Capítulo 4


La construcción de su imperio

Las vigas crujieron un momento; entonces, una gran ráfaga de aire recorrió a los presentes mientras los contrapesos impulsaban el enorme mástil de la catapulta. La honda soltó su contenido, unos abrojos de tres puntas, en una línea desde el pico más alto del arco hasta el punto de impulso y distancia máximos.

La lluvia de metal negro desapareció de la vista, y el rey Obould se desplazó rápidamente hasta el borde del acantilado para ver cómo caían al fondo del Valle del Guardián.

Nukkels, Kna y algunos de los demás se removieron, intranquilos, al ver a su dios-rey tan próximo a un precipicio de sesenta metros de profundidad. Cualquiera de los soldados del general Dukka o, con mayor probabilidad, del orgulloso jefe Grimsmal y sus guardia podría haberse lanzado contra él para empujarlo y acabar así con el reinado de los Obould.

Pero Grimsmal, a pesar de sus anteriores conatos de descontento, hizo un gesto de aprobación al ver las defensas que se habían montado en la cordillera septentrional que daba a la puerta occidental de Mithril Hall, cerrada a cal y canto.

—Hemos llenado de abrojos el fondo del valle —le aseguró a Obould el general Dukka, que señaló con un gesto las muchas cestas colocadas junto a la línea de catapultas, llenas todas ellas con piedras cuyo tamaño iba desde el de un puño al doble de la cabeza de un orco.

—Si los feos enanos se adelantan, les mandaremos una andanada letal.

Obould miró hacia el sudoeste y abarcó unos dos tercios del camino que recorría el escarpado valle desde el complejo enano, donde una fila de orcos cavaban en la piedra para hacer una trinchera ancha y profunda. Inmediatamente a la izquierda del rey, encima del acantilado que había en el extremo de la trinchera, había un trío de catapultas, todas previstas para barrer el barranco por completo en el caso de que los enanos trataran de usarlo como cobertura para atacar a los orcos situados al oeste.

El plan de Dukka era de fácil comprensión: frenar todo lo posible la marcha de los enanos que pudieran avanzar por el Valle del Guardián, de modo que su artillería y los arqueros situados en lo alto pudieran infligir un daño enorme en el ejército atacante.

—Salieron de la muralla oriental con gran velocidad y astucia —le advirtió Obould al radiante general—. Protegidos por carros metálicos. Ni el derrumbe de una enorme muralla consiguió frenarlos.

—Desde sus puertas hasta el Surbrin no había una gran distancia, mi rey. —Dukka no se atrevió a contestar—. El Valle del Guardián no ofrece un santuario semejante.

—No los subestimes —le advirtió Obould.

Se acercó más al general Dukka mientras hablaba, y el otro orco pareció encogerse ante su proximidad. Con voz amenazante y elevada, para que todos pudieran oírlo, Obould bramó:

—Saldrán furiosos. Llevarán delante de sí escobas para apartar los abrojos y por encima escudos para cubrirse de tus flechas y tus piedras. Tendrán puentes plegables, sin duda, y tu trinchera no conseguirá detenerlos. El rey Bruenor no es ningún tonto y no se lanza a la batalla sin prepararse antes. Los enanos sabrán exactamente adonde necesitan ir y llegarán allí con gran rapidez.

Sobrevino un silencio largo e incómodo, y muchos de los orcos intercambiaron miradas nerviosas.

—¿Esperas que ataque, mi rey? —preguntó Grimsmal.

—Todo lo que espero del rey Bruenor es que sea lo que sea lo que decida hacer, lo hará bien y con astucia —replicó Obould, y más de un orco se quedó con la boca abierta al oír semejante cumplido dedicado a un enano por un rey orco.

Obould estudió esas expresiones atentamente a la luz de su desastroso intento de irrumpir en Mithril Hall. No podía permitir que creyeran que hablaba así por debilidad, dejándose llevar por el recuerdo de su falta de discernimiento.

—Observad la devastación de la estribación donde ahora se encuentran vuestras catapultas —dijo, señalando hacia el oeste.

Donde en otro tiempo se elevaba una cadena de montañas, una sobre la cual Obould había situado a sus aliados, los gigantes de los hielos y sus enormes máquinas de guerra, sólo se veía una cresta dentada de piedras rotas.

—Los enanos actúan sobre terreno conocido. Están familiarizados con cada piedra, cada elevación y cada túnel.

Saben cómo combatir. Pero nosotros… —rugió mientras se paseaba para aumentar el efecto de sus palabras y alzaba al cielo sus manos con zarpas. Dejó las palabras en suspenso durante varios segundos antes de continuar—. Nosotros no les negamos el mérito que merecen. Aceptamos que son enemigos formidables y dignos, y sabiéndolo, nos preparamos.

Se volvió para enfrentarse al general Dukka y al jefe Grimsmal, que se habían acercado el uno al otro.

—Nosotros los conocemos, pero a pesar de todo lo que les hemos demostrado al conquistar esta tierra, ellos todavía no nos conocen. Esto —dijo, y abarcó con un movimiento del brazo las catapultas, los arqueros y todo lo demás— es lo que conocen y lo que esperan. Tus preparativos están listos a medias, general Dukka, y está bien que así sea. Ahora visualiza la manera en que el rey Bruenor tratará de contrarrestar todo lo que has hecho, y completa tus preparativos para derrotar ese contraataque.

—P…, pero… mi rey —tartamudeó el general Dukka.

—Tengo plena confianza en ti —dijo Obould—. Empieza por poner trampas en tus trincheras del lado occidental del Valle del Guardián, de modo que si los enanos llegan hasta allí, tus guerreros puedan retirarse rápidamente y las dejen expuestas a otro campo de batalla de tu elección.

Dukka empezó a asentir. Sus ojos brillaron y en sus labios se dibujó una sonrisa malévola.

—Dime —le indicó Obould.

—Puedo preparar una segunda fuerza en el sur para llegar a las puertas que hay detrás de ellos —replicó el orco—, para cerrar el paso a cualquier ejército enano que cargue a través del valle.

—O una segunda fuerza que parezca hacerlo —dijo Obould, haciendo a continuación una pausa para dejar que los que lo rodeaban pudieran asimilar esa extraña respuesta.

—Para que se den la vuelta y salgan corriendo —respondió Dukka, por fin—. Y que a continuación tengan que volver a cruzar para ganar el terreno que hayan cubierto.

—Mi fe en ti no se ha debilitado, general Dukka —dijo Obould, asintiendo, e incluso le dio una palmada en el hombro al orco al pasar por su lado.

Su sonrisa respondía a un doble motivo, y era auténtica.

Acababa de reforzar la lealtad de un general importante, y de paso había impresionado al potencialmente conflictivo Grimsmal.

Obould sabía lo que tenía en la cabeza Grimsmal mientras seguía, presuroso, al séquito que se retiraba. Si Obould, y aparentemente sus comandantes, podían prever con tanta anticipación la actuación del rey Bruenor, ¿qué podría sucederle a cualquier jefe orco que tramase algo contra el rey de Muchas Flechas?

Después de todo, esas dudas eran el verdadero objetivo de su visita al Valle del Guardián, y no su preocupación por el grado de preparación del general Dukka. Porque Obould estaba convencido de que todo era opinable. El rey Bruenor nunca saldría por esas puertas occidentales. Como había aprendido el enano con su salida al este —y como había aprendido Obould al tratar de irrumpir en Mithril Hall—, cualquier avance de esas características representaría un enorme derramamiento de sangre.

Wulfgar gritó con todas sus fuerzas, como si su voz pudiera conseguir lo imposible: detener el vuelo de la lanza.

Un destello blanco azulado le dio en los ojos, y por un momento pensó que era el dolor ardiente de la lanza que entraba en su vientre; pero cuando abrió los ojos otra vez vio que el orco portador de la lanza volaba torpemente delante de él. La criatura cayó y ya estaba muerta antes de dar con sus huesos en el suelo, y para cuando Wulfgar se volvió a mirar a su compañero, ese orco había dejado ir su espada y se llevaba la mano al pecho. La sangre le manaba por una herida que lo atravesaba de delante atrás.

Wulfgar no entendía nada. Trató de alcanzar con su martillo al orco herido y falló. Otra flecha centelleante, un relámpago, pasó junto a Wulfgar y alcanzó al orco en el hombro; lo arrojó al suelo cerca de donde había caído su compañero. Wulfgar conocía muy bien aquel proyectil legendario, y rugió otra vez antes de volverse para hacer frente a su salvador.

Le sorprendió no ver a Catti-brie, sino a Drizzt, armado con Taulmaril, el Buscacorazones.

El drow se lanzó en una carrera hacia él. Sus pasos leves apenas rozaban el grueso manto de nieve. Empezó a colocar otra flecha, pero se lo pensó mejor, dejó de lado el arco y empuñó las dos cimitarras. Después de hacer un saludo a Wulfgar, se desvió hacia un lado mientras se acercaba y se dirigió hacia un puñado de orcos listos para entrar en combate.

—¡Biggrin! —gritó Drizzt mientras Wulfgar se lanzaba a la carga en pos de él.

—¡Tempus! —fue la respuesta del bárbaro.

Impulsó a Aegis-fang desde detrás de su cabeza, imprimiéndole un movimiento rotatorio, y lo soltó. El martillo salió volando en dirección a la cabeza de Drizzt, que en el último momento se agachó y se dejó caer de rodillas.

Los cinco orcos que estaban pendientes de los movimientos del drow no tuvieron tiempo de reaccionar ante la sorpresa que se les venía encima. Ya era tarde cuando alzaron los brazos para ponerse a la defensiva y se enredaron los unos con los otros en su desesperado intento de apartarse de la trayectoria de la maza. Aegis-fang alcanzó de lleno a uno, que salió despedido y se enganchó con otro haciendo que los dos cayeran hacia atrás, tambaleándose.

Los tres restantes empezaban apenas a reorientarse respecto de sus oponentes cuando la furia de Drizzt cayó sobre ellos. Se deslizó sobre las rodillas mientras el martillo lo sobrevolaba, pero se puso de pie de un salto inmediatamente y se lanzó a la carga con desenfado, trazando con las mortíferas espadas amplios movimientos cruzados por delante de su cuerpo una y otra vez. Contaba con la confusión del enemigo, y eso fue lo que encontró. Los tres orcos caían al cabo de un momento, heridos y acuchillados.

Wulfgar, que seguía a la caza, hizo volver a Aegis-fang a sus manos y, a continuación, corrigió el rumbo para acercarse al drow, de modo que sus largas piernas lo llevaron junto a Drizzt, y ambos se acercaron a la zona principal de tiendas del campamento, donde se habían reunido muchos orcos.

Pero esos orcos no estaban dispuestos a enfrentarse a ellos, y si alguna duda tenían los porcinos humanoides sobre la posibilidad de salir corriendo, se disipó un momento después, cuando una pantera gigante rugió desde un flanco.

Los orcos arrojaron las armas, salieron corriendo y se dispersaron a los cuatro vientos invernales.

Wulfgar lanzó a Aegis-fang contra el más próximo, que cayó muerto allí mismo. Bajó la cabeza y embistió con más velocidad aún…, o al menos lo intentó, antes de que Drizzt lo cogiera por un brazo y tirara de él.

—Deja que se marchen —dijo el drow—. Hay muchos más por ahí, y perderemos nuestra ventaja en la persecución.

Wulfgar se detuvo, derrapando, y volvió a recuperar su mágico martillo de guerra. Se tomó un momento para hacer un recuento de muertos y heridos, y de los orcos que huían, y asintió mirando a Drizzt, saciada su ansia de sangre.

Entonces, rompió a reír. No pudo evitarlo. Era una risa que brotaba de lo más hondo, una liberación desesperada, un estallido de protesta contra lo absurdo de sus propias acciones.

Provenía una vez más de los recuerdos remotos, de su vida libre en el Valle del Viento Helado. Había captado con toda facilidad la referencia a Biggrin; ese solo nombre le había bastado para lanzar el martillo a la nuca del drow.

¿Cómo era posible?

—¿Wulfgar tiene ganas de morir? —preguntó Drizzt, que también reía entre dientes.

—Sabía que llegarías. Es lo que sueles hacer.

Kna se enroscó en su brazo, refregándosele contra el hombro, ronroneando y gimiendo como siempre. Sentado a la mesa dentro de la tienda, el rey Obould daba la impresión de no reparar siquiera en ella, lo cual, por supuesto, no hacía más que intensificar sus esfuerzos.

Al otro lado de la mesa, el general Dukka y el jefe Grimsmal comprendían perfectamente que Kna era la forma que tenía Obould de recordarles que estaba por encima de ellos, en un nivel que ni siquiera podían soñar con alcanzar.

—Cinco bloques libres —explicó el general Dukka.

Moque era el término militar acuñado por Obould para identificar una columna de mil guerreros marchando en grupos de diez de frente y cien de fondo.

—Ante el recodo de Tarsakh.

—Se los puede hacer marchar hacia el Surbrin, al norte de Mithril Hall, en cinco días —apuntó el jefe Grimsmal—; en cuatro, a marchas forzadas.

—¡Yo les haría atravesar rocas por la gloria del rey Obould! —respondió Dukka.

Obould no se mostró impresionado.

—No son necesarias semejantes prisas —dijo, por fin, después de permanecer sentado con una mirada contemplativa que tenía a los otros dos en ascuas.

—El comienzo de Tarsakh probablemente representará un camino claro hacia las murallas de los enanos —se atrevió a responder el jefe Grimsmal.

—Un lugar al que no iremos.

La seca respuesta hizo que Grimsmal se deslizara hacia atrás en su silla y dejó a Dukka con expresión estupefacta.

—Tal vez pueda liberar a seis bloques —dijo el general.

—Cinco o cincuenta no cambia nada —declaró Obould—. La subida no es nuestra ruta más prudente.

—¿Conoces otra ruta para atacarlos? —preguntó Dukka.

—No —dijo Grimsmal, negando con la cabeza mientras miraba a Obould con gesto de complicidad—. Entonces, los rumores son ciertos. La guerra del rey Obould se ha terminado.

Tuvo buen cuidado de no modificar el tono para que no pareciera que disentía, pero la forma en que Dukka abrió los ojos dejó bien clara su sorpresa, aunque sólo un instante.

—Sólo es una pausa para estudiar cuántas vías se nos ofrecen —explicó Obould.

—¿Vías hacia la victoria? —preguntó el general Dukka.

—Victoria en un sentido que ni siquiera podéis imaginar —dijo Obould, y meneó la enorme cabeza mostrando una sonrisa confiada y llena de dientes.

Para acentuar el efecto, puso uno de sus grandes puños sobre la mesa que tenía delante y lo apretó con tal fuerza que los músculos del antebrazo se hincharan y se retorciesen hasta un punto capaz de recordar a los demás orcos su superioridad.

Grimsmal era corpulento y un poderoso guerrero, lo que le había valido para conseguir el liderazgo de su tribu de guerreros. Sin embargo, hasta él languidecía ante el espectáculo del poder de Obould. La verdad era que daba la impresión de que si el rey orco hubiera apretado con esa mano un bloque de granito, lo habría hecho polvo con toda facilidad.

No menos avasalladora era la expresión suprema de confianza y poder de Obould, aumentada por el disciplinado desapego que mostraba ante los ronroneos y los contoneos de Kna.

Grimsmal y el general Dukka abandonaron aquella reunión sin tener la menor idea de lo que planeaba Obould, pero seguros de que tenía una confianza absoluta en el plan. Obould los miró con una sonrisa astuta mientras se alejaban, convencido de que esos dos no se atreverían a tramar nada contra él. El rey orco asió a Kna y la puso delante de sí. Había llegado la hora de la celebración.

El cuerpo estaba totalmente congelado, y Wulfgar y Drizzt no fueron capaces de acercar los brazos de Delly al tronco. Con ternura, Wulfgar sacó las mantas que llevaba en su hatillo y la envolvió; le dejó el rostro descubierto hasta el último momento, como si quisiera que ella viera la sinceridad de su remordimiento y su tristeza.

—No se merecía esto —dijo Wulfgar, incorporándose y mirando a la pobre mujer que tenía ante sí. Miró a Drizzt, que estaba de pie con Guenhwyvar a su lado, sujetando con una mano el mechón de pelo que tenía la pantera en el cuello—. Su vida estaba en Luskan antes de que yo llegara y la arrancara de allí.

—Ella eligió recorrer el camino contigo.

—Irreflexivamente —replicó Wulfgar con una carcajada y un suspiro de autocensura.

Drizzt se encogió de hombros como si la afirmación fuera discutible, lo cual era cierto.

—Muchos caminos acaban abruptamente, tanto en los desiertos como en los callejones de Luskan. No hay forma de saber realmente adonde llevará un camino hasta que lo has recorrido.

—Me temo que su confianza en mí era inmerecida.

—Tú no la trajiste hasta aquí para que muriera —dijo Drizzt—. Ni fuiste tú quien la arrancó de la seguridad de Mithril Hall.

—No oí sus llamadas de auxilio. Me dijo que no podía soportar los túneles enanos, pero no quise oírla.

—Y vio claramente su camino a través del Surbrin, como si ésa fuera la senda que realmente quería. En esto no tienes más culpa que Catti-brie, quien no pudo prever el alcance de la malvada espada.

La mención de Catti-brie conmocionó un poco a Wulfgar, porque sabía que ella sentía la carga de la culpa por el papel aparente de Cercenadora en la trágica muerte de Delly Curtie.

—A veces, las cosas son como son, sin más —dijo Drizzt—. Un accidente, un cruel giro del destino, una conjunción de fuerzas que era imposible prever.

Wulfgar asintió, y fue como si le hubieran sacado de encima un gran peso.

—Ella no se merecía esto —repitió.

—Ni tampoco Dagnabbit, ni Dagna, ni Tarathiel, igual que tantos otros, como esos que se llevaron a Colson a través del Surbrin —dijo Drizzt—. Es la tragedia de la guerra, la inevitabilidad de los ejércitos enfrentados, el legado de los orcos, los enanos, los elfos y también los humanos. Muchos caminos acaban de repente, es una realidad que todos debemos tener presente, y Delly podría haber muerto fácilmente a manos de un ladrón en la oscuridad de la noche de Luskan, o en medio de una reyerta en el Cutlass. Ahora sólo de una cosa podemos estar seguros, amigo mío, de que llegará un día en que todos compartamos el destino de Delly. Si recorremos nuestro camino en soledad para evitar todo lo inevitable, si extremamos todos los cuidados y las precauciones…

—Entonces, tanto nos da tendernos en la nieve y dejar que el frío nos cale hasta los huesos —acabó Wulfgar.

Había acompañado cada una de sus palabras con una inclinación de cabeza, como asegurándole a Drizzt que no necesitaba preocuparse por el peso de la cruda realidad que lo oprimía.

—¿Vas a ir en busca de Colson? —preguntó Drizzt.

—¿Cómo no habría de hacerlo? Tú hablas de la responsabilidad que tenemos para con nosotros mismos a la hora de elegir nuestra senda con valor y aceptación, pero está también la responsabilidad que tenemos hacia los demás. Yo la tengo para con Colson. Es el pacto que acepté voluntariamente cuando la recibí de manos de Meralda de Auckney. Aunque me aseguraran que está a salvo con los bondadosos refugiados que cruzaron el Surbrin, no podría dejar de lado la promesa que le hice, no a la niña, sino a su madre. ¿En tu caso está Gauntlgrym? —preguntó Wulfgar—. ¿Junto a Bruenor?

—Ésa es su expectativa, y mi deber para con él, sí.

Wulfgar asintió y tendió la mirada hacia el horizonte.

—Tal vez Bruenor tenga razón, y Gauntlgrym nos muestre el fin de esta guerra —dijo Drizzt.

—Detrás de ésta vendrá otra guerra —dijo Wulfgar con un encogimiento de hombros desanimado y una risita—. Así son las cosas.

—Biggrin —dijo Drizzt, arrancando una sonrisa a su corpulento amigo.

—Cierto —dijo Wulfgar—. Si no podemos cambiar el curso de las cosas, entonces lo mejor es disfrutar del viaje.

—Sabías que me agacharía, ¿verdad?

Wulfgar se encogió de hombros.

—Sabía que si no lo hacías, sería…

—… porque así tenía que ser —acabó Drizzt la frase.

Ambos rieron, y Wulfgar bajó otra vez la vista para mirar a Delly con expresión sombría.

—Voy a echarla de menos. Significaba más para mí de lo que creía. Era una buena compañera y una buena madre. Jamás tuvo una vida fácil, pero muchas veces encontraba en su interior esperanzas e incluso alegría. Mi vida ha quedado vacía con su marcha. Hay dentro de mí un vacío que no será fácil llenar.

—Que no se puede llenar —lo corrigió Drizzt—. Así es la pérdida. Y así tú seguirás adelante y encontrarás solaz en tus recuerdos de Delly, en las cosas buenas que compartisteis. La verás en Colson, aunque la niña no haya salido de su vientre.

La sentirás a tu lado a veces, y aunque la tristeza no desaparecerá jamás, se instalará detrás de los recuerdos atesorados.

Wulfgar se agachó y, deslizando con cuidado los brazos por debajo del cuerpo de Delly, la levantó. No tenía la impresión de estar sosteniendo un cuerpo, ya que la forma helada no se curvaba en lo más mínimo; pero la apretó contra su corazón y sintió que se le humedecían los brillantes ojos azules.

—¿Ahora odias a Obould tanto como yo? —preguntó Drizzt.

Wulfgar no contestó, pero la respuesta que le vino a la cabeza rápidamente lo sorprendió. Obould no era para él más que un nombre, ni siquiera un símbolo en el que pudiera centrar su torbellino interior. No sabía cómo, pero había superado la rabia y había llegado a la aceptación.

«Las cosas son lo que son», pensó, como un eco de los sentimientos anteriores de Drizzt, y Obould había perdido entidad hasta convertirse en una circunstancia entre muchas. Un orco, un ladrón, un dragón, un demonio, un asesino de Calimport…, no tenía importancia.

—Ha sido un gusto volver a luchar a tu lado —dijo Wulfgar, como tono no parecía darle a Drizzt ocasión de decir nada, porque las palabras sonaban más a despedida que a otra cosa.

Drizzt despidió a Guenhwyvar de inmediato, y codo con codo, él y Wulfgar emprendieron el camino de vuelta a Mithril Hall.

Wulfgar llevó a Delly apretada contra sí todo el tiempo.