Capítulo 7


Esa sensación inquietante

Parecía simplemente la guarida de un oso, un pequeño agujero cubierto por un enrejado de ramas y tapado por la nieve. Sin embargo, Tos’un Armgo sabía que no lo era porque él mismo lo había camuflado. La osera estaba al final de un túnel largo, pero poco profundo; la había elegido porque le permitía vigilar a un pequeño grupo de trabajo, formado sobre todo por goblins, que construían un puente por encima de una trinchera que, al parecer, esperaban que sirviera como canal de irrigación cuando se produjera el deshielo.

Al nordeste de ese lugar, en el refugio de un barranco, los elfos del Bosque de la Luna tramaban algo. Si se decidían a atacar, sería pronto, esa noche, o al día siguiente, pues era evidente que andaban escasos de víveres, y aún más de flechas.

Siguiéndolos primero hacia el sur, luego hacia el norte y después hacia el nordeste, Tos’un se dio cuenta de que se encaminaban a su vado preferido sobre el Surbrin y de vuelta a las enramadas del Bosque de la Luna, que eran su refugio. El drow sospechaba que no iban a despreciar una última oportunidad de combatir.

El sol ascendía en el cielo detrás de él, y Tos’un tuvo que entrecerrar los ojos para protegerlos del doloroso brillo que proyectaba sobre la nieve. Notó un movimiento en el cielo hacia el norte y entrevió a un caballo volador antes de que se perdiera de vista tras el lomo de una montaña rocosa.

Los elfos solían preferir atacar a los nocturnos goblins al mediodía.

Tos’un no tuvo que ir muy lejos para encontrar un buen punto de observación desde donde contemplar el espectáculo. Se deslizó dentro de una grieta que había entre un par de altas piedras y se acomodó justo a tiempo para ver la primera andanada de flechas elfas contra el campamento goblin. Las criaturas empezaron a aullar, ulular y correr de un lado para otro.

Tan predecible, dijeron los dedos de Tos’un, usando el intrincado y silencioso código drow.

Por supuesto, él había visto muchos goblins en sus décadas en la Antípoda Oscura, en Menzoberranzan, donde aquellas cosas feas eran más numerosas que otras cualesquiera entre los esclavos, a excepción de los kobolds, que vivían en los canales a lo largo de la gran sima conocida como Grieta de la Garra.

Se podían formar con los goblins fieros grupos de combate, pero el trabajo necesario para conseguirlo casi hacía que no valiese la pena el esfuerzo. Su natural equilibrio entre «combatir o huir» se inclinaba muy marcadamente hacia lo último.

Y así podía comprobarse en el valle que dominaba desde donde estaba apostado. Los goblins corrían cada uno por su lado, y los hábiles y disciplinados guerreros elfos se les echaban encima con sus excelentes aceros reluciendo al sol. Todo hacía prever una faena rápida y sin incidentes.

Pero en ese momento, un estandarte amarillo con una mancha roja que parecía un ojo orco inyectado en sangre apareció por el oeste; avanzaba rápidamente por un desfiladero entre un par de pequeñas colinas de cima redondeada. Tos’un miró con interés y se quedó boquiabierto cuando tuvo a la vista al portador del estandarte y a sus cohortes. Casi podía olerlos desde donde estaba. Eran orcos, pero mucho más grandes que el común de estas criaturas, incluso más corpulentos que los guardias de élite de Obould, entre los cuales los había más grandes que el propio rey.

Tan sorprendido quedó por el espectáculo, que se puso de pie y se asomó hacia adelante, abandonando la protección de las piedras. Volvió a mirar el desorden imperante entre los goblins y vio que también allí las cosas habían cambiado, ya que habían aparecido otros grupos de esos enormes orcos. Daba la impresión de que algunos habían surgido de debajo de la nieve, cerca del centro de la batalla.

—Una trampa para los elfos —susurró el drow con incredulidad.

Mil pensamientos encontrados agitaron su mente al llegar a esa conclusión. ¿Quería que destruyeran a los elfos? ¿Le importaba?

Sin embargo, no se tomó el tiempo necesario para decidirse entre esas emociones, ya que se dio cuenta de que también él podía ser arrasado en medio del tumulto, y eso era algo que no le apetecía, sin duda.

Se volvió a mirar el estandarte que se aproximaba, después observó el combate, y así sucesivamente, calculando el tiempo.

Con una rápida ojeada alrededor para garantizar su propia seguridad, salió disparado de donde estaba apostado y volvió a la entrada oculta del túnel. Cuando llegó allí, vio que la batalla estaba en todo su apogeo y que habían cambiado las tornas.

Los elfos, decididamente superados en número, estaban en franca retirada. Sin embargo, no huían como los goblins, y mantenían altas sus defensas contra las incursiones de los brutales orcos. Incluso consiguieron hacer un par de maniobras de parada y giro que les permitieron lanzar una andanada de flechas sobre la masa de orcos.

Pero la funesta marea seguía avanzando sobre ellos.

El caballo alado volvió a aparecer. Voló bajo sobre el campo de batalla y aumentó la altura al pasar por encima de los orcos, que, por supuesto, le lanzaron unas cuantas lanzas. Jinete y pegaso cobraron todavía mayor altura mientras sobrevolaban a los elfos.

Obviamente, el jinete pretendía dirigir la retirada, y el caballo alado puso la buena suerte en el camino de Tos’un. Al acercarse, los ojos del drow se abrieron como platos, porque si bien alzar la vista hacia el cielo de mediodía indudablemente hería sus sensibles ojos, reconoció a aquel jinete elfo. Era Sinnafain.

Por un momento, el drow mantuvo su posición dentro del túnel, sin que pudiera decidirse entre retirarse por el pasadizo o volver a salir poniéndose a la vista de Sinnafain.

Apenas consciente de sus movimientos, salió de aquel agujero e hizo señas a Sinnafain, y al ver que ella no lo había visto, la llamó por su nombre.

«¿Qué estás haciendo?», le preguntó Cercenadora.

El súbito tirón de las riendas hizo que el pegaso se parara en seco, y Tos’un supo que Sinnafain lo había visto. Se sintió algo reconfortado al ver que su siguiente movimiento no fue sacar el arco.

«¿Volverías con ellos?», preguntó Cercenadora, y la comunicación telepática tenía un deje de furia decidida.

Sinnafain hizo describir al caballo alado un lento giro sin apartar en ningún momento los ojos del drow. Estaba demasiado lejos de Tos’un para que él pudiera verle la cara o adivinar lo que pudiera estar pensando, pero ella seguía sin preparar el arco. Tampoco había hecho señas para que sus amigos en retirada cambiaran de rumbo.

«¡Drizzt va a matarte! —le advirtió Cercenadora—. ¡Cuando me arrebate de tus manos te encontrarás indefenso ante los conjuros de detección de la verdad de los clérigos elfos!»

Tos’un retiró el enrejado de ramas que cubría su escondite y empezó a acercarse a la entrada.

Sinnafain continuó guiando el pegaso en un lento círculo.

Cuando, por fin, se volvió hacia sus compañeros, Tos’un salió corriendo hacia un lado y desapareció entre las sombras que había al pie de las colinas, para gran alivio de su autoritaria espada.

El drow sólo miró hacia atrás una vez, y vio a los elfos entrando uno a uno en el túnel. Alzó la vista buscando al pegaso, pero en ese momento había desaparecido tras las cimas de las montañas.

Sin embargo, Sinnafain había confiado en él.

Era increíble; Sinnafain había confiado en él.

Tos’un no acababa de decidir si eso era motivo de orgullo o si rebajaba su respeto por los elfos.

Quizá un poco de ambas cosas.

Sinnafain no podía seguir el avance de sus compañeros, ni tampoco podía entrar en el túnel cabalgando sobre Amanecer, como era evidente. Volvió a aparecer sobre la cadena y voló cerca de la entrada de la pequeña cueva. Sacó su arco y empezó a lanzar flechas contra la primera fila del avance orco.

Mantuvo su ataque incluso cuando ya los elfos habían desaparecido bajo tierra, pero los enormes orcos tenían escudos pesados capaces de frustrar sus ataques, y Sinnafain sólo podía confiar en retrasarlos lo suficiente como para que sus amigos pudieran escapar. Ganó altura y volvió a volar otra vez por encima de las montañas. Buscaba tanto a Tos’un como a sus amigos, pero no había ni rastro del drow.

Después de un buen rato, cuando empezaba a sentir que Amanecer se estaba cansando, la elfa pudo dar por fin un suspiro de alivio al ver un destello blanco en medio de un bosquete un poco hacia el este que le indicó que Albondiel y los demás elfos habían conseguido huir por el túnel.

Sinnafain dio un rodeo para llegar a ellos, pues no quería ofrecer ninguna pista a cualquier oteador orco que pudiera verla descender desde lo alto, y para cuando llegó al suelo, ya había mucha actividad. En un pequeño claro situado en la profundidad de los bosques se había dispuesto a los heridos unos junto a otros, y los sacerdotes los estaban atendiendo. Otro grupo transportaba pesados troncos y piedras para cerrar la salida del túnel, y el resto se había refugiado entre los árboles que rodeaban el claro, instaurando una línea defensiva que les permitiera atacar al enemigo que se aproximase desde distintos ángulos de fuego superpuestos.

Mientras guiaba a Amanecer por un sendero entre los árboles, Sinnafain oyó mencionar repetidamente en susurros el nombre del rey Obould, ya que muchos de los elfos estaban seguros de que había venido. Encontró a Albondiel cerca de los heridos, de pie a un lado del campo y escogiendo entre los petates y las armas sobrantes.

—Has salvado a muchos —fue la frase con que la saludó Albondiel cuando se acercó—. De no habernos guiado hasta ese túnel, muchos habrían muerto. Podría haber sido una derrota absoluta.

Sinnafain pensó en mencionar que no era mérito suyo, sino de cierto drow, pero se cuidó mucho de decirlo.

—¿Cuántos cayeron?

—Tuvimos cuatro bajas —le dijo Albondiel con tono sombrío. Señaló hacia el pequeño claro donde los heridos yacían sobre mantas tendidas en la nieve—. Dos de ellos están gravemente heridos, tal vez mortalmente.

—Nosotros…, es decir, yo debería haber visto la trampa desde el aire —dijo Sinnafain, volviéndose hacia la cadena del este que bloqueaba la visión del campo de batalla.

—La emboscada de los orcos estaba bien preparada —respondió Albondiel—. Los que prepararon este campo de batalla tenían un buen conocimiento de nuestra táctica. Nos han estudiado y han aprendido a contrarrestar nuestros métodos. Puede ser que haya llegado el momento de atravesar el Surbrin y regresar.

—Andamos escasos de provisiones —le recordó Sinnafain.

—Tal vez sea hora de permanecer al otro lado del Surbrin —aclaró Albondiel.

Una vez más volvió a la mente de Sinnafain el recuerdo de cierto elfo oscuro. ¿Los habría traicionado Tos’un? Había luchado junto a ellos durante un tiempo corto y conocía bien sus tácticas. Además, era un drow, y no había otra raza en todo el mundo más capaz de tender una emboscada que los traicioneros elfos oscuros. Claro estaba que les había indicado a los elfos el camino para huir. Con cualquier otra raza, eso habría bastado para disipar las sospechas de Sinnafain, pero ella no podía olvidar que Tos’un era un elfo oscuro, y que no era Drizzt Do’Urden, que había demostrado su valía repetidamente a lo largo de los años. Tal vez Tos’un estaba jugando a enfrentar a los elfos con los orcos para sacar alguna ventaja, o simplemente para divertirse.

—¿Sinnafain? —llamó Albondiel, sacándola de sus cavilaciones—. ¿El Surbrin? ¿El Bosque de la Luna?

—¿Te parece que hemos terminado aquí? —preguntó Sinnafain.

—El tiempo está más templado, y a los orcos les resultará más fácil desplazarse en los próximos días. Estarán menos aislados los unos de los otros y, por lo tanto, nuestra labor aquí será más difícil.

—Y se han fijado en nosotros.

—Es hora de marcharnos —dijo Albondiel.

Sinnafain asintió y miró hacia el este. En la distancia podía vislumbrarse la línea plateada del Surbrin como un destello en el horizonte.

—Me gustaría que nos topásemos con Tos’un por el camino —dijo Sinnafain—. Tengo muchas preguntas que hacerle.

Albondiel la miró, sorprendido, un momento, y a continuación dio su consentimiento. Aunque parecía algo fuera de contexto, el deseo era razonable. Claro estaba que los dos sabían que no iba a ser fácil dar caza al drow en esas regiones salvajes.

«Los conozco —le aseguró Tos’un a la dubitativa Cercenadora—. Dnark es jefe de una tribu importante. Fui yo quien lo convenció de que se uniera a la coalición de Obould antes de que se marchasen de la Columna del Mundo.»

«Han sucedido muchas cosas —le recordó Cercenadora— entre Tos’un y Obould. Si estos tres se enteraran de tu último encuentro con el rey orco, no te darían la bienvenida.»

«No estaban allí», le aseguró Tos’un a la espada.

«¿No se han enterado de la caída de Kaer’lic Suun Wett? —preguntó Cercenadora—. ¿Estás absolutamente seguro?»

«Aunque así fuera, conocen muy bien el carácter de Obould —le explicó Tos’un—. Aceptarán que lo puso furioso lo de Kaer’lic. ¿Crees que alguno de estos orcos no ha perdido a alguno de sus amigos por el carácter de Obould? Y sin embargo, siguen siendo leales a él.»

«Arriesgas mucho.»

«No arriesgo nada —sostuvo Tos’un—. Si Dnark y sus amigos saben que Obould me persigue, o si han llegado a la conclusión de que estoy coaligado con los elfos, entonces tendrá…, tendremos que matarlos. No creía que semejante perspectiva pudiera desagradar a Cercenadora

Sabía que había pronunciado las palabras mágicas, porque la espada guardó silencio en su mente, e incluso sintió la avidez que manaba de ella. Seguía pensando en la conversación mientras bajaba hacia el trío de orcos que se habían desplazado a un lado del área de construcción donde los orcos de corpulencia nada habitual se habían reunido. Llegó a la conclusión de que Cercenadora le había hecho un cumplido al dar a entender que no quería que le fuera arrebatada.

Escogió con cuidado su camino hacia los tres orcos, dejando una ruta rápida de escape por si surgía la necesidad, cosa que temía. Varias veces se detuvo para escudriñar los alrededores en busca de algún guardia que se le hubiera pasado por alto.

Cuando todavía estaba a cierta distancia de los tres, gritó el esperado y respetuoso saludo al jefe.

—Hola, Dnark, que la Quijada de Lobo muerda con fuerza —dijo con su mejor acento orco, aunque sin tratar de ocultar su propio acento drow de la Antípoda Oscura.

Los observó atentamente para calibrar su reacción inicial, sabiendo que ésa sería la verdad irrebatible.

Los tres se volvieron hacia él con expresión sorprendida, incluso conmocionados. Sin embargo, ninguno de ellos echó mano a una arma.

—A la garganta de tu enemigo —terminó Tos’un el saludo de la tribu Quijada de Lobo.

Siguió acercándose, observando que Ung-thol, el chamán más viejo, se relajaba visiblemente, pero que el más joven, Toogwik Tuk, seguía nervioso.

—Bien hallado una vez más —ofreció Tos’un, y subió la última elevación para acceder al terreno llano y protegido donde se había reunido el trío—. Hemos llegado lejos de los agujeros de la Columna del Mundo, tal como os lo predije hace meses.

—Saludos, Tos’un de Menzoberranzan —dijo Dnark.

El drow notó cautela en la voz del jefe. Su tono no era cálido, pero tampoco frío.

—Estoy sorprendido de verte —acabó Dnark.

—Hemos conocido el destino de tus compañeros —añadió Ung-thol.

Tos’un se puso tenso y tuvo que refrenarse conscientemente para no llevar la mano a la empuñadura de la espada.

—Sí, Donnia Soldou y Ad’non Kareese —dijo—. Me he enterado de su triste destino, y maldigo al asesino Drizzt Do’Urden.

Los tres orcos se miraron muy pagados de sí mismos. Tos’un se dio cuenta de que sabían lo de la sacerdotisa asesinada.

—Y compadezco a Kaer’lic —dijo con tono ligero, como si realmente no importara.

—Fue una tontería por su parte enfadar al poderoso Obould —fue la respuesta sorprendente de Toogwik Tuk. La sonrisa del joven orco desapareció y en sus labios surgió una expresión tensa.

—Ella y tú, según se dice —respondió Ung-thol.

—Volveré a dar muestras de lo que valgo.

—¿A Obould? —preguntó Dnark.

La pregunta pilló al drow desprevenido, pues no sabía adonde quería ir a parar el jefe.

—¿Es que hay algún otro que quiera comprobarlo? —inquirió, poniendo en la pregunta el sarcasmo justo para que Dnark pudiera tomarla por sincera si lo prefería.

—Ahora hay muchos pisando el terreno, y esparcidos por todo el reino de Muchas Flechas —dijo Dnark. Se volvió a mirar a los corpulentos orcos que evolucionaban por el área de construcción—. Grguch, del clan Karuck, ha venido.

—Acabo de ser testigo de su ferocidad en el ataque de los malditos elfos de superficie.

—Poderosos aliados —dijo Dnark.

—¿De Obould? —preguntó Tos’un sin vacilar, devolviendo la pregunta en la misma medida.

—De Gruumsh —dijo Dnark con una sonrisa que dejaba los dientes al descubierto—. Para la destrucción del clan Battlehammer y todos los malditos enanos y todos los feos elfos.

—Poderosos aliados —dijo Tos’un.

«No están contentos con el rey Obould —dijo Cercenadora en la mente del drow. Tos’un no respondió, pero tampoco lo rebatió—. Un giro interesante.»

Tampoco en ese caso se mostró contrario. Sintió una sensación inquietante, esa sensación excitante que asaltaba a muchos de los seguidores de Lloth cuando descubrían que se les había presentado una ocasión de hacer alguna maldad.

Pensó en Sinnafain y los suyos, pero no durante mucho tiempo.

El goce del caos se debía precisamente a que solía ser muy fácil y no requería una profunda contemplación. Tal vez la confusión que sobrevendría pudiera beneficiar a los elfos, tal vez a los orcos, a Dnark o a Obould, a uno o a ambos. Eso no le correspondía a Tos’un determinarlo. Su deber era asegurarse de que, independientemente de dónde pudiera estallar el tumulto, él estuviera en la mejor situación de sobrevivir y de beneficiarse.

A pesar de todo el tiempo que había pasado últimamente con los elfos, de todo lo que fantaseaba sobre vivir entre las gentes de la superficie, por encima de todo Tos’un Armgo seguía siendo un drow.

Además percibió con toda claridad la entusiasta aprobación de Cercenadora.

Grguch no estaba contento. Recorrió a grandes zancadas la ladera delante de la entrada del túnel, y todo el clan Karuck huyó al verlo venir. Todos salvo Hakuun, por supuesto. Hakuun no podía huir de Grguch. No le estaba permitido. Si Grguch decidía que quería matar a Hakuun, entonces Hakuun tenía que aceptarlo como su destino. Siendo como era el chamán del clan Karuck, ésa era su responsabilidad, y los parientes de Hakuun lo habían aceptado generación tras generación, lo cual les había costado la vida a unos cuantos miembros de la familia.

Sin embargo, sabía que Grguch no lo cortaría en dos. El jefe estaba furioso por la huida de los elfos, pero la batalla claramente había acabado en victoria para el clan Karuck. No sólo habían herido a algunos elfos, sino que los habían hecho huir, y de no haber sido por ese molesto túnel, la banda de los elfos jamás habría escapado a una total derrota.

Los enormes brutos del clan Karuck no podían seguirlos, sin embargo, por el túnel, y ése era el motivo de la frustración de Grguch.

—Esto no se acaba aquí —le dijo a Hakuun a la cara.

—Por supuesto que no.

—Yo quería dejar un mensaje contundente en nuestro primer encuentro con esos tipos feos y afeminados.

—Los elfos huyeron aterrorizados —respondió Hakuun—. Eso se difundirá entre su pueblo.

—Justo antes de que caigamos sobre ellos de forma más decisiva.

Hakuun hizo una pausa, esperando la orden.

—Planifícalo —dijo Grguch—, hasta sus mismísimas tierras.

Hakuun asintió, y aparentemente satisfecho con eso, Grguch se dio la vuelta y empezó a gritar órdenes a los demás. Los elfos eran criaturas cobardes, capaces de escapar y volver sigilosamente para matar en silencio, y por lo tanto, el jefe empezó a montar sus defensas y a sus exploradores, dejando a Hakuun a solas con sus pensamientos.

O eso creía Hakuun.

Se estremeció y se quedó petrificado cuando la serpiente de unos treinta centímetros de largo aterrizó sobre su hombro.

Contuvo la respiración, como hacía siempre en las afortunadamente raras ocasiones en que se encontraba en la compañía de Jaculi, pues ése era el nombre que Jack le había dado, el nombre de la serpiente alada que Jack usaba como disfraz cuando se aventuraba a salir de sus talleres privados.

—Me habría gustado que me hubieras informado de tu partida —le dijo Jack al oído.

—No quería molestarte —le respondió Hakuun con mansedumbre, pues le resultaba difícil mantener la calma con la lengua de Jack en su oído, lo bastante cerca como para mandarle una de sus descargas bífidas hasta el otro lado de la cabeza.

—El clan Karuck me molesta a menudo —le recordó Jack—. A veces creo que les has hablado de mí a los demás.

—¡Eso jamás!, ¡oh, terrible señor!

La risa de Jack fue como un silbido. Cuando había empezado su engaño y dominio de los orcos, décadas atrás, sus acciones se habían guiado sólo por el pragmatismo, pero a lo largo de los años había llegado a aceptar la verdad: ¡le encantaba aterrorizar a esas feas criaturas! A decir verdad, ése era uno de los pocos placeres que le quedaban a Jack el Gnomo, que vivía una vida de austeridad y… ¿Y qué más? Aburrimiento, lo sabía, y sentía una punzada al admitirlo. En lo más recóndito de su corazón, Jack comprendía muy bien por qué había seguido a los Karuck fuera de las cuevas: porque su temor a sufrir algún daño, a la muerte incluso, no superaba el temor de dejar que todo siguiera igual.

—¿Por qué os habéis aventurado a salir de la Antípoda Oscura? —preguntó.

Hakuun meneó la cabeza.

—Si las noticias son ciertas, hay mucho que ganar aquí fuera.

—¿Para el clan Karuck?

—Sí.

—¿Para Jaculi?

Hakuun tragó saliva y la risa sibilante de Jack volvió a sonar en su oído.

—Para Gruumsh —se atrevió a decir Hakuun en un susurro.

Aunque lo dijo en voz casi inaudible, Jack se quedó callado. A pesar de todo el sometimiento que había tenido que soportar su familia, el fanatismo con que sus miembros servían a Gruumsh jamás se había puesto en entredicho. En una ocasión, Jack había necesitado toda una tarde de tortura para hacer que uno de los ancestros de Hakuun —su abuelo, si no recordaba mal— pronunciase una sola palabra contra Gruumsh, y aun así, el sacerdote no había tardado mucho en traspasar su cargo a su hijo escogido antes de matarse en nombre de Gruumsh.

Tal como había hecho en la cueva, el mago gnomo suspiró. Con la invocación de Gruumsh, no era previsible que pudiera hacer que el clan Karuck se volviera atrás.

—Ya veremos —susurró al oído a Hakuun, y también lo dijo para sus adentros, una resignada aceptación de que a veces los tozudos orcos tenían sus propios planes.

Tal vez pudiera sacarle a todo aquello alguna diversión o beneficio, y la verdad, ¿tenía algo que perder? Volvió a olisquear el aire y una vez más tuvo la sensación de que algo había cambiado.

—Hay muchos orcos por aquí —dijo.

—Decenas de miles —confirmó Hakuun—. Acuden a la llamada del rey Obould Muchas Flechas.

«Muchas Flechas», pensó Jack, un nombre que le traía profundas resonancias de otros tiempos. Pensó en la Ciudadela Fel…, Ciudadela Felb…, Fel algo, un lugar de enanos. A Jack no le gustaban mucho los enanos. Lo fastidiaban al menos tanto como los orcos, con sus martillazos y sus estúpidos cánticos, a los que ellos, fuera de toda razón, consideraban música.

—Ya veremos —volvió a decirle a Hakuun.

Al observar que el horroroso Grguch se acercaba rápidamente, Jack se deslizó por debajo del cuello de Hakuun y se acomodó en su región lumbar. De vez en cuando, rozaba con su lengua bífida la carne desnuda de Hakuun, sólo por el placer de hacer tartamudear al chamán en su conversación con esa bestia de Grguch.