. ¿Crees que son necesarios?

—Lo que yo crea no tiene importancia. Eres un tipo brillante, Siri. ¿Por qué no lo decides tú mismo?

—Para mí si tiene importancia. Eso significa que para la Tierra también la tiene.

Lo que quizá tuviera algún significado, si la Tierra pintara algo. Cierto grado de subtexto siempre era legible, daba igual lo metido en el sistema que estuviera uno.

Me giré a babor:

—¿Qué hay de Sarasti y la capitana, entonces? ¿Algo que decir?

—Normalmente eres más sutil.

Eso era cierto.

—Es sólo que, como sabrás ya, fue Susan la que pilló a Tira y Afloja haciéndose señas, ¿verdad?

Bates hizo una mueca al oír los nombres.

—¿Y?

—Bueno, cualquiera podría extrañarse de que la Teseo no lo viera primero. Puesto que a los ordenadores cuánticos supuestamente se les da tan bien la comparación de pautas.

—Sarasti apagó los módulos cuánticos. El ordenador de a bordo lleva funcionando en modo clásico desde antes incluso de que estableciéramos la órbita.

—¿Por qué?

—Ruido ambiental. El riesgo de decoherencia es demasiado alto. Los ordenadores cuánticos son delicados.

—Pero el ordenador de a bordo estará protegido. La Teseo está blindada.

Bates asintió con la cabeza.

—Todo lo posible. Pero un blindaje total equivale a una ceguera total, y ésta no es la clase de vecindario por el que se puede pasear uno con los ojos cerrados.

De hecho, sí que lo era. Pero entendí su argumento.

También el que no dijo en voz alta: «Había algo sentado ahí mismo en ConSenso, a la vista de todos, y a ti se te pasó por alto. Valiente sinteticista de última generación».

—Supongo que Sarasti sabe lo que se hace —reconocí, siempre consciente de que podría estar escuchando—. Aún no se ha equivocado, que nosotros sepamos.

—Que nosotros podamos saber —me corrigió Bates.

—«Si fuéramos más listos que los vampiros, no necesitaríamos ninguno» —recordé.

Sonrió ligeramente.

—Isaac era un buen hombre. Pero no siempre se puede confiar en la propaganda.

—¿No te lo tragas? —pregunté, pero ella ya estaba pensando que había hablado más de la cuenta. Lancé un anzuelo con la mezcla justa de escepticismo y deferencia como cebo—. Sarasti sabía dónde estarían esos trepadores. Localizó su paradero al milímetro, en medio de todo aquel laberinto.

—Supongo que eso podría haber requerido algún tipo de lógica sobrehumana —admitió, pensando que yo era tan estúpido que costaba creerlo.

—¿Qué?

Bates se encogió de hombros.

—O tal vez comprendió sencillamente que, puesto que la Rorschach estaba cultivando su propia tripulación, nos tropezaríamos con más cada vez que entrásemos. Sin importar dónde aterrizáramos.

ConSenso truncó mi silencio con un pitido.

—Maniobras orbitales dentro de cinco minutos —anunció Sarasti—. Incrustaciones y prótesis inalámbricas desactivadas dentro de noventa. Eso es todo.

Bates apagó el monitor.

—Voy a capear este temporal en el puente. Imaginarme que estoy al mando y todo eso. ¿Y tú?

—En mi tienda, supongo.

Asintió con la cabeza, cogió impulso, y titubeó.

—A propósito —me dijo—, sí.

—¿Cómo dices?

—Me habías preguntado si pensaba que los nidos de cañones eran necesarios. En estos momentos creo que necesitamos toda la protección que podamos conseguir.

—¿De modo que piensas que la Rorschach podría…?

—Mira, a mí ya me ha matado una vez.

No estaba refiriéndose a la radiación.

Asentí con la cabeza, despacio.

—Tuvo que ser como…

—Como nada. No te lo podrías imaginar. —Bates cogió aliento y lo expulsó—. Aunque a lo mejor no te hace falta —añadió, y ascendió flotando por la columna.

• • • •

Cunningham y la Banda estaban en BioMed, con treinta grados de arco entre ellos. Cada uno de ellos pinchaba a los cautivos a su manera. Susan James pulsaba con apatía un teclado pintado en su escritorio. Las ventanas que lo flanqueaban tenían vistas a Tira y Afloja, respectivamente.

Por la pantalla de James se sucedían siluetas abstractas conforme escribía: círculos, trisqueliones, un cuarteto de líneas paralelas. Algunas de ellas palpitaban como corazoncitos abstractos. A lo lejos, en su jaula, Tira alargó un tentáculo deshilachado y tamborileó a su vez.

—¿Algún progreso?

James suspiró y negó con la cabeza.

—He renunciado a intentar comprender su idioma. Me conformo con un remedo. —Pulsó un icono. Afloja desapareció de su ventana; en su lugar surgió un diagrama jeroglífico. La mitad de los símbolos serpenteaban o latían, infatigablemente repetitivos, una manifestación de garabatos danzantes. Otros sencillamente permanecían inmóviles—. Una base de iconos. —James indicó vagamente la imagen—. Las frases con sujeto y predicado aparecen como versiones animadas de iconos sustantivos. Son radialmente simétricos, de modo que coloco los complementos en una formación circular alrededor del sujeto central. A lo mejor a ellos les resulta natural.

Apareció un nuevo círculo de glifos debajo del de James; la respuesta de Tira, presumiblemente. Pero al sistema no debía de gustarle lo que veía. Centellearon unos iconos en una ventana separada: un contador luminoso indicó 500 vatios, y se mantuvo. En la pantalla, Tira se convulsionó. Extendió sus sinuosos brazos vertebrales y aporreó repetidamente su panel táctil.

James apartó la mirada.

Aparecieron glifos nuevos. Los 500 vatios se redujeron a cero. Tira regresó a su postura sedente; los picos y zigzags de su telemetría se allanaron.

James dejó escapar el aliento.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—Respuesta equivocada. —Entró en la grabación de Tira y me mostró la cadena que había sido el detonante. Una pirámide, una estrella, representaciones simplificadas de un trepador y la Rorschach rotaron en el panel—. Ha sido una tontería, sólo era un… un ejercicio de calentamiento, nada más. Le pedí que nombrara los objetos de la ventana. —Se rio en voz baja y sin humor—. Es lo que tienen los idiomas funcionales, ¿sabes? Si no puede señalarse, no se puede hablar de ello.

—¿Y qué ha dicho?

Indicó la primera espiral de Tira:

—Poliedro, estrella y Rorschach están presentes.

—Se saltó al trepador.

—Acertó a la segunda. Aun así, es un error estúpido para una criatura cuyo intelecto le da sopas con honda al de cualquier vampiro, ¿verdad? —Susan tragó saliva—. Supongo que incluso los trepadores pierden la concentración cuando agonizan.

No sabía qué decir. A mi espalda, apenas audible, Cunningham musitaba un mantra en dos tiempos para sí en un bucle infinito.

—Jukka dice… —empezó Susan, antes de comenzar de nuevo—: ¿Sabes esa ceguera cortical que padecíamos a veces, en la Rorschach?

Asentí con la cabeza y me pregunté qué sería lo que había dicho Jukka.

—Al parecer también puede ocurrirles lo mismo a los demás sentidos —me dijo—. Se puede sufrir tacto ciego, olfato ciego, oído ciego…

—Eso sería sordera.

Sacudió la cabeza.

—Pero en realidad no lo es, ¿no? Igual que la ceguera cortical tampoco es realmente ceguera. Dentro de tu cabeza hay algo que sigue asimilándolo todo. Una parte del cerebro continúa viendo y oyendo, aunque tú no… seas consciente de ello. A menos que alguien te obligue a adivinar, o surja alguna amenaza. Sólo tienes la poderosa sensación de que deberías apartarte de en medio, y cinco segundos más tarde pasa un autobús por el punto donde estabas plantado. De alguna manera sabías que venía. Sencillamente, no sabes cómo.

—Es asombroso —convine.

—Estos trepadores… conocen las respuestas, Siri. Son inteligentes, sabemos que lo son. Pero es casi como si ellos mismos no supieran lo que saben, a no ser que les hagas daño. Como si la ceguera cortical se hubiera extendido al resto de sus sentidos.

Intenté imaginármelo: una vida sin sensaciones, sin la menor consciencia activa del entorno. Intenté imaginarme cómo sería existir así sin volverse loco.

—¿Crees que eso es posible?

—No lo sé. Sólo es una… metáfora, supongo. —No era eso lo que pensaba. O no lo sabía. O no quería que yo lo supiera.

Tendría que haber podido saberlo. Debería haber sido transparente para mí.

—Al principio pensaba que estaban resistiéndose —dijo—, ¿pero por qué tendrían que hacerlo? —Me miró con ojos brillantes, implorando una respuesta.

Yo no tenía ninguna. No tenía la menor idea. Le di la espalda a Susan James, tan sólo para encontrarme de cara a Robert Cunningham: Cunningham el murmurador, con su tamborilear de dedos sobre interfaces de mesa, sus ojos internos cegados, su vista limitada ahora a las imágenes que ConSenso abocetaba en el aire o proyectaba sobre superficies lisas para su contemplación general. Su rostro exhibía el mismo déficit de expresividad de siempre; el resto de su cuerpo se convulsionaba como un insecto atrapado en una tela de araña.

La comparación quizá no estuviera tan desencaminada. Quizá todos fuéramos insectos. La Rorschach se cernía ya a escasos nueve kilómetros de distancia, tan cerca que habría eclipsado al mismo Ben si yo hubiera reunido el valor necesario para asomarme a mirar. Nos habíamos arrimado a esta demencial proximidad y aparcado. Allí fuera, Rorschach crecía como un ser vivo. Allí dentro, crecían seres vivos, creados como medusas a partir de algún demoniaco sustrato mecánico. Aquellos letales corredores desiertos por los que nos habíamos arrastrado, asustados de las sombras plantadas en nuestras cabezas, seguramente ahora estarían infestándose de trepadores. Todos aquellos cientos de kilómetros de retorcidos túneles, pasadizos y cámaras. Ocupados por un ejército.

Ésta era la alternativa más segura de Sarasti. Éste era el camino que habíamos seguido porque liberar a los prisioneros hubiera sido «demasiado arriesgado». Estábamos tan hundidos en el frente de choque que había tenido que desactivar nuestros aumentos internos; si bien la magnetosfera de la Rorschach era varias magnitudes más débil aquí que dentro de la propia estructura, ¿quién sabía si el alienígena podría considerarnos un objetivo demasiado tentador —o una amenaza demasiado grande— a esta distancia? ¿Quién sabía cuándo podría decidir ensartar el corazón de la Teseo con una espina invisible?

Cualquier pulso capaz de traspasar el blindaje de la nave freiría sin duda el sistema nervioso de la Teseo además del cableado de nuestra cabeza. Pensé que cinco personas a bordo de una nave muerta tendrían más posibilidades de sobrevivir si no se les derretía el cerebro en el trato, pero dudaba que esa diferencia cambiara mucho las cosas. Sarasti, evidentemente, había calculado las opciones de otra manera. Había llegado incluso a apagar el flujo de antieuclidianos en su propia cabeza y debía recurrir a inyecciones manuales para no cortocircuitarse.

Tira y Afloja estaban todavía más cerca de la Rorschach que nosotros. El laboratorio de Cunningham se había liberado de la nave; ahora flotaba a escasos kilómetros de las agujas más altas del artefacto, a gran profundidad entre los pliegues de su campo magnético. Si los trepadores necesitaban magnetita radiactiva para operar, esto era lo máximo que iban a conseguir: saborearían los campos, pero no la libertad. El blindaje del laboratorio estaba ajustándose dinámicamente para equilibrar los requerimientos médicos frente al riesgo táctico, lo mejor que se lo permitía la información. La estructura flotaba en los atentos puntos de mira de nuestros recién nacidos nidos de cañones, estratégicamente posicionados a los lados. Esos nidos podían destruir el habitáculo en un instante. Probablemente podían destruir también todo lo que se acercara a él.

No podían destruir la Rorschach, por supuesto. Quizá nada podía.

De invisible a invulnerable. Que nosotros supiéramos eso no había ocurrido aún. Presumiblemente la Teseo todavía podía hacer algo acerca del artefacto que aumentaba a nuestra proa, suponiendo que lográramos decidir qué hacer. Sarasti no decía nada. De hecho, ni siquiera recordaba cuándo era la última vez que alguno de nosotros había visto al vampiro en persona. Hacía ya varios turnos que permanecía confinado en su tienda, hablando sólo a través de ConSenso.

Todo el mundo tenía los nervios de punta, y la ballena nómada había enmudecido.

Cunningham murmuró para sí, aporreó los controles desconocidos con dedos desentrenados y maldijo su torpeza. Estímulos y respuestas se propagaron vía láser por seis kilómetros de vacío ionizado. El omnipresente cilindro de nicotina colgaba de la comisura de sus labios a falta de una mano libre. De vez en cuando se soltaban escamillas de ceniza que volaban en diagonal hacia los ventiladores.

Habló antes de que yo tuviera ocasión.

—Está todo en ConSenso. —Al ver que no me iba claudicó, pero sin dignarse mirarme—: Se alinearon motas de magnetita en cuanto cruzaron el frente de onda, más o menos. Las membranas empezaron a regenerarse. Ya no se deterioran tan deprisa. Pero es el medio ambiente interno de la Rorschach lo que estará optimizado para el metabolismo de los trepadores. Aquí fuera, creo que aminorar la tasa de degeneración es lo máximo a lo que podemos aspirar.

—Ya es algo, por lo menos.

Cunningham soltó un gruñido.

—Algunas partes están recomponiéndose. Otras… Tienen los nervios desmenuzados, sin ningún motivo. Literalmente. Hay fugas de señal a lo largo de los cables.

—¿Debido a su deterioro? —aventuré.

—Y no consigo ajustar la ecuación de Arrhenius, con tanta no linealidad propia de las bajas temperaturas. El valor preexponencial está completamente jodido. Es casi como si la temperatura no importara, y… mierda…

Algún valor crítico había rebasado un límite de seguridad en una de las pantallas. Miró de soslayo tambor arriba y levantó la voz:

—Necesito otra biopsia, Susan. De donde sea, pero central.

—Qué… oh. Un momento. —Susan sacudió la cabeza y accionó una breve espiral de iconos, tan inactivos como los cautivos a su mando. En una de las ventanas de Cunningham, Tira observó su pantalla con su prodigiosa piel vidente. Flotó con apatía unos instantes. A continuación replegó los brazos encarados con una de las paredes, despejando así el camino para los teleoperadores de Cunningham.

Sacó dos de ellos de sus cubiles como serpientes prensiles. El primero blandía un cilindro clínico; el segundo, la amenaza de violencia en caso de temeraria resistencia. No era preciso. A ciegas o no, los trepadores aprendían rápido. Tira expuso el vientre como una víctima resignada a su inminente violación. Cunningham toqueteó los controles; los teleoperadores colisionaron, se enredaron momentáneamente. Maldijo y volvió a intentarlo, impregnado de frustración cada uno de sus movimientos. Le habían amputado sus fenotipos extendidos; si antes era la encarnación del fantasma en la máquina, ahora no era más que otro tipo machacando botones, y…

… y de improviso, algo hizo clic. Las fachadas de Cunningham se volvieron traslúcidas ante mis propios ojos. De repente, podía casi imaginármelo.

Acertó a la segunda. La punta de su instrumento salió disparada como una cobra al atacar y volvió a retraerse, casi más veloz que la vista. Oleadas de color brotaron de la herida de Tira como ondas propagándose por un remanso tras la caída de una piedra.

A Cunningham debió de parecerle ver algo en mi rostro.

—Ayuda intentar no pensar en ellas como si fueran personas —dijo. Y por primera vez logré leer el subtexto, tan nítido y afilado como cristales rotos:

«Claro que eso tú ya lo haces con todo el mundo…»

• • • •

A Cunningham no le gustaba que jugaran con él.

A nadie le gusta. Pero la mayoría de la gente no piensa que sea eso lo que yo hago. No saben cuánto revelan sus cuerpos cuando cierran la boca. Si hablan en voz alta, es porque desean comunicarse; si no, creen estar reservándose su opinión. Los observo atentamente, personalizo cada palabra para que ningún sistema se sienta utilizado… y sin embargo, por algún motivo, eso no funcionaba con Robert Cunningham.

Creo que estaba modelando el sistema equivocado.

Imaginaos que sois un sinteticista. Estudiáis el comportamiento de sistemas en su superficie, inferís la maquinaria oculta debajo por sus reflejos arriba. Ése es el secreto de vuestro éxito: comprendéis el sistema familiarizándoos con los límites que lo contienen.

Imaginaos ahora que os encontráis con alguien que ha practicado una brecha en esos límites y se sale por ella.

La piel de Robert Cunningham no bastaba para contenerlo. Su deber lo empujaba más allá del mero saco de carne; aquí en el Oort, su topología abarcaba toda la nave. Lo mismo se podía decir de todos nosotros, hasta cierto punto; Bates y sus drones, Sarasti y su enlace límbico… incluso las incrustaciones de ConSenso en nuestras cabezas nos diluían un poco, nos propagaban ligeramente más allá de los confines de nuestros cuerpos. Pero Bates sólo dirigía a sus drones; no habitaba en ellos. Quizá la Banda de los Cuatro ejecutara múltiples sistemas sobre una sola placa base, pero cada uno de ellos tenía su topología personal y sólo afloraba a la superficie ocasionalmente. Y Sarasti…

En fin, Sarasti era otro cantar, como se vería.

Cunningham no se limitaba a dirigir sus remotos; se escapaba a ellos, se cubría con ellos como si fueran una identidad secreta con la que esconder al débil humano básico de dentro. Había sacrificado la mitad de su neocórtex por tener la oportunidad de ver rayos X y saborear las formas ocultas en membranas celulares, había mutilado un cuerpo para convertirse en efímero inquilino de muchos. Partes de él acechaban en los sensores y manipuladores que revestían las jaulas de los trepadores; podría haber detectado indicios cruciales en cada pieza de equipamiento del subtambor si se me hubiera ocurrido mirar. Cunningham era un rompecabezas topológico, como todo el mundo, pero la mitad de sus piezas se camuflaban en la maquinaria. Mi modelo estaba incompleto.

No creo que fuera su aspiración alcanzar ese estado. En retrospectiva, detecto un desprecio cegador por sí mismo en cada superficie recordada. Pero allí, en los últimos años del siglo XXI, la única alternativa que se le presentaba era la vida de un parásito. Cunningham se limitó a elegir el menor de dos males.

Ahora, incluso eso le estaba negado. Las órdenes de Sarasti lo habían separado de su sistema sensor. Ya no podía sentir la información en sus entrañas; tenía que interpretarla, laboriosamente paso a paso, mediante pantallas y gráficos que reducían la percepción a insulsas notas de taquigrafía vacías. He aquí un sistema traumatizado por sus múltiples amputaciones. He aquí un sistema al que le han arrancado los ojos, las orejas y la lengua, obligado a caminar a trompicones y tantear las cosas que antes había habitado, hasta la médula. De pronto no había ningún sitio donde esconderse, y todas aquellas piezas esparcidas de Robert Cunningham regresaron a su piel, donde por fin pude verlas.

El error había sido mío, desde el principio. Estaba tan concentrado en modelar otros sistemas que me había olvidado del modelador. Los ojos defectuosos sólo son una de las plagas de la vista: las presunciones equivocadas pueden resultar igual de cegadoras, y no me bastaba con imaginar que era Robert Cunningham.

También tenía que imaginarme que era Siri Keeton.

• • • •

Evidentemente, eso no hace sino plantear otro interrogante. Si mis sospechas sobre Cunningham eran correctas, ¿por qué habían funcionado mis argucias con Isaac Szpindel? Era igual de discontinuo que su sustituto.

No le di mucha importancia en aquellos momentos. Szpindel se había ido, pero la cosa que lo había matado seguía allí, flotando justo a proa, un gigantesco enigma que podría decidir aplastarnos de un momento a otro. Estaba algo más que un poco preocupado.

No obstante, ahora —demasiado tarde para hacer nada al respecto— creo que podría tener la respuesta.

Quizá mis argucias tampoco habían funcionado con Isaac, no exactamente. Quizá él sabía ver mis manipulaciones tan fácilmente como Cunningham. Pero quizá no le daba importancia. Quizá podía leerlo porque me dejaba. Lo que significaría —no se me ocurre otra explicación— que sencillamente yo le caía bien, a pesar de todo.

Creo que eso podría haberle convertido en un amigo.