Capítulo 29


Rey enano. Flecha enana

Shingles y Torgar permanecían en silencio, mirando fijamente a Bruenor, dejándose guiar sin cuestionamientos, mientras un ansioso Pwent daba saltitos a su alrededor. Cordio mantenía los ojos cerrados, rezando a Moradin (y a Clangeddin, ya que le parecía que el camino a la batalla estaba despejado). En cuanto a Hralien, sólo demostraba una resolución inexorable, y junto a él, Tos’un, atado, igualaba aquella intensidad. Regis cambiaba de un pie a otro, lleno de nerviosismo. Y Drizzt, que había llegado a la conclusión de que pronto se iniciaría una batalla, y de que había llegado el momento de marcharse o entrar en combate, esperaba pacientemente.

Toda la atención se centró en Bruenor, y el peso de aquella responsabilidad se dejaba ver claramente en el rostro del inquieto enano. Los había llevado hasta ahí, y a una palabra suya huirían para ponerse a salvo, o se meterían en las mismísimas fauces de una batalla enorme…, una batalla que no podían aspirar a ganar, ni tan siquiera a salir vivos de ella, pero en la que podrían influir, si los dioses así lo querían.

Obould vio hacia el sur el ejército de Dukka, que avanzaba como una nube negra hacia una línea de orcos que se dirigía hacia el oeste para flanquear las colinas. Sabía que era el clan Quijada de Lobo, y asintió con un gruñido sordo, imaginando todos los horrores que haría padecer a Dnark cuando su asunto con Grguch hubiera terminado.

Confiando en que el general Dukka mantendría a raya a Quijada de Lobo, Obould dirigió su mirada directamente hacia el este, donde el polvo que se levantaba indicaba que se acercaba un ejército poderoso, y las banderas amarillas y rojas proclamaban que se trataba del clan Karuck. El rey orco cerró los ojos y se sumió en sus pensamientos, imaginando de nuevo su gran reino, lleno de murallas y castillos, y ciudades rebosantes de orcos que vivían bajo el sol y participaban de lleno en las riquezas del mundo.

El chillido de Kna lo sacó de su meditación, y tan pronto como abrió los ojos, Obould comprendió su angustia.

Se aproximaba un orco, un muerto viviente, que con aire lastimero sostenía ante sí su propia cabeza. Antes de que cualquiera de sus guerreros o sus guardias pudieran reaccionar, Obould saltó sobre la larga muralla que tenía delante y corrió por la pendiente, sacando su espadón mientras lo hacía. Un solo golpe partió al fantasma en dos e hizo que la cabeza saliera volando.

Así estaban las cosas, el rey orco lo supo mientras daba el golpe. Grguch había declarado sus intenciones, y Obould había respondido. No había nada más que decir.

No muy lejos, hacia el este, se oyó el sonido de un gran cuerno.

Desde el otro lado de la siguiente cresta, se oyó el ruido de una escaramuza, orco contra orco.

—Obould y Grguch —declaró Tos’un.

A lo lejos, hacia el nordeste, sonó un gran cuerno, Kokto Gung Karuck.

—Grguch —coincidió Drizzt.

Bruenor emitió un resoplido.

—No puedo pediros a ninguno de vosotros que venga conmigo —comenzó.

—¡Bah! Tú intenta detenernos —dijo Torgar mientras Shingles asentía junto a él.

—Viajaría al mismo Abismo para darle un tiento a Obould —añadió Hralien.

A su lado, Tos’un meneaba la cabeza.

—Obould está en las colinas —dijo Bruenor, agitando el hacha en la dirección donde se encontraban las tres colinas rocosas que habían identificado como campamento principal de Obould—. Y pretendo llegar allí. En línea recta, una sola carga, como una flecha disparada por el arco de mi chica. No sé a cuántos dejaré atrás por el camino. No sé cómo voy a volver a salir después de matar al perro. Y no me importa.

Torgar golpeó de plano con el mango de su gran hacha sobre la palma abierta, y Shingles golpeó el escudo con el martillo.

—Te llevaremos hasta allí —le prometió Torgar.

Los ruidos de la batalla se hicieron más audibles; algunos sonaban cerca y otros lejos. El gran cuerno volvió a oírse, y el eco hizo vibrar las piedras bajo sus pies.

Bruenor asintió y se giró hacia la siguiente cresta, pero dudó y volvió a mirar hacia atrás, fijándose en Tos’un.

—Mi amigo elfo me dijo que no habías hecho nada por lo que valga la pena matarte —dijo—. Y Hralien está de acuerdo. Vete, y no me des jamás motivos para arrepentirme de mi elección.

Tos’un le mostró las manos vacías.

—No tengo ninguna arma.

—Podrás encontrar muchas mientras avanzamos, pero no nos sigas muy de cerca —contestó Bruenor.

Con una mirada de impotencia a Drizzt y a los demás, Tos’un hizo una inclinación y se volvió por donde habían venido.

—Grguch es ahora tu pesadilla —le dijo a Drizzt en lengua drow.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Bruenor, pero Drizzt simplemente sonrió y fue hacia Hralien.

—Me moveré de prisa detrás de Bruenor —le explicó el drow, alcanzándole el cinto con las armas de Tos’un—. Si alguien debe escapar de esto, eres tú. Ten cuidado con esta espada.

»Manténla a salvo. —Miró a Regis, claramente nervioso—. Esto no se desarrollará del modo como habíamos previsto. Será una carrera frenética y furiosa, y si hubiéramos conocido la disposición del terreno y de los ejércitos orcos, Bruenor y yo habríamos venido…

—Solos, por supuesto —terminó el elfo.

—Mantén la espada a salvo —volvió a decir Drizzt, aunque no miró a Cercenadora, sino a Regis mientras hablaba, enviándole un claro mensaje a Hralien.

—Y vive para contar nuestra historia —terminó el drow, y él y Hralien se estrecharon la mano.

—¡Vamos entonces! —exclamó Bruenor.

Restregó las botas contra el suelo para limpiarlas de barro, y ajustó su yelmo de un solo cuerno y su escudo con forma de jarra espumosa. Comenzó con paso ligero, pero Thibbledorf Pwent salió presuroso tras él y lo adelantó, lleno de ansiedad.

Antes de llegar a la cima ya estaban cargando a máxima velocidad.

Encontraron a los combatientes al oeste, hacia las líneas de Obould, pero había gran cantidad de orcos ahí abajo, corriendo ansiosos hacia la batalla, tanto que Pwent ya embestía con la púa de su casco antes de que el que tenían más cerca se hubiese vuelto siquiera a mirar a los intrusos.

El grito de aquel orco se convirtió en un respingo ahogado cuando el puntiagudo casco se le clavó en el pecho, y un repentino meneo de la cabeza de Pwent lo hizo volar por los aires, herido de muerte. Los dos siguientes se aprestaron para repeler su carga, pero Pwent alzó la cabeza y se lanzó sobre ellos, golpeando a diestro y siniestro con sus guantes claveteados.

Drizzt y Bruenor se desviaron a la derecha, donde los refuerzos orcos pasaban apresuradamente por delante de los árboles y las piedras. Torgar y Shingles siguieron recto por otro camino, apoyando a Pwent en su intento de abrirse paso a puñetazos por aquel delgado flanco y llegar al centro de la batalla, que aún estaba lejos, hacia el norte.

Con sus largas zancadas, Drizzt iba por delante de Bruenor.

Levantó a Taulmaril, sosteniéndolo de forma horizontal delante de su pecho, ya que los orcos estaban lo bastante cerca y había muchos a los que ni siquiera necesitaba apuntar. Su primer disparo alcanzó a uno en el pecho y lo lanzó hacia atrás, haciéndolo caer al suelo. El segundo atravesó a otro orco tan limpiamente que la criatura apenas se sacudió; Drizzt pensó por un segundo que había fallado e incluso se preparó para recibir un contraataque.

Pero comenzó a brotar sangre del pecho y la espalda de la criatura, que murió en el mismo sitio donde estaba, demasiado de prisa para que se diera cuenta de que iba a acabar en el suelo.

—¡Échate a la derecha! —rugió Bruenor.

Drizzt lo hizo, apartándose a un lado mientras el enano pasaba junto a él a la carga. Bruenor se lanzó contra el siguiente grupo de orcos, golpeando con el escudo en alto y revoleando el hacha a diestro y siniestro.

Con un único movimiento, Drizzt se echó el arco al hombro y sin solución de continuidad sacó sus cimitarras, yendo en pos de Bruenor. Poco después, el enano y el drow se encontraron superados en número tres a uno.

Los orcos no tenían ninguna oportunidad.

Regis no discutió cuando Hralien tiró de él hacia un lado, muy por detrás de los otros seis, y empezó a avanzar parapetándose en cada momento donde podía.

—Protégeme —le ordenó el elfo mientras sacaba su arco y comenzaba a lanzar una lluvia de flechas sobre la multitud de orcos.

Con la pequeña maza en la mano, Regis no estaba en posición de discutir, aunque sospechaba que Drizzt lo había organizado para su protección, ya que sabía que Hralien era quien más posibilidades tenía de escapar a toda aquella locura.

El enfado hacia el drow por haberlo relegado al flanco de la batalla duró tan sólo lo que tardó Regis en apreciar la furia de la contienda. A la derecha, Pwent giraba, daba puñetazos, cabezadas, patadas, rodillazos y empellones con el hombro con absoluta entrega, apartando orcos a golpes con cada giro.

Pero eran orcos Quijada de Lobo, todos guerreros, y no toda la sangre que cubría al iracundo battlerager era de orco.

Tras él, espalda con espalda, Torgar y Shingles funcionaban con la precisión de años de experiencia, una armonía de manejo devastador del hacha que la pareja había perfeccionado a lo largo de un siglo batallando juntos en la tan afamada guardia de Miraban Cada rutina terminaba con un paso, bien a la izquierda, o bien a la derecha, cosa que no parecía importar, al mismo tiempo que cada enano se movía complementándose perfectamente con los otros, para mantener la defensa sin fisuras.

—¡Lanza, abajo! —exclamó Torgar.

Se agachó, incapaz de desviar el proyectil. Voló por encima de su cabeza, y parecía que iba a chocar contra la parte posterior del cráneo de Shingles, pero el viejo Shingles, que oyó la advertencia, levantó el escudo hasta la parte posterior de su cabeza en el último momento, e hizo que la tosca lanza se desviara hacia un lado.

Shingles tuvo que dejarse caer cuando el orco que tenía delante aprovechó la brecha.

Pero, por supuesto, no había tal brecha, ya que Shingles rodó hacia un lado y Torgar llegó por detrás de él. Con un tajo a dos manos, destripó a la sorprendida criatura.

Dos orcos ocuparon su lugar, y Torgar fue apuñalado en la parte superior del brazo, cosa que solamente consiguió enfadarlo más, por supuesto.

Regis tragó con dificultad y meneó la cabeza, seguro de que si hubiera cargado él también, ya estaría muerto. A punto estuvo de desmayarse cuando vio a un orco, con el hacha de piedra en alto y preparada para asestar un golpe mortal, que se acercaba a Shingles desde un ángulo que ningún enano podía bloquear.

Pero el orco cayó con una flecha clavada en la garganta.

Eso sacó súbitamente a Regis del aturdimiento, y elevó la vista hacia Hralien, que ya tenía otra flecha preparada y estaba girando en la dirección contraria.

Y es que allí estaban Bruenor y Drizzt, poniendo en marcha esa magia de la que sólo ellos eran capaces. Las cimitarras de Drizzt giraban desdibujándose en el aire, tan rápidamente que Regis sólo podía medir sus movimientos por el ángulo en que iban cayendo los orcos delante del furioso drow. Lo que Bruenor no podía igualar en fineza, lo complementaba con auténtica ferocidad, y a Regis se le ocurrió pensar que si Thibbledorf Pwent y Drizzt Do’Urden llegasen a chocar con fuerza suficiente para fundirse en un solo guerrero, el resultado sería Bruenor Battlehammer.

El enano cantaba mientras cortaba, pateaba y golpeaba. Al contrario que los otros tres, que parecían empantanados en una maraña de orcos, Drizzt y Bruenor seguían avanzando hacia el norte, lanzando hachazos y tajos para alejarse después como si danzaran. En un momento, se formó un grupo de orcos en su camino y dio la impresión de que los fueran a detener.

Pero las flechas de Hralien rompieron la unidad de la línea de orcos y una pantera negra aterrizó sobre las sorprendidas criaturas, las dispersó y las lanzó por los aires.

Drizzt y Bruenor pasaron corriendo junto a ellos, abriéndose camino limpiamente.

Al principio, aquello hizo que Regis sintiera pánico. ¿No deberían ambos volver a ayudar a Pwent y los demás? ¿Y no deberían él y Hralien apresurarse para no quedarse atrás?

Miró al elfo y se dio cuenta de que no se trataba de ellos, de ninguno de ellos. Se trataba de que Bruenor llegara hasta Obould, y de que lo matara.

Costara lo que costara.

Cordio quería mantenerse cerca de Bruenor, para proteger a su amado rey a toda costa, pero el sacerdote no podía seguir el ritmo del fiero enano y su compañero drow, y en cuanto vio la armonía de sus movimientos, sus ataques y sus cargas, se dio cuenta de que sólo sería un estorbo.

En vez de eso, se volvió hacia el trío de enanos y se colocó en ángulo para entrar en la lucha cuerpo a cuerpo junto a Torgar, cuyo brazo derecho colgaba inerte debido a una fea puñalada.

Aunque seguía luchando con fiereza, el enano de Mirabar emitió un gruñido de aprobación cuando Cordio extendió las manos hacia él, lanzándole ondas mágicas de energía curativa. Cuando Torgar se giró para hacerle llegar su agradecimiento de forma más directa, se dio cuenta de que la ayuda de Cordio había llegado con un coste añadido, ya que el sacerdote había sacrificado su propia posición frente a un orco especialmente feo y grande para tener la oportunidad de ayudar a Torgar.

Cordio se inclinaba bajo el peso de una lluvia de golpes contra su excelente escudo.

—¡Pwent! —rugió Torgar, gesticulando en dirección al sacerdote, mientras el battlerager se giraba hacia él.

—¡Por Moradin! —se oyó rugir a Pwent, al mismo tiempo que se desembarazaba del par de orcos a los que estaba apaleando y cargaba de cabeza hacia donde estaba Cordio.

Los dos orcos lo siguieron de cerca, pero Torgar y Shingles los interceptaron y los apartaron.

Para cuando Pwent alcanzó a Cordio, el sacerdote volvía a estar igualado con el orco. Cordio Carabollo no era un principiante en lo de batallar. Se había protegido con encantamientos defensivos y había reforzado sus brazos con la fuerza de sus dioses, lo que le permitía propinar golpes poderosos.

Aquello no detuvo a Pwent, por supuesto, que pasó a toda velocidad junto al sorprendido sacerdote y se lanzó de un salto sobre el orco.

La espada del orco rechinó contra la increíble armadura de Pwent, pero apenas la atravesó antes de que éste lo golpeara y empezara a retorcerse contra él, destrozando el peto de cuero del orco con las cadenas de su cota de malla y cortando la carne que había debajo. Con un aullido de dolor, el orco trató de separarse, pero un repentino gancho de derecha y otro de izquierda de los guanteletes de pinchos de Pwent lo dejaron en el sitio.

Cordio aprovechó la oportunidad para lanzarle algo de magia curativa al battlerager, a pesar de que sabía que éste no notaría ninguna diferencia. Pwent parecía insensible al dolor.

La parte trasera del pequeño claro descendía aún más hasta un pequeño valle lleno de pedruscos y con unos cuantos arbolillos raquíticos. Drizzt y Bruenor lo atravesaron a gran velocidad, dejando atrás a sus compañeros de lucha, y Drizzt se puso en cabeza con sus zancadas más largas.

Su objetivo era evitar la batalla mientras se acercaban a las tres colinas rocosas y al rey Obould. En tanto ascendían por el otro lado del vallecito, vieron al rey orco, al que reconocieron por las llamas que envolvían su espadón mágico.

Un ogro cayó frente a él y, a continuación, se dio la vuelta y lanzó una puñalada por encima de su hombro, ensartando a otro monstruo de tres metros. Con una fuerza descomunal, Obould utilizó su espada para lanzar al ogro por encima de su hombro y enviarlo, dando vueltas, por la pendiente del montículo.

A su alrededor rugía la batalla, mientras el clan Karuck y el clan Muchas Flechas luchaban por la supremacía.

Y realmente, con Obould y sus subordinados dominando el terreno elevado, no parecía que la lucha fuese a durar mucho.

Pero entonces explotó una bola de fuego, intensa y poderosa, justo detrás de la muralla más alta de la colina, a la izquierda de Obould, la que estaba más al norte de las tres, y todos los arqueros de Muchas Flechas que estaban escondidos allí comenzaron a sacudirse yendo de un lado a otro, inmolados por las llamas mágicas. Chillaban y morían, retorciéndose en el suelo como cáscaras ennegrecidas y humeantes.

Guerreros del clan Karuck treparon por las piedras en tropel.

—Por los Nueve Infiernos. ¿Desde cuándo los orcos lanzan bolas de fuego? —le preguntó Bruenor a Drizzt.

Drizzt no tenía más respuesta que la de reforzar sus impresiones sobre la situación en general.

—Grguch —dijo.

La respuesta de Bruenor fue su consabido «¡Bah!».

Los dos siguieron corriendo.

—Mantente en terreno elevado —le ordenó Hralien a Regis mientras conducía al halfling hacia el este.

Subieron por una pendiente llena de pedruscos, junto a un arce solitario, mientras Hralien avistaba objetivos y levantaba el arco.

—¡Tenemos que ir a reunirnos con ellos! —exclamó Regis, ya que los cuatro enanos desaparecieron de su vista por encima de la cercana cresta del valle.

—¡No hay tiempo!

Regis quiso discutir, pero el zumbido frenético de la cuerda del arco de Hralien, mientras el elfo disparaba flecha tras flecha, no permitía que se oyera su voz. Siguió pasando una multitud de orcos por delante de ellos proveniente del este, y al oeste se había formado una nube más oscura a medida que comenzaba a acercarse un gran ejército.

Regis lanzó una mirada lastimera hacia el norte, a donde se habían dirigido Drizzt y Bruenor, y hacia donde corrían Cordio, Pwent y los demás. Creía que nunca volvería a ver a sus amigos. Era cosa de Drizzt, lo sabía. Él lo había dejado con Hralien, sabiendo que probablemente el elfo encontraría una salida donde no podría haber retirada posible para Drizzt y Bruenor.

Regis sintió un regusto amargo en la garganta. Se sentía traicionado y abandonado. Al final, cuando las circunstancias no podían ser peores, lo habían dejado de lado. Lógicamente podía entenderlo, ya que después de todo no era un héroe. No podía luchar como Bruenor, Drizzt y Pwent. Y con tantos orcos a su alrededor, realmente no tenía manera de esconderse y golpear desde puntos estratégicos.

Pero eso apenas calmó su escozor.

Casi saltó fuera de sus botas cuando una silueta se irguió junto a él, un orco que surgió de su escondite. Por puro instinto, Regis chilló y embistió con el hombro a la criatura; le hizo perder el equilibrio lo suficiente como para que la puñalada dirigida a Hralien tan sólo rozara al arquero distraído.

Hralien se giró con rapidez, golpeando al orco en la cara con el arco. El arco salió volando cuando el orco cayó al suelo, y Hralien echó mano de su espada.

Regis levantó su maza para rematar antes al orco, pero cuando echó atrás el brazo para golpearlo, algo lo agarró y tiró del brazo con fuerza. Sintió cómo se le dislocaba el hombro. Su mano quedó insensible mientras la maza caía. Se las ingenió para hacer un medio giro y agacharse, levantando el otro brazo en actitud defensiva por encima de su cabeza al ver cómo descendía sobre él un martillo de piedra.

Una explosión cegadora se expandió sobre la parte posterior de su cabeza, y no tenía ni idea de si sus piernas se habían doblado o sencillamente se habían clavado en el suelo cuando cayó de bruces sobre el suelo pedregoso. Sintió que una bota blanda se posaba con fuerza sobre su oído y oyó a Hralien luchando por encima de él.

Trató de poner las manos bajo el cuerpo, pero uno de sus brazos no le respondía, y el dolor le provocó un acceso de náusea. Consiguió levantar la cabeza un poco, y notó el sabor de la sangre que bajaba de la parte posterior de su cráneo cuando se giró a medias para tratar de orientarse.

Se encontró de nuevo en el suelo sin saber cómo. Lo agarraron unos dedos fríos, como si surgieran del suelo. Tenía los ojos abiertos, pero la oscuridad asomaba por los bordes.

Lo último que oyó fue su propia respiración entrecortada.

La armadura de los orcos resultó inútil contra la magnífica espada elfa que Hralien hundió profundamente en el pecho de su atacante más reciente, que sostenía un martillo de piedra manchado con la sangre de Regis.

El elfo lanzó un tajo lateral, rematando al primero, que trataba de volver a levantarse con gran afán; a continuación, giró para hacer frente a la embestida de una tercera criatura que iba rodeando el árbol. Su espada se movía de un lado a otro con gran rapidez, haciendo que la lanza del orco golpeara contra el tronco del árbol y que el atacante perdiera el equilibrio. Sólo el árbol impidió que cayera a un lado, pero ésa fue precisamente su desgracia, ya que Hralien dio un salto a un lado y lanzó una puñalada que le entró a la criatura por la axila.

El orco se puso frenético. Empezó a dar vueltas mientras se alejaba tambaleándose, llevándose la mano a la cruenta herida.

Hralien dejó que se fuera y se volvió hacia Regis, que estaba tendido muy quieto sobre el frío suelo. Sabía que más orcos lo habían detectado. No tenía tiempo. Cogió al halfling con la mayor suavidad posible y lo deslizó hacia una hondonada que había en la base del arce, entre dos grandes raíces. Con el pie le echó encima hojas, ramas y tierra, todo lo que pudo encontrar para camuflarlo. Entonces, por el bien del caído Regis, Hralien cogió su arco y se alejó de un salto, corriendo de nuevo hacia el este.

Los orcos se aproximaban por detrás y desde abajo. Surgieron más frente a él. Corrían en diagonal, para impedir que fuera hacia el sur por encima de la cresta.

Hralien dejó caer el segundo cinto que llevaba, el que le había dado Drizzt, y lanzó el arco a un lado, ya que necesitaba ir ligero.

Cargó hacia adelante, desesperado por alejarse lo más posible de Regis, con la débil esperanza de que los orcos no encontraran al halfling herido. La carrera apenas duró unas zancadas, sin embargo, ya que Hralien tuvo que derrapar para detenerse y girarse frenético a fin de desviar con la espada una lanza que volaba hacia él. Lo asediaban espadas desde todos los ángulos, y los orcos lo acorralaron para matarlo. Hralien sintió la sangre caliente de sus ancestros corriendo por sus venas. Todas las lecciones que había aprendido durante dos siglos de vida se activaron y le dieron fuerzas. No había pensamientos, sólo instinto y reacciones, mientras su espada bloqueaba a gran velocidad, ladeándose para desviar una lanza y apuñalando hacia adelante para forzar a un atacante a batirse rápidamente en retirada.

Su danza era hermosa, sus giros magníficos, y sus estocadas y réplicas, rápidas como el rayo.

Pero había demasiados…, demasiados para que pudiera contemplarlos por separado mientras trataba de encontrar alguna respuesta al enigma de la batalla.

Imágenes de Innovindil se agolpaban en su mente, junto con las de los otros que había perdido recientemente. Sacó esperanzas del hecho de que se habían marchado antes que él, que irían a recibirlo en Arvandor cuando fallara una sola vez al bloquear, y una espada o una lanza atravesaran sus defensas.

Tras él, por el camino que habían recorrido, Regis se hundía cada vez más en la fría oscuridad. Y no demasiado lejos, quizá a mitad de camino hacia el árbol, una mano negra se cerró sobre la empuñadura de Cercenadora.

Su intención había sido seguir el camino de Bruenor y Drizzt, pero los cuatro enanos lo encontraron bloqueado por una muralla de orcos. Optaron, entonces, por salir del valle hacia el este, y también allí hallaron resistencia.

—¡Por Mirabar y Mithril Hall! —exclamó Torgar Hammerstriker, y el líder del éxodo de Mirabar, hombro con hombro con Shingles, su querido amigo de tantos años, se enfrentó a los orcos.

A un lado, Thibbledorf Pwent rugía y se remordía, y en su interior encontró todavía más frenesí. Sacudiendo brazos y piernas, y topeteando con la cabeza tan a menudo que sus movimientos parecían los de un pájaro marino desgarbado y de largo cuello, Pwent tenía a los orcos de aquel lado de la fila totalmente desorientados. Le tiraban lanzas, pero estaban tan concentrados en apartarse de su camino que las lanzaban mientras se daban la vuelta, con lo cual producían un efecto escaso o nulo.

No podía durar, sin embargo. Había demasiados orcos frente a ellos, y habrían tenido que apilar los cuerpos de éstos en montones tan altos como las murallas de un refugio enano antes para encontrar una salida.

Bruenor y Drizzt estaban perdidos para ellos, y tenían cerrados todos los caminos que pudieran llevarlos de regreso al sur y a la seguridad de Mithril Hall. Así que hicieron lo que mejor sabían hacer los enanos: lucharon por llegar a la parte más alta del terreno.

Cordio quería usar algo de magia ofensiva, para aturdir a los orcos con una descarga de aire electrizante, o mantener a un grupo quieto en un lugar para que Torgar y Shingles pudieran anotarse muertes rápidas. Pero lo más inmediato era que los enanos sangraban sin control, y el sacerdote no daba abasto con las heridas, aunque todos los hechizos que lanzara fueran curativos. Cordio estaba imbuido de la bendición de Moradin, un sacerdote de un poder y una piedad extraordinarios. Le dio por pensar, sin embargo, que ni el propio Moradin disponía de poderes sanadores suficientes para ganar aquella batalla. Los conocían. Eran el claro exponente del enemigo más odiado justo allí, en medio de los orcos, y olvidadas de la lucha más inmediata, las feas criaturas se les echaban encima, dispuestas a aplastarlos.

A pesar de todo, ningún enano tenía miedo. Les cantaron a Moradin, y a Clangeddin, y a Dumathoin. Entonaron canciones de taberna sobre muchachas y pesadas jarras de cerveza, sobre matar orcos y gigantes, sobre ir detrás de las damas enanas.

Y Cordio le dedicó una canción al rey Bruenor, acerca de la caída de Shimmergloom y la reclamación de Mithril Hall.

Cantaron y lucharon. Mataron y sangraron, y continuamente miraban hacia el norte, hacia donde su rey Bruenor había partido.

Ciertamente, todo lo que importaba era que lo habían servido bien aquel día, que le habían proporcionado tiempo y distracción suficientes para llegar a las colinas y terminar, de una vez por todas, con la amenaza de Obould.

Hralien sintió el pinchazo de una espada en el antebrazo, y aunque la herida no era profunda, era un indicio. Empezaba a perder velocidad, y los orcos se habían hecho al ritmo de su danza.

No tenía adonde correr.

A su derecha apareció un orco de repente, o eso le pareció, y se giró para hacerle frente…, hasta que vio que no era ninguna amenaza, ya que la punta de una espada salía por el pecho de la criatura.

Detrás del orco, Tos’un Armgo retiró a Cercenadora y saltó a un lado. Un orco levantó el escudo para bloquear, pero la espada lo atravesó, y atravesó también el brazo y el lateral del pecho de la criatura.

Antes siquiera de que se desplomara, otro orco cayó bajo la segunda arma de Tos’un, una espada de factura orca.

Hralien no tuvo tiempo de observar el espectáculo ni de reflexionar siquiera acerca de la locura de todo aquello. Volvió a girar y abatió al orco más cercano, que parecía aturdido por la llegada del drow. Los elfos, claro y oscuro, siguieron presionando, y los orcos fueron cayendo o arrojaron sus armas y huyeron, y pronto ambos se encontraron cara a cara, mientras Hralien luchaba por recuperar el tan necesario aliento.

—El clan Quijada de Lobo —le explicó Tos’un a Hralien—. Me temen.

—Y con razón —contestó Hralien.

El ruido de la batalla hacia el norte y el sonido de voces enanas cantando a voz en cuello interrumpieron su conversación, y antes de que Tos’un pudiera aclararse, se encontró con que no tenía necesidad de hacerlo, ya que Hralien le indicaba el camino corriendo ladera abajo desde la cresta.