Una guerra dentro de otra


Construimos nuestros días, rato a rato, semana a semana, año a año. Nuestras vidas van adoptando una rutina, y llegamos a odiar esa rutina. Previsiblemente, por lo que parece, es una arma de doble filo: comodidad y hastío. Nos desvivimos por ella, la construimos y, cuando la encontramos, la rechazamos.

Esto se debe a que si bien el cambio no siempre es crecimiento, el crecimiento siempre hunde sus raíces en el cambio. Una persona acabada, al igual que una casa acabada, es algo estático. Agradable tal vez, o hermoso o admirable, pero ya no resulta estimulante.

El rey Bruenor ha llegado a la cumbre, al pináculo, a la realización de todos los sueños que podría tener un enano. Y sin embargo, el rey Bruenor ansia el cambio, aunque rechazaría la frase así enunciada, admitiendo sólo su amor por la aventura.

Ha encontrado su lugar y ahora busca constantemente motivos para abandonar ese puesto. Busca porque dentro de sí sabe que debe tratar de crecer. Ser un rey hará que Bruenor envejezca antes de tiempo, como dice el antiguo proverbio.

No toda la gente está poseída por esos espíritus. Algunos desean la comodidad de la rutina, la seguridad que da la obra de la vida acabada hasta en sus menores detalles, y se aferran a ella. En pequeña escala, se casan con sus rutinas diarias. Los cautiva la predictibilidad. Sosiegan sus infatigables almas en la confianza de haber encontrado su lugar en el multiverso, en la confianza de que las cosas son como deben ser, de que ya no quedan caminos que explorar ni razón alguna para vagar.

En mayor escala, esa gente mira con recelo y resentimiento —a veces, hasta extremos que desafían la lógica— a cualquier persona o cosa que se ponga en el camino de su obra. Una transformación social, un edicto del rey, un cambio de actitud en las tierras vecinas, incluso acontecimientos que nada tienen que ver personalmente con ellos, pueden desencadenar una reacción de disonancia y de miedo. En un principio, cuando Alústriel me autorizó a recorrer las calles de Luna Plateada abiertamente, encontré gran resistencia. Su gente, bien protegida por uno de los mejores ejércitos de toda la tierra y por una reina cuya capacidad mágica es reconocida mundialmente, no temía a Drizzt Do’Urden. No, lo que temían era el cambio que yo representaba. Mi mera presencia en Luna Plateada afectaba la estructura de sus vidas, amenazaba su idea de las cosas, era una amenaza para el modo como se suponía que debían ser las cosas. Eso a pesar de que, por supuesto, yo no representaba ningún tipo de amenaza para ellos.

A horcajadas sobre esa línea que separa la comodidad y la aventura estamos todos. Están los que encuentran satisfacción en lo primero, y los que siempre buscan lo segundo.

Supongo, y sólo puedo suponer, que los temores de los primeros tienen sus raíces en el temor al mayor de todos los misterios: la muerte. No es casual que los que levantan los muros más gruesos sean por lo general los que están más firme e inamoviblemente asentados en su fe. El aquí y el ahora son lo que son, y la mejor manera se encontrará en la vida futura. Esa proposición es fundamental para las creencias más arraigadas que guían a los fieles, con la advertencia añadida, para muchos, de que la vida futura sólo cumplirá su promesa si aquí y ahora permanecen en absoluto acuerdo con los principios rectores de la deidad elegida.

Me cuento entre los del otro grupo, el de los que buscan.

También Bruenor, evidentemente, porque siempre será un rey insatisfecho. Catti-brie no puede arraigarse. Nunca brillan tanto sus ojos como cuando los pone en un nuevo camino. E incluso Regis, a pesar de todas sus quejas sobre las incomodidades del camino, vaga, y busca, y combate. Tampoco Wulfgar puede estar encerrado. Ha visto lo que es su vida en Mithril Hall y ha llegado a la conclusión, correcta y dolorosa, de que hay para él un lugar mejor y un camino mejor. Me entristece verlo partir.

Durante más de veinte años ha sido mi amigo y compañero, un brazo en el que confiar en la batalla y en la vida. Lo echo muchísimo de menos, todos los días, y sin embargo sonrío cuando pienso en él. Wulfgar se ha marchado de Mithril Hall porque todo lo que este lugar puede ofrecerle se le ha quedado pequeño, porque sabe que en el Valle del Viento Helado encontrará un hogar en el que puede hacer lo mejor para él y para quienes lo rodean.

También yo tengo poca fe en terminar mis días en el reino de Bruenor. No es sólo el hastío lo que impulsa mis pasos por sendas desconocidas, sino también la firme convicción de que el principio rector de mi vida debe ser la búsqueda, no de lo que es, sino de lo que podría ser. Contemplar la injusticia o la opresión, la pobreza o la esclavitud, y encogerse de hombros impotente, o lo que es peor, retorcer la palabra de un dios para justificar esos estados, es anatema para el ideal, y para mí, el ideal se consigue sólo si se busca. El ideal no es un regalo de los dioses, sino una promesa que nos hacen.

Tenemos la razón. Tenemos la generosidad. Tenemos simpatía y empatía. Tenemos dentro de nosotros una naturaleza mejor, y es una naturaleza que no puede confinarse en los muros construidos de nada que no sea la concepción del propio cielo.

Dentro de la lógica misma de esa naturaleza mejor, no puede encontrarse una vida perfecta en un mundo que es imperfecto.

Por eso, nos atrevemos a buscar. Por eso, nos atrevemos a cambiar. Ni siquiera la conciencia de que no llegaremos al cielo en esta vida es excusa para refugiarnos en la comodidad de la rutina. Porque es en esa búsqueda, en ese deseo continuo de mejorarnos y de mejorar el mundo que nos rodea, cuando recorremos el camino de la ilustración, cuando llegamos en un momento dado a acercarnos a los dioses con la cabeza baja, en señal de humildad, pero con la confianza de haber hecho el trabajo de ellos, de haber tratado de elevarnos y de elevar nuestro mundo a sus elevados niveles, a la imagen del ideal.

DRIZZT DO’URDEN