El barranco de Garumn
Bruenor trató de permanecer erguido, pero el dolor de su brazo roto hacía que no parara de moverse y de bajar el hombro derecho. Frente a él, el rey Obould lo miraba con fijeza, manoseando la empuñadura de su gigantesca espada.
Gradualmente la espada fue bajando hacia el suelo, y Obould retiró las llamas mágicas.
—Bueno, ¿qué pasa ahora? —preguntó Bruenor, sintiendo que las miradas de los orcos que tenía alrededor lo taladraban.
Obould paseó la mirada por la multitud, manteniéndola a raya.
—Tú viniste a mí —le recordó al enano.
—Oí que querías hablar, así que a eso he venido.
La expresión de Obould reveló que no estaba nada convencido.
Miró colina arriba, haciendo un gesto a Nukkels, el sacerdote, el emisario, que jamás había llegado a la corte de Bruenor.
Bruenor también miró al maltrecho chamán, y los ojos del enano se abrieron desmesuradamente cuando a Nukkels se le unió otro orco, vestido con equipamiento militar ornamentado, que llevaba un bulto de gran interés para Bruenor. Los dos orcos acudieron junto a su rey, y el segundo, el general Dukka, dejó caer su carga, un halfling inerte y ensangrentado, a los pies de Obould.
Todos los orcos a su alrededor se removieron inquietos, esperando que la batalla comenzara de nuevo.
Pero Obould los silenció con una mano levantada, mientras miraba a Bruenor a los ojos. Regis se movió ante él, y Obould extendió los brazos y, con una suavidad inaudita, puso al halfling de pie.
Aun así, Regis no se sostenía, le temblaban las rodillas. Pero Obould lo mantuvo erguido y le hizo un gesto a Nukkels. De inmediato, el chamán lanzó un hechizo curativo sobre el halfling, y aunque sólo ayudó ligeramente, fue suficiente para que Regis se pudiera poner en pie. Obould lo empujó hacia Bruenor, pero de nuevo sin malicia aparente.
—Grguch está muerto —proclamó Obould a su alrededor, cruzando finalmente su mirada con la de Bruenor—. El camino que cogió Grguch no es el adecuado.
Junto a Obould, el general Dukka se mantuvo firme y asintió, y Bruenor y Obould comprendieron que el rey orco tenía todo el apoyo que necesitaba y más.
—¿Qué es lo que quieres, orco? —preguntó Bruenor, y levantó la mano mientras terminaba, mirando más allá de Obould.
Muchos orcos se dieron la vuelta, incluyendo a Obould, Dukka y Nukkels, para ver a Drizzt Do’Urden de pie y en calma, con Taulmaril en la mano, una flecha preparada, y Guenhwyvar a su lado.
—¿Qué es lo que quieres? —volvió a preguntar Bruenor mientras Obould se giraba de nuevo.
El enano ya lo sabía, por supuesto, y la respuesta lo llenaba al mismo tiempo de esperanza y temor.
Ciertamente, no estaba en posición de negociar.
—Servirá apenas para una sobrepelliz, elfo —dijo Bruenor mientras Drizzt doblaba la fabulosa túnica de Jack el Gnomo, y la envolvía alrededor de algunos anillos y otros adornos que había cogido del cuerpo.
—Dásela a Panza Redonda —dijo Bruenor, e hizo que el halfling se irguiera un poco más, ya que el halfling se apoyaba pesadamente sobre él.
—La túnica… de un mago —dijo Regis, arrastrando las palabras, aún aturdido—. No es para mí.
—Ni para mi chica tampoco —declaró Bruenor.
Pero Drizzt tan sólo sonrió y metió el botín legítimamente obtenido en su bolsa.
En algún lugar al este, la lucha se reanudó, un recordatorio para todos ellos de que todavía no estaba todo solucionado.
Había restos del clan Karuck que había que arrancar de raíz.
Los sonidos distantes de la batalla también les recordaron que sus amigos aún estaban ahí fuera, y aunque Obould, tras consultar con Dukka, les había asegurado que cuatro enanos, un elfo y un drow habían vuelto por la cresta sur cuando el ejército de Dukka había hecho huir a los de Quijada de Lobo, el alivio que sintieron los compañeros se vio claramente en sus rostros cuando vislumbraron al sexteto desaliñado, destrozado y cubierto de sangre.
Cordio y Shingles corrieron para descargar a Bruenor del peso de Regis, mientras que Pwent dio una voltereta y varios saltitos alrededor de Bruenor con enorme regocijo.
—Pensábamos que estaríais muertos —dijo Torgar—. Para empezar, pensábamos que estábamos todos muertos. Pero los orcos retrocedieron y nos dejaron huir hacia el sur. No sé por qué.
Bruenor miró a Drizzt, y después a Torgar y a los demás.
—Yo mismo tampoco estoy seguro —dijo, y agitó la cabeza en un gesto de impotencia, como si nada de todo aquello tuviera sentido para él—. Simplemente, llevadme a casa. Llevadnos a todos a casa y lo averiguaremos.
Sonaba bien, por supuesto, excepto que uno del grupo no tenía casa de la que hablar, al menos no en las cercanías. Drizzt pasó junto a Bruenor y los demás, y se dirigió a Tos’un y Hralien para que se reunieran con él en un aparte.
De nuevo con los demás, Cordio atendió el brazo roto de Bruenor, que por supuesto lo maldijo varias veces, mientras Torgar y Shingles trataban de averiguar cuál era la mejor manera de reparar el escudo roto del rey, un artefacto que no podía constar de dos partes.
—¿Está en tu corazón, o en tu mente? —preguntó Drizzt a su compatriota drow cuando los tres estuvieron lo bastante lejos.
—Tu cambio, quiero decir —le explicó Drizzt al ver que Tos’un no respondía inmediatamente—. Este nuevo comportamiento que muestras, las posibilidades que ves frente a ti…, ¿están en tu corazón o en tu mente? ¿Nacieron de los sentimientos, o es el pragmatismo el que guía tus acciones?
—Estaba despedido y libre —dijo Hralien—. Aun así regresó para salvarme, quizá para salvarnos a todos.
Drizzt asintió para aceptar aquel hecho, pero eso no hizo que cambiara su postura mientras seguía mirando a Tos’un.
—No lo sé —admitió Tos’un—. Prefiero los elfos del Bosque de la Luna a los orcos de Obould. Eso es todo lo que te puedo decir. Y te doy mi palabra de que no haré nada contra los elfos del Bosque de la Luna.
—La palabra de un drow —observó Drizzt, y Hralien resopló ante lo absurdo de aquella afirmación hablando quien hablaba.
Drizzt extendió la mano, y se dirigió hacia la espada sensitiva que colgaba del cinto alrededor de la cadera de Tos’un. Este dudó apenas un segundo; luego, sacó la espada y se la entregó.
—No le puedo permitir que se la quede —le explicó Drizzt a Hralien.
—Es la espada de Catti-brie —se mostró de acuerdo el elfo.
Pero Drizzt sacudió la cabeza.
—Es un ser que corrompe, malvado y sensitivo —dijo Drizzt—. Alimentará las dudas de Tos’un y jugará con sus miedos, esperando incitarlo a derramar sangre. —Para sorpresa de Hralien, Drizzt se la dio a él—. Catti-brie tampoco la quiere de vuelta en Mithril Hall. Llévatela al Bosque de la Luna, te lo ruego, ya que vuestros magos y sacerdotes son más capaces de tratar con semejante arma.
—Tos’un estará allí —le advirtió Hralien, y miró al drow errante, asintiendo.
La expresión de Tos’un fue de puro alivio.
—Quizá vuestros magos y sacerdotes serán también más capaces de penetrar en el corazón y la mente del elfo oscuro —dijo Drizzt—. Si se gana vuestra confianza, devolvedle entonces la espada. Es una elección que supera mi discernimiento.
—¡Elfo! ¿Ya has terminado de farfullar? —lo llamó Bruenor—. Quiero ver a mi chica.
Drizzt miró a Hralien, primero, y a Tos’un, después.
—Por supuesto —dijo—. Vayamos todos a casa.
El viento aullaba su propia lúgubre melodía, un sonido constante que le traía a Wulfgar reminiscencias del hogar.
Se quedó en la ladera nordeste de la cumbre de Kelvin, no muy lejos de lo que quedaba de la alta cresta antes conocida como la Escalada de Bruenor, que dominaba la vasta tundra, donde las nieves habían retrocedido una vez más.
Una luz sesgada cruzaba la tierra llana, con los últimos rayos del día arrancando destellos de los muchos charcos que salpicaban el paisaje.
Wulfgar se quedó allí, sin moverse, mientras las últimas luces se desvanecían y las estrellas comenzaban a titilar en el cielo, y su corazón se sobresaltó de nuevo cuando una hoguera lejana apareció en el norte.
Su gente.
Su corazón estaba rebosante. Aquél era su lugar, su hogar, la tierra donde construiría su legado. Asumiría el lugar que le correspondía en la tribu del Alce, tomaría esposa y viviría como su padre, su abuelo y todos sus ancestros habían vivido. La simplicidad de aquello, la falta de las trampas engañosas de la civilización, le daban la bienvenida con el corazón y el alma.
Su corazón estaba rebosante.
El hijo de Beornegar había vuelto al hogar.
El salón de los enanos en la gran sala conocida como el barranco de Garumn, con su puente de piedra ligeramente curvo y la nueva estatua de Shimmergloom, el dragón sombrío, conducido al fondo del desfiladero hasta la muerte por el heroico rey Bruenor, jamás había tenido un aspecto tan formidable. Había antorchas encendidas por toda la sala, alineadas por el desfiladero y el puente, y la luz que emitían sus llamas cambiaba de color gracias a los encantamientos de los magos de Alústriel.
En la parte oeste del desfiladero, frente al puente, había cientos de enanos Battlehammer, todos vestidos con la armadura completa, los estandartes al aire, las puntas de las lanzas brillando bajo la luz mágica. Al otro lado, había un contingente de guerreros orcos, no tan bien pertrechados, pero con la misma disciplina y orgullo.
Los canteros enanos habían construido una plataforma en el centro del largo puente, y en él habían instalado una fuente con tres surtidores. La alquimia de Nanfoodle y los magos de Alústriel habían hecho también ahí su trabajo, ya que el agua bailaba al son de una música inolvidable, y sus chorros brillaban intensamente y cambiaban de color.
Frente a la fuente, en un mosaico de intrincados azulejos diseñado para celebrar la ocasión, había un podio de mithril, y en él había una pila de pergaminos idénticos, sujetos por pesos esculpidos en forma de un enano, un elfo, un humano y un orco. El papel que estaba más abajo en la pila había sido sellado sobre el podio, para que permaneciera allí en las décadas venideras.
Bruenor se salió de la fila y caminó los diez pasos que había hasta el podio. Volvió la mirada hacia sus amigos y parientes, y hacia Banak en su silla, sentado impasible y nada convencido, pero sin ánimo de discutir la decisión de Bruenor. Cruzó la mirada con Regis, que asintió con solemnidad, igual que Cordio.
Junto al sacerdote, Thibbledorf Pwent estaba demasiado distraído para devolverle la mirada a Bruenor. El battlerager de batalla, más limpio de lo que se lo hubiera podido ver jamás, giraba la cabeza de un lado a otro, calibrando cualquier amenaza que pudiera surgir de aquella extraña reunión… o quizá, pensó Bruenor con una sonrisa, buscando al amigo enano de Alústriel, Fret, que había obligado a Pwent a bañarse.
A un lado estaba tendida Guenhwyvar, majestuosa y eterna, y junto a ella se encontraba Drizzt, tranquilo y sonriente, con su camisa de mithril, sus armas enfundadas, y Taulmaril colgando de su hombro, recordándole a Bruenor que ningún enano había tenido jamás mejor campeón. Al mirarlo, Bruenor se volvió a sorprender de lo mucho que había llegado a querer a aquel elfo oscuro y a confiar en él.
Casi tanto —Bruenor lo sabía mientras su mirada pasaba de Drizzt a Catti-brie— como a su amada hija y esposa de Drizzt.
Nunca había estado tan hermosa a ojos de Bruenor como en aquel momento, nunca tan segura de sí misma y tan cómoda en su lugar. Llevaba los cabellos color caoba recogidos por un lado, y sueltos en el otro, y en ellos se reflejaban la luz de la fuente y también los ricos y sedosos colores de su blusa, la túnica del mago gnomo. Había sido una túnica completa para el gnomo, por supuesto, pero a Catti-brie sólo le llegaba hasta medio muslo, y mientras las mangas habían cubierto casi por completo las manos del gnomo, a Catti-brie le cubrían la mitad de los delicados antebrazos. Llevaba un vestido azul oscuro bajo la blusa, un regalo de Alústriel, su nueva maestra (a través de Nanfoodle), que le llegaba por las rodillas y combinaba perfectamente con el ribete azul de su blusa. Unas botas altas de cuero completaban el conjunto, y parecían sumamente apropiadas para Catti-brie, ya que eran al mismo tiempo delicadas y resistentes.
Bruenor rio quedamente, recordando tantas imágenes de Catti-brie cubierta de suciedad y de sangre de sus enemigos, vestida con unos simples calzones y una túnica, y luchando en el barro.
Aquellos tiempos habían quedado atrás, lo sabía, y pensó en Wulfgar.
Habían cambiado tantas cosas.
Bruenor volvió la vista hacia el podio y el tratado, y el alcance del cambio hizo que se le aflojaran las rodillas.
A lo largo del borde sur de la plataforma central estaban los otros dignatarios: Alústriel, de Luna Plateada; Galen Firth, de Nesme; el rey Emerus Corona de Guerra, de la Ciudadela Felbarr (que no parecía muy complacido, pero aceptaba la decisión de Bruenor), y Hralien, del Bosque de la Luna. Se decía que había más dispuestos a sumarse, incluida la gran ciudad humana de Sundabar y la ciudad enana más grande de la región, la Ciudadela Adbar.
Si se mantenía.
Aquel pensamiento hizo que Bruenor mirase al otro lado del podio, hacia la otra parte principal, y no podía creer que hubiera permitido al rey Obould Muchas Flechas la entrada a Mithril Hall. Aun así allí estaba el orco, en todo su terrible esplendor, con su armadura negra, de malla y púas, y su poderoso espadón atado en diagonal a su espalda.
Caminaron juntos hasta partes opuestas del podio. Juntos levantaron sus plumas respectivas.
Obould se inclinó hacia adelante, pero aunque era cuarenta centímetros más alto, su postura no disminuyó el esplendor y la fuerza del rey Bruenor Battlehammer.
—Si alguna vez me engañas… —comenzó a susurrarle Bruenor, pero sacudió la cabeza y dejó que el pensamiento se desvaneciera.
—No es menos amargo para mí —le aseguró Obould.
Y aun así, firmaron. Por el bien de sus respectivos pueblos, pusieron sus nombres en el Tratado del Barranco de Garumn, reconociendo el reino de Muchas Flechas y cambiando para siempre la faz de la Marca Argéntea.
Se oyeron vítores provenientes del desfiladero, y los cuernos resonaron por los túneles de Mithril Hall. Y llegó un ruido aún mayor, un estruendo que resonó y vibró a través de las piedras de la sala y más allá, cuando el gran cuerno antes conocido como Kokto Gung Karuck, un regalo de Obould a Bruenor, sonó desde su nueva ubicación en el puesto de guardia elevado que había sobre la puerta este de Mithril Hall.
El mundo había cambiado, y Bruenor lo sabía.