Capítulo 28


Por el bien mayor

El explorador señaló un grupo de tres colinas rocosas al noroeste, a varios kilómetros de distancia.

—La bandera de Obould ondea en lo alto de la del centro —les explicó a Grguch, Hakuun y los demás—. Ha reunido a su clan a su alrededor en una defensa formidable.

Grguch asintió y miró fijamente hacia donde estaba su enemigo.

—¿Cuántos?

—Cientos.

—¿No son miles? —preguntó el jefe.

—Hay miles al sur de su posición, y miles al norte —explicó el explorador—. Podrían unirse frente a nosotros y proteger al rey Obould.

—O dar la vuelta y atraparnos —dijo Hakuun, pero en un tono que daba a entender que no estaba demasiado preocupado, ya que Jack, respondiendo aquella pregunta en concreto a través de la boca de Hakuun, no temía demasiado ser capturado por orcos.

—Si siguen siéndole leales al rey Obould —se atrevió a interrumpir Toogwik Tuk, y todas las miradas se posaron en él—. Muchos están enfadados a causa de su decisión de detener la marcha. Han llegado a considerar a Grguch como un héroe.

Dnark fue a hablar, pero cambió de opinión. Aun así había conseguido captar la atención de Grguch, y cuando el fiero semiorco, semiogro miró en su dirección, Dnark dijo:

—¿Sabemos acaso si Obould piensa presentar batalla? ¿O quizá hará una representación y pintará el panorama con bellas palabras? Obould gobierna con ingenio y músculo. No le pasará desapercibido que lo prudente sería convencer a Grguch.

—¿Para construir muros? —dijo el jefe del clan Karuck con una risilla cargada de desprecio.

—¡No marchará! —insistió Toogwik Tuk.

—Hablará lo suficiente de hacer la guerra como para crear dudas —dijo Dnark.

—La única palabra que deseo oír de labios del cobarde de Obould es piedad —declaró Grguch—. Me complace oír cómo ruega una víctima antes de caer por un golpe de mi hacha.

Dnark se disponía a responder, pero Grguch alzó una mano, poniendo fin a cualquier futuro debate. Con una mirada ceñuda que sólo prometía guerra, Grguch hizo un gesto de asentimiento a Hakuun, quien ordenó al grotesco fantasma de Oktule, que aún sostenía su propia cabeza, que avanzara.

—Este es nuestro emisario —dijo Grguch.

Giró la mirada hacia un lado, donde el maltrecho Nukkels estaba colgado por los tobillos de varias poleas que se sostenían sobre los anchos hombros de un par de ogros.

—Y nuestro emisario avanzado —añadió Grguch con una sonrisa malévola.

Cogió su hacha con forma de dragón y se aproximó a Nukkels, que estaba demasiado destrozado y aturdido para siquiera darse cuenta de ello. Aun así, Nukkels vio el hacha en el último momento, y emitió un patético gañido cuando Grguch la hizo oscilar por encima de él y cortó limpiamente la cuerda. Nukkels cayó al suelo de cabeza.

Grguch extendió el brazo y levantó al chamán, poniéndolo en pie.

—Ve con Obould —le ordenó, haciendo que Nukkels se girara y empujándolo en dirección noroeste con tal ferocidad que el pobre orco voló por los aires y aterrizó en el suelo de cabeza—. Ve y dile a Obould el Cobarde que espere a que suene el Kokto Gung Karuck.

Nukkels se puso en pie tambaleante y avanzó dando tumbos, desesperado por alejarse de los brutales orcos del clan Karuck.

—Dile a Obould el Cobarde que Grguch ha llegado y que Gruumsh no está complacido —gritó Grguch a sus espaldas, y comenzaron a escucharse vítores de algunos de los presentes—. Aceptaré su rendición… quizá.

Aquello desató el frenesí entre los orcos y ogros Karuck, e incluso Toogwik Tuk sonrió, expectante. Dnark, sin embargo, miró a Ung-thol.

La conspiración había salido a la luz hasta hacerse realidad por fin. De repente, aquello era real, y la realidad era la guerra.

—Grguch viene seguido por muchas tribus —le dijo Obould al general Dukka—. ¿Para parlamentar?

Él y otro de los comandantes de Obould estaban de pie en el centro de las tres colinas rocosas. Detrás del rey orco se veían en la tierra los cimientos de un pequeño torreón, y tres muros bajos de piedra formaban un anillo alrededor de la colina. Las otras dos colinas tenían una disposición similar, aunque las defensas no estaban acabadas. Obould miró por encima del hombro e hizo señas a sus asistentes, que le traían al maltrecho y moribundo Nukkels.

—Al parecer ya ha hablado —señaló el rey orco.

—Entonces, habrá guerra dentro de tu reino —contestó el general, y sus dudas eran evidentes para todos los que lo oyeron.

Obould se dio cuenta de que las dudas actuaban en su beneficio. Ni siquiera pestañeó mientras miraba fijamente a Dukka, aunque otros a su alrededor emitían gritos ahogados y susurraban.

—Están bien respaldados en el centro —explicó Dukka—. La batalla será larga y feroz.

«Realmente, están bien respaldados», pensó Obould sin decir nada.

Le dirigió un leve gesto de asentimiento a Dukka, ya que leía fácilmente entre sus palabras. El general lo acababa de advertir de que la fama de Grguch lo había precedido, y que muchos en las filas de Obould se inquietaban. No cabía duda de que Obould mandaba sobre las fuerzas superiores. Podía mandar diez veces más orcos contra la marcha del clan Karuck y sus aliados. Pero tenían ante sí la posibilidad de elegir. ¿Cuántos de esos orcos llevarían el estandarte de Obould, y cuántos decidirían que Grguch era la mejor opción?

Pero Obould comprendía que no había dudas en el caso de los que estaban en las tres colinas, ya que allí estaba el clan Muchas Flechas, su gente, sus discípulos serviles, que lo seguirían hasta la mismísima habitación de Alústriel si él se lo ordenara.

—¿Cuántos miles morirán? —preguntó tranquilamente a Dukka.

—¿Y no vendrán los enanos cuando vean la oportunidad? —respondió sin tapujos el general, y de nuevo Obould asintió, ya que aquello era irrebatible.

Una parte de Obould quería extender el brazo y estrangular a Dukka por la evaluación y por su falta total de obediencia y lealtad, pero en su corazón sabía que Dukka tenía razón. Si el ejército de Dukka, compuesto por más de dos mil efectivos, se unía a la batalla junto al clan Karuck y sus aliados, la batalla bien podía cambiar de curso antes de que se derramara la primera gota de sangre.

Obould y su clan se verían desbordados en poco tiempo.

—Guarda el flanco de los orcos que no son Karuck —le pidió Obould a su general—. Deja que Gruumsh decida quién de nosotros, Obould o Grguch, es más digno de gobernar el reino.

—Grguch es el favorito de Gruumsh, según dicen —le advirtió Dukka, y el rostro de Obould se ensombreció. Pero Dukka sonrió antes de que frunciera el ceño—. Has elegido sabiamente, y por el bien del reino de Muchas Flechas. Grguch es el favorito de Gruumsh, según dicen, pero Obould protege los dominios del tuerto.

—Grguch es fuerte —dijo el rey orco, y sacó la gran espada cuya vaina llevaba atada en diagonal a la espalda—. Pero Obould es más fuerte. Pronto te darás cuenta.

El general Dukka observó la espada largo tiempo, recordando las muchas ocasiones en las que lo había visto usarla de un modo devastador. Poco a poco, comenzó a asentir y a sonreír.

—Tus flancos estarán seguros —le prometió a su rey—. Y toda la carne de cañón que preceda al clan de Grguch será barrida antes de llegar a la colina. Unicamente el clan Karuck presionará en el centro.

—¡Has perdido el juicio, maldito elfo de orejas puntiagudas y cerebro de orco! —rugió Bruenor, y pateó el suelo lleno de frustración—. ¡Vine aquí para matar a la bestia!

—Tos’un dice la verdad.

—¡No estoy dispuesto a confiar en los elfos drows, excepto en ti!

—Entonces, confía en mí, ya que oí gran parte de su conversación con los conspiradores orcos. Obould envió un emisario a Mithril Hall para prohibir el ataque.

—No sabes lo que Tos’un les dijo a los orcos que dijeran antes de que llegaran a donde estabas tú.

—Cierto —reconoció Drizzt—, pero ya sospechaba lo que Tos’un me contó mucho antes de apresarlo. La tregua de Obould se ha prolongado durante demasiado tiempo.

—¡Atacó mi muralla! Y el Bosque de la Luna. ¿Tan rápidamente te has olvidado de Innovindil?

La acusación hizo que Drizzt se balanceara sobre los talones, con una mueca de dolor, herido profundamente. No había olvidado a Innovindil, de ningún modo. Aún podía escuchar su dulce voz a su alrededor, convenciéndolo para que explorara sus pensamientos y sentimientos más profundos, enseñándole lo que era ser un elfo. Innovindil le había dado un regalo grande y fabuloso, y en aquel regalo Drizzt Do’Urden no sólo se había encontrado a sí mismo, había encontrado su corazón, y su camino. Con sus lecciones, ofrecidas por pura amistad, Innovindil había solidificado las arenas movedizas que habían pisado los pies de Drizzt Do’Urden durante tantos años.

No había olvidado a Innovindil. Podía verla. Podía olerla. Podía oír su voz y la música de su espíritu.

Pero su muerte no había sido provocada por Obould, estaba seguro. Aquella terrible pérdida era la consecuencia de la ausencia de Obould, un preludio del caos que se desataría si aquella nueva amenaza, la bestia Grguch, asumía el mando del vasto y salvaje ejército de Obould.

—¿Qué me estás pidiendo, elfo? —dijo Bruenor tras la larga e incómoda pausa.

—No era Gauntlgrym.

Bruenor lo miró a los ojos sin pestañear.

—Pero era hermoso, ¿no? —preguntó Drizzt—. Un testamento…

—Una abominación —lo interrumpió Bruenor.

—¿Lo fue? ¿Pensarían lo mismo Dagna y Dagnabbit? ¿Lo haría Shoudra?

—¡Me pides que los deshonre!

—Te pido que los honres con el valor, la voluntad y la visión más extraordinaria. En todas las historias documentadas y violentas de todas las razas, hay algunos que lo reclaman.

Bruenor asió con más fuerza su hacha llena de muescas y la levantó frente a él.

—Nadie duda del coraje del rey Bruenor Battlehammer —le aseguró Drizzt al enano—. Cualquiera que haya presenciado tu enfrentamiento contra la multitud de orcos en la retirada de Mithril Hall te sitúa entre las leyendas de los enanos guerreros, y con razón. Pero busco en ti el valor de no luchar.

—Estás loco, elfo, y sabía que no traerías más que problemas cuando te vi por primera vez junto a la cumbre de Kelvin.

Drizzt sacó a Centella y Muerte de Hielo, y las puso una a cada lado del hacha de Bruenor.

—Estaré observando la lucha que se avecina —le prometió Bruenor—, y cuando encuentre mi lugar en ella, no me vengas a bloquear el hacha, da igual a donde apunte.

Drizzt apartó bruscamente sus cimitarras y se inclinó frente a Bruenor.

—Eres mi rey. Te he dado mi parecer. Mis armas están listas.

Bruenor asintió y comenzó a alejarse, pero se detuvo de repente y giró la cabeza hacia Drizzt, con mirada desconfiada.

—Y si mandas a ese maldito gato tuyo a inmovilizarme, elfo, cocinaré minino, no lo dudes.

Bruenor se alejó pisando con fuerza, y Drizzt miró al posible campo de batalla, donde las filas de orcos convergían a lo lejos. Sacó la figurita de ónice de la bolsa que pendía de su cinturón e invocó a Guenhwyvar a su lado, confiando en que la pelea terminaría mucho antes de que la pantera comenzara a cansarse.

Además, necesitaba la seguridad de Guenhwyvar, su compañerismo incuestionable. Ya que mientras le pedía valor a Bruenor, también se lo había exigido a sí mismo. Pensó en Innovindil, siempre pensaba en Innovindil, y en Crepúsculo, y supo que llevaría aquel dolor con él el resto de su vida. Y aunque aplicando la lógica podía eliminar aquella última atrocidad de las manos sangrientas de Obould, ¿acaso habría pasado algo de aquello en el Bosque de la Luna, en Mithril Hal, en Shallows y en Nesme, y a lo largo de Marca Argéntea, si Obould no hubiera llegado con planes de conquista?

Y aun así, allí estaba, pidiéndole un valor poco común a Bruenor, apostando por Tos’un, y jugándosela con todo el mundo, al parecer.

Bajó la mano para acariciar el lustroso pelaje negro de Guenhwyvar, y la pantera se sentó para a continuación tumbarse boca abajo, con la lengua colgando entre sus formidables colmillos.

—Si me equivoco, Guenhwyvar, amiga mía, y se produce mi pérdida final, te pido entonces una sola cosa: clava tus garras profundamente en la carne del rey Obould de los orcos. Déjalo agonizando en el suelo, muriéndose por heridas mortales.

Guenhwyvar emitió un gruñido perezoso y se tumbó de lado, pidiendo que le rascaran los ijares.

Pero Drizzt sabía que había comprendido cada palabra, y que ella, por encima de todos los demás, jamás lo decepcionaría.