Intenta tocar el pasado. Intenta lidiar con el pasado. No es real. Sólo es un sueño.
Ted Bundy
No empezó aquí fuera. Ni con los trepadores ni con la Rorschach, ni con Big Ben, la Teseo o los vampiros. La mayoría de la gente diría que empezó con las Luciérnagas, pero se equivocarían. Acabó con todas esas cosas.
Para mí, empezó con Robert Paglino.
Cuando tenía ocho años, era mi mejor y único amigo. Éramos camaradas marginados, unidos por un infortunio complementario. El mío tenía que ver con el desarrollo. El suyo era genético: un genotipo incontrolado que le predisponía a la miopía, el acné y (como se descubrió con el tiempo) la propensión a los narcóticos. Sus padres no habían querido optimizarlo. Las pocas antiguallas SigVein que todavía creía en Dios defendían también que nadie debería intentar mejorar Su obra. De modo que aunque los dos teníamos reparación, sólo en un caso se había aprovechado esa posibilidad.
Llegué al parque a tiempo de encontrarme con que Pag era el centro de atención de una media docena de críos; el selecto grupo de delante estaba propinándole puñetazos en la cabeza mientras los demás aguardaban su turno conformándose con llamarle «mestizo» y «renacuajo». Le vi levantar los brazos, con vacilación casi, para repeler el grueso de los golpes. Podía leer sus pensamientos mejor que los míos; tenía miedo de que sus agresores pensaran que estaba levantando las manos para contraatacar, de que lo interpretaran como un gesto de desafío y le hicieran todavía más daño. Ya por aquel entonces, a la tierna edad de ocho años y con medio cerebro desaparecido, me estaba convirtiendo en un observador de excepción.
Pero no sabía qué hacer.
Últimamente no había visto mucho a Pag. Estaba seguro de que había estado evitándome. Sin embargo, uno tiene que echarle una mano a su mejor amigo si éste tiene problemas, ¿verdad? Aunque uno lo tuviera todo en su contra —¿y cuántos niños de ocho años plantarían cara a seis chicos mayores por un compañero de juegos?—, lo menos que podía hacer era pedir auxilio. Llamar la atención de un monitor. Algo.
Me quedé allí plantado. Ni siquiera me apetecía especialmente echarle una mano.
No tenía sentido. Aunque no hubiera sido mi mejor amigo, por lo menos debería haberme solidarizado con él. Había sufrido menos que Pag por lo que a violencia declarada se refería; mis ataques tendían a mantener a raya a los demás niños, les asustaban tanto como me incapacitaban a mí. Así y todo. Las provocaciones y los insultos no me eran desconocidos, ni tampoco el pie que surge de la nada para ponerte la zancadilla en el trayecto de A a B. Sabía lo que se sentía.
O lo había sabido, alguna vez.
Pero esa parte de mí había sido extirpada junto las sinapsis defectuosas. Aún estaba peleándome con los algoritmos necesarios para recuperarla, aprendiendo por observación todavía. Los animales gregarios siempre despedazan a los más débiles que habitan en el seno de la manada. Eso lo sabe cualquier chiquillo instintivamente. Tal vez debería dejar que el proceso siguiera su curso, dejar de intentar alterar la naturaleza. Por otra parte, los padres de Pag no habían alterado la naturaleza, y mira lo que habían conseguido: un hijo encogido en el suelo mientras una panda de supercríos mejorados le molían las costillas a patadas.
Al final, la propaganda dio resultado donde había fracasado la solidaridad. Por aquel entonces lo que hacía era observar más que pensar, recordar más que deducir… y lo que me vino a la memoria fueron mil historias inspiradoras en las que se ensalzaba a todo el que alguna vez había dado la cara por los desamparados.
De modo que cogí una piedra del tamaño de mi puño y aticé con ella en la nuca a dos de los asaltantes de Pag antes incluso de que alguien se diera cuenta de que me había metido en el ajo.
Un tercero, al girarse para enfrentarse a la nueva amenaza, recibió un porrazo en la cara que le aplastó sonoramente los huesos de la mejilla. Recuerdo haberme preguntado por qué no me producía ninguna satisfacción aquel sonido, por qué no significaba nada aparte del hecho de tener un oponente menos del que preocuparse.
Los demás salieron corriendo al ver la sangre. Uno de los más valientes me juró que me iba a matar, me llamó «¡puto zombi!» por encima del hombro y desapareció al doblar una esquina.
Me harían falta tres décadas para comprender la ironía que entrañaba aquel comentario.
Dos de los rivales se retorcían a mis pies. Le pisoteé la cabeza a uno hasta que dejó de moverla y me giré hacia el otro. Algo me agarró el brazo y me di la vuelta sin pensar, sin mirar hasta que Pag lanzó un gritito y se zafó de mi alcance.
—Oh —dije—. Perdona.
Una cosa yacía inerte. La otra gemía con la cabeza entre las manos, hecha un ovillo.
—Ay mierda —jadeó Pag. La sangre manaba sin oposición de su nariz y le salpicaba la camisa. La mejilla se le estaba poniendo azul y amarilla—. Ay mierda ay mierda ay mierda…
Pensé en algo que decir.
—¿Estás bien?
—Ay mierda, tú… o sea, tú nunca… —Se restregó la boca, dejándose un churrete de sangre en el dorso de la mano—. Ay, chaval, tenemos problemas.
—Empezaron ellos.
—Ya, pero tú… ¡Quiero decir, míralos!
La cosa que gimoteaba estaba alejándose a gatas. Me pregunté cuánto tardaría en encontrar refuerzos. Me pregunté si no debería matarla antes de que tuviera ocasión.
—Nunca habías hecho algo así —dijo Pag.
Se refería a nunca antes de la operación.
Lo cierto es que entonces sentí algo… tenue, lejano, pero inconfundible. Sentí rabia.
—Empezaron ellos…
Pag retrocedió, con los ojos como platos.
—¿Qué haces? ¡Baja eso!
Había levantado los puños. No recordaba haberlo hecho. Los abrí. Me llevó un momento. Tuve que mirarme las manos intensamente durante mucho, mucho rato.
La piedra cayó al suelo, lustrosa de sangre y resplandeciente.
—Quería ayudar. —No entendía por qué era incapaz de comprender eso.
—No hay duda, ya no eres el mismo —dijo Pag desde una distancia segura—. Ya ni siquiera eres Siri.
—Sí que lo soy. No seas payaso.
—¡Te extirparon el cerebro!
—Sólo la mitad. Por lo de la ep…
—¡Ya sé que fue por lo de la epilepsia! ¿Te crees que no lo sé? Pero tú estabas en esa mitad… O, no sé, una parte de ti estaba… —Se peleó con las palabras, con los conceptos que había tras ellas—. Y ahora eres distinto. Es como si tus padres te hubieran asesinado…
—Mis padres —dije, con inesperada serenidad— me salvaron la vida. Podría haber muerto.
—Creo que moriste de todas formas —me dijo mi mejor y único amigo—. Creo que Siri murió, lo extirparon, lo tiraron a la basura y ahora eres otro niño completamente distinto que sencillamente… que sencillamente volvió a crecer a partir de lo que quedaba. No eres el mismo. Desde entonces. No eres el mismo.
Sigo sin saber si Pag comprendía realmente lo que estaba diciendo. A lo mejor su madre había desenchufado el juego al que se hubiera pasado enganchado las últimas dieciocho horas, obligándole a salir a la calle a respirar un poco de aire fresco. A lo mejor, tras pelear con ultracuerpos en el espacio virtual, no podía evitar verlos por todas partes. A lo mejor.
Aunque lo que decía tenía justificación. Recuerdo que Helen me explicó (una y otra vez) lo difícil que era ajustarse. «Como si tuvieras una personalidad totalmente nueva», había dicho, ¿y por qué no? Por algo se llama hemisferectomía radical: la mitad del cerebro a la basura con las sobras de ayer, la otra mitad obligada a esforzarse el doble. Pensemos en todas las reconfiguraciones con las que debe lidiar un hemisferio solitario mientras intenta suplir sus carencias. Al final salió bien, evidentemente. El cerebro es un pedazo de carne sumamente versátil; le llevó su tiempo, pero se adaptó. Me adapté. Aun así. Pensemos en todo lo que debía de haberse exprimido, deformado, remodelado para cuando se hubieron completado las renovaciones. Cualquiera podría argüir que soy una persona distinta de la que solía ocupar este cuerpo.
Los adultos hicieron su aparición a la larga, por supuesto. Se pusieron en práctica remedios, se llamaron a ambulancias. Los padres se mostraron ultrajados, se cruzaron andanadas diplomáticas, pero no resulta sencillo avivar las llamas del enfado cívico a propósito de tu retoño lastimado cuando las cámaras de vigilancia del patio de recreo muestran desde tres ángulos al angelito —y cinco de sus correligionarios— descargando una lluvia de patadas en las costillas de un niño tullido. Mi madre, por su parte, recicló las quejas habituales sobre niños problemáticos y progenitores ausentes —papá volvía a estar de viaje en otro hemisferio—, pero la tormenta pasó enseguida. Pag y yo seguimos siendo amigos, tras un breve hiato que nos recordó a los dos lo limitado de las posibilidades sociales que se abren a los marginados de patio de colegio que no hacen frente común.
De modo que sobreviví a ésa y a otro millón de experiencias infantiles. Crecí y tiré adelante. Aprendí a encajar. Observé, grabé, derivé los algoritmos y reproduje las conductas apropiadas. Poco de todo aquello era… sincero, supongo que es el adjetivo apropiado. Tenía amigos y enemigos, como cualquiera. Los elegía examinando listas de comportamientos y circunstancias recopiladas a lo largo de años de observación.
Podría haberme vuelto distante, pero me volví objetivo, y debo darle las gracias a Robert Paglino por ello. Fue su observación seminal lo que puso en marcha la maquinaria. Me condujo a la síntesis, me predestinó a nuestro desastroso encuentro con los trepadores, me libró del destino más aciago que se abatió sobre la Tierra. O el más feliz, supongo, según cómo se mire. Los puntos de vista importan: ahora lo entiendo, ciego, hablando solo, atrapado en un ataúd arrojado por el borde del sistema solar. Lo entiendo por primera vez desde que un vapuleado amigo cubierto de sangre en un campo de batalla infantil me convenció para que prescindiera de mi propio punto de vista.
Puede que él estuviera errado. Puede que lo estuviera yo. Pero eso, esa distancia —esa sensación crónica de ser un alienígena entre los de tu propia especie— no es necesariamente algo malo.
Resultó ser especialmente útil cuando hicieron su aparición los verdaderos alienígenas.