Antes las especies se extinguían. Ahora se van de vacaciones.
Deborah MacLennan,
Tables of Our Reconstruction
«Pobrecito», dijo Chelsea cuando nos separamos. «A veces pienso que nunca te sentirás solo.» En aquel momento me pregunté por qué parecía tan triste.
Ahora, desearía que hubiera tenido razón.
Sé que ésta no ha sido una narración sin costuras. He tenido que hacer añicos la historia y concatenar sus fragmentos a lo largo de una muerte de décadas de duración. Veréis, ahora vivo una de cada diez mil horas. Ojalá no tuviera que hacerlo. Ojalá pudiera pasarme durmiendo todo el camino de regreso, evitar la agonía de estas resurrecciones efímeras.
Ojalá intentarlo bastara para no morir mientras duermo. Pero los cuerpos vivos resplandecen con isótopos radiactivos incrustados acumulados a lo largo de toda una vida, brillantes astillas que degradan la maquinaria celular a nivel molecular. Generalmente no supone ningún problema. Las células vivas reparan el daño según se produce. Pero mis células no-muertas dejan que esos errores se acumulen con el paso del tiempo, y el viaje de vuelta es mucho más largo que el de ida: yazgo en animación suspendida y me corroo. De modo que el navegador de a bordo me reanima de vez en cuando para darle a mi cuerpo la posibilidad de remendarse.
Ocasionalmente me habla, me recita estadísticas del sistema, me pone al corriente de los rumores que circulan por casa. La mayor parte del tiempo, sin embargo, me deja a solas con mis pensamientos y la maquinaria que ocupa el lugar donde solía estar mi hemisferio izquierdo. De modo que hablo solo, le dicto historias y opiniones al hemisferio sintético con el real: brillantes y fugaces momentos de consciencia, con largos años de descomposición inconsciente entre medias. Quizá este ejercicio sea totalmente en vano desde el principio, quizá ni siquiera haya alguien a la escucha.
Da igual. Éste es mi trabajo.
Así que ahí lo tenéis: mis memorias, transmitidas de la carne a la máquina. Un relato narrado para mis adentros, a falta de otro público interesado.
Cualquiera con medio cerebro podría contarlo.
Hoy he recibido carta de papá. Entrega general, ponía. Creo que era una broma, dada mi falta de dirección conocida. Tan sólo la lanzó omnidireccionalmente al éter con la esperanza de que llegara hasta mí, dondequiera que estuviese.
Han pasado ya casi catorce años. Uno pierde la noción del tiempo aquí fuera.
Helen está muerta. El Paraíso… sufrió una avería, al parecer. O un sabotaje. Puede que los realistas por fin se salieran con la suya. Aunque lo dudo. Papá parecía creer que el responsable era otro. No me dio más detalles. Quizá no tuviera ninguno. Hablaba con preocupación del creciente nerviosismo social que reinaba en casa. Tal vez alguien había filtrado mis comunicados sobre Rorschach; tal vez la gente llegó a la conclusión más obvia cuando dejaron de llegar nuestras postales. No saben cómo acabó la historia. La falta de conclusión debe de estar volviéndoles locos.
Pero tengo la impresión de que había algo más, algo que mi padre no se atrevía a mencionar en voz alta. Quizá sean sólo imaginaciones mías; me pareció incluso que sonaba preocupado por la noticia de que la tasa de natalidad estaba volviendo a crecer, lo que debería ser motivo de celebración tras una generación en declive. Si mi habitación china siguiera funcionando debidamente lo sabría, podría analizar el subtexto hasta la última coma. Pero Sarasti vapuleó mis herramientas y las dejó apenas operativas. Ahora estoy tan ciego como cualquier básico. Lo único que me queda es la incertidumbre y la sospecha, y el insidioso temor de que aun con mis habilidades defectuosas, podría estar interpretándolo correctamente.
Creo que intenta decirme que me mantenga alejado.
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También dijo que me quería. Dijo que echaba de menos a Helen, que ésta lamentaba algo que había hecho antes de que yo naciera, algún capricho u omisión que tuvo consecuencias en mi desarrollo. Hablaba sin parar. No sé a qué se refería. Cuánto poder debía de ostentar mi padre, para conseguir que le autorizaran a enviar semejante transmisión, y sin embargo la malgastaba en sentimentalismos.
Dios, cómo atesoro su carta. Atesoro hasta la última palabra.
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Caigo en una interminable parábola sin sentido, toda gravedad e inercia. La Caribdis no logró recuperar el flujo de antimateria; o bien Ícaro se ha desviado de su trayectoria, o bien ha dejado de funcionar por completo. Supongo que podría llamar por radio y preguntar, pero no hay ninguna prisa. Todavía me queda un buen trecho. Pasarán años incluso antes de que deje atrás los cometas.
Además, no sé si quiero que sepan dónde estoy.
La Caribdis no pierde el tiempo con maniobras de evasión. No tendría sentido aunque dispusiéramos de combustible de sobra, aunque el enemigo siguiera estando en alguna parte ahí fuera. No es como si no supieran dónde está la Tierra Pero estoy casi seguro de que los trepadores sucumbieron junto con mis congéneres. Jugaron bien sus cartas. Soy el primero en reconocerlo. O puede que sencillamente les sonriera la suerte. Un fallo accidental provoca que uno de los soldados de Bates dispare contra un trepador desarmado; semanas más tarde, Tira y Afloja utilizan ese cuerpo en el transcurso de su fuga. La electricidad y el magnetismo remueven neuronas al azar en la cabeza de Susan; tiempo después, una personalidad completamente nueva surge para usurpar el mando y enviar la Teseo a los acogedores brazos de Rorschach. Casualidad, imprevistos y suerte caprichosa. Quizá así se explicara todo.
Pero no lo creo. Demasiadas coincidencias oportunas. Creo que la Rorschach se fabricó su suerte, que plantó y regó esa personalidad nueva delante mismo de nuestras narices, escondida a salvo —excepto por una ligerísima traza de oxitocina elevada— tras todas las lesiones y tumores sembrados en la cabeza de Susan. Creo que miró al futuro y vio los usos que se le podría dar a semejante ardid; creo que sacrificó una diminuta porción de su ser a fin de lograr ese resultado, y que hizo que pareciera un accidente. Suerte, tal vez, pero no caprichosa. Previsión. Movimientos brillantes y sutiles.
Tampoco es que la mayoría de nosotros conociéramos las reglas del juego, naturalmente. En realidad éramos simples peones. Sarasti y la capitana —cualquiera que fuese la inteligencia híbrida que formaban esos dos— eran los auténticos jugadores. En retrospectiva, puedo ver también algunos de sus movimientos. Veo a la Teseo oyendo el intercambio de mensajes entre los trepadores enjaulados; veo cómo manipula el volumen del conector de la Banda para que Susan también los escuche, y crea que el descubrimiento es sólo suyo. Si me esfuerzo lo suficiente, alcanzo a atisbar incluso cómo la Teseo nos ofreció a modo de sacrificio, provocando intencionadamente la respuesta de Rorschach con aquel último acercamiento. Sarasti siempre había sido un enamorado de la información, sobre todo si poseía importancia táctica. ¿Qué mejor manera de evaluar al enemigo que observarlo en combate?
Nunca nos dijeron nada, por supuesto. Así estábamos más contentos. No nos gustaba recibir órdenes de las máquinas. Aunque tampoco es que nos hiciera mucha gracia recibirlas de un vampiro.
Ahora que la partida ha terminado, un peón solitario se yergue en el tablero devastado y su rostro es humano, después de todo. Si los trepadores siguen las reglas dictadas por varias generaciones de estudiosos de la teoría de juegos, no regresarán. Aunque lo hicieran, sospecho que no supondría ninguna diferencia.
Porque para entonces ya no habrá ninguna base para el conflicto.
He estado escuchando la radio durante estos despertares intermitentes. Hace generaciones que enterramos la Era de la Transmisión bajo una montaña de fibra óptica y haces de luz concentrada, pero en realidad nunca dejamos de sembrar los cielos de electromagnetismo. La Tierra, Marte y Luna llevan a cabo su triálogo interplanetario en un millón de voces solapadas. Cada nave que surca el vacío habla en todas direcciones a la vez. Las O’Neills y los asteroides jamás dejaron de cantar. De lo contrario, quizá las Luciérnagas no nos hubieran encontrado nunca.
He oído cambiar esas canciones con el paso del tiempo, un lapso de tiempo acelerado hacia el olvido. Ahora es principalmente control del tráfico y telemetría. De vez en cuando sigo captando estallidos de voz pura, tensa, al borde del pánico la mayoría de las veces: algún tipo de búsqueda en progreso, una nave que se interna en el espacio profundo, otras en desapasionada persecución. Los fugitivos nunca parecen llegar muy lejos antes de que se corten sus señales.
No consigo recordar cuándo fue la última vez que oí música, pero escucho algo parecido en ocasiones, espectral y discordante, repleta de chasquidos y crujidos familiares. A mi bulbo raquídeo no le gusta. A mi bulbo raquídeo le causa pavor.
Recuerdo a toda mi generación abandonando el mundo real en pos de un más allá prefabricado. Recuerdo a alguien diciendo que los vampiros no van al Paraíso. Ven los píxeles. A veces me pregunto cómo me sentiría, sacado de la paz del sepulcro para trabajar al antojo de unas criaturas pueriles que en su día habían sido simples proteínas. Me pregunto cómo me sentiría si se hubiera utilizado mi discapacidad para mantenerme controlado y se me hubiera negado el lugar que me correspondía realmente en el mundo.
Y luego me pregunto cómo sería no sentir absolutamente nada, ser absolutamente racional, una criatura depredadora rodeada por completo de carne ansiosa por echarse a dormir plácidamente…
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No puedo extrañar a Jukka Sarasti. Sabe Dios que lo intento, cada vez que me reactivo. Me salvó la vida. Me… me humanizó. Siempre estaré en deuda con él por eso, mientras viva; igual que mientras viva nunca dejaré de odiarlo por el mismo motivo. De alguna manera enfermiza y surrealista tenía más en común con Sarasti que con cualquier ser humano.
Pero sencillamente no me sale de dentro. Él era un depredador y yo la presa, y no está en la naturaleza del cordero llorar al león. Aunque murió por nuestros pecados, no consigo echar de menos a Jukka Sarasti.
Puedo empatizar, no obstante. Por fin puedo empatizar con Sarasti, con toda su especia extinguida. Porque los humanos nunca debimos heredar la Tierra. Estaba reservada para los vampiros. Debían de haber sido sintientes hasta cierto punto, pero ese sueño semiconsciente habría sido algo burdo comparado con nuestra autoobsesión. Estaban erradicándolo. Sólo era una fase. Estaban en camino.
La cuestión es que los humanos pueden ver una cruz sin sufrir convulsiones. Así es la evolución; una estúpida mutación vinculada y el orden natural al completo se desmorona, la inteligencia y la autoconsciencia se alían de forma contraproducente y caminan a la par durante medio millón de años. Creo que sé lo que está pasando en la Tierra, y aunque hay quienes lo tildarían de genocidio, en realidad no lo es. Nosotros solos nos lo buscamos. No se puede culpar a los depredadores por ser lo que son. Al fin y al cabo, fuimos nosotros los que los trajimos de vuelta. ¿Por qué no iban a reclamar lo que era suyo por derecho de nacimiento?
Genocidio, no. La simple reparación de una antigua afrenta.
He intentado consolarme con eso. Es… difícil. A veces es como si toda mi vida hubiera sido una lucha por reconectar, por recuperar lo que fuera que se perdiese cuando mis padres mataron a su único hijo. En el Oort, por fin gané esa batalla. Gracias a un vampiro, un cargamento de rarezas y una horda alienígena invasora, soy humano de nuevo. El último humano, tal vez. Cuando llegue a casa, podría ser el único ser sintiente del universo.
Si es que llego a tanto. Porque no sé si existe tal cosa como un narrador digno de confianza. Y Cunningham dijo que los zombis serían buenos actores.
Así que, para bien o para mal, no puedo afirmarlo.
Os tendréis que imaginar que sois Siri Keeton.