Sacar ventaja
El clan Grimm se ha dirigido hacia el norte —les dijo Toogwik Tuk a sus dos compañeros en una tranquila y despejada mañana de mediados de Ches, el tercer mes del año—. El rey Obould ha concedido al jefe Grimsmal una región favorable, una meseta recogida y amplia.
—¿Para prepararse? —preguntó Ung-thol.
—Para construir —lo corrigió Toogwik Tuk—. Para izar el pabellón del clan Grimm junto a la bandera de Muchas Flechas por encima de su nuevo poblado.
—¿Poblado? —preguntó Dnark, soltando la palabra con sorpresa.
—El rey Obould sostiene que es una pausa necesaria para reforzar las líneas de abastecimiento —dijo Toogwik Tuk.
—Una afirmación razonable —dijo Dnark.
—Pero que todos sabemos que es una media verdad —dijo Toogwik Tuk.
—¿Y qué hay del general Dukka? —preguntó Ung-thol, evidentemente agitado—. ¿Ha convertido al Valle del Guardián en una plaza segura?
—Sí —contestó el otro chamán.
—Y entonces, ¿marcha hacia el Surbrin?
—No —dijo Toogwik Tuk—. El general Dukka y sus miles de hombres no se han movido, aunque circulan rumores de que va reunir a varios bloques…, en algún momento.
Dnark y Ung-thol cruzaron miradas de preocupación.
—El rey Obould no permitiría que la noticia de la reunión de los guerreros se filtrara a sus tribus —dijo Dnark—. No se atrevería.
—Pero ¿los enviará a atacar a los enanos en el Surbrin? —preguntó Ung-thol—. Los bastiones de los enanos crecen de día en día.
—Ya pensábamos que Obould no seguiría avanzando —les recordó Toogwik Tuk—. ¿No fue ésa la razón por la que hicimos venir a Grguch a la superficie?
Mirando a sus secuaces, Toogwik Tuk reconoció la duda que siempre surgía antes del momento de la verdad. Los tres hacía tiempo que compartían sus sospechas de que Obould se estaba apartando del camino de la conquista, y eso era algo que ellos, como seguidores de Gruumsh el tuerto, no podían permitir. La idea que ellos compartían, sin embargo, era que la guerra no estaba del todo acabada, y que Obould volvería a asestar al menos un buen golpe para conseguir una posición más ventajosa antes de que se detuviera.
Dejar a los enanos el camino abierto hacia el Surbrin había sido una posibilidad más clara a lo largo de los últimos meses, y en especial en las últimas semanas. El tiempo no tardaría en cambiar, y no se estaban poniendo las fuerzas adecuadas en posición de ataque.
No obstante, ante el hecho consumado, los otros dos no podían evitar la sorpresa y la preocupación, ya que sentían sobre sus hombros con más fuerza el peso de la conspiración.
—Dirijámoslos contra los invasores elfos del este —dijo Toogwik Tuk de repente, sobresaltando a sus dos compañeros, que lo miraron con curiosidad, casi implorantes.
—Habíamos confiado en usar a Grguch para la carga hacia el Surbrin —les explicó Toogwik Tuk—, pero con Obould esperando para situar a los guerreros, esa opción no tiene vigencia en este momento. Debemos ofrecerle a Grguch algo de sangre.
—O se cobrará la nuestra —musitó Ung-thol.
—Ha habido informes de incursiones elfas a lo largo del Surbrin, al norte de los enanos —dijo Dnark, dirigiendo su comentario sobre todo a Ung-thol.
—Grguch y el clan Karuck se ganarán una fama que les vendrá bien a ellos, y también a nosotros, cuando por fin llegue la hora de ocuparnos de las conflictivas bestias del rey Bruenor —dijo Toogwik Tuk con un codazo—. Demos al reino de Muchas Flechas un nuevo héroe.
Como una hoja que aletea en silencio movida por la brisa de medianoche, el elfo oscuro se deslizó furtivamente hacia un lado de la estructura de piedra y barro ennegrecida. Los guardias orcos no habían notado su silencioso paso; además, no dejaba rastros visibles sobre la nieve helada.
Ninguna criatura corpórea podía moverse con más sigilo que un drow disciplinado, y Tos’un Armgo era considerado eficiente incluso para el elevado nivel de los de su raza.
Se detuvo al llegar a la muralla y echó una mirada al grupo de estructuras que lo rodeaban. Sabía que era el poblado de Tungrush por las conversaciones que había oído a los diversos lugareños. Reparó en los cimientos, incluso una base incipiente en algunos lugares, de un muro que debía rodear el recinto.
«Demasiado tarde», pensó el drow con una sonrisa malévola.
Se acercó un poco más a una abertura en la pared trasera de la casa, aunque todavía no podía precisar si era una verdadera ventana o un agujero que aún no habían cubierto. No importaba, ya que la piedra que faltaba permitía perfectamente el paso de la esbelta criatura. Tos’un se coló en el interior como una serpiente, avanzando las manos por el lado interno de la pared, hasta que pudo afirmarse en el suelo. Su voltereta, como el resto de sus movimientos, no produjo ni el menor ruido.
La habitación estaba oscura como boca de lobo; apenas se filtraba la escasa luz de las estrellas por las muchas rendijas de las piedras. Un habitante de la superficie habría tenido dificultades para moverse por aquel lugar tan desordenado, pero para Tos’un, que había vivido casi toda su vida en los tenebrosos corredores de la Antípoda Oscura, el lugar realmente relucía. Se detuvo en la habitación principal, que era el doble de la cámara más pequeña y estaba dividida por una pared interior que iba desde la pared frontal hasta casi un metro del fondo.
Oyó un ronquido al otro lado del tabique.
Sus dos espadas, una de factura drow y la otra, la sensitiva y fabulosa Cercenadora, aparecieron en sus manos mientras avanzaba silenciosamente. Al llegar a la pared, se asomó y vio a un gran orco durmiendo cómodamente, boca abajo, sobre un catre colocado contra la pared exterior de la casa. En un rincón próximo a la parte frontal del edificio había una pila de esteras.
Su intención era clavar silenciosamente la espada en los pulmones del orco, para impedirle gritar y acabar rápidamente y sin ruido, pero Cercenadora tenía otras ideas, y mientras Tos’un se acercaba y se disponía a atacar, la espada lo dominó con un repentino e inesperado ataque de furia absoluta.
La espada descendió y atravesó el cuello del orco desde atrás; le cortó la cabeza y también la estructura de madera del catre sin dificultad, y rechinando contra el suelo, trazó sobre él una línea profunda. El catre se abrió y se hundió con estrépito.
Detrás de Tos’un, las esteras se movieron rápidamente, pues debajo de ellas había otro orco, una hembra. Por puro reflejo, el drow describió un arco con el otro brazo, y su hermosa espada menzoberraní se apoyó con fuerza en el cuello de la hembra y la dejó pegada a la pared. Esa espada podría haberle cortado el gaznate con facilidad, pero por algún motivo del que Tos’un no era consciente, la puso plana. Así impidió que la mujer hablara e hizo brotar una línea de sangre sobre el filo del arma, pero la criatura no estaba acabada.
Cercenadora no estaba dispuesta a admitir que una espada inferior se cobrara una vida.
Tos’un le hizo a la hembra una seña para que no hablara. Ella temblaba, pero no podía resistirse.
Cercenadora se le hundió en el pecho, salió por la espalda y atravesó las piedras de la pared frontal de la casa.
Sorprendido por su propio movimiento, Tos’un retiró rápidamente la espada.
La orca lo miró con incredulidad. Se deslizó hasta el suelo y murió con esa misma expresión en la cara.
«¿Siempre tienes tanta sed de sangre?», le preguntó el drow mentalmente a la sensitiva espada.
Tuvo la sensación de que la respuesta de Cercenadora había sido una carcajada.
Por supuesto que no tenía importancia, no eran más que orcos, y aunque se hubiera tratado de seres superiores habría dado lo mismo. Tos’un Armgo nunca le hacía ascos a matar. Una vez eliminados los testigos y silenciadas las alarmas, el drow volvió a la cámara principal y encontró las provisiones de la pareja.
Comió y bebió, y volvió a llenar el morral y el odre. Se tomó su tiempo, con toda la calma, y revisó la casa en busca de algo que pudiera servirle. Incluso volvió al dormitorio y, en un arranque, colocó la cabeza cortada del orco entre sus piernas, con la cara contra el trasero.
Consideró su obra con un gesto de resignación. Lo mismo que el sustento, el drow solitario aprovechaba cuanta diversión se ponía en su camino.
Salió poco después, por la misma ventana por la que se había colado dentro. La noche era oscura; todavía era la hora de los drows. Encontró a los guardias orcos tan dormidos como cuando había entrado y sintió la tentación de matarlos por su falta de disciplina.
Sin embargo, un movimiento en unos árboles distantes le llamó la atención, y se apresuró a refugiarse entre las sombras. Le llevó algún tiempo darse cuenta…
Había elfos por allí.
A Tos’un no le sorprendió realmente. Muchos elfos del Bosque de la Luna habían realizado incursiones de reconocimiento en los asentamientos orcos y en las rutas de las caravanas. Él mismo había sido capturado por una de esas bandas no muchas semanas atrás, y había pensado en unirse a ellos después de engañarlos haciéndoles creer que no era su enemigo.
Pero ¿había sido realmente un engaño? Tos’un todavía no lo había determinado. Seguramente que una vida entre los elfos hubiera sido mejor que la que llevaba. Eso había pensado entonces, y volvía a pensarlo tras esa maldita comida de orcos que todavía le pesaba en el estómago.
Sin embargo, se recordó a sí mismo que no tenía esa opción.
Drizzt Do’Urden estaba con los elfos, y Drizzt sabía que él, Tos’un, había formado parte de la avanzada del rey Obould.
Además, Drizzt se apoderaría de Cercenadora, sin duda, y sin la espada, Tos’un sería vulnerable a los conjuros de los sacerdotes, que detectarían cualquier mentira que tuviera que urdir.
Tos’un desechó el fútil debate antes de que Cercenadora pudiera intervenir, y trató de hacerse una idea más acabada de la cantidad de elfos que pudieran estar vigilando Tungrush.
Procuró detectar más movimientos, pero no encontró nada sustancial. El drow era demasiado listo como para que eso lo tranquilizara; sabía muy bien que los elfos eran capaces de moverse con tanto sigilo como él. Después de todo, una vez habían conseguido rodearlo sin que se hubiera dado cuenta siquiera de que los tenía cerca.
Salió con cuidado, y recurriendo a sus habilidades naturales de drow, invocó un globo de oscuridad a su alrededor y atravesó la línea de árboles. Después, continuó su estudio del terreno e incluso hizo un recorrido completo del poblado.
El perímetro estaba lleno de elfos, de modo que Tos’un se desvaneció en la noche invernal.
La espada de Albondiel surcó el aire y le cortó el gaznate al orco. Ahogándose y llevándose las manos a la garganta, la criatura giró sobre sí misma y se tambaleó. Una flecha se le clavó en el costado y cayó sobre la nieve manchada de sangre.
Otro orco salió de una casa y llamó a gritos a los guardias.
Pero los guardias estaban todos muertos. Se veían tirados a lo largo del perímetro del poblado, erizados de flechas elfas. Nadie había dado la alarma. Los orcos del poblado estaban totalmente inadvertidos.
La orca vociferante, frenética, trató de huir, pero una flecha la hizo caer de rodillas, y un guerrero elfo acudió rápidamente a su lado y la silenció para siempre con su espada.
Después del asalto inicial, no había salido ningún orco que intentase ofrecer resistencia. Casi todos los que quedaban habían corrido, ni más ni menos, hasta las lindes del poblado y aún más allá, para internarse en la nieve, de grado o por fuerza. La mayoría cayeron muertos sin haber abandonado el perímetro del poblado, porque los elfos estaban preparados y eran rápidos y letales con sus arcos.
—Ya basta —gritó Albondiel a sus guerreros y a los arqueros que se disponían a lanzar otra mortal andanada sobre los orcos que huían—. Dejad que se marchen. Su terror juega a nuestro favor. Que difundan la noticia de su desgracia para que otros más huyan con ellos.
—No te gusta demasiado esto —observó otro elfo, un joven guerrero que estaba al lado de Albondiel.
—No le hago ascos a matar orcos —respondió Albondiel, dirigiendo una mirada severa al advenedizo—, pero esto tiene menos de batalla que de matanza.
—Porque nos acercamos con astucia.
Albondiel hizo un gesto desdeñoso acompañado de un encogimiento de hombros, como si eso no tuviera importancia. Y en realidad así era, y el anciano elfo lo entendía de ese modo.
Los orcos habían llegado, lo habían arrasado todo como una peste negra, habían destruido todo lo que habían pisado. Había que detenerlos por cualquier medio. Era así de simple.
Pero ¿era así realmente? El elfo se lo preguntó cuando miró al último que había matado, una criatura desarmada que todavía daba las últimas boqueadas. Sólo llevaba puesta su camisa de dormir.
Indefensa y muerta.
Albondiel había sido sincero en su respuesta. No le hacía ascos a una batalla, y había matado a docenas de orcos en combate.
Sin embargo, esas incursiones en los poblados le dejaban un mal sabor de boca.
Algunos gritos provenientes del otro lado del camino le revelaron que no todos los orcos habían huido y habían abandonado sus hogares. Vio a uno que salía por una puerta, tambaleándose, sangrando, y caía muerto.
Era una criatura pequeña, un niño.
Con brutal eficiencia, la partida de reconocimiento de los elfos reunía los cadáveres en una gran pila. A continuación, empezaron a vaciar las casas de todo lo que pudiera arder, arrojando muebles, camas, mantas, ropa y todo lo demás al mismo montón.
—Lord Albondiel —llamó uno, señalando una casa pequeña en el perímetro norte del poblado.
Al acercarse, Albondiel observó una mancha de sangre que se iba extendiendo por las piedras del frente de la casa, en el lado izquierdo de la puerta. Siguiendo los movimientos del que lo había llamado, Albondiel vio el agujero, una cuchillada limpia que atravesaba totalmente la piedra.
—Ahí dentro había dos, muertos antes de que llegáramos —explicó el elfo—. Uno estaba degollado y el otro acuchillado contra esta pared.
—Por el interior —observó Albondiel.
—Sí, y por una espada que atravesó la piedra.
—Tos’un —susurró Albondiel, pues él había formado parte del grupo de persecución de Sinnafain cuando habían capturado al drow. El drow que llevaba a Cercenadora, la espada de Catti-brie. Una espada capaz de atravesar la piedra.
—¿Cuándo los mataron?
—Antes del amanecer. No mucho antes.
Albondiel desplazó la vista hacia afuera, mirando más allá de los límites del poblado.
—De modo que todavía está ahí fuera. Es posible que incluso nos esté observando en este momento.
—Puedo mandar exploradores…
—No —respondió Albondiel—. No es necesario, y no me gustaría que ninguno de los nuestros se enfrentara a ese pícaro.
Acabemos con lo nuestro y marchémonos.
Poco después, se prendía fuego a la pila de esteras, madera y cuerpos, y de la hoguera los elfos sacaron teas con las que incendiar los techos de las chozas. Usando árboles caídos recogidos en los bosques cercanos, los elfos derribaron los laterales de las estructuras incendiadas, y todas las piedras que pudieron recuperar de las pilas humeantes las llevaron al lado occidental del poblado, que daba a una larga y empinada pendiente, desde donde las arrojaron.
Lo que los orcos habían construido en aquella colina azotada por el viento, los elfos lo destruyeron rápidamente. Lo arrasaron hasta la última piedra, como si las feas criaturas jamás hubieran estado allí.
Cuando se marcharon esa misma mañana, dejaron detrás un humo oscuro que seguía ascendiendo hacia lo alto. Albondiel repasó con la vista todo el escarpado paisaje, preguntándose si Tos’un podría estar observándolos todavía.
Así era.
Tos’un tenía la vista fija en la columna más espesa de humo negro que se alzaba hasta disiparse en el gris sofocante del cielo encapotado. Aunque no sabía quiénes eran los protagonistas de la escena, tanto daba que los que estaban ahí arriba fueran Albondiel o Sinnafain, o cualquiera de los que se había encontrado, o incluso de aquellos con los que había viajado. De lo que no tenía la menor duda era de que eran elfos del Bosque de la Luna.
Se estaban volviendo más atrevidos, y más agresivos, y Tos’un sabía por qué. Las nubes no tardarían en abrirse y el viento cambiaría hacia el sur, lo que daría paso a las brisas más templadas de la primavera. Los elfos pretendían sembrar el caos en las filas de los orcos. Querían inspirar terror, confusión y cobardía, para erosionar las bases del poder de Obould antes de que el cambio de estación permitiera al ejército orco marchar contra los enanos del sur.
O incluso cruzar el río hacia el este, hacia el Bosque de la Luna, su amada patria.
Una punzada de soledad atravesó los pensamientos y el corazón de Tos’un mientras miraba hacia el poblado quemado.
Le hubiera gustado participar en esa batalla. Más aún, tuvo que reconocer que le hubiera gustado marcharse con los elfos victoriosos.