La simple cualidad del tiempo pasado
Las piernas largas y fuertes de Wulfgar avanzaban a pesar de la nieve que le llegaba hasta la rodilla, y a veces incluso a la cadera, trazando un sendero al norte de la cadena montañosa.
Sin embargo, en lugar de considerar la nieve como un obstáculo, la veía como una experiencia liberadora. Esa sensación de ser pionero le recordaba el aire crepitante de su tierra. Otra ventaja práctica era que la nieve obligaba a detenerse a cada rato, refunfuñando, al par de centinelas enanos que obstinadamente se empeñaban en seguirlo.
No paraba de nevar, y el viento del norte era frío y traía la promesa de otra tormenta, pero esto no amedrentaba a Wulfgar, y acompañaba su avance con una sonrisa auténtica. Se mantenía pegado al río que tenía a su derecha e iba repasando mentalmente todos los hitos que Iván Rebolludo le había señalado para seguir la senda que llevaba al cuerpo de Delly Curtie. Wulfgar les había sonsacado a Iván y a Pikel todos los detalles antes de que se marcharan de Mithril Hall.
El viento frío, la nieve que pinchaba como agujas, la presión del crudo invierno sobre las piernas…, todo le parecía bien a Wulfgar, familiar y reconfortante, y sabía en el fondo de su corazón que ése era el camino que debía seguir. Siguió adelante con más ímpetu todavía, con paso decidido. Ninguna ventisca iba a hacer que marchara más lento.
Los gritos de protesta de los congéneres de Bruenor se perdieron muy por detrás de él, derrotados por la muralla de viento, y muy pronto las fortificaciones y torres, y la propia cadena montañosa se convirtieron en borrosas manchas negras en el fondo distante.
Estaba solo y se sentía libre. No tenía nadie en quien confiar, pero tampoco nadie a quien dar explicaciones. No era más que Wulfgar, hijo de Beornegar, avanzando por la alta muralla de nieve del invierno, enfrentándose al viento de la nueva tormenta.
Era sólo un aventurero solitario, cuyo camino él mismo elegía, y había encontrado, con gran emoción, uno que valía la pena recorrer.
A pesar del frío, a pesar del peligro, a pesar de su añoranza de Colson, a pesar de la muerte de Delly y de la relación de Catti-brie con Drizzt, Wulfgar sólo sentía una alegría sin complicaciones.
Siguió andando hasta que se hizo bien oscuro, hasta que el frío aire de la noche se volvió demasiado intenso incluso para un orgulloso hijo de la tundra helada. Acampó al amparo de las ramas más bajas de los gruesos pinos, tras paredes aislantes de nieve, donde el viento no podía castigarlo. Pasó la noche soñando con los caribúes y con las tribus nómadas que seguían el rebaño. Vio a sus amigos, a todos ellos, junto a él a la sombra del montículo de Kelvin.
Durmió bien, y al día siguiente, reemprendió temprano el camino, bajo el cielo gris.
La tierra no le resultaba desconocida a Wulfgar, que había pasado años en Mithril Hall, e incluso al salir por la puerta oriental del complejo enano tenía una idea cabal de dónde habían encontrado Iván y Pikel el cuerpo de la pobre Delly.
Llegaría allí ese día, lo sabía, pero se recordó varias veces lo necesario que era ir con cautela. Había abandonado las tierras amistosas, y desde el momento en que cruzó las murallas de los enanos sobre la estribación montañosa, estaba fuera de la civilización. Wulfgar pasó por varios campamentos de cuyas hogueras se alzaban al aire perezosamente delgadas columnas de humo, y no fue necesario acercarse para saber que los allí acampados eran de raza orca y tenían aviesas intenciones.
Se alegró de que el día no fuera luminoso.
Otra vez empezó a nevar poco después del mediodía, pero no eran las agujas penetrantes de la noche anterior. Caían unos copos algodonosos que flotaban blandamente en el aire y recorrían una trayectoria zigzagueante hasta llegar al suelo, porque no había viento sino apenas un susurro de brisa. A pesar de tener que vigilar continuamente por si aparecían señales de orcos o de otros monstruos, Wulfgar avanzaba, y la tarde era joven todavía cuando coronó un pequeño promontorio rocoso y se encontró ante un recogido valle con forma de cuenco.
Wulfgar contuvo la respiración mientras recorría la región con la vista. Al otro lado, más allá de la elevación opuesta, se elevaba el humo de varios campamentos, y en el interior mismo del valle, vio los restos de un campamento más antiguo y abandonado. Aunque el pequeño valle era protegido, el viento lo había barrido el día anterior y había hecho llegar la nieve hasta las estribaciones sudorientales, por lo que gran parte del cuenco había quedado prácticamente descubierto. Wulfgar pudo ver con claridad un círculo de pequeñas piedras tapado a medias, los restos de un fogón.
Exactamente como lo había descrito Iván Rebolludo.
Con un gran suspiro, el bárbaro subió a la cresta y empezó un descenso lento y decidido hacia el valle. Iba arrastrando los pies lentamente en lugar de levantarlos, consciente de que podría tropezar con un cadáver debajo del palmo aproximado de nieve que cubría el suelo. Trazó un sendero que lo llevó en línea recta hasta el fogón, allí se alineó, como le había indicado Iván, y poco a poco, empezó a caminar hacia afuera. Le llevó mucho tiempo, pero era un método seguro. Por fin, descubrió una mano azulada asomando por encima de la nieve.
Wulfgar se arrodilló al lado y respetuosamente apartó el polvo blanco. Era Delly, sin lugar a dudas, ya que el hielo del invierno no había hecho sino intensificarse desde que cayera meses antes, con lo cual casi no la había afectado la descomposición.
Tenía el rostro hinchado, pero no mucho, y sus facciones no estaban demasiado desfiguradas.
Daba la impresión de estar dormida, y en paz, y a Wulfgar se le pasó por la cabeza que la pobre mujer no había disfrutado de tanta serenidad en toda su vida.
Lo asaltó una punzada de culpa ante esa idea, porque al final eso se había debido a él en gran parte. Recordó sus últimas conversaciones, cuando Delly le había rogado sutilmente y en voz baja que se marcharan de Mithril Hall, cuando le había implorado que la liberara del encierro de los túneles excavados por los enanos.
—Pero yo soy un necio —le susurró, acariciándole suavemente el rostro—. Si lo hubieras dicho de una manera más directa…
Pero me temo que ni aun así te habría escuchado.
Ella lo había dejado todo por seguirlo a él hasta Mithril Hall.
Ciertamente que su vida miserable en Luskan no era una existencia envidiable, pero de todos modos allí Delly Curtie tenía amigos que eran como su familia, y no le faltaba ni una cama caliente ni alimentos. Al menos, había abandonado eso por Wulfgar y por Colson, y su compromiso la había llevado a Mithril Hall y más allá.
Al final había claudicado. Sin duda, por culpa de la espada malvada y sensitiva de Catti-brie, pero también porque el hombre en quien había confiado que permanecería a su lado no había sido capaz de escucharla ni de reconocer su muda desesperación.
—Perdóname —dijo Wulfgar, agachándose para besar su fría mejilla. Se arrodilló y parpadeó, porque de repente la escasa luz del día le dio en los ojos.
Se puso de pie.
—Ma la, bo gor du wanak —dijo, una antigua fórmula bárbara de resignada aceptación, una afirmación sin traducción directa en la lengua común.
Venía a decir, lamentándose, que el mundo «es como debe ser», como los dioses quieren que sea, y el papel de los hombres consiste en aceptarlo y en descubrir el camino más adecuado entre lo que se les ofrece. Al oír la lengua algo más pomposa y menos fluida de los bárbaros del Valle del Viento Helado brotando de su boca con tanta naturalidad, Wulfgar se detuvo. Jamás usaba ahora esa lengua, y sin embargo, le había vuelto a la cabeza con mucha facilidad en ese preciso momento.
Rodeado por el crudo invierno, envuelto en ese aire helado y cristalino, y con la tragedia a sus pies, las palabras habían aflorado natural e irresistiblemente.
—Ma la, bo gor du wanak —repitió en un susurro mientras miraba a Delly Curtie.
Su mirada recorrió el pequeño valle hasta las líneas ascendentes del humo de las hogueras.
Su expresión apenada se transformó en una sonrisa implacable cuando levantó a Aegis-fang con las manos y vio ante sí «el camino más adecuado» cristalizado en sus pensamientos.
Al otro lado del borde septentrional del valle, el terreno bajaba de golpe unos cuatro metros, pero no lejos se extendía una pequeña meseta, una única extensión de piedra plana que parecía el tronco cortado de un árbol gigantesco y antiguo. El campamento principal de los orcos rodeaba la base de ese plinto, pero lo primero que vio Wulfgar cuando se lanzó por encima del borde del valle fue la tienda aislada y el trío de centinelas orcos allí estacionados.
Aegis-fang abría la marcha, seguida por el grito del bárbaro al dios de la guerra, Tempus. Describiendo círculos en el aire, el martillo de guerra alcanzó al centinela más próximo en el pecho y lo arrojó por encima del pilar de tres metros de diámetro, desplazando la cubierta de nieve como la proa de una veloz nave antes de hacerlo caer por el otro lado.
Cargado con capas y más capas de pesadas ropas y pisando continuamente sobre suelo resbaladizo, Wulfgar no llegó a recorrer del todo los casi cinco metros de distancia y se golpeó las espinillas contra el borde del pilar, lo cual lo hizo caer cuan largo era sobre la nieve. Bramando de furia guerrera y revolviéndose para no presentar un blanco claro a los dos orcos restantes, el bárbaro rápidamente afirmó las manos por debajo y se impulsó para ponerse de pie. Le sangraban las espinillas, pero no sentía dolor, y arremetió contra el orco que tenía más próximo, que levantó una lanza para cerrarle el paso.
Wulfgar apartó la endeble arma hacia un lado y le entró al orco echando mano de la parte delantera de la piel que lo cubría.
Teniéndolo pillado, lo agarró también por la entrepierna, y tras alzar a su enemigo por encima de su cabeza, giró hacia el tercero y arrojó su carga contra él. Sin embargo, el último orco se dejó caer al suelo; el proyectil viviente le pasó por encima y fue a empotrarse en la pequeña tienda, que arrastró consigo en su vuelo ininterrumpido hasta el otro extremo del pilar.
El tercer orco cogió la espada con ambas manos y, tras alzar la pesada hoja por encima de su cabeza, se fue a por Wulfgar con displicencia.
Ya había visto semejante fogosidad en muchas ocasiones en sus enemigos, y como sucedía muchas veces, Wulfgar parecía desarmado. Sin embargo, ante la proximidad del orco, Aegis-fang apareció mágicamente en las manos de Wulfgar, que la aguardaban. Éste la lanzó hacia adelante con una sola mano, y el pesado martillo dio un golpe contundente contra el pecho del orco que embestía.
La criatura se detuvo como si hubiera topado con un muro de piedra.
Wulfgar retrajo a Aegis-fang y lo agarró, esa vez con ambas manos, para aprestarse a golpear de nuevo, pero el orco no hizo el menor movimiento; sólo lo miraba de un modo inexpresivo. Wulfgar vio cómo se le caía la espada de la mano al suelo. Entonces, antes de que pudiera repetir el golpe, el orco simplemente se desplomó.
Wulfgar corrió al otro lado del pilar de piedra. A sus pies vio a los orcos que se revolvían, tratando de identificar la amenaza que les había caído encima de forma tan inesperada. Un orco alzó un arco y trató de apuntar a Wulfgar, pero fue demasiado lento, pues Aegis-fang ya iba a por él. El martillo de guerra le destrozó los nudillos y lo derribó.
Wulfgar saltó desde el pilar, pasando por encima de los dos más próximos, que le habían apuntado con las lanzas. Cayó entre un segundo grupo, mucho menos preparado, y derribó a uno con la rodilla mientras golpeaba a otros dos con todo el peso de su cuerpo. Se las arregló para no perder pie y avanzó tambaleándose para ponerse fuera del alcance de los de las lanzas. Aprovechó el impulso para derribar al siguiente orco de la fila con un pesado puñetazo; después, agarró al siguiente y lo usó de escudo en su avance contra las espadas de un par de confundidos centinelas.
Aegis-fang volvió a sus manos, y un poderoso golpe bastó para hacer que los tres salieran volando y dieran de bruces en el suelo. Por puro instinto, Wulfgar detuvo el impulso y pivotando sobre un pie barrió con el martillo las lanzas y los brazos de las criaturas que lo asaltaban por la espalda. Los orcos arrollados cayeron revueltos unos con otros, y Wulfgar, que no se atrevió a tomarse un descanso, salió corriendo.
Irrumpió en una tienda por un lateral, arrancando con el martillo la piel de ciervo de los soportes de madera. Arrastró los pies y la emprendió a patadas con los petates y las provisiones, y también con un par de jóvenes orcos que se arrastraban y daban gritos de dolor.
Wulfgar se dio cuenta de que aquellos dos no representaban una amenaza para él, de modo que no los persiguió, sino que modificó su rumbo y se lanzó a por los siguientes que le presentaban batalla. Avanzó contoneándose, describiendo círculos con el brazo por encima de la cabeza. Aegis-fang humeaba mientras cortaba el aire. Los tres orcos recularon, pero uno tropezó y cayó al suelo. Dejó ir su arma y trató de ponerse fuera de alcance arrastrándose, pero Wulfgar le dio una poderosa patada en la cadera que lo hizo caer cuan largo era.
El tozudo orco se giró boca abajo y se puso a cuatro patas, en un intento de levantarse para salir corriendo.
Los grandes músculos de sus brazos se hincharon con el esfuerzo. Wulfgar paró el giro de Aegis-fang, deslizó la mano por el mango y golpeó al orco. El martillo de guerra rozó un hombro de la criatura y le dio en un lado de la cabeza. El orco cayó de bruces al suelo y se quedó totalmente quieto.
A modo de precaución, Wulfgar le saltó encima y salió a continuación en persecución de sus dos compañeros, que habían dejado de huir y estaban en pie de guerra.
Wulfgar rugió y levantó a Aegis-fang por encima de su cabeza, aceptando de buen grado el desafío. Sin embargo, al lanzarse a la carga vio algo con el rabillo del ojo. Afirmó el pie delantero, se detuvo de golpe y trató de volverse. Entonces, giró en redondo, mientras una lanza lo hería dolorosamente en un costado. El arma se enganchó en su capa de piel de oso y allí quedó colgando torpemente, arrastrando el astil por el suelo y haciendo tropezar a Wulfgar, que continuaba girando. No obstante, sólo pudo dedicarle una fracción de su atención porque una segunda lanza volaba a su encuentro. Wulfgar atrajo a Aegis-fang hacia su pecho y lo giró en el último momento para desviar la trayectoria de la lanza. Con todo, el arma dio de refilón contra el martillo y golpeó a Wulfgar en el hombro.
En su avance, la parte trasera de la cabeza triangular del arma le hizo un corte al bárbaro desde el mentón hasta la mejilla.
Y mientras se apartaba dando bandazos, tropezó con el asta de la lanza que colgaba de su capa.
Aunque evitó la caída, perdió el equilibrio, ya que tanto su postura como la colocación del arma eran equivocadas, todo esto mientras los dos orcos que tenía más cerca arremetían contra él.
Imprimió al martillo un impulso oblicuo de izquierda a derecha y bloqueó el mandoble de una espada, pero lo consiguió más con el brazo que con el arma. Alzó la otra mano desesperadamente, girando el martillo en una trayectoria horizontal para parar el embate de la lanza del otro orco.
Pero el embate fue un amago, y Wulfgar erró totalmente. La sonrisa del orco al replegarse le bastó al bárbaro para saber que no tenía modo de impedir que la segunda embestida lo alcanzara directamente en el vientre.
Pensó en Delly, allí helada, en la nieve.
Bruenor y Catti-brie estaban ante la puerta oriental de Mithril Hall. Al norte de donde se encontraban, la construcción estaba en todo su apogeo. Para entonces, reforzaban la muralla que, bordeando la empinada ladera, llegaba hasta el río.
Los orcos no tenían acceso a ellos desde el sur sin que se enteraran con muchos días de anticipación, y semejante viaje por un terreno sumamente escarpado dejaba a un ejército a merced de muchas contingencias. Con la línea de catapultas, emplazamientos de arqueros y otros puntos de asalto defensivos ya establecidos sobre las márgenes, especialmente al otro lado del río, cualquier asalto de los orcos que quisiese atravesar el cauce debía resultar una catástrofe absoluta para los atacantes, tal como les había sucedido a los enanos de la Ciudadela Felbarr cuando habían intentado atacar a los enanos de Battlehammer con el fin de hacerse con esa plaza tan vital.
Sin embargo, ni Bruenor ni Catti-brie estaban mirando el trabajo de los enanos. Ambos tenían la vista y el pensamiento en un lugar más hacia el norte, el lugar hacia el cual Wulfgar había partido inesperadamente.
—¿Estás lista para caminar con él hasta Luna Plateada? —preguntó Bruenor a su hija adoptiva después de un largo e incómodo silencio, porque el enano sabía que Catti-brie sentía el mismo temor que él.
—La pierna me duele a cada paso que doy —admitió la mujer—. El pedrusco me dio un buen golpe, y no sé si volveré alguna vez a caminar bien.
Bruenor se volvió hacia ella con los ojos humedecidos. Sabía que tenía razón, y los clérigos se lo habían dicho de una manera irrefutable. Las heridas de Catti-brie nunca se curarían del todo. La lucha en la sala de la entrada occidental le habían dejado una cojera que la acompañaría hasta el fin de sus días, y tal vez el daño no se quedara ahí. El sacerdote Cordio le había confiado a Bruenor sus temores de que Catti-brie nunca pudiera tener niños, especialmente porque la mujer estaba llegando al final de su período reproductivo.
—Pero estoy dispuesta a hacer la caminata hoy mismo —dijo Catti-brie con determinación, sin asomo de duda—. Si Wulfgar ha cruzado esa muralla como suponemos, yo giraría hacia el río para interceptar su camino. Ya es hora de que Colson vuelva con su padre.
Bruenor consiguió responder con una ancha sonrisa.
—Date prisa en recuperar a la niña y volver —ordenó—. ¡La nieve se va a retirar temprano este año, creo, y Gauntlgrym está aguardando!
—¿Crees que realmente se trata de Gauntlgrym? —se atrevió a preguntar Catti-brie, y era la primera vez que alguien le planteaba la pregunta más importante de forma directa al poderoso rey enano.
El hecho era que en su viaje de regreso a Mithril Hall, antes de la llegada de Obould, una de las carretas de la caravana había sido engullida por un extraño socavón que, aparentemente, conducía a un laberinto subterráneo. Bruenor había proclamado inmediatamente que el lugar era Gauntlgrym, una antigua ciudad enana perdida hacía tiempo, el pináculo del poder del clan llamado Delzoun, un legado común para todos los enanos del norte, fueran Battlehammer, Mirabar, Belbar o Adbar.
—Gauntlgrym —dijo Bruenor con seguridad, una afirmación que no había dejado de hacer en ese tono desde su regreso de entre los muertos—. Moradin me trajo de vuelta aquí por una razón, muchacha, y esa razón me será revelada cuando llegue a Gauntlgrym. Allí encontraremos las armas que necesitamos para mandar a los feos orcos de vuelta a sus agujeros, no lo dudes.
Catti-brie no estaba dispuesta a discutir con él, pues sabía muy bien que Bruenor no estaba de humor para ello. Ella y Drizzt habían hablado mucho del plan del enano, y de la posibilidad de que el socavón fuera realmente un punto de acceso a las avenidas perdidas de Gauntlgrym, y ella también lo había discutido extensamente con Regis, que había andado indagando en mapas y textos antiguos. La verdad era que ninguno de ellos tenía la menor idea de si el lugar se correspondía con lo que Bruenor decía.
Y Bruenor no admitía réplica. Su letanía contra la oscuridad que se había extendido sobre la tierra era muy simple, una sola palabra: Gauntlgrym.
—Maldito necio de muchacho —farfulló Bruenor, volviendo la vista hacia el norte. Sus pensamientos estaban mucho más allá de la muralla que obstaculizaba su visión—. Lo va a retrasar todo.
Catti-brie se disponía a responder, pero se dio cuenta de que tenía un nudo en la garganta que le impedía hacerlo. Bruenor se quejaba, por supuesto, pero en realidad su enfado por el retraso que la precipitada decisión de Wulfgar de dirigirse él solo a las tierras ocupadas por los orcos iba a representar para los planes de los enanos era la evaluación más optimista posible del hecho.
La mujer se entregó por un momento a su miedo, y se preguntó si el deber que tenía para con su amigo la ayudaría a atravesar sola el Surbrin en busca de Colson. Y en caso de que así fuera, ¿qué sucedería una vez recuperada la pequeña?