Preludio

Drizzt Do’Urden permanecía agazapado en una grieta entre dos piedras sobre la ladera de una montaña, presenciando una curiosa reunión. Un humano, un elfo y un trío de enanos —por lo menos un trío— estaban, de pie unos, otros sentados, en torno a tres carretas de fondo plano estacionadas formando un triángulo alrededor de una pequeña hoguera. El perímetro del campamento se veía salpicado de sacos y bocks junto a un grupo de tiendas de campaña, por lo que Drizzt dedujo que el contingente no sólo estaba formado por los cinco que tenía a la vista. Miró más allá de las carretas y vio un pequeño prado de hierba, en el cual pastaban varios caballos de tiro. A un lado de donde estaban los caballos volvió a ver lo que lo había traído hasta la linde del campamento: un par de estacas coronadas con cabezas cortadas de orcos.

La banda y los miembros que faltaban eran realmente miembros de Casin Cu Calas, la Triple C, una organización de vigilantes que había tomado su nombre de la expresión élfica que significaba «honor en la batalla».

Teniendo en cuenta la reputación de Casin Cu Calas, cuya táctica favorita era irrumpir en las granjas orcas en la oscuridad de la noche y decapitar a cuanto macho encontraban dentro, a Drizzt el nombre le resultaba bastante irónico y desagradable.

—Cobardes todos ellos —dijo en un susurro mientras observaba a un hombre que desplegaba una larga túnica negra y roja.

El hombre sacudió la túnica para quitarle el polvo de la noche, la plegó respetuosamente y se la llevó a los labios para besarla antes de volver a colocarla en la trasera de una de las carretas. A continuación, recogió la segunda prenda reveladora, una capucha negra. Se disponía a colocarla también en la carreta, pero vaciló y optó por cubrirse la cabeza con ella, ajustándosela para ver por los dos orificios de los ojos. Eso atrajo la atención de los otros cuatro.

«Los otros cinco», apuntó Drizzt cuando el cuarto enano salió de detrás de una de las carretas para mirar al hombre encapuchado.

—¡Casin Cu Calas! —proclamó el hombre, alzando los dos brazos con los puños cerrados, en una exagerada pose victoriosa—. ¡No dejéis un solo orco con vida!

—¡Muerte a los orcos! —gritaron los otros como respuesta.

El necio encapuchado lanzó una andanada de insultos y amenazas contra los humanoides de aspecto porcino. En lo alto de la ladera de la colina, Drizzt Do’Urden meneó la cabeza y deliberadamente se descolgó del hombro su arco, Taulmaril. Lo levantó, introdujo una flecha y lo tensó en un elegante movimiento.

—No dejéis un solo orco con vida —dijo el encapuchado una vez más, o empezó a decirlo, pues el destello de un relámpago atravesó el campamento y se introdujo en un bock de cerveza caliente que tenía a su lado. Cuando el bock explotó y el líquido salió volando por los aires, una capa de electricidad dispersa hurtó la oscuridad al incipiente crepúsculo.

Los seis compañeros cayeron de espaldas y se protegieron los ojos. Cuando recuperaron la vista, todos pudieron ver la solitaria figura de un esbelto elfo oscuro de pie sobre una de sus carretas.

—Drizzt Do’Urden —dijo con voz entrecortada uno de los enanos, un tipo gordo de barba rojiza y unas cejas enormes que abarcaban todo el ancho de la frente.

Otros dos asintieron con un movimiento de la cabeza y dibujando el nombre con los labios, ya que no había posibilidad de confundir al elfo oscuro que tenían ante ellos, con sus dos cimitarras sobre las caderas y Taulmaril, el Buscacorazones, colgado otra vez al hombro. La larga cabellera blanca del drow ondeaba con la brisa del atardecer y su capa restallaba sobre su espalda. Ni siquiera la escasa luminosidad de la hora podía menoscabar el brillo de su camisa recubierta de mithril de color blanco plateado.

Tras quitarse parsimoniosamente la capucha, el humano echó una mirada primero, al elfo y, a continuación, a Drizzt.

—Tu reputación te precede, maestro Do’Urden —dijo—. ¿A qué debemos el honor de tu presencia?

—Honor, extraña palabra —replicó Drizzt—. Más aún cuando sale de los labios de alguien dispuesto a usar la capucha negra.

Un enano que estaba al lado de la carreta se puso tenso e incluso dio un paso adelante, pero lo frenó el brazo del tipo de la barba rojiza.

El humano carraspeó, incómodo, y arrojó la capucha al interior de la carreta que tenía detrás.

—¿Te refieres a eso? Es algo que encontramos por el camino.

¿Tiene algún significado para ti?

—No más que el significado que atribuyo al hábito que tan respetuosamente plegaste y besaste.

Eso atrajo otra vez la atención hacia el elfo, que, como pudo observar Drizzt, se estaba desplazando levemente hacia un lado, por detrás de una línea dibujada en la tierra con un polvo reluciente. Cuando Drizzt fijó más netamente su atención en el humano, notó que el semblante del hombre había experimentado un cambio: la fingida inocencia había dado paso a una clara expresión de desdén.

—Un hábito que tú mismo deberías lucir —dijo el hombre con osadía—, para honrar al rey Bruenor Battlehammer, cuyas hazañas…

—No menciones ese nombre —lo interrumpió Drizzt—. Tú no sabes nada de Bruenor, de sus proezas ni de sus opiniones.

—Sé que él no era amigo de…

—No sabes nada —insistió Drizzt, esa vez con más firmeza.

—¡Lo que se cuenta de Shallows! —bramó uno de los enanos.

—Yo estaba allí —le recordó Drizzt, haciendo callar al necio.

El humano escupió en el suelo.

—Un héroe en otros tiempos, ablandado ahora —musitó—, y nada menos que con los orcos.

—Es posible —respondió Drizzt, y en un abrir y cerrar de ojos las cimitarras aparecieron en sus manos de piel negra para sorpresa de todos—, pero no me he ablandado con los salteadores de caminos ni con los asesinos.

—¿Asesinos? —retrucó el humano, incrédulo—. ¿Asesinos de orcos?

No había acabado aún de hablar cuando el enano situado al lado de la carreta se abrió paso, a pesar del brazo de su compañero de la barba rojiza, y adelantando la mano lanzó el hacha, que salió girando por los aires en dirección al drow.

Drizzt dio un paso a un lado y con facilidad esquivó el ataque nada sorprendente, pero no contentándose con dejar que el proyectil siguiera su vuelo de modo inofensivo y viendo a un segundo enano que cargaba contra él por la izquierda, puso su cimitarra Muerte de Hielo en la trayectoria del hacha. A continuación, retrajo la hoja cuando entró en contacto con el proyectil para absorber el impacto. Con un giro de muñeca, interpuso la hoja de la cimitarra en el camino de la cabeza del hacha y, sin solución de continuidad, giró sobre sí mismo en sentido contrario e imprimió a Muerte de Hielo un movimiento circular que lanzó el hacha sobre el enano atacante.

El guerrero de voz cavernosa alzó su escudo para bloquear las torpes espirales del hacha, que dio un sonoro golpe contra la rodela de madera y rebotó hacia un lado. Pero también decayó el gruñido decidido del enano cuando al volver a bajar el escudo se encontró con que su objetivo había desaparecido de la vista.

Drizzt, ampliada su velocidad gracias a un par de ajorcas mágicas, había coordinado su huida con el ascenso del escudo del enano. Sólo había dado algunos pasos, pero sabía que eran suficientes para confundir al obstinado enano. En el último momento, éste reparó en él y, frenando con un patinazo, lanzó un débil golpe de revés con su maza de guerra.

Pero Drizzt estaba en el interior del arco de la maza, y golpeó el mango con una hoja, lo que debilitó el ya escaso impulso del golpe. Golpeó más fuerte con la segunda hoja en el pliegue que había entre el pesado guantelete del enano y su muñequera de metal. La maza salió volando, y el enano, con un aullido de dolor, se cogió la muñeca rota y sangrante.

De un salto, Drizzt se plantó encima de su hombro, le dio un puntapié en la cara a modo de precaución y se apartó con otro salto; entonces, cargó contra el enano de la barba rojiza y el que había arrojado el hacha, que a su vez cargaban contra el elfo oscuro velozmente.

Desde atrás, el humano los animaba, aunque sin participar, lo que reafirmó la sospecha que ya albergaba Drizzt sobre su valor, o sobre la falta de él.

El doble movimiento y la arremetida de Drizzt hicieron que los dos enanos se pararan en seco, y el drow acometió con furia, girando las dos cimitarras una por encima de la otra y golpeando desde ángulos diferentes. El que había arrojado el hacha, con otra hacha pequeña en la mano, también sostenía un escudo, con lo cual conseguía parar los golpes con más eficacia; pero el pobre tipo de la barba rojiza sólo podía interponer su gran maza con movimientos en diagonal, modificando el ángulo furiosamente para responder a la avalancha de golpes. Recibió media docena de golpes y tajos a los que respondió con gruñidos y aullidos, y sólo la presencia de su compañero, y de todos los que estaban alrededor reclamando la atención del drow, evitó que resultara malherido o muerto en el acto, ya que Drizzt no podía rematar sus ataques sin exponerse a los contraataques de los compañeros del enano.

Cuando el impulso inicial se agotó, el drow retrocedió. Con su característica tozudez, los dos enanos avanzaron. El de la barba rojiza, con las manos sangrando y un dedo colgando apenas de un hilo de piel, intentó un golpe descendente directo. Su compañero se volvió a medias para abrir la marcha con su escudo y tomar impulso para lanzar un golpe horizontal que, sin rozar a su compañero, alcanzase a Drizzt de izquierda a derecha.

La impresionante coordinación del ataque imponía, o bien una retirada rápida y sin tapujos, o una compleja parada en dos ángulos, y normalmente, Drizzt se habría limitado a aprovechar su velocidad superior para ponerse fuera de alcance.

Sin embargo, se dio cuenta de que el enano de la barba rojiza sujetaba el arma de una manera precaria, y al fin y al cabo, él era un drow que había pasado toda su juventud aprendiendo a ejecutar exactamente ese tipo de defensas de ángulo múltiple.

Se protegió con la cimitarra de la izquierda, alzó la mano y giró la hoja hacia abajo para interceptar el golpe de lado, mientras que, cruzando la mano derecha por encima de la izquierda, con la cimitarra horizontal, bloqueó el golpe descendente.

Cuando la maza de trayectoria transversal tomó contacto con su acero, Drizzt empujó con la mano hacia adelante y giró la cimitarra para desviar el arma del enano hacia abajo, lo que posibilitó que diera medio paso a la izquierda y se alineara así más plenamente con el golpe desde arriba del otro. Cuando tomó contacto con esa arma, había recuperado del todo el equilibrio, con los pies firmemente asentados por debajo de los hombros.

Se puso en cuclillas para evitar el golpe descendente del arma y, a continuación, se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas.

La mano del enano, gravemente herida, no pudo aguantar la embestida, y el movimiento del drow obligó al diminuto guerrero a ponerse de puntillas para seguir sosteniendo apenas el arma.

Drizzt se volvió hacia la derecha al incorporarse, y con un súbito y poderoso movimiento oblicuo, obligó al arma del enano a desplazarse hacia la derecha, poniéndola en el camino de retorno del otro enano. Cuando los dos se enredaron, Drizzt se retiró y realizó un giro invertido sobre la punta del pie izquierdo; dio una vuelta completa y lanzó a la espalda del enano de la barba rojiza una patada circular que lo estampó contra su compañero. La gran maza salió volando, seguida por el enano, mientras el otro apartaba un hombro y colocaba el escudo en ángulo para guiarlo hacia un lado.

—¡Blanco seguro! —El grito llegaba desde un lado y llamó la atención de Drizzt, que al parar en seco y volverse vio al elfo, que sostenía una pesada ballesta con la que lo apuntaba.

Drizzt lanzó un grito y se abalanzó contra el elfo; hizo una voltereta hacia adelante al mismo tiempo que giraba el cuerpo, de modo que aterrizó con un paso oblicuo y cerró rápidamente la distancia.

Chocó, entonces, con un muro invisible, como era de esperar, ya que se dio cuenta de que la ballesta no había sido más que una estratagema y que ningún proyectil podría haber atravesado aquella mágica barrera invisible.

Drizzt rebotó en la barrera y cayó sobre una rodilla, con movimientos convulsivos. Intentó ponerse de pie, pero dio la impresión de que se tambaleaba, aparentemente mareado.

Oyó a los enanos que cargaban contra él por la espalda, convencidos al parecer de que no había posibilidad alguna de que se recuperara a tiempo para evitar el mortífero ataque que le tenían preparado.

—Y todo por los orcos, Drizzt Do’Urden —oyó decir al elfo, mago de profesión, y vio que aquella criatura esbelta meneaba la cabeza con desánimo mientras dejaba caer a un lado la ballesta—. Un fin poco honorable para alguien de tu reputación.

Taugmaelle bajó la mirada, sorprendida y asustada. Jamás habría imaginado que recibiría una visita del rey Obould IV, señor de Muchas Flechas, especialmente en la víspera de su partida hacia Glimmerwood para sus esponsales.

—Eres una novia hermosa —dijo el joven rey orco, y Taugmaelle, que se atrevió a alzar apenas la mirada, pudo ver que Obould asentía en señal de aprobación—. Ese humano… ¿Cuál es su nombre?

—Handel Aviv —respondió.

—¿Es consciente de la buena suerte con que ha sido bendecido?

Mientras asimilaba la pregunta, Taugmaelle encontró, por fin, el valor que necesitaba. Alzó la vista y, sin amilanarse, sostuvo la mirada de su rey.

—Yo soy la afortunada —dijo, pero su sonrisa se desvaneció casi de inmediato al ver la expresión ceñuda de Obould.

—¿Porque él es humano? —bramó Obould, mientras los demás orcos presentes en la pequeña casa se apartaban temerosos—. ¿Un ser más elevado? ¿Porque tú, una simple orca, has sido aceptada por ese Handel Aviv y los de su especie? ¿Te has elevado por encima de los de tu raza por esta unión, Taugmaelle del clan Bignance?

—¡No, mi rey! —farfulló Taugmaelle con los ojos llenos de lágrimas—. No, claro que no, nada de eso…

—¡Handel Aviv es el afortunado! —declaró Obould.

—Lo que yo…, lo que yo quería decir es que lo amo, mi rey —dijo Taugmaelle con apenas un hilo de voz.

La sinceridad de esa declaración era tan obvia que, de no haber bajado otra vez la vista al suelo, Taugmaelle habría notado que el joven rey orco se movía de forma incómoda y su enfado desaparecía.

—Por supuesto —respondió Obould después de un momento—. Entonces, los dos sois afortunados.

—Sí, mi rey.

—Pero nunca te consideres inferior —le advirtió el monarca—. Eres orgullosa. Perteneces a los orcos, a los orcos de Muchas Flechas. Es Handel Aviv el que se eleva con esta unión. Nunca debes olvidar eso.

—No, mi rey.

Obould paseó una mirada por la pequeña habitación, observando los rostros de sus electores. Dos de ellos lo miraban con la boca abierta, como si no tuvieran idea de cómo reaccionar ante su inesperada aparición, y varios otros inclinaban la cabeza en señal de respeto.

—Eres una novia hermosa —volvió a decir el rey—. Una digna representante de todo lo bueno del reino de Muchas Flechas. Ve con mi bendición.

—Gracias, mi rey —respondió Taugmaelle.

Pero Obould apenas la oyó, pues ya se había dado la vuelta y se dirigía hacia la puerta. Se sentía un poco tonto por su reacción excesiva, sin duda, pero no dejaba de recordarse que sus sentimientos no habían estado exentos de mérito.

—Esto es bueno para nuestro pueblo —dijo Taska Toill, el consejero de la corte de Obould—. Cada uno de estos enlaces interraciales refuerza ese mensaje que es Obould. Y que esta unión se consagre en el antiguo Bosque de la Luna no es nada desdeñable.

—El avance es lento —se lamentó el rey.

—No hace tantos años, nos cazaban y mataban —le recordó Taska—. Guerras interminables. Conquistas y derrotas. Ha sido todo un siglo de progreso.

Obould asintió; sin embargo, casi para sus adentros, afirmó:

—Nos siguen persiguiendo.

Y aunque no lo dijo, pensó que peores eran las afrentas de aquellos que se decían amigos de Muchas Flechas, que los defendían con cierto aire de superioridad, sintiendo una voz interna que alababa su magnanimidad al tender la mano y defender incluso la causa de criaturas tan inferiores. Las gentes de la Marca Argéntea a menudo perdonaban a un orco por conductas que no aceptarían entre los suyos, y eso hería a Obould todavía más que esos elfos, enanos y humanos que abiertamente despreciaban a su pueblo.

Drizzt miró la sonrisa de superioridad del mago elfo. Cuando el drow también sonrió, e incluso le hizo un guiño, la cara del elfo perdió toda expresividad.

Una décima de segundo más tarde, el elfo dio un grito y salió volando. Guenhwyvar, con sus trescientos kilos de potencia felina, saltó sobre él, se lo llevó lejos y lo volvió a depositar en el suelo.

Uno de los enanos que cargaban contra Drizzt lanzó un gritito de sorpresa, pero a pesar de la revelación de la pantera, ninguno de los enanos atacantes estaba ni remotamente preparado para que el supuestamente pasmado Drizzt girara en redondo y apareciera ante ellos totalmente consciente y equilibrado. Cuando se dio la vuelta, un revés de Centella, la cimitarra que llevaba en la mano izquierda, le rebanó la mitad de la barba rojiza a uno de los enanos que atacaba con desgana, con la pesada arma por encima de su cabeza. De todos modos, trató de golpear a Drizzt, pero dio una vuelta descontrolada y se tambaleó, conmocionado y presa de un dolor lacerante. Su propio impulso lo llevó hacia adelante, donde la cimitarra, que ya le salía al encuentro desde el otro lado, lo alcanzó a la altura de las muñecas.

La gran maza salió volando. El duro enano bajó los hombros en un intento de pillar a su enemigo, pero Drizzt era demasiado ágil y no tuvo más que desplazarse hacia un lado retrasando el pie izquierdo para que tropezara con él el enano, que se partió el cráneo contra el muro mágico.

Su compañero no tuvo mejor suerte. Cuando Centella dio un tajo transversal en su camino de vuelta, el enano consiguió ponerse de pie y se volvió para alinear el escudo, mientras preparaba su arma para un golpe contundente. La segunda hoja de Drizzt, sin embargo, atacó después del revés, y el drow giró hábilmente la muñeca hacia arriba para que la curva hoja de la cimitarra pasara por encima del borde del escudo, y se lanzó a golpear el brazo retraído del arma justo donde el bíceps se une con el hombro. El enano, cuyo movimiento ya estaba demasiado avanzado para detenerlo del todo, se lanzó hacia adelante y con su propio impulso ayudó a que la cimitarra se hundiera más a fondo en su carne.

Hizo un alto, aulló y dejó caer el hacha. Observó a su compañero, que se alejaba dando tumbos. Llegó entonces una andanada cuando el mortífero drow se cuadró ante él. A diestro y siniestro, las cimitarras asestaban golpes, adelantándose siempre a los intentos patéticos del enano de interponer su escudo. Quedó lleno de marcas y de cortes, hasta afeitado, bajo el embate de las puntas y los filos de las dos espadas que se abrían camino a través de sus defensas. Todos los golpes hacían daño, pero ninguno era mortal.

Sin embargo, no podía recuperar el equilibrio ni organizar una defensa creíble, ni aferrarse a nada capaz de contrarrestar el ataque, como no fuera su escudo. El drow lo superaba con facilidad, y mientras se ladeaba a la derecha del enano consiguió superar la defensa del escudo y le dio un golpe en la sien con la empuñadura de la cimitarra. Continuó con un fuerte gancho de izquierda mientras completaba la vuelta, y el sorprendido enano ya no ofreció la menor resistencia cuando puño y empuñadura a un tiempo lo golpearon en plena cara.

Dio dos pasos vacilantes hacia un lado y cayó al suelo.

Drizzt no se detuvo a confirmar el efecto, porque al volverse hacia el otro lado vio que el primer enano al que había herido se estaba poniendo de pie y se alejaba dando tumbos. Unas cuantas zancadas le bastaron a Drizzt para alcanzarlo y darle un tajo con la cimitarra en la parte trasera de las piernas. La vapuleada criatura lanzó un grito y, vacilante, dio con sus huesos en el suelo.

Una vez más, Drizzt miró más allá del que estaba cayendo, ya que los dos miembros restantes del grupo se estaban retirando a toda prisa. El drow preparó a Taulmaril y le colocó una flecha, que cogió de la aljaba encantada que llevaba a la espalda. Apuntó al centro del cuerpo del enano, pero tal vez por deferencia al rey Bruenor —o a Thibbledorf o a Dagnabbit, o a cualquiera de los demás enanos nobles y fieros que había conocido décadas atrás—, bajó el ángulo y disparó. Como un relámpago, la flecha mágica atravesó el aire y se fue a clavar en la parte carnosa del muslo del pobre enano, que se tambaleó con un grito y cayó.

Drizzt preparó otra flecha y movió el arco hasta tener en el punto de mira al humano, cuyas piernas más largas lo habían llevado más lejos. Apuntó y tensó el arma, pero se abstuvo de disparar cuando vio que el hombre, presa de una repentina sacudida, se tambaleaba.

Se mantuvo de pie apenas un momento y después se desplomó, y por el modo de caer, Drizzt supo que estaba muerto antes de que llegara al suelo.

El drow miró por encima del hombro y vio a los tres enanos heridos que luchaban, pero sin esperanza, y al mago elfo todavía sujeto por la feroz Guenhwyvar. Cada vez que el pobre elfo se movía, Guenhwyvar lo sofocaba poniéndole la pataza encima de la cara.

Cuando Drizzt volvió a mirar, los asesinos del humano estaban a la vista. Un par de elfos procedían a recoger al enano alcanzado por la flecha, mientras otro se dirigía al hombre muerto y dos más se acercaban a Drizzt, uno montado en un corcel de blancas alas, el pegaso llamado Amanecer. El arnés, las bridas y la silla de montar estaban adornados con campanillas que tintineaban dulcemente —¡vaya ironía!—, mientras los jinetes avanzaban a buen paso hacia el drow.

—Lord Hralien —lo saludó Drizzt con una reverencia.

—Bien hallado, y bien hecho, amigo mío —dijo el elfo que gobernaba la antigua extensión de Glimmerwood, a la que los elfos seguían llamando Bosque de la Luna. Miró en derredor y asintió con un gesto de aprobación—. Los Jinetes de la Noche han recibido otro buen golpe —dijo, usando el nombre que daban todos los elfos a los vigilantes asesinos de orcos, pues se negaban a utilizar una expresión tan honorable como Casin Cu Calas para una banda a la que tanto aborrecían.

—Uno de los muchos que nos harán falta, me temo, ya que sus filas no parecen mermadas —respondió Drizzt.

—Últimamente, se los ve más —coincidió Hralien, y desmontó para quedarse de pie ante su viejo amigo—. Los Jinetes de la Noche están tratando de sacar ventaja al malestar reinante en Muchas Flechas. Saben que el rey Obould IV está en una posición de debilidad —suspiró el elfo—, como parece estar siempre y como siempre parecieron estarlo sus predecesores.

—Tiene aliados además de enemigos —dijo Drizzt—, más de los que tenía el primero de su estirpe, sin la menor duda.

—Y puede ser que más enemigos —replicó Hralien.

Drizzt no podía desmentirlo. Muchas veces a lo largo del último siglo, el reino de Muchas Flechas había pasado por épocas tumultuosas, la mayor parte de las veces, como todavía ocurría, propiciadas por la rivalidad entre los orcos. Los antiguos cultos de Gruumsh el tuerto no habían prosperado bajo el reinado de los Obould, pero tampoco habían sido plenamente erradicados.

Según los rumores, otro grupo de chamanes, siguiendo las antiguas formas de guerra de los goblins, estaban creando malestar y tramando contra el rey que osaba ejercer la diplomacia y el comercio con los reinos circundantes de los humanos, los elfos e incluso los enanos, los enemigos más proverbiales y odiados de los orcos.

—No has matado a ninguno de ellos —señaló Hralien, echando una mirada a sus guerreros, que estaban recogiendo a los cinco Jinetes de la Noche heridos—. ¿No ansias hacerlo, Drizzt Do’Urden? ¿No atacas con contundencia cuando se trata de defender a los orcos?

—Son apresados para ser sometidos a un juicio justo.

—Sometidos por otros.

—Éste no es mi territorio.

—No permitirías que lo fuera —dijo Hralien con una sonrisa hosca que no llegaba a ser acusadora—. Quizá los recuerdos de un drow sean largos.

—No lo son más que los de un elfo de la luna.

—Mi flecha alcanzó antes al hombre. Y mortalmente. Puedes estar seguro.

—Porque tú combates ferozmente contra esos recuerdos mientras yo trato de mitigarlos —replicó Drizzt sin vacilar, dejando a Hralien de una pieza. Si el elfo, por sorprendido que estuviera, se sintió ofendido, no lo demostró.

—Algunas heridas necesitan más de un siglo para cerrarse —prosiguió Drizzt, mirando ora a Hralien, ora a los Jinetes de la Noche capturados—. Heridas sentidas muy hondamente por algunos de estos cautivos, tal vez, o por el abuelo del abuelo que yace muerto en aquel campo.

—¿Y qué me dices de las heridas dejadas por Drizzt Do’Urden, que batalló contra el rey Obould en el ataque inicial del orco a la Columna del Mundo —preguntó Hralien—, antes del asentamiento de su reino y del Tratado del Barranco de Garumn? ¿O que volvió a combatir contra Obould III en la gran guerra en el Año del Claustro Solitario?

Drizzt asentía ante cada palabra, incapaz de desmentirlas. En gran medida había hecho la paz con los orcos de Muchas Flechas, pero a pesar de todo habría sido mentir no reconocer que sentía cierta culpa al batallar contra aquellos que se habían negado a poner fin a las guerras antiguas y las antiguas costumbres, y habían seguido combatiendo contra los orcos, en una guerra en la que Drizzt había participado en un tiempo, y con ferocidad.

—Una caravana de mercaderes de Mithril Hall fue obligada a volverse desde Cinco Colmillos —dijo Hralien, cambiando tanto de tema como de tono—. Un informe similar nos llega desde Luna Plateada, donde a una de las caravanas se le impidió la entrada hacia Muchas Flechas en la Puerta de Ungoor, al norte de Nesme. Es una flagrante violación del tratado.

—¿La respuesta del rey Obould?

—No estamos seguros de que haya tenido noticia siquiera de los incidentes. Pero la haya tenido o no, lo que parece es que sus rivales chamanes han difundido su mensaje de los usos de antaño mucho más allá de la fortaleza de Flecha Oscura.

Drizzt asintió.

—El rey Obould necesita tu ayuda, Drizzt —dijo Hralien—. Ya hemos pasado antes por esto.

Drizzt asintió, aceptando con resignación la verdad innegable de esas palabras. En ocasiones sentía que el camino que transitaba no era una línea recta hacia el progreso, sino una senda circular, un bucle inútil. Dejó que se desvaneciera esa idea negativa y se recordó lo mucho que había avanzado la región, y eso en un mundo enloquecido por la Spellplague o plaga mágica. Había pocos lugares en todo Faerun que pudieran jactarse de ser más civilizados que la Marca Argéntea, y eso se debía en gran parte al valor del que podía enorgullecerse toda una estirpe de reyes orcos de nombre Obould.

Sus recuerdos de aquella época del auge del imperio de Netheril, el advenimiento de los aboleths y la unión discordante y desastrosa de dos mundos, con la perspectiva de los cien años transcurridos, hicieron pensar a Drizzt en otra situación muy parecida a la que ahora se presentaba. Recordó la expresión en el rostro de Bruenor, la de mayor incredulidad que había visto en su vida, cuando le ofreció al enano su sorprendente asesoramiento y sus asombrosas recomendaciones.

Casi podía oír el bramido de protesta.

—¡Has perdido la razón, maldito elfo de orejas puntiagudas y cabeza de orco!

Del otro lado de la barrera mágica, el elfo gritó y Guenhwyvar gruñó, y cuando Drizzt miró, pudo ver al mago que tozudamente trataba de zafarse mientras Guenhwyvar le ponía una pataza en la espalda y lo empujaba otra vez hacia el suelo. El elfo se retorció para evitar las garras extensibles.

Hralien empezó a llamar a sus camaradas, pero Drizzt alzó la mano para detenerlos. Podría haber rodeado la pared invisible, pero en lugar de eso dio un salto en el aire hasta colocarse al lado y alargó la mano lo más alto que pudo. Sus dedos se deslizaron por encima de la barrera y se sujetó al borde superior. A continuación, el drow se colocó de espaldas contra la superficie invisible y se estiró para sujetarse también con la otra mano. Un impulso y una voltereta lo catapultaron por encima de la pared y aterrizó ágilmente al otro lado.

Después de haber ordenado a Guenhwyvar que se apartara, cogió al mago por la ropa y lo obligó a ponerse de pie. Era joven, como Drizzt había supuesto. Mientras algunos elfos y enanos de más edad incitaban al Casin Cu Calas, los miembros más jóvenes, de espíritu fogoso y llenos de odio, eran el brazo más brutal del movimiento.

El elfo, intransigente, lo miró con odio.

—Serías capaz de traicionar a tu especie —le lanzó a la cara.

Drizzt enarcó las cejas con gesto inquisitivo, y sujetó con más fuerza al elfo por la camisa.

—¿Mi propia especie?

—Peor aún —le espetó el otro—: traicionarías a los que dieron cobijo y ofrecieron su amistad al errante Drizzt Do’Urden.

—No —dijo simplemente.

—¡Eres capaz de atacar a elfos y enanos por los orcos!

—Quiero que imperen la ley y la paz.

El elfo le lanzó una carcajada burlona.

—Hay que ver —dijo, sacudiendo la cabeza—. El que fue en otro tiempo un gran explorador poniéndose del lado de los orcos.

Drizzt le obligó a mirarlo, dando fin a su alegría, y de un empujón lo empotró contra la pared mágica.

—¿Tanto ansias la guerra? —preguntó el drow con su cara casi tocando la del elfo—. ¿Ansias oír los gritos de los moribundos que yacen indefensos en los campos entre filas y filas de cadáveres? ¿Alguna vez has presenciado eso?

—¡Orcos! —dijo el elfo con desprecio.

Drizzt lo agarró con ambas manos, tiró de él hacia adelante y lo empotró de nuevo contra la pared. Hralien lo llamó, pero el elfo oscuro casi no lo oía.

—He hecho incursiones más allá de la Marca Argéntea —dijo Drizzt—. ¿Las has hecho tú? He presenciado la caída de la otrora orgullosa Luskan, y con ella, la muerte de un queridísimo amigo cuyos sueños yacen hechos pedazos junto a los cuerpos de cinco mil víctimas. He visto incendiarse y caer la mayor catedral del mundo. He sido testigo de las esperanzas del buen drow, la caída de los seguidores de Eilistraee. Pero ¿dónde están ahora todos ellos?

—Hablas con acert… —empezó a decir el elfo, pero Drizzt lo volvió a golpear contra el muro invisible.

—¡Se han ido! —gritó Drizzt—. Se han ido, y con ellos las esperanzas de un mundo pacífico y amable. He visto cómo rutas antes seguras eran engullidas por la maleza, y he estado en docenas y docenas de comunidades que nunca llegarás a conocer. ¡Han desaparecido por la plaga mágica o por cosas peores! ¿Dónde están los benévolos dioses? ¿Dónde refugiarse del tumulto de un mundo que se ha vuelto loco? ¿Dónde están las luces para abrirse paso en la oscuridad?

Hralien había rodeado la pared y ahora estaba junto a Drizzt. Le puso una mano en el hombro, pero sólo consiguió una breve pausa en el discurso. Drizzt le dirigió una mirada antes de volver al elfo capturado.

—Esas luces de esperanza están aquí —dijo Drizzt a los dos elfos—, en la Marca Argéntea. Y si no están aquí, no están en ninguna parte. ¿Elegimos la paz, o elegimos la guerra? Si lo que buscas es la guerra, necio elfo, márchate de estas tierras.

Encontrarás muerte a raudales, te lo aseguro. Encontrarás ruinas donde antes se alzaban orgullosas ciudades. Encontrarás campos llenos de osamentas barridas por el viento, o tal vez los restos de un hogar aislado donde antes florecía todo un pueblo.

—Y en esos cien años de caos, ante el advenimiento de la oscuridad, pocos han escapado a la vorágine de la destrucción.

Pero nosotros hemos prosperado. ¿Puedes decir lo mismo de Thay? ¿De Mulhorand? ¿De Sembia? Dices que traiciono a los que me ofrecieron su amistad, pero fue la visión de un enano excepcional y de un orco excepcional la que construyó esta isla en medio de un océano arrollador.

Aunque ahora se lo veía más acobardado, el elfo hizo ademán de hablar otra vez, pero Drizzt lo apartó de la pared y lo volvió a golpear contra ella, esa vez con más fuerza todavía.

—Te dejas llevar por el odio y por tus ansias de aventura y de gloria —le dijo el drow—. Porque no sabes. ¿O es que no te importa que tus hazañas vayan dejando miseria a espuertas tras de ti?

Drizzt meneó la cabeza y arrojó al elfo a un lado, donde lo cogieron dos de los guerreros de Hralien, que se lo llevaron.

—Detesto todo esto —reconoció en voz baja cuando se quedó a solas con Hralien para que nadie más pudiera oírlo—. Es un noble experimento que ya dura cien años y, sin embargo, todavía no tenemos respuestas.

—Ni opciones —respondió Hralien—, excepto las que tú mismo has descrito. El caos acecha, Drizzt Do’Urden, desde dentro y desde fuera.

Drizzt volvió los ojos color lavanda para observar la partida de los elfos y de los enanos cautivos.

—Debemos resistir, amigo mío —dijo Hralien y, tras palmear a Drizzt en el hombro, se alejó.

—Ya no estoy seguro de saber qué significa eso —admitió Drizzt entre dientes, tan bajo que nadie pudo oírlo.