Visión ciega es mi primera incursión novelada en el espacio profundo, un terreno sobre el que dispongo, por decirlo de alguna manera, de poca educación académica. En ese aspecto este libro no es tan distinto de mis anteriores novelas: pero aunque sobre la ecología de las profundidades oceánicas tampoco sabía gran cosa, la mayoría de vosotros sabía menos aún, y mi doctorado en biología marina me permitió al menos salir airoso de la trilogía de los abismos. Visión ciega, en cambio, transita en un tipo de gravedad cero completamente distinto; esto hacía que un guía digno de confianza fuera mucho más importante. De modo que permitid que empiece por darle las gracias al profesor Jaymie Matthews, de la Universidad de la Columbia Británica: astrónomo, asiduo de las fiestas y filtro crucial de todas las ideas que le vertí encima. Vaya también mi agradecimiento para Donald Simmons, ingeniero aeroespacial y convidado a cenar agradablemente barato, quien revisó las características de la Teseo (especialmente las relacionadas con el motor y el tambor) y me dio algunos consejos sobre radiación y blindaje contra ella. Ambas partes eliminaron la mayoría de mis egregios errores. (Lo que no quiere decir que no perdure ninguno en este libro, tan sólo que éstos son fruto de mi negligencia, no de la suya. O quizá sencillamente que la historia los exigía.) David Hartwell, como siempre, fue mi editor y hombre de confianza en el cuartel general del Imperio del Mal. Tengo la sospecha de que Visión ciega fue una dura carrera de fondo para los dos: toneladas de teoría esencial amenazaban con devorar la historia, por no mencionar el problema de generar interés en el lector por un elenco de personajes menos adorables de lo habitual. Sigo sin saber hasta qué punto habré tenido éxito o fracasado, pero nunca me he alegrado tanto de que mi copiloto se hubiera fogueado con todos, desde Heinlein a Herbert.
La habitual cuadrilla de colegas escritores criticaron los primeros capítulos de este libro y me enviaron sollozando de vuelta a la mesa de diseño: Michael Carr, Cory Doctorow, Rebecca Maines, David Nickle, John McDaid, Steve Samenski, Rob Stauffer y el difunto Pat York. Todos ellos contribuyeron con ideas y críticas en nuestra escapada anual en la isla; Dave Nickle se merece una mención especial gracias a sus contribuciones añadidas a lo largo del año, generalmente a horas intempestivas. Por la misma razón, Dave se libra de la manida coletilla «cualquier error es enteramente responsabilidad mía» que calzamos los autores en nuestra sección de agradecimientos. Al menos algunos de los errores aquí contenidos probablemente estén ahí por culpa de Dave.
Elisabeth Bear criticó un borrador casi definitivo de arriba abajo. Los profesores Dan Brooks y Deborah MacLennan, ambos de la Universidad de Toronto, me proporcionaron el estímulo de un entorno académico sin las zarandajas políticas y burocráticas que suelen acompañarlo. Estoy en deuda con ellos por litros de alcohol y horas de discusión sobre varios de los temas aquí presentados, y por otras cosas que a nadie le importan un pimiento. También dentro de la categoría «demasiado diverso para detallarlo», André Breault, que me ofreció un refugio en la costa oeste donde completé el primer borrador. Isaac Szpindel —el de verdad— me echó una mano, como de costumbre, con varias sutilezas neurofisicas, y Susan James (que también existe, si bien en un formato ligeramente más coherente) me explicó cómo enfocarían los lingüistas un caso de primer contacto. Lisa Beaton me llamó la atención sobre documentos relevantes en un desesperado intento de expiar sus pecados tras vender su alma a las corporaciones farmacéuticas. Laurie Channer hizo las veces de caja de resonancia y, en fin, tuvo la paciencia de soportarme. Temporalmente, al menos. Gracias también a Karl Schroeder, con quien he cruzado diversas ideas en la arena de la sentiencia contra la inteligencia. Algunas partes de Visión ciega pueden considerarse una réplica a los argumentos esgrimidos por Karl en su novela Permanence; disiento de su razonamiento casi punto por punto, y sigo sin explicarme cómo es posible que hayamos llegado casi a la misma conclusión general.