Capítulo 8


El inicio del camino a casa

Las puertas de Luna Plateada con su brillo argentado y sus barrotes decorados con hojas de viña, estaban cerradas, una señal evidente de que las cosas no iban bien en la Marca Argéntea. Guardias de rostro ceñudo, elfos y humanos, vigilaban todos los puestos a lo largo de la muralla de la ciudad y alrededor de una serie de pequeñas casas de piedra que hacían las veces de puestos de control para los visitantes que llegaban.

Catti-brie, cuya cojera se había acentuado por los días de caminata, y Wulfgar observaron las miradas tensas con que los contemplaban. Sin embargo, la mujer se limitaba a sonreír, comprendiendo que su compañero, con sus casi dos metros diez de estatura y sus hombros anchos y fuertes, podía suscitar temores incluso en tiempos de paz. Lo normal era que esos nerviosos guardias se tranquilizaran e incluso los saludaran cordialmente al ver de cerca al bárbaro con su característica capa de piel de lobo y a la mujer que tantas veces había actuado como enlace entre Mithril Hall y Luna Plateada.

No hubo voz de alto ni instrucciones de que aminoraran la marcha cuando pasaron ante las estructuras de piedra, y la puerta se abrió ante ellos sin vacilar. Varios de los centinelas apostados cerca de esa puerta y en lo alto de la muralla incluso empezaron a aplaudir a Wulfgar y a Catti-brie, y hubo algunas ovaciones a su paso.

—¿En misión oficial o sólo por placer? —les preguntó el comandante de la guardia cuando hubieron atravesado las puertas de la ciudad. Miró a Catti-brie con evidente preocupación—. ¿Estás herida, señora?

Catti-brie respondió con una mirada despreocupada, como si no tuviera importancia, pero el guardia continuó.

—¡Dispondré un coche de inmediato!

—He venido caminando desde Mithril Hall entre la nieve y el barro —replicó la mujer—. No voy a renunciar ahora a la alegría de recorrer las sinuosas calles de Luna Plateada.

—Pero…

—Iré andando —insistió Catti-brie—. No me niegues ese placer.

El guardia cedió con una reverencia.

—Alústriel estará encantada de verla —dijo Wulfgar.

—¿Con un mensaje oficial del rey Bruenor? —volvió a preguntar el comandante.

—Con un mensaje más personal, pero igualmente apremiante —respondió el bárbaro—. ¿Querrás anunciarnos?

—El mensajero ya va camino de palacio.

Wulfgar agradeció con una inclinación de cabeza.

—Recorreremos los caminos de Luna Plateada, iremos dando un rodeo, y llegaremos ante la corte de Alústriel antes de que el sol haya pasado por el cénit —explicó—. Nos complace sobremanera estar aquí. Luna Plateada es, sin duda, un paisaje siempre apreciado y una ciudad acogedora para los viajeros cansados. Es posible que el asunto que nos trae requiera también de tu participación y la de tus hombres, comandante…

—Kenyon —dijo Catti-brie, pues había tenido trato con el hombre en muchas ocasiones anteriores, aunque brevemente.

—Me honra que te acuerdes de mí, señora —dijo con otra inclinación de cabeza.

—Venimos buscando a unos refugiados provenientes de Mithril Hall y que es posible que hayan llegado a ésta, la más hermosa de las ciudades —dijo Wulfgar.

—Han venido muchos —admitió Kennyon—, y muchos se han marchado, pero, por supuesto, estamos a tu disposición, hijo de Bruenor, si así lo manda Alústriel. Ve y consigue esa orden, te lo ruego.

Wulfgar asintió, y él y Catti-brie dejaron atrás el puesto de guardia.

Con sus ropas polvorientas por el camino, una, con un arco mágico como muleta, y el otro, un hombre gigantesco con un magnífico martillo de guerra a la espalda, los dos destacaban en la ciudad de los filósofos y los poetas, y muchas miradas curiosas se volvieron hacia ellos mientras recorrían las avenidas sinuosas que aparentemente no llevaban a ninguna parte de la decorada ciudad. Como sucedía con todos los visitantes que acudían a Luna Plateada, independientemente de las veces que hubieran estado ya en ella, no podían dejar de mirar hacia arriba, atraídos por los intrincados diseños y las artísticas decoraciones que cubrían las paredes de cada edificio, y más arriba aún, por las afiladas torres que remataban todas las estructuras. La mayoría de las comunidades respondían a lo útil, con construcciones adecuadas para los elementos del entorno y las amenazas de los monstruos del lugar. Las ciudades dedicadas al comercio se construían con amplias avenidas, las ciudades portuarias con puertos fortificados y rompeolas, y las ciudades fronterizas con anchas murallas. Luna Plateada destacaba entre todas porque, aun siendo una expresión de lo útil, lo era sobre todo del espíritu. Se favorecían la seguridad y el comercio, pero no por encima de las necesidades del alma.

La biblioteca era más grandiosa que las lonjas, y las avenidas estaban pensadas para atraer a los visitantes y residentes hacia las vistas más espectaculares y no hacia las líneas rectas eficientes que conducían al mercado o a las hileras de casas y tiendas.

Era difícil llegar a Luna Plateada con una misión urgente, porque resultaba casi imposible recorrer rápidamente las calles, y eran muy pocos los que conseguían enfocar la atención lo suficiente como para dejar de lado las intromisiones de la belleza.

En contra de lo que Wulfgar había pretendido, el sol ya había superado el cénit antes de que él y Catti-brie tuvieran a la vista el asombroso palacio de Alústriel, pero eso estaba bien, porque los guardias, que ya tenían experiencia, habían informado a la señora de Luna Plateada que así iba a ser.

—Los mejores humanos del clan Battlehammer —dijo la alta dama saliendo de detrás de las cortinas que separaban la sección privada de su cámara de audiencias palaciega del principal paseo público.

No había malicia manifiesta en su humorística observación, aunque la pareja que tenía delante, hijos adoptivos del rey Bruenor, eran los únicos humanos del clan Battlehammer.

Wulfgar sonrió y rio entre dientes, pero Catti-brie no consiguió encontrar ese nivel de alegría en su interior.

Miró a la gran mujer, Alústriel, una de las Siete Hermanas y líder de la magnífica Luna Plateada. Sólo recordó que debía saludar cuando Wulfgar hizo una profunda reverencia a su lado, e incluso entonces, Catti-brie no agachó la cabeza mientras saludaba y no dejó de mirar intensamente a Alústriel.

Muy a su pesar, se sentía intimidada. Alústriel medía casi un metro ochenta y era innegablemente hermosa comparada con otras mujeres, con las elfas…, con todos los seres vivos. En el fondo, Catti-brie lo sabía, porque Alústriel estaba rodeada de una luminosidad y una gravedad que en cierto modo trascendía lo que era la existencia mortal. El espeso pelo plateado y brillante le caía sobre los hombros, y sus ojos eran capaces de derretir el corazón de un hombre o despojarlo del coraje a su antojo. Llevaba un traje sencillo, verde con hilos dorados y apenas algunas esmeraldas aplicadas para mayor efecto. La mayoría de los reyes y las reinas lucían ropajes más decorados y elaborados, pero Alústriel no necesitaba ningún adorno.

Cuando entraba en una habitación, ésta se rendía a sus pies.

Jamás había mostrado a Catti-brie otra cosa que amabilidad y amistad, y las dos habían tenido momentos muy cálidos, pero Catti-brie llevaba bastante tiempo sin verla, y no podía evitar sentirse disminuida en presencia de la gran señora. En una ocasión, había tenido celos de la señora de Luna Plateada, pues le habían llegado rumores de que Alústriel había sido amante de Drizzt, y jamás había conseguido saber si los rumores eran ciertos o no.

Catti-brie consiguió, por fin, una sonrisa auténtica y se rio de sí misma, dejando a un lado todos los pensamientos negativos. Ya no podía mostrarse celosa en nada relativo a Drizzt, ni sentirse disminuida ante nadie cuando pensaba en su relación con el drow.

¿Qué importancia tenía si los mismísimos dioses se inclinaban ante Alústriel? Drizzt la había elegido a ella.

Cuál no sería su sorpresa cuando Alústriel se dirigió hacia ella y la abrazó y la besó en la mejilla.

—Demasiados meses pasan entre nuestras visitas, señora mía —dijo Alústriel, volviendo a apartar a Catti-brie para mirarla. Alargó una mano y le retiró de la cara un grueso mechón de pelo cobrizo—. ¿Cómo consigues mantenerte tan bella? Es como si el polvo del camino no te tocara. Es algo que no me explico.

Catti-brie no supo muy bien qué responder.

—Podrías librar una batalla con un millar de orcos —prosiguió Alústriel—, matarlos a todos, por supuesto, llenar de sangre tu espada, tu puño y tus botas, y ni siquiera eso apagaría tu brillo.

Catti-brie rio con modestia.

—Mi señora, eres demasiado bondadosa —dijo—. Demasiado bondadosa para resultar creíble, me temo.

—Por supuesto que sí, hija de Bruenor. Eres una mujer que creció entre enanos que no eran muy capaces de apreciar tus encantos y tu belleza. No tienes idea del alto lugar que ocuparías entre las de tu propia raza.

La expresión de Catti-brie era de confusión. No sabía muy bien cómo tomarse aquello.

—Y eso también forma parte del encanto de Catti-brie —dijo Alústriel—. Tu humildad no es estudiada, sino auténtica.

La confusión de Catti-brie no disminuyó, y eso hizo reír a Wulfgar. Catti-brie le lanzó una mirada que le impuso silencio.

—El viento trae rumores de que has tomado a Drizzt como esposo —añadió Alústriel.

Puesto que todavía estaba mirando a Wulfgar cuando Alústriel habló, Catti-brie observó un rictus de amargura en la cara del bárbaro… ¿O tal vez fuera sólo su imaginación?

—¿Estáis casados? —preguntó Alústriel.

—Sí —respondió Catti-brie—, pero todavía no hemos celebrado una ceremonia formal. Esperaremos a que la oscuridad de Obould se disipe.

Alústriel se puso seria.

—Me temo que pasará mucho tiempo.

—El rey Bruenor está decidido a que no sea así.

—Vaya —dijo Alústriel, y esbozó una pequeña sonrisa esperanzada que acompañó con un encogimiento de hombros—. Puedes creerme si te digo que espero que puedas celebrar pronto tu unión con Drizzt Do’Urden, ya sea en Mithril Hall o aquí, en Luna Plateada, como mis huéspedes de honor. Estaré encantada de abrir mi palacio para vosotros, para todos mis súbditos que sin duda desean lo mejor a la hija del buen rey Bruenor y a ese elfo oscuro tan fuera de lo común.

—Muchos de los de tu corte preferirían que Drizzt permaneciera en Mithril Hall —dijo Catti-brie con un tono un poco más áspero de lo que había pretendido.

Pero Alústriel se limitó a reír y asentir, porque aquello tenía su fondo de verdad, era innegable.

—Bueno, Fret le tiene simpatía —replicó, refiriéndose a su consejero favorito, un enano muy poco común y extrañamente aseado—. Y también te la tiene a ti, igual que yo, a ambos. Si dedicara mi tiempo a preocuparme por las mezquindades y las preferencias de los señores y señoras de la corte, tendría que recurrir constantemente al apaciguamiento y las disculpas.

—Ante la duda, confía en Fret —dijo Catti-brie con un guiño.

Alústriel rio de buena gana y la volvió a abrazar.

—Ven aquí más a menudo —le dijo al oído mientras la abrazaba—, te lo ruego, con o sin tu obstinado compañero drow.

A continuación, pasó a Wulfgar y le dio un cálido abrazo.

Cuando se separó, apareció en su rostro una expresión extraña.

—Hijo de Beornegar —dijo en voz baja con respeto.

Catti-brie se quedó boquiabierta al oír aquello, pues hacía muy poco que Wulfgar había empezado a usar ese título con cierta regularidad, y le pareció que Alústriel se había dado cuenta de ello en ese mismo momento.

—Veo satisfacción en tus ojos azules —señaló Alústriel—. Antes no estabas en paz, ni siquiera la primera vez que te vi, hace ya muchos años.

—Entonces, era joven, y demasiado fuerte de espíritu —dijo Wulfgar.

—¿Es eso posible?

Wulfgar se encogió de hombros.

—Pues demasiado ansioso —corrigió.

—Ahora tu fuerza viene de más hondo, porque estás más seguro de ella y de cómo quieres emplearla.

La señal afirmativa de Wulfgar pareció satisfacer a Alústriel.

Sintió como si estuvieran hablando en código, o de secretos desvelados a medias, dejando la otra mitad sólo disponible para ellos.

—Estás en paz —dijo Alústriel.

—Y sin embargo, no lo estoy —replicó Wulfgar—, ya que mi hij…, la niña, Colson, se me ha perdido.

—¿Fue asesinada?

Wulfgar negó vehementemente con la cabeza para tranquilizar a la amable mujer.

—Delly Curtie sucumbió bajo las hordas de Obould, pero Colson vive. Fue enviada al otro lado del río en compañía de refugiados de las tierras septentrionales conquistadas.

—¿Vino aquí, a Luna Plateada?

—Eso es lo que creo —le explicó Wulfgar.

Alústriel asintió y se retiró un paso, abarcándolos a ambos con su mirada protectora.

—Podríamos ir de taberna en taberna —dijo Catti-brie—, pero Luna Plateada no es una ciudad pequeña, y hay muchas más aldeas en los alrededores.

—No os moveréis de aquí —insistió Alústriel—. Seréis mis huéspedes. Reuniré hasta al último soldado de la guarnición de Luna Plateada y hablaré con los gremios de comerciantes. Os prometo que pronto tendréis respuesta.

—Eres generosa en exceso —dijo Wulfgar con una reverencia.

—¿Acaso el rey Bruenor, o Wulfgar o Catti-brie nos ofrecerían algo menos a mí o a cualquiera de los míos si acudiéramos a Mithril Hall en un caso como éste?

Esa simple verdad bastó para acallar cualquier escrúpulo de los agradecidos viajeros.

—Pensábamos que podríamos ir nosotros a algunas de las posadas y hacer preguntas —dijo Catti-brie.

—¿Y llamar la atención sobre vuestra búsqueda? —opuso Alústriel—. ¿Estará dispuesta la persona que tiene a Colson a devolveros a la niña?

Wulfgar meneó la cabeza.

—No lo sabemos —dijo Catti-brie—, pero es posible que no.

—Entonces, es mejor que permanezcáis aquí, como mis huéspedes. Tengo muchos contactos que frecuentan las tabernas. Es importante para un líder conocer las preocupaciones de sus súbditos. Las respuestas que buscáis se obtendrán con facilidad, al menos en Luna Plateada. —Hizo una señal a sus asistentes—. Ocupaos de instalarlos cómodamente.

Estoy convencida de que Fret desea ver a Catti-brie.

—No puede aguantar el polvo del camino que llevo encima —señaló Catti-brie secamente.

—Pero es sólo porque le importa.

—O porque odia tanto el polvo.

—Eso también —admitió Alústriel.

Catti-brie miró a Wulfgar con un resignado encogimiento de hombros. Quedó gratamente sorprendida al ver que él estaba tan satisfecho como ella con ese acuerdo. En apariencia comprendía que era mejor dejar la carea en manos de Alústriel y que podían relajarse y disfrutar de esa tregua en el lujoso palacio de la señora de Luna Plateada.

—¡Y apostaría algo a que ella no se ha traído ropa adecuada!

El tono era de evidente fastidio, una especie de salmodia que sonaba al mismo tiempo melódica y como un sonsonete, como la de un elfo, y sonora como el bramido de un enano, un enano nada común.

Wulfgar y Catti-brie se volvieron para ver al personaje, vestido con una hermosa túnica blanca con ribetes de color verde brillante, que entraba en la habitación. Miró a Catti-brie y lanzó un suspiro de reprobación, mientras movía uno de sus dedos gruesos perfectamente cuidados. A continuación se detuvo, volvió a suspirar y apoyó el mentón sobre una mano, mientras se acariciaba con los dedos la línea que formaba su bien recortada barba plateada y pensaba en cómo encarar la tarea de transformar a Catti-brie.

—Bien hallado, Fret —dijo Alústriel—, daría la impresión de que te enfrentas a un trabajo que ni pintado para ti. Lo que te pido es que no hagas decaer el ánimo de esta dama.

—Señora, confundís el ánimo con el mal olor.

Catti-brie frunció el entrecejo, pero le resultó difícil ocultar una sonrisa interior.

—Estoy convencida de que Fret pondría perfumes y cascabeles a un tigre —dijo Alústriel, y los que la rodeaban rieron todos a costa del enano.

—Y lazos de colores y laca para las uñas —replicó el repulido enano con orgullo. Se acercó a Catti-brie chasqueando la lengua, y cogiéndola por el codo, tiró de ella—. Como apreciamos la belleza, consideramos que es nuestra divina tarea resaltarla. Y eso haré. Ahora ven conmigo, muchacha. Tendrás que sufrir un largo baño.

Catti-brie le dirigió una sonrisa a Wulfgar. Después del largo y penoso viaje, estaba muy bien dispuesta para el sufrimiento.

La sonrisa que le devolvió Wulfgar era igualmente genuina. Se volvió hacia Alústriel, la saludó y le dio las gracias.

—¿Qué podríamos hacer por Wulfgar mientras mis exploradores buscan noticias de Colson? —le preguntó Alústriel.

—Asignarme una habitación tranquila con vistas a vuestra hermosa ciudad —replicó. Y añadió en voz baja—: Una orientada hacia el oeste.

Catti-brie se reunió con Wulfgar al atardecer en un alto balcón de la torre principal, una de las doce que adornaban el palacio.

—El enano tiene talento —comentó Wulfgar.

El pelo recién lavado de Catti-brie olía a lilas y a primavera. Ella casi siempre lo llevaba suelto sobre los hombros, pero ahora tenía un lado recogido mientras el otro caía en una especie de rizo. Llevaba un vestido azul claro que resaltaba el color de sus ojos y que dejaba al descubierto la piel suave de sus delicados hombros. En la cintura lucía un fajín que formaba un ángulo para acentuar su bien formado cuerpo. El vestido no tocaba el suelo, y la sorpresa de Wulfgar fue evidente cuando observó que no calzaba las habituales botas de piel de cierva, sino un par de delicados escarpines de encaje con bordados de fantasía.

—Tuve que elegir entre dejarle hacer o darle un puñetazo en la nariz —señaló Catti-brie, exagerando su modestia al permitir que aflorase ligeramente su acento elfo.

—¿No hay ninguna parte de ti que lo disfrute?

Catti-brie le respondió con un gesto burlón.

—¿No te gustaría que Drizzt te viera así? —insistió el bárbaro—. ¿No te complacería ver la expresión de su rostro?

—Me complazco en matar orcos.

—Basta ya.

Catti-brie lo miró como si la hubiera abofeteado.

—Basta ya —repitió Wulfgar—. Aquí, en Luna Plateada, no necesitas tus botas ni tus armas, ni el pragmatismo del que te han imbuido los enanos, ni ese acento que has perdido hace ya tiempo. ¿Te has mirado al espejo desde que Fret hizo su magia contigo?

Catti-brie resopló e intentó mirar hacia otro lado, pero Wulfgar se lo impidió con la mirada y con el gesto.

—Deberías hacerlo —dijo.

—No dices más que tonterías —respondió Catti-brie, y su acento había desaparecido.

—Nada de eso. ¿Es una tontería apreciar las vistas de Luna Plateada? —preguntó volviéndose a medias.

Abarcó con un movimiento del brazo la penumbra que se iba acentuando en el oeste, y las estructuras de la ciudad iluminadas por el crepúsculo y por las velas que ardían en muchas ventanas. En algunas de las torres relucían llamas de inofensivo fuego feérico que destacaban sus magníficas formas.

—¿No dejaste volar tu mente mientras caminábamos por las avenidas hacia este palacio? —preguntó Wulfgar—. ¿Pudiste evitar sentirte así rodeada de belleza por todas partes? ¿Por qué habría de ser entonces diferente con tu propio aspecto?

¿Por qué te empeñas en ocultarte tras el barro y las ropas corrientes?

Catti-brie meneó la cabeza. Movió los labios unas cuantas veces, como si quisiera responder pero no encontrara las palabras.

—Drizzt estaría encantado con el espectáculo que se presentaría a sus ojos —afirmó Wulfgar—. Yo lo estoy, como tu amigo. Deja ya de ocultarte bajo ese acento tosco y esas ropas raídas por el camino. Deja de tener miedo a lo que eres, a lo que podrías aspirar a ser en lo más profundo de tu alma. No te importa que alguien te vea después de un arduo día de trabajo sudorosa y sucia. No pierdes el tiempo acicalándote y engalanándote, y todo eso te honra. Pero en momentos como éste, cuando se presenta la ocasión, no la rehuyas.

—Me siento… vana.

—Simplemente debes sentirte bonita, y eso debe hacerte feliz. Si realmente eres alguien a quien no le importa lo que los demás puedan decir o pensar, entonces, ¿por qué rehúsas los pensamientos placenteros?

Catti-brie lo miró un momento con curiosidad, y una sonrisa se adueñó de su rostro.

—¿Quién eres tú, y qué has hecho con Wulfgar?

—Mi otro yo hace tiempo que está muerto, te lo aseguro —respondió Wulfgar—. Fue expulsado bajo el peso de Errtu.

—Nunca te he visto así.

—Nunca me he sentido así. Estoy satisfecho y sé cuál es mi camino. Ahora no respondo ante nadie, sólo ante mí mismo, y jamás había conocido semejante libertad.

—Y entonces, ¿quieres compartirla conmigo?

—Con todos —respondió Wulfgar con una carcajada.

—Debo reconocer que me miré al espejo una… o dos veces —dijo Catti-brie, y Wulfgar rio con más ganas aún.

—¿Y te gustó lo que viste?

—Sí —admitió.

—¿Y te gustaría que Drizzt estuviera aquí?

—Bastante —respondió, lo cual, por supuesto, quería decir «sí».

Wulfgar la agarró por el brazo y la llevó hasta la balaustrada del balcón.

—Son tantas las generaciones de hombres y elfos que han construido este lugar. Es un refugio para Fret y para los que son como él, y también es un lugar al que todos podríamos venir de vez en cuando para detenernos a mirar y disfrutar.

»Creo que ése es el tiempo más importante, el que dedicamos a bucear en nuestro interior con honestidad y sin remordimientos ni temores. Podría estar luchando contra orcos o dragones.

»Podría estar extrayendo mithril de la profundidad de las minas.

»Podría estar encabezando una partida de caza en el Valle del Viento Helado. Pero hay veces, me temo que demasiado pocas, que detenerse, y mirar, y limitarse a disfrutar es más importante que todo eso.

Catti-brie rodeó con el brazo la cintura de Wulfgar y apoyó la cabeza sobre su fuerte hombro. Así se quedaron, uno junto al otro, dos amigos que disfrutaban de un momento de vida, de contemplación, de simple placer.

Wulfgar le pasó el brazo por los hombros, también en paz, y ambos tuvieron la sensación, en lo más profundo, de que ése sería un momento que recordarían hasta el fin de sus días, una imagen definitoria y perdurable de todo lo que habían sido desde aquel aciago día en el Valle del Viento Helado, cuando Wulfgar, el joven guerrero, había golpeado tontamente en la cabeza a un tozudo y viejo enano llamado Bruenor.

Así permanecieron algún tiempo, hasta que Alústriel salió al balcón y el momento se perdió. Ambos se volvieron al oír su voz y la vieron allí de pie, con un hombre de mediana edad que llevaba el delantal de un tabernero.

Alústriel hizo una pausa y observó a Catti-brie, recorriendo con la mirada las formas de la mujer.

—Según dicen, Fret está lleno de magia —dijo Catti-brie con una mirada a Wulfgar.

Alústriel negó con la cabeza.

—Fret encuentra la belleza, no la crea.

—Sin duda, la encuentra con tanta facilidad como Drizzt encuentra orcos que matar, o Bruenor metal que explotar, no cabe duda —dijo Wulfgar.

—Ha mencionado que también le gustaría buscarla en Wulfgar.

Catti-brie se rio mientras Wulfgar lo hacía entre dientes y negaba con la cabeza.

—No tengo tiempo.

—Quedará muy decepcionado —declaró Alústriel.

—Tal vez la próxima vez que nos veamos —dijo Wulfgar, y sus palabras suscitaron en Catti-brie una mirada dubitativa.

Lo miró profundamente durante largo rato, estudiando su expresión, su movimiento y las inflexiones de su voz. Su concesión a Fret tal vez no estuviera falta de sinceridad, lo sabía, pero de todos modos era dudosa porque Wulfgar había decidido que no volvería a visitar Luna Plateada. Catti-brie lo veía con claridad, y había tenido esa sensación desde su partida de Mithril Hall.

Se sintió embargada por el miedo, y esa sensación se mezcló con el momento tan especial que había compartido con Wulfgar.

Se avecinaba una tormenta. Wulfgar lo sabía, y aunque todavía no lo había manifestado abiertamente, los signos eran cada vez más evidentes.

—Este es maese Tapwell, de El Dragón Enfurecido, un buen establecimiento en la defensa inferior de la ciudad —explicó Alústriel. El hombre bajito y barrigón dio un paso adelante, más bien tímido—. Un lugar al que suelen acudir los visitantes de Luna Plateada.

—Bien hallado —lo saludó Catti-brie, saludo que acompañó Wulfgar con una inclinación de cabeza.

—Y vosotros también, príncipe y princesa de Mithril Hall —replicó Tapwell, haciendo al mismo tiempo unas cuantas reverencias bastante torpes.

—El Dragón Enfurecido tuvo como huéspedes a muchos de los refugiados que atravesaron el Surbrin desde Mithril Hall —explicó Alústriel—. Maese Tapwell dice que hay un par de ellos que podrían ser de interés para vosotros.

Wulfgar ya empezaba a dar muestras de impaciencia. Catti-brie le apoyó una mano en el antebrazo para calmarlo.

—Tu niña, Colson —dijo Tapwell, frotándose nerviosamente las manos sobre el delantal manchado de remolacha—, ¿una cosa delgaducha con el pelo de color pajizo hasta aquí? —señaló un punto apenas un poco por debajo de su hombro, una aproximación bastante exacta del largo del pelo de Colson.

—Sigue —dijo Wulfgar, asintiendo.

—Vino con el último grupo, pero con su madre.

—¿Su madre? —Wulfgar miró a Alústriel en busca de una explicación, pero la mujer delegó en Tapwell.

—Bueno, ella dijo que era su madre —explicó el tabernero.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Catti-brie.

Tapwell vaciló, como si tratara de recordar la respuesta.

—Yo recuerdo con claridad que ella llamó Colson a la niña. El nombre de la mujer era algo parecido. Algo que empezaba… No sé si me entendéis.

—Por favor, trata de recordar —le insistió Wulfgar.

—¿Cottie? —preguntó Catti-brie.

—Cottie. ¡Ah, sí! Cottie —dijo Tapwell.

—Cottie Cooperson —le dijo Catti-brie a Wulfgar—. Estaba en el grupo de los que Delly recibió en la cámara. Perdió a su familia a manos de Obould.

—Y Delly le dio una nueva —dijo Wulfgar, pero en su tono no había resentimiento.

—¿Estáis de acuerdo con esta conclusión? —preguntó Alústriel.

—Tiene sentido —respondió Catti-brie.

—Fue el último grupo que cruzó el Surbrin antes de que el transbordador quedara inutilizado, y no sólo el último grupo que llegó a Luna Plateada —dijo Alústriel—. Lo he confirmado con los propios guardias de la orilla occidental. Escoltaron a los refugiados provenientes del Surbrin, a todos, y ellos, los guardias, permanecen aquí, lo mismo que varios de los refugiados.

—¿Y habéis encontrado a esos refugiados para preguntarles por Cottie y por Colson? —preguntó Catti-brie—. ¿Están Cottie y Colson entre los que permanecen aquí?

—Se están haciendo más averiguaciones —respondió Alústriel—. Estoy bastante segura de que sólo confirmarán lo que ya hemos descubierto. En cuanto a Cottie y la niña, se han marchado.

El desánimo se apoderó de Wulfgar.

—Hacia Nesme —explicó Alústriel—. Poco después de que llegaran esos refugiados, apareció un general de Nesme. La están reconstruyendo y ofrecen casa a todos los que quieran colaborar con ellos. El lugar es seguro una vez más, muchos de los Caballeros de la Marca Argéntea montan guardia con los Jinetes de Nesme para asegurarse de que todos los trolls han sido destruidos u obligados a volver a los Pantanos de los Trolls.

La ciudad prosperará en la próxima estación, debidamente defendida y abastecida.

—¿Estás segura de que Cottie y Colson están allí? —preguntó Wulfgar.

—Estoy segura de que estaban en la caravana que salió para Nesme sólo unos días después de haber llegado a Luna Plateada. La caravana llegó a destino, aunque no puedo asegurar que Cottie y la niña hicieran la totalidad del viaje. Se detuvieron en varios puestos y poblados por el camino. La mujer podría haberse quedado en cualquiera de ellos.

Wulfgar asintió y miró a Catti-brie. Tenían claro qué camino debían tomar.

—Podría llevaros volando a Nesme en mi carro —se ofreció Alústriel—, pero hay otra caravana que saldrá mañana a mediodía y seguirá exactamente la ruta que hizo Cottie, y que necesita más guardias. Los cocheros estarán entusiasmados si Wulfgar y Catti-brie los acompañan en el viaje, y Nesme está apenas a diez días de aquí.

—Y Cottie no puede haber ido a ninguna parte más allá de Nesme —razonó Wulfgar—. Eso nos servirá perfectamente.

—Muy bien —dijo Alústriel—. Informaré al cochero jefe —dijo, y ella y Tapwell se retiraron.

—Tenemos claro adonde hemos de ir —dijo Wulfgar, y pareció satisfecho con eso.

Catti-brie, sin embargo, meneó la cabeza.

—El camino del sur es seguro y no está muy lejos —añadió Wulfgar al ver su expresión de duda.

—Me temo que no son buenas noticias.

—¿Y eso?

—Cottie —explicó Catti-brie—. Dio la casualidad que me topé con ella unas cuantas veces después de que me hirieran, en los túneles de abajo. Era una criatura quebrantada, tanto espiritual como mentalmente.

—¿Temes que pueda hacerle daño a Colson? —preguntó Wulfgar con expresión súbitamente alarmada.

—No, nada de eso —dijo Catti-brie—, pero me temo que se aferrará a la niña con todas sus fuerzas y no te recibirá de buen grado.

—Colson no es su hija.

—Y para algunos, la verdad no es más que un inconveniente —respondió Catti-brie.

—Me llevaré a la niña —afirmó Wulfgar en un tono que no admitía réplica.

Dejando a un lado esa innegable determinación, a Catti-brie le extrañó que Wulfgar se refiriera a Colson como «la niña» y no como «mi hija». Estudió a su amigo atentamente durante un rato, tratando de leer en su interior.

Pero no hubo manera.