Las madres quieren más a sus hijos que los padres porque están más seguras de que son suyos.
Aristóteles
No pude despedirme de papá. Ni siquiera sabía dónde estaba.
No quería despedirme de Helen. No quería volver allí. Ése era el problema: no hacía falta. No quedaba ningún sitio en el mundo donde la montaña no pudiera levantarse sin más e ir a Mahoma. El Paraíso era un mero suburbio de la aldea global, y la aldea global me dejaba sin excusas.
Enlacé desde mi apartamento. Mis nuevas incrustaciones —específicas para la misión, deslizadas en mi cabeza justo una semana antes— estrecharon la mano a la noosfera y llamaron a las puertas del cielo. Un espíritu servicial, más plausible que san Pedro ya que no menos etéreo, tomó nota de mi mensaje y desapareció.
Estaba dentro.
Aquello no era ninguna antecámara, ninguna sala de espera. El Paraíso no estaba pensado para las visitas espontáneas; cualquier paraíso en el que los encorsetados en carne se sintieran como en casa habría sido intolerablemente pedestre para las almas incorpóreas que allí habitaban. Naturalmente, no había razón por la que los visitantes y los residentes debieran compartir la misma vista. Podría haber materializado de la nada cualquier panorama convencional si hubiera querido, podría haber visto este sitio renderizado en cualquier estilo de mi elección. Salvo por los ascendidos en sí, por supuesto. Ésa era una de las ventajas de la otra vida: sólo ellos decidían qué cara veíamos nosotros.
Pero la cosa en que se había convertido mi madre no tenía cara, y antes muerto que dejar que me viera escondido tras una máscara.
—Hola, Helen.
—¡Siri! ¡Qué sorpresa más estupenda!
Ella era una abstracción dentro de una abstracción: una intersección imposible de decenas de paneles brillantes, como si todas y cada una de las partes desmontadas de una vidriera se hubieran encendido y puesto en movimiento. Se arremolinaba ante mí como un banco de peces. Su mundo imitaba a su cuerpo: luces, ángulos y tridimensionales imposibilidades de Escher, apiladas como radiantes nubarrones. Y sin embargo, de alguna manera la habría reconocido en cualquier parte. El Paraíso era un sueño; sólo al despertar caía uno en la cuenta de que los personajes que se encontraba no se parecían en nada a cómo eran en la vida real.
Sólo había un distintivo familiar en todo el espectro sensorial. El cielo de mi madre olía a canela.
Contemplé su avatar luminoso y me imaginé el corpus empapado en un tanque de nutrientes, a gran profundidad bajo tierra.
—¿Cómo estás?
—Bien. Muy bien. Aunque claro, lleva un poco de tiempo acostumbrarse, saber que tu mente ya no es realmente tuya. —El Paraíso no se limitaba a alimentar los cerebros de sus residentes; se alimentaba de ellos a su vez, aprovechaba el exceso de energía de las sinapsis ociosas para ejecutar su propia infraestructura—. Te tienes que mudar aquí, cuanto antes mejor. No querrás irte nunca.
—De hecho, me voy —dije—. Embarcamos mañana.
—¿Embarcáis?
—El Kuiper. Ya sabes. ¿Las Luciérnagas?
—Ah, sí. Me parece que he oído algo al respecto. No recibimos muchas noticias del mundo exterior, ¿sabes?
—En cualquier caso, sólo quería pasarme a decir adiós.
—Me alegra que hayas venido. Esperaba verte sin, ¿sabes?
—¿Sin qué?
—Ya sabes. Sin tu padre escuchando a hurtadillas.
Otra vez no.
—Papá está en misión, Helen. Crisis interplanetaria. A lo mejor has oído algo.
—Por supuesto. ¿Sabes?, no siempre me han gustado las… misiones prolongadas de tu padre, aunque puede que en realidad fuera lo mejor. Cuanto menos estuviera cerca, menos podría hacer.
—¿Hacer?
—Hacerte. —La aparición se quedó inmóvil unos instantes, fingiendo vacilación—. Nunca te lo he contado antes, pero… no. No debería.
—¿No deberías qué?
—Reabrir, en fin, viejas heridas.
—¿Qué viejas heridas? —Justo mi frase. No podía evitarlo, estaba demasiado bien adiestrado. Siempre ladraba cuando me daban la orden.
—Bueno —empezca—, a veces volvías… eras tan, tan joven… y tu expresión era tan dura y decidida, y yo me preguntaba: ¿por qué estás tan enfadado, pequeño? ¿Qué puede pasar para que alguien tan joven esté tan enfadado?
—Helen, ¿de qué estás hablando? ¿Volvía de dónde?
—De los sitios a los que él te llevaba. —Algo parecido a un estremecimiento surcó sus facetas—. Él todavía estaba en casa por aquel entonces. No era tan importante, un simple contable aficionado al kárate, empeñado en desvariar sobre medicina forense, teoría de juegos y astronomía hasta que todo el mundo se quedaba dormido.
Intenté imaginármelo: mi padre, el parlanchín.
—No parece propio de papá.
—Bueno, claro que no. Eras demasiado joven para acordarte, pero por aquel entonces él no era más que un pobre hombre. Todavía lo es, en realidad, bajo todas esas misiones secretas y reuniones clasificadas. Pero ya entonces le gustaba… En fin, no era culpa suya, supongo. Tuvo una infancia muy complicada, y nunca aprendió a afrontar los problemas como un adulto. Él, en fin, le gustaba imponerse, por así decirlo. Yo eso no lo sabía antes de casarnos, por supuesto. De lo contrario, me… Pero hice un pacto, hice un pacto, y no lo rompí nunca.
—¿Qué, me estás diciendo que te maltrataba? —De los sitios a los que él te llevaba—. ¿Me… me estás diciendo que me maltrataba a mí?
—El maltrato tiene muchas caras, Siri. A veces las palabras hacen más daño que las balas. Y el abandono de un niño…
—Él no me abandonó. —Me dejó contigo.
—Nos abandonaba a los dos, Siri. A veces durante meses seguidos, y yo… nosotros no sabíamos nunca si regresaría. Fue decisión suya hacernos eso, Siri. No le hacía falta ese empleo, había muchas otras cosas para las que estaba cualificado. Cosas que eran superfluas desde hacía años.
Sacudí la cabeza, incrédulo, incapaz de decir en voz alta: ¿lo odiaba porque no había tenido el detalle de volverse innecesario?
—Papá no tiene la culpa de que la seguridad planetaria siga siendo un servicio fundamental —dije.
Continuó como si no me hubiera oído.
—Hubo un tiempo en que era inevitable, en que la gente de nuestra edad tenía que trabajar para llegar a fin de mes. Pero incluso por aquel entonces la gente quería pasar tiempo con su familia. Aunque no se lo pudieran permitir. Elegir… elegir seguir trabajando cuando ni siquiera era necesario, eso es… —Se fragmentó y se recompuso a mi lado—. Sí, Siri. Creo que eso es una clase de maltrato. Y si tu padre me hubiera sido la mitad de leal que yo a él durante todos estos años…
Me acordé de Jim, la última vez que lo había visto: esnifando vasopresina bajo la atenta mirada de unos centinelas robotizados.
—No creo que papá haya sido desleal con ninguno de los dos.
Helen suspiró.
—No espero que lo entiendas realmente. No soy tan estúpida, he visto lo que ocurría. Tuve que criarte básicamente sola todos estos años. Siempre me tocó a mí hacer el papel de mala, siempre tuvo que ser mi mano la que te impusiera disciplina porque tu padre estaba por ahí en alguna «misión secreta». Luego venía a casa a pasar una o dos semanas y se las daba de niño bueno por dignarse visitarnos. En realidad no te culpo por eso más que a él. La culpa no resuelve nada ya. Sencillamente pensaba… en fin, la verdad, pensaba que deberías saberlo. Tómatelo como quieras.
Un recuerdo, inesperado: llamado a la cama de Helen cuando tenía ocho años, su mano acariciándome la cicatriz, su aliento dulzón contra mi mejilla. «Ahora eres tú el hombre de la casa, Siri. No podemos seguir contando con tu padre. Sólo estamos tú y yo…» Me quedé un rato sin decir nada. Al final:
—¿No sirvió de nada?
—¿Qué quieres decir?
Miré a mi alrededor a toda aquella abstracción diseñada a medida: retroalimentación interna, lúcidamente soñada.
—Aquí eres omnipotente. Desea cualquier cosa, imagínate cualquier cosa; ahí la tienes. Pensé que te habría cambiado más.
Las baldosas arco iris bailaron y soltaron una risa forzada.
—¿No te parece cambio suficiente?
Ni de lejos.
Porque el Paraíso tenía una pega. Daba igual cuántos artilugios y avatares construyera Helen allí dentro, daba igual cuántos recipientes vacíos cantaran sus alabanzas o se compadecieran por las injusticias que había sufrido, en última instancia sólo estaba hablando sola. Había otras realidades sobre las que no tenía ningún control, otras personas que no jugaban según sus reglas… y si pensaban en Helen alguna vez, pensaban lo que les salía de las narices.
Podía pasarse el resto de su vida sin volver a ver a nadie. Pero sabía que estaban ahí fuera, y eso la volvía loca. Mientras salía del Paraíso, se me ocurrió que por omnipotente que fuera, sólo había una forma de que mi madre pudiera ser verdaderamente feliz en su propia creación personal.
El resto de la creación tendría que desaparecer.
• • • •
—Esto no debería pasar —dijo Bates—. El blindaje era bueno.
La Banda estaba levantada al otro lado del tambor, ordenando algo en su tienda. Sarasti acechaba fuera del escenario hoy, controlando los procedimientos desde su habitación. Eso me dejaba con Bates y Szpindel en la sala común.
—Contra un impulso electromagnético directo, tal vez. —Szpindel se desperezó, sofocó un bostezo—. A veces los ultrasonidos crean campos magnéticos a través de los escudos, en tejidos vivos al menos. ¿Alguna posibilidad de que pudiera haberle ocurrido algo así a tus aparatos?
Bates extendió las manos.
—¿Quién sabe? Lo mismo podría ser todo magia negra y elfos ahí abajo.
—Bueno, no ha sido un desperdicio total. Podemos hacer algunas deducciones inteligentes, ¿eh?
—Como por ejemplo…
Szpindel levantó un dedo.
—Las capas que atravesamos no podrían ser el resultado de ningún proceso metabólico del que yo tenga conocimiento. De modo que no está «viva», no en términos biológicos. Aunque eso tampoco significa gran cosa hoy en día —añadió, paseando la mirada de reojo por el vientre de nuestra bestia.
—¿Y vida dentro de la estructura?
—La atmósfera es anóxica. Eso descarta probablemente cualquier tipo de vida multicelular compleja. Microbios, tal vez, aunque en tal caso espero fervientemente que aparezcan en las muestras. Pero cualquier cosa lo bastante compleja como para pensar, por no hablar de construir algo así —indicó la imagen que aparecía en ConSenso—, necesitaría un metabolismo que consumiera mucha energía, y eso significa oxígeno.
—¿Crees que está vacía?
—Yo no he dicho eso, ¿verdad? Sé que se espera de los alienígenas que sean muy misteriosos y eso, pero sigo sin entender por qué querría construir nadie una reserva natural del tamaño de una ciudad para sus microbios anaeróbicos.
—Tiene que ser el hábitat de algo. ¿Para qué molestarse en crear una atmósfera si se tratara de un simple instrumento de terraformación o algo así?
Szpindel esgrimió un dedo en dirección a la tienda de la Banda.
—Lo que dijo Susan. La atmósfera aún está en obras y nosotros tenemos libertad para pasearnos hasta que aparezcan los dueños.
—¿«Libertad»?
—Por así decirlo. Y ya sé que sólo hemos visto una fracción de una fracción de lo que hay dentro. Pero es evidente que algo nos vio venir. Nos recibió a gritos, que yo recuerde. Si son inteligentes y son hostiles, ¿por qué no disparan?
—A lo mejor lo están haciendo.
—Si hay algo escondido en el fondo del pasillo, destrozando tus robots, no lo está haciendo más deprisa de lo que cabría esperar de las condiciones ambientales básicas.
—Lo que tú llamas «condiciones ambientales básicas» podrían ser medidas antiinvasión activas. ¿Por qué si no este «hábitat» tan inhabitable?
Szpindel puso los ojos en blanco.
—Está bien, me confundí. No sabemos lo suficiente para hacer deducciones inteligentes.
No porque no lo hubiéramos intentado. Una vez irreparablemente frita la cabeza sensora de Jack, lo habíamos relegado a excavar la superficie; había ensanchado el orificio en incrementos infinitesimales, abrasando pacientemente el borde de nuestra mirilla inicial hasta que midió casi un metro de ancho. Entre tanto habíamos personalizado los soldados de Bates —los habíamos blindado contra reactores nucleares y el interior de ciclotrones— y una vez alcanzado el perigeo los habíamos lanzado contra Rorschach como piedras arrojadas a un bosque encantado. Todos ellos habían traspasado el portal de Jack, desenrollando filamentos finos como bigotes de gato tras ellos para transmitir información por la atmósfera cargada.
Habían enviado atisbos, más que nada. Unas pocas viñetas ampliadas. Habíamos visto moverse las paredes de Rorschach, lánguidas ondas peristálticas que se propagaban por sus entrañas. Habíamos visto pegajosas invaginaciones en obras, minuciosas constricciones que supuestamente, con el tiempo, aislarían un pasadizo. Nuestros soldados habían surcado planeando algunas zonas, cruzado a trompicones otras donde el ambiente magnético les hacía perder el equilibrio. Habían cruzado extrañas gargantas revestidas de dientes como navajas, miles de hojas triangulares dispuestas en hileras paralelas, helicoidales. Habían bordeado con cuidado nubes de niebla tallada en abstractas formas fractales, fluctuantes e interminablemente recursivas, ensartadas sus gotas cargadas en una miríada de líneas de fuerza electromagnética convergentes.
Al final, hasta el último de ellos había muerto o desaparecido.
—¿Hay algún modo de aumentar el blindaje? —pregunté.
Szpindel me lanzó una mirada.
—Lo hemos cubierto todo excepto las cabezas sensoras —me explicó Bates—. Si las tapamos, nos quedaremos ciegos.
—Pero la luz visible es inofensiva. ¿Y si usamos enlaces puramente opt…?
—Estamos usando enlaces ópticos, comisario —me espetó Szpindel—. Y por si no te has percatado esa mierda sigue filtrándose.
—¿Pero no hay, ya sabes —busqué el término adecuado—, filtros de paso de banda? ¿Algo que permita la entrada de longitudes de onda visibles y aísle las letales a ambos lados?
Soltó un bufido.
—Claro. Se llama atmósfera, y si nos hubiéramos traído alguna… unas cincuenta veces más profunda que la de la Tierra… a lo mejor conseguía bloquear en parte el caldo ese de ahí abajo. Vale, la Tierra también recibe mucha ayuda de su campo magnético, pero no pienso jugarme el cuello por ningún EM que instalemos en ese sitio.
—Si por lo menos dejáramos de tropezamos con esos picos —dijo Bates—. Ése es el verdadero problema.
—¿Son aleatorios? —pregunté.
El encogimiento de hombros de Szpindel pareció un escalofrío.
—No creo que haya nada aleatorio en ese lugar. ¿Pero quién sabe? Necesitamos más información.
—La cual no es probable que obtengamos —dijo James, caminando a nuestro encuentro alrededor del techo— si seguimos quedándonos sin drones.
El condicional era pura formalidad. Habíamos probado suerte y sacrificado un robot tras otro con la esperanza de que a uno de ellos le tocara la lotería; las tasas de supervivencia tendían exponencialmente a cero con la distancia del campamento base. Habíamos intentado escudar el filamento óptico para reducir la fuga de abertura; los cables resultantes eran rígidos y poco prácticos, envueltos en tantas capas de ferrocerámica que prácticamente era como si estuviéramos conduciendo a las máquinas con un palo.
Habíamos intentado cortar las sujeciones y enviar a los robots a explorar por su cuenta, agachando la cabeza contra la ventisca radiante y almacenando sus hallazgos para un volcado posterior; no había regresado ninguno. Lo habíamos intentado todo.
—Podemos entrar nosotros —dijo James.
Casi todo.
—Claro —respondió Szpindel, con una voz que quería decir de todo menos «claro».
—Es la única manera de averiguar algo útil.
—Ya. Como cuántos segundos tarda el cerebro en convertirse en sopa de sincrotrón.
—Podemos blindar nuestros trajes.
—Ah, ¿como los drones de Mandy, quieres decir?
—En serio, preferiría que no me llamaras así —observó Bates.
—La cuestión es que Rorschach te mata tanto si eres de carne como mecánico.
—La cuestión es que la carne muere de forma diferente —replicó James—. Tarda más.
Szpindel sacudió la cabeza.
—Estaríais más que muertos en cuestión de cincuenta minutos. Aun blindados. Aun en las llamadas zonas frías.
—Y completamente asintomáticos durante tres horas o más. E incluso después de eso tardaríamos días en morir de verdad, y volveríamos aquí mucho antes de eso, y la nave podría parchearnos así de fácil. Eso lo sabemos, Isaac, está justo ahí, en ConSenso. Y si nosotros lo sabemos, tú también. Así que ni siquiera deberíamos estar teniendo esta discusión.
—¿Ésa es tu solución? ¿Saturarnos de radiación cada treinta horas para que luego yo tenga que extirpar los tumores y remendar las células de todo el mundo?
—Las vainas son automáticas. No tendrías que mover ni un dedo.
—Por no mencionar el efecto de esos campos magnéticos sobre el cerebro. Estaríamos alucinando desde que pusiéramos el pie en…
—Trajes de Faraday.
—Ah, para entrar ciegos y sordos. Buena idea.
—Podemos dejar pasar la luz. Infrarrojos…
—Todo es EM, Suze. Aunque selláramos completamente los cascos y empleáramos cámaras, sufriríamos filtraciones en la junta del cable.
—Algunas, sí. Pero mejor eso…
—Jesús. —Un espasmo de la comisura de los labios de Szpindel dejó gotitas de saliva flotando en el aire—. Déjame hablar con Mi…
—Ya lo he discutido con el resto de la Banda, Isaac. Todos estamos de acuerdo.
—¿Que todos estáis de acuerdo? Eso no es una mayoría suficiente, Suze. Que tengas el cerebro dividido en trocitos no significa que cada porción valga por un voto.
—No veo por qué no. Cada uno de nosotros es por lo menos tan inteligente como tú.
—Todos son tú. Sólo que particionados.
—No parece que te suponga ningún problema tratar a Michelle como un ente individual.
—Michelle es… o sea, sí, todos sois facetas muy diferentes, pero sólo hay un original. Tus alter…
—No nos llames así. —Sascha irrumpió con voz fría como el oxígeno líquido—. Nunca.
Szpindel intentó corregirse.
—No pretendía… Tú sabes que yo no…
Pero Sascha se había ido ya.
—¿Qué intentas decir? —preguntó la voz más suave que llegó tras su estela—. ¿Te crees que soy simplemente… que en realidad soy mamá, que actúo y finjo? ¿Te crees que cuando estamos juntos estás solo con ella?
—Michelle —se lamentó Szpindel—. No. Lo que creo…
—Da igual —intervino Sarasti—. Aquí no se vota.
Flotaba sobre nuestras cabezas, parapetado tras su visor e inescrutable en el centro del tambor. Ninguno de nosotros lo había visto llegar. Giró lentamente sobre su eje, manteniéndonos a todos a la vista mientras rotábamos a su alrededor.
—Escila preparada. Amanda necesita dos soldados sin correa con armamento preventivo. Cámaras de uno a un millón de ángstroms, timpánicos blindados, nada de circuitos autónomos. Reforzadores de plaquetas, dimenhidrinato y yoduro de potasio para todos antes de las 13:50.
—¿Todos? —preguntó Bates.
Sarasti asintió con la cabeza.
—La ventana se abre a las cuatro horas veintitrés. —Empezó a alejarse columna abajo.
—Yo no —dije.
Sarasti se detuvo.
—Yo no formo parte de las operaciones de campo —le recordé.
—Ahora sí.
—Soy un sinteticista. —Y él lo sabía. Por supuesto que lo sabía, todos lo sabían: no se puede observar un sistema a menos que te quedes fuera de él.
—En la Tierra eres un sinteticista. En el Kuiper eres un sinteticista. Aquí eres masa. Haz lo que se te ordena.
Desapareció.
—Bienvenido al conjunto —dijo Bates en voz baja.
La miré mientras el resto del grupo se disolvía.
—Sabes que yo…
—Estamos muy lejos, Siri. No podemos esperar catorce meses a que tus jefes nos digan algo, y lo sabes.
Saltó sin coger carrerilla y trazó un arco limpio entre los hologramas hasta el núcleo ingrávido del tambor. Pero allí se detuvo, como distraída por una revelación súbita. Se aferró a un conducto espinal y giró para encararse conmigo.
—No deberías hacerte de menos —dijo—. Y tampoco a Sarasti. Eres un observador, ¿no? Es una apuesta segura decir que ahí abajo habrá muchas cosas dignas de ser observadas.
—Gracias —respondí. Pero ya sabía por qué estaba enviándome Sarasti a la Rorschach, y no era sólo para «observar».
Tres agentes valiosos en la boca del lobo. Más un señuelo que aumentaba a una entre cuatro las probabilidades de que el enemigo apuntara a alguien menos valioso.