Notas y referencias

Referencias y observaciones, para intentar convencer a todo el mundo de que no estoy loco (o, si eso falla, simplemente para intimidar y que nadie diga nada al respecto). Léase para subir nota.

Breve introducción a la biología de los vampiros

No se puede decir que sea el primer autor en intentar racionalizar el vampirismo en términos exclusivamente biológicos. Richard Matheson ya lo hizo antes de que yo naciera, y si radio macuto no miente la próxima novela de esa condenada Butler hollará el mismo territorio antes incluso de que leáis esto. Sin embargo, apuesto a que soy el primero al que se le ocurrió la pifia del crucifijo para explicar la aversión a las cruces; una vez tocado por esa chispa de inspiración, todo lo demás vino solo.

Se redescubrió por casualidad a los vampiros cuando una forma de terapia genética experimental salió curiosamente mal, despertando genes latentes desde hacía tiempo en un niño autista y provocando una serie de cambios físicos y neurológicos (en última instancia fatales). La empresa responsable de este hallazgo presentó sus resultados tras concienzudos estudios posteriores con reclusos del sistema penitenciario de Texas; en la red se puede encontrar una grabación completa de ese discurso, con imágenes; los lectores que sientan curiosidad y dispongan de media hora libre están invitados a visitar esa página para averiguar más, no sólo sobre la biología de los vampiros, sino también sobre la investigación, la financiación y los problemas éticos y políticos derivados de la domesticación de estas criaturas (por no mencionar la malograda campaña «Domando las pesadillas del ayer por un mañana mejor»). La siguiente (y mucho más breve) sinopsis se limita a unas pocas características biológicas del organismo ancestral:

El Homo sapiens vampiris fue una efímera subespecie humana que se escindió del linaje ancestral entre 800.000 y 500.000 años antes del presente. Más grácil que el neandertal o el sapiens, la principal diferencia física con éste incluía una ligera prolongación de los caninos, mandíbulas, y huesos largos al servicio de un estilo de vida cada vez más depredador. Debido a la relativamente corta vida de este linaje, dichos cambios no eran abrumadores y se solapaban considerablemente con alometrías conespecíficas; las diferencias sólo se volvían significativas en muestras de tamaño considerable.

Sin embargo, aunque el vampiris era prácticamente idéntico al ser humano actual en términos de morfología física general, se distinguía radicalmente de él a nivel bioquímico, neurológico y de tejidos blandos. El tracto gastrointestinal era más corto y segregaba una peculiar gama de enzimas más propias de una dieta carnívora. Puesto que el canibalismo conlleva un alto riesgo de infección priónica, el sistema inmunológico de los vampiros desarrolló una fuerte resistencia a este tipo de enfermedades, así como a toda una gama de parásitos helmintos y anisáquidos. El oído y la vista del vampiris eran superiores a los del sapiens; las retinas de los vampiros eran tetracromáticas (contenían cuatro tipos de conos, frente a los tres de los humanos básicos); el cuarto tipo de cono, común entre los depredadores nocturnos, desde los gatos a las serpientes, estaba sintonizado con el cuasi infrarrojo. La materia gris de los vampiros estaba poco conectada en comparación con los estándares humanos debido a una relativa carencia de materia blanca intersticial; esto obligó a los módulos corticales aislados a volverse autocontenidos e hipereficaces, desembocando así en una aptitud omnisavántica para el reconocimiento de patrones y el análisis.

Prácticamente todas estas adaptaciones son efectos en cadena que —si bien resultan de distintas causas próximas— en última instancia encuentran su origen en una mutación paracéntrica inversa del bloque Xq21.3 del cromosoma X, responsable de cambios funcionales en los genes encargados de codificar las protocaderinas (proteínas que desempeñan un papel primordial en el desarrollo del cerebro y el sistema nervioso central). Si bien esto provocó radicales alteraciones neurológicas y conductuales, los cambios físicos más significativos se limitaron a los tejidos blandos y las microestructuras no fosilizables. Esto, sumado al número sumamente bajo de vampiros aun en periodos de picos de población (asentados como estaban en la cúspide de la pirámide trófica) explica la ausencia casi absoluta de restos fósiles.

Esta concatenación tuvo también considerables efectos perjudiciales.

Por ejemplo, los vampiros perdieron la capacidad de codificar la épsilon-protocaderina Y, cuyos genes se encuentran exclusivamente en el cromosoma homínido Y. Incapaces de sintetizar esta proteína vital por sí solos, los vampiros debían obtenerla de su alimento. Las presas humanas, por consiguiente, pasaron a ser un componente esencial de su dieta, pese a su lentitud a la hora de procrear (una situación extraordinaria, puesto que las presas generalmente superan el ritmo reproductivo de sus depredadores en al menos un orden de magnitud). En condiciones normales esta dinámica sería completamente insostenible: los vampiros depredarían a los humanos hasta extinguirlos, para luego perecer a su vez por falta de nutrientes esenciales.

A fin de atajar este desequilibrio se desarrollaron prolongados periodos de latencia semejante a la del pez pulmón (el llamado estado «no-muerto»), cuyo resultado fue una drástica reducción en las necesidades energéticas de los vampiros. A tal fin éstos producían elevados niveles de leuencefalina Ala-(D) endógena (un péptido inductor de la hibernación en los mamíferos) y dobutamina, que fortalece el músculo cardiaco durante los prolongados periodos de inactividad.

Otro efecto en cadena perjudicial fue la llamada «pifia del crucifijo», un cruce de receptores normalmente separados localizados en la corteza visual, cuya consecuencia es un ataque espasmódico similar a la epilepsia siempre que dichos receptores procesan estímulos verticales y horizontales detectados simultáneamente en un arco del campo visual lo suficientemente amplio. Puesto que los ángulos rectos intersecantes son prácticamente inexistentes en la naturaleza, la selección natural no erradicó la pifia antes de que el H. sapiens sapiens desarrollara la arquitectura euclidiana; para entonces, esta característica se había convertido en inherente al H. sapiens vampiris mediante la derivación genética, y —denegado de repente el acceso a sus presas— la subespecie entera pasó a extinguirse poco después de los albores de la historia escrita.

Os habréis percatado de que Jukka Sarasti, como todos los vampiros reconstruidos, a veces chasqueaba la lengua para sí mientras reflexionaba. Se cree que esta peculiaridad proviene de un idioma ancestral, evolucionado a lenguaje basado en chasquidos más de 50.000 años antes del presente. Este tipo de discurso resulta especialmente adecuado para los depredadores que acechen a sus víctimas en las praderas de la sabana (los chasquidos imitarían el susurro de la hierba, lo que facilitaría la comunicación sin ahuyentar a la presa). La lengua humana más próxima al vampiro antiguo sería el hadza.

Ilusionismo mental

La percepción humana es asombrosamente fácil de manipular; nuestro sistema visual ha sido calificado de improvisada «chistera de prestidigitador» en el mejor de los casos. Nuestros órganos sensores reciben una información tan parcial e imperfecta que el cerebro debe interpretar los datos valiéndose de reglas de probabilidad más que de la percepción directa. Más que «ver» el mundo, lo que hace es deducirlo aproximadamente. De resultas, cualquier estímulo improbable tiende a no procesarse a nivel consciente, por fuerte que sea el influjo. Tendemos a ignorar sencillamente aquellas imágenes y sonidos que no encajen con nuestra percepción del mundo.

Sarasti estaba en lo cierto: la Rorschach no podría hacernos nada que no nos hiciéramos ya nosotros solos.

Por ejemplo, el truco de invisibilidad de aquel joven trepador —el que restringía su movimiento a los vacíos de la vista humana— se me ocurrió mientras leía sobre algo llamado ceguera de inatención. Un ruso llamado Yarbus fue el primero en desentrañar el defecto de las sacadas en la vista humana, allá por la década de los sesenta. Desde entonces han sido varios los investigadores que han logrado hacer aparecer y desaparecer discretamente objetos del campo visual, mantenido conversaciones con sujetos desprevenidos que en ningún momento se percataron de que su interlocutor había cambiado a mitad de la entrevista y, en general, demostrado que el cerebro humano sencillamente fracasa a la hora de percibir una asombrosa cantidad de lo que ocurre a su alrededor. Echadle un vistazo a las grabaciones de la página en Internet del Laboratorio de Cognición Visual de la Universidad de Illinois y sabréis lo que quiero decir. Esto es sencillamente portentoso, amigos. Podría haber cientólogos caminando entre nosotros en estos precisos instantes y, si supieran moverse, jamás los veríamos.

La mayoría de las psicosis, síndromes y alucinaciones aquí descritas son reales, y Metzinger, Wegner y Saks (véase también Sentiencia/ Inteligencia, más adelante) las han descrito en detalle. Otros (el síndrome de Grey, p. Ej.) no han llegado todavía a las páginas del MDE —a decir verdad, un par de ellos me los inventé—, pero están basados no obstante en experimentos reales. Según a quién crea uno, la aplicación selectiva de campos magnéticos en el cerebro puede provocar desde éxtasis religiosos a la sensación de haber sido secuestrado por alienígenas. La estimulación magnética craneal puede cambiar el estado de ánimo, inducir ceguera, o alterar los centros del habla (consiguiendo que uno sea incapaz de pronunciar los verbos, por ejemplo, dejando los sustantivos intactos). La memoria y el aprendizaje son susceptibles de aumentarse (u obstaculizarse), y en la actualidad el gobierno estadounidense está subvencionando la investigación relacionada con equipos EMC portátiles con —lo habéis adivinado— fines bélicos.

En ocasiones, la estimulación eléctrica del cerebro produce el «síndrome de la mano ajena», el movimiento involuntario del cuerpo contra la voluntad de la «persona» supuestamente al mando. A veces provoca movimientos igualmente involuntarios, que sin embargo los sujetos se empeñan en afirmar haber ejecutado «a propósito» pese a las abrumadoras pruebas empíricas de lo contrario. Súmese todo esto al hecho de que el cuerpo empieza a actuar antes incluso de que el cerebro «decida» moverse (pero véase), y todo el concepto del libre albedrío —pese a la innegable sensación subjetiva de su existencia— comienza a parecer un pelín ingenuo, influencia de artefactos alienígenas al margen.

Si bien la estimulación electromagnética es hoy en día el enfoque de moda a la hora de manipular el cerebro, de ningún modo es el único. Las alteraciones físicas de consideración, como los tumores o los tubos de hierro, pueden transformar a las personas normales en psicópatas y pederastas (de ahí la nueva personalidad que surge en la cabeza de Susan James). La posesión por espíritus y el éxtasis religioso se pueden inducir mediante la machacona imposición emocional de rituales religiosos, sin necesidad de herramientas neurológicas (ni siquiera farmacológicas) invasivas en absoluto. La gente puede llegar incluso a desarrollar una sensación de propiedad con partes corporales ajenas, o convencerse de que una mano de goma es la real. La vista se impone a la propiocepción: una extremidad ortopédica, sutilmente manipulada, basta para convencernos de que estamos haciendo una cosa cuando en realidad estamos haciendo algo completamente distinto.

La última herramienta en este arsenal es el ultrasonido: menos invasivo que el electromagnetismo, más preciso que el cristianismo renacido, se puede emplear para acelerar la actividad cerebral sin necesidad de engorrosos electrodos o redecillas magnéticas. En Visión ciega hace las veces de oportuna puerta trasera para explicar por qué las alucinaciones de la Rorschach persisten aun en presencia del blindaje de Faraday, pero aquí y ahora, Sony ha estado renovando anualmente la patente de una máquina que se vale de ultrasonidos para implantar «experiencias sensoriales» directamente en el cerebro. Ingenio recreativo con gigantescas aplicaciones a los juegos online, lo llaman. Ja. Y si se pueden implantar imágenes y sonidos en la cabeza de alguien a distancia, ¿por qué no hacer lo mismo con creencias políticas y el irresistible deseo de beber una marca concreta de cerveza, ya que estamos?

¿Hemos llegado ya?

El motor de «telemateria» que impulsa a nuestros personajes en la novela está basado en estudios sobre la teleportación mencionados en Nature, Science, Physical Review Letters y, más recientemente, por todo quisqui. La idea de transmitir información sobre antimateria a modo de combustible es, que yo sepa, toda mía. A fin de derivar aproximaciones plausibles a la masa, la aceleración y la duración del viaje de la Teseo recurrí a The Relativistic Rocket, página mantenida por el físico matemático John Baez, de la Universidad de Riverside (California). El empleo por parte de la Teseo de campos magnéticos para repeler la radiación se basa en estudios realizados por el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

Aparqué la Formación de Ícaro (impulsada por energía solar) justo al lado del Sol porque la producción de antimateria seguramente continúe siendo un proceso sumamente costoso en términos de energía a corto plazo. El estado no-muerto en que la Teseo transporta a su tripulación es, evidentemente, otra iteración más del venerable clásico de la animación suspendida (aunque quisiera creer que he llegado a territorios inexplorados al invocar la fisiología vampírica como mecanismo). Dos estudios recientes estiman que la posibilidad de la hibernación inducida está más cerca de hacerse realidad. Blackstone et. al. han provocado hibernación en ratones por el asombrosamente simple método de exponerlos a ácido sulfhídrico; esto ralentiza la maquinaria celular lo suficiente para reducir el metabolismo en un 90%. Más drásticamente (e invasivamente), los investigadores del Centro Safar para el Estudio de la Reanimación, en Pittsburg, afirman haber resucitado a un perro tres horas después de su muerte clínica, mediante una técnica según la cual se sustituyó el suministro sanguíneo del animal por una solución salina muy fría. De estas dos técnicas, la primera posiblemente sea la que más se aproxime a lo imaginado por mí, aunque mi primer borrador ya estaba terminado antes de que saltaran los titulares. Pensé en retocar las escenas de la cripta para incluir alguna mención al ácido sulfhídrico, pero al final decidí que los chistes sobre ventosidades estropearían el tono general de la historia.

El tablero de juego

Visión ciega describe a Big Ben como un «emisor de Oasa». Oficialmente no existe semejante etiqueta, si bien Yumiko Oasa ha informado del hallazgo de emisores de infrarrojos sin documentar hasta la fecha —más tenues que las opacas marrones, aunque posiblemente también más comunes—, cuya masa varía entre las tres y las trece masas jovianas. Mi novela requería algo relativamente próximo, lo bastante grande para sostener un campo magnético superjoviano, pero también lo suficientemente pequeño y tenue como para evitar ser descubierto de forma plausible en los próximos setenta u ochenta años. Los emisores de Oasa se ajustan razonablemente bien a mis necesidades (al margen del evidente escepticismo sobre su verdadera existencia).

Tuve que extrapolar los detalles, desde luego, debido a lo poco que se sabe realmente sobre estas bestias. A tal fin tomé prestada información de diversas fuentes sobre gigantes gaseosos y enanas marrones, reduciendo o aumentando la escala según lo considerara oportuno. De lejos, el disparo del arma definitiva de la Rorschach se parecería sospechosamente a la colosal erupción de rayos X y radio vista recientemente en una estrella enana que debería haber sido demasiado pequeña para realizar semejante hazaña. Esa llamarada se prolongó durante doce horas, era varios miles de millones de veces más potente que nada de lo producido jamás por Júpiter, y se cree que era el resultado de un campo magnético perturbado.

Burns-Caulfield está libremente inspirado en 2000 Cr, un cometa transnewtoniano cuya órbita actual no puede explicarse del todo por las fuerzas gravitacionales de ningún objeto presente en el sistema solar del que se tenga conocimiento hoy en día.

Anatomía y fisiología de los trepadores

Como tantos otros, recelo de los extraterrestres humanoides con la frente abultada, y de los gigantescos insectoides generados por ordenador que, pese a su aspecto alienígena, se comportan como simples perros rabiosos recubiertos de quitina. Cierto es que la diferencia por la diferencia, sin criterios que reduzcan la arbitrariedad, no se diferenciaría mucho del canon de Roddenberry; la selección natural es tan ubicua como la vida misma, y los mismos procesos básicos terminarán moldeando la vida dondequiera que ésta evolucione. El reto, por consiguiente, consiste en crear un «alienígena» que le haga justicia a la palabra, sin dejar de ser biológicamente plausible.

Los trepadores son mi primer intento por responder a este desafío… y en vista de lo mucho que se parecen a los ofiuroides de los mares terrestres, podría decirse que pifié todo el concepto de «nunca jamás visto», por lo menos en términos de morfología general. Resulta incluso que los ofiuroides tienen algo parecido al despliegue de ojos de los trepadores. Del mismo modo, la reproducción de éstos —el brote de su progenie a partir de un tallo común— está basada en la de las medusas. Aunque el biólogo marino se vista de seda…

Afortunadamente, los trepadores adquieren matices más alienígenas si se miran más de cerca. Cunningham menciona que en la Tierra no existe nada parecido a sus cadenas motrices/sensoras sincronizadas. No le falta razón, aunque puedo citar un precursor que perfectamente podría desarrollar semejante sistema. Nuestras propias «neuronas espejo» se activan no sólo cuando realizamos alguna acción, sino cuando observamos a otra persona realizando la misma acción; esta característica aparece mencionada en la evolución tanto del lenguaje como de la consciencia.

Las cosas adquieren un tinte aún más alienígena a nivel metabólico. Aquí en la Tierra, nada que dependiera exclusivamente de la producción anaeróbica de adenosín trifosfato superó nunca la fase unicelular. Aunque sea más eficaz que nuestro sistema de combustión de oxígeno, el metabolismo anaeróbico es sencillamente demasiado lento para permitir una multicelularidad avanzada. La solución propuesta por Cunningham es la simplicidad encarnada. El problema es que hay que pasarse unos pocos miles de años durmiendo entre un turno y otro.

El concepto de procesos metabólicos cuántico-mecánicos quizá parezca aún más descabellado, pero no lo es. La dualidad onda-partícula puede ejercer impactos significativos sobre las reacciones bioquímicas en condiciones fisiológicas a temperatura ambiente; el efecto túnel de carbono de elevado peso atómico ha llegado a agilizar el ritmo de dichas reacciones hasta en 152 órdenes de magnitud.

Y he aquí algo realmente alienígena: la ausencia de genes. El ejemplo de la colmena que empleo a modo de analogía apareció por primera vez en el casi desconocido tratado de Darwin (Dios, qué ganas tenía de citar a este tipo); más recientemente, un pequeño pero creciente grupo de biólogos han empezado a extender el rumor de que los ácidos nucleicos (en particular) y los genes (en general) están seriamente sobrevalorados como prerrequisitos para la vida. Gran parte de la complejidad biológica radica no en la programación genética, sino en la mera interacción física y química de sus componentes. Cierto, todavía hace falta algo que desencadene las condiciones iniciales necesarias para el surgimiento de esos procesos; ahí es donde entran en juego los campos magnéticos. Ninguna patética cadena de nucleótidos sobreviviría al entorno de la Rorschach, de todas formas.

Los más puntillosos se estarán preguntando: «Ya, pero sin genes, ¿cómo evolucionan estos bichos? ¿Cómo se adaptan a entornos desconocidos? ¿Cómo se enfrenta su especie a lo inesperado?». Y si Robert Cunningham estuviera aquí hoy, respondería: «Juraría que la mitad del sistema inmunológico tiene como blanco activo la otra mitad. Y no se trata sólo del sistema inmunológico. Algunas partes del sistema nervioso parecen estar intentando, en fin, hacerse pedazos. Creo que evolucionan intraorgánicamente, por disparatado que parezca. El organismo entero está en guerra consigo mismo a nivel de tejidos, en una suerte de principio de la Reina Roja a nivel celular. Es como organizar una colonia de tumores interactivos; cabe esperar que compitan ferozmente entre sí para evitar que ninguno se desmande. Al parecer cumple el mismo papel que el sexo y la mutación para nosotros». Y si toda esta cháchara os hace elevar los ojos al cielo, seguramente os eche el humo a la cara y se refiera a la interpretación de esos mismos conceptos por parte de cierto inmunólogo, tal y como se ejemplifica en (por increíble que parezca) The Matrix Revolutions.

También podría señalar que las conexiones sinápticas de nuestro cerebro se moldean mediante una forma parecida de selección natural intra-orgánica, catalizada por pedazos de ADN parásito llamados «retrotransposones».

De hecho Cunningham llegó a decir algo parecido en un primer borrador de esta novela, pero la estructura comenzaba a tambalearse bajo el peso de tantas teorías y decidí suprimirlo. Después de todo, Rorschach es el arquitecto de estas cosas, así que podría encargarse de todas esas cosas aunque los trepadores no pudieran por sí solos. Y uno de los mensajes para recordar de Visión ciega es que la vida es cuestión de grado; la diferencia entre los sistemas vivos y los inertes siempre ha sido dudosa, y nunca tanto como en las entrañas de ese puñetero artefacto descubierto en el Oort.

Sentiencia/ Inteligencia

Éste es el condenado quid de la cuestión. Quitemos de en medio los escollos más grandes primero. Being No One, de Metzinger, es el libro más árido que haya leído jamás (y todavía hay porciones de considerable tamaño que no he llegado a leer), pero también contiene algunas de las ideas más fascinantes con que me he topado, tanto en la ficción como fuera de ella. La mayoría de los autores se dedican descaradamente a dar gato por liebre en lo que a la naturaleza de la consciencia se refiere. Pinker titula su libro How the Mind Works, o «cómo funciona la mente», para luego admitir en la primera página que «No sabemos cómo funciona la mente». Koch (el tipo que acuñó el término «agentes zombi») escribe The Quest for Consáousness: A Neurobiological Approach, en el que tímidamente soslaya todo el tema de por qué la actividad neuronal tendría que dar como resultado ningún tipo de consciencia subjetiva.

Metzinger, gigante entre tales hormigas, coge el toro por los cuernos. Su hipótesis del «mundo cero» no sólo explica el sentido subjetivo del yo, sino también por qué semejante narrador ilusorio en primera persona sería una característica emergente de ciertos sistemas cognitivos. Desconozco si tiene razón —este hombre está muy por encima de mí—, pero por lo menos aborda la verdadera pregunta que nos mantiene en vela con la mirada clavada en el techo a las tres de la madrugada, mucho después de que se halla apagado la última colilla. Muchos de los síndromes y trastornos que aparecen en Visión ciega los encontré por primera vez en el libro de Metzinger. Cualquier afirmación sin cita en esta sección probablemente provenga de esa misma fuente.

Si no, es posible que lo hagan de The Illusion of Conscious Will, de Wegner. Menos ambicioso, mucho más accesible, el libro de Wegner no se ocupa tanto de la naturaleza de la consciencia como de la naturaleza del libre albedrío, que Wegner describe como «la forma que tiene nuestra mente de estimar lo que cree que ha hecho». Wegner presenta su propia lista de síndromes y trastornos, todos los cuales refuerzan la apabullante impresión de lo frágil y subvertible que es nuestra maquinaria. Y, naturalmente, Oliver Saks ya estaba enviándonos informes desde los límites de la consciencia mucho antes de que ésta se pusiera de moda.

Sería más fácil enumerar a aquellas personas que no han hecho sus pinitos intentando «explicar» la consciencia. Las teorías abarcan toda la gama, desde difusos campos eléctricos a espectáculos cuánticos de marionetas; la consciencia se ha localizado en la corteza frontoinsular, el hipotálamo y mil núcleos dinámicos entre medias. (Al menos una teoría sugiere que si bien los grandes simios y los humanos adultos son sintientes, los niños humanos no lo son. Reconozco sentir cierta afinidad por esta conclusión; la no sentiencia de los niños excusaría su carácter psicópata).

Pero debajo de la inofensiva y superficial cuestión de qué es la consciencia subyace la pregunta más práctica de para qué sirve. Visión ciega juega con este tema a placer, por lo que no insistiré sobre lo ya tratado. Baste decir que, al menos en condiciones rutinarias, la consciencia hace poco más aparte de recoger informes del mucho más rico entorno subconsciente, ponerles su sello y llevarse todo el mérito. De hecho, la mente inconsciente suele apañárselas tan bien por su cuenta que llega incluso a emplear un guardián en la corteza cingulada anterior para no hacer nada más que impedir que el yo consciente interfiera en las operaciones cotidianas. (Si el resto de nuestro cerebro fuera consciente, seguramente nos vería como el jefe de pelo de punta de Dilbert.) Ni siquiera es precisa la sentiencia para formular una «teoría de la mente». Esto podría parecer completamente contraintuitivo: ¿cómo aprender a reconocer que otros individuos son agentes autónomos, con sus propios intereses y prioridades, si ni siquiera puede uno reconocerse a sí mismo? Pero no existe ninguna contradicción, ni hace falta apelar a la consciencia. Es enteramente posible percibir las intenciones ajenas sin ser autorreflexivo en absoluto. Norretranders declaró sin rodeos que «la consciencia es un fraude».

El arte podría suponer una excepción. Al parecer la estética requiere cierto nivel de autoconsciencia; de hecho, la evolución de la estética bien pudiera ser lo que echó a rodar la pelota de la sentiencia para empezar. Cuando la música es tan hermosa que te provoca escalofríos, ahí tenemos los circuitos de recompensa del sistema límbico en acción: los mismos circuitos que nos recompensan por tirarnos a una pareja atractiva o atiborrarnos de sacarosa. Es un truco, dicho de otra forma; el cerebro ha aprendido a obtener la recompensa sin ganársela realmente aumentando su adecuación. Es agradable, nos satisface, y hace que la vida merezca la pena. Pero también nos introvierte y nos distrae. Aquellas ratas de los sesenta, las que aprendieron a estimular sus centros del placer accionando una palanca: ¿os acordáis de ellas? Estaban tan enganchadas a darle a la manivela que se les olvidó comer. Se murieron de hambre. Sin duda murieron felices, pero murieron. Sin descendencia. Su adecuación se redujo a cero.

Estética. Sentiencia. Extinción.

Y esto nos lleva a la pregunta final, agazapada en la zona anóxica: ¿cuál es el precio de la consciencia? Comparada con el procesamiento subconsciente, la autoconsciencia es lenta y costosa. (La premisa de una entidad separada más veloz al acecho en la base de nuestros cerebros para asumir el mando en caso de emergencia está basada en los estudios de, entre otros, Joe LeDoux, de la Universidad de Nueva York.) A modo de comparación, consideremos los complejos cálculos que algunos sabios autistas son capaces de realizar a velocidad de vértigo; estas habilidades son no cognitivas, y existen pruebas de que deben su superfuncionalidad, no a una integración general de los procesos mentales, sino a una fragmentación neuronal relativa. Aunque los procesos sintientes y no sintientes fueran igual de eficaces, la percepción consciente de los estímulos viscerales —por su propia naturaleza— distrae al individuo de otras amenazas y oportunidades presentes en su entorno. (Me sentí muy orgulloso de mí mismo cuando se me ocurrió esta idea. Comprenderéis el chasco que me llevé al descubrir que Wegner ya había presentado un argumento similar en 1994.) El precio de la inteligencia elevada se ha demostrado mediante experimentos con moscas de la fruta, donde las inteligentes pierden ante las tontas a la hora de competir por el alimento, posiblemente debido a que las exigencias metabólicas del aprendizaje y la memoria reducen la energía necesaria para forrajear. No, no se me ha olvidado que acabo de pasarme un libro entero diciendo que la inteligencia y la sentiencia son dos cosas distintas. Pero este experimento sigue siendo relevante, porque algo que ambos atributos tienen en común es su alto coste metabólico. (La diferencia estriba en que, al menos en algunos casos, merece la pena pagar el precio de la inteligencia. A efectos de supervivencia, ¿qué valor tiene obsesionarse con una puesta de sol?) Si bien varias personas han señalado los diversos costes e inconvenientes de la sentiencia, muy pocas han dado el siguiente paso y se han preguntado en voz alta si todo este condenado asunto no nos acarreará demasiados problemas para lo que nos reporta. Por supuesto que no, pensaría cualquiera; de lo contrario la selección natural se habría encargado de erradicarla hace tiempo. Y probablemente sea cierto. Espero que lo sea. Visión ciega es un experimento de reflexión, un juego de «imaginemos que» y «qué pasaría si». Nada más.

Por otra parte, los dodos y las vacas marinas de Steller podrían haber empleado exactamente el mismo argumento para demostrar su superioridad, hace mil años: «Si tan inadecuados somos, ¿por qué no nos hemos extinguido?». ¿Por qué? Porque la selección natural lleva tiempo, y el azar es un factor a tener en cuenta. Los chicos más grandes del barrio en un momento dado no tienen por qué ser los más adecuados, ni los más eficientes, y no por eso se acaba la partida. Esta partida nunca se acaba; no hay línea de meta a este lado de la muerte térmica. Y por eso mismo, tampoco puede haber vencedores. Únicamente participantes que aún no han perdido.

Las cifras de Cunningham sobre el autorreconocimiento en los primates: también ésas son reales. Los chimpancés poseen una proporción cerebro/ cuerpo mayor que los orangutanes, pero éstos siempre consiguen reconocerse en el espejo mientras que los chimpancés lo logran sólo la mitad de las veces. De modo parecido, las especies no humanas dotadas de aptitudes más sofisticadas para el lenguaje son diversas aves y monos, no los grandes simios supuestamente «más sintientes» que son nuestros parientes más próximos. Si uno se para a pensarlo, hechos como éstos sugieren que la sentiencia podría ser casi una fase, algo de lo que los orangutanes todavía no se han desembarazado pero que sus primos más avanzados, los chimpancés, ya han empezado a hacerlo. (Los gorilas no se reconocen en el espejo. Quizá hayan evolucionado ya por encima de la sentiencia, o quizá no la hayan tenido nunca.) Las personas, naturalmente, no encajan en esta pauta. Si es que se le puede llamar pauta. Somos elementos aislados de la distribución: ésa es una de las cosas que intento señalar.

Seguro que los vampiros encajarían, no obstante. Ésa es la otra.

Por último, justo cuando Visión ciega se encontraba en fase de corrección editorial, esta desagradable premisa recibió un oportuno apoyo experimental: resulta que a la mente subconsciente se le da mejor tomar decisiones complejas que a la consciente. Ésta sencillamente es incapaz de manejar tantas variables, al parecer. En palabras de uno de los investigadores: «En algún punto de nuestra evolución, empezamos a tomar decisiones conscientemente, y no se nos da demasiado bien».

Ambientación miscelánea

(detalles sobre el trasfondo, cortocircuitos y la condición humana)

El pequeño Siri Keeton no es extraordinario: llevamos ya más de cincuenta años empleando la hemisferectomía radical como tratamiento en algunos casos graves de epilepsia. Asombrosamente, la extirpación de medio cerebro no parece tener el impacto que cabría esperar sobre el CI o las habilidades motrices (aunque la mayoría de los pacientes de una hemisferectomía, al contrario que Keeton, presentaban ya un CI bajo antes de la operación). Sigo sin tener del todo claro por qué eliminan el hemisferio; ¿por qué no escindir sencillamente el corpus callosum, si lo único que se pretende es impedir la retroalimentación en bucle entre ambas mitades? ¿Extirpan una mitad para evitar el síndrome de la mano ajena… y en tal caso, no implica eso que están destruyendo a sabiendas una personalidad sintiente?

Los opiodes de respuesta maternal empleados por Helen Keeton para detonar el afecto hacia ella en su hijo dañado están inspirados en trabajos recientes sobre el trastorno de déficit afectivo en los ratones. Las nubes devoradoras de hierro que aparecen tras la Lluvia de Fuego se basan en las descritas por Plane et al. La jerga lingüística empleada por la Banda de los Cuatro procede de distintas fuentes. Las pautas de discurso multilingüe de la tripulación de la Teseo (descritas pero no citadas, gracias a Dios) se me ocurrieron tras conocer las reflexiones de Graddol, quien sugiere que la ciencia debe abordarse con múltiples gramáticas porque el lenguaje inspira el pensamiento, y un solo lenguaje científico universal constreñiría nuestra percepción del mundo.

El antecedente de los fenotipos extendidos de Szpindel y Cunningham existe hoy en día, en forma de un tal Matthew Nagel. Las prótesis alteradas que les permiten percibir sinestésicamente la información de sus equipos de laboratorio se inspiran en la asombrosa plasticidad de las cortezas sensoriales del cerebro: se puede convertir una corteza auditiva en una visual sencillamente acoplando el nervio óptico a los canales auditivos (si se hace a una edad lo suficientemente temprana). Las mejoras de carboplatino de Bates tienen su origen en el reciente desarrollo de musculaturas metálicas. La irónica denigración que hace Sascha de la psicología del SigVein surge no sólo de mi (limitada) experiencia personal, sino también de un par de ensayos que despojan de su halo místico varios casos del llamado «trastorno de personalidad múltiple». (No es que el concepto tenga nada de malo; sólo su diagnóstico.) La variedad de fibrodisplasia que acaba con Chelsea se basa en los síntomas descritos por Kaplan et al.

Y, aunque no os lo creáis, los rostros chillones que utiliza Sarasti hacia el final de la novela representan una forma de análisis estadístico completamente real: las caras de Chernoff, más eficaces que los gráficos y tablas estadísticas habituales a la hora de representar las características fundamentales de un conjunto de datos.