Negro y blanco
Nanfoodle levantó un pie y trazó pequeños círculos en el suelo con los dedos. De pie, con las manos cruzadas a la espalda, el gnomo presentaba una imagen de incertidumbre y nerviosismo.
Bruenor y Hralien, que estaban sentados discutiendo sus próximos movimientos cuando Nanfoodle y Regis entraron en las habitaciones privadas del enano, se miraron confundidos.
—Bueno, si no podemos traducirlo, que así sea —dijo Bruenor, creyendo entender la causa de la consternación del gnomo—, pero debes seguir trabajando en ello, que no te quepa la menor duda.
Nanfoodle alzó la cabeza, miró de soslayo a Regis y, animado por el gesto de éste, se volvió hacia el rey enano y se irguió cuan alto era.
—Es una lengua antigua, basada en la de los enanos —explicó—. Es posible que tenga sus orígenes en el hulgorkyn, y sin duda, las runas son Dethek.
—Me pareció reconocer un par de signos —replicó Bruenor.
—Aunque está más emparentada con el orco.
Ante esa explicación de Nanfoodle, Bruenor dio un respingo.
—¿Enanorco? —comentó Regis con una sonrisa, pero fue el único que le encontró la gracia.
—¿Me estás diciendo que los malditos orcos tuvieron algo que ver con las palabras de mis ancestros Delzoun?
Nanfoodle negó con la cabeza.
—Cómo evolucionó esta lengua es un misterio cuya respuesta no está en los pergaminos que me trajiste. Por lo que puedo colegir de la proporción de influencia lingüística, habéis yuxtapuesto las fuentes y sumado.
—¿De qué Nueve Infiernos estás hablando? —preguntó Bruenor, en cuya voz empezaba a percibirse un fondo de impaciencia.
—Se parece más a enano antiguo con elementos añadidos del orco antiguo —explicó Regis, haciendo que el disgusto de Bruenor se dirigiera ahora hacia él mientras Nanfoodle parecía consumirse ante el descontento rey enano, a quien todavía no le había comunicado lo más importante.
—Bueno, necesitaban hablar con los perros para darles órdenes —dijo Bruenor, pero tanto Regis como Nanfoodle no hacían más que negar con la cabeza.
—Fue más profundo que eso —dijo Regis, poniéndose al lado del gnomo—. Los enanos no tomaron prestadas frases del orco, sino que integraron esa lengua en la suya.
—Algo que debe de haber llevado años, incluso décadas —dijo Nanfoodle—. Esa fusión de lenguas es común en la historia de todas las razas, pero siempre se produce como consecuencia de familiaridad y vínculos culturales.
Los dos se quedaron en silencio, y Bruenor y Hralien se miraron varias veces, hasta que Bruenor encontró por fin el valor para formular su pregunta.
—¿Qué estás diciendo?
—Los enanos y los orcos vivían juntos, unos al lado de los otros, en la ciudad que habéis descubierto —dijo Nanfoodle.
Bruenor abrió desmesuradamente los ojos, y sus fuertes manos golpearon los brazos de su butaca mientras se inclinaba hacia adelante como si fuera a estrangular al gnomo y al halfling.
—Durante años —añadió Regis en cuanto Bruenor se reclinó en el respaldo.
El enano miró a Hralien. Parecía al borde de un ataque de pánico.
—Hay una ciudad llamada Palishchuk, en los páramos de Vaasa, al otro lado del Anauroch —dijo el elfo con un encogimiento de hombros, como si la noticia no fuera tan inesperada ni tan increíble como parecía—. Son todos semiorcos, y aliados convencidos de todas las razas de aspecto agradable de la región.
—¿Semiorcos? —Bruenor le respondió con un bramido—. ¡Los semiorcos son medio humanos, y ésos se comerían a un puerco espín si las púas no hicieran tanto daño! Pero aquí se trata de mi especie. ¡De mis ancestros!
Hralien se encogió de hombros otra vez, como si no lo encontrara tan chocante, y Bruenor dejó de balbucir el tiempo suficiente para pensar que tal vez el elfo se estaba divirtiendo lo suyo con la revelación, a expensas del enano.
—No tenemos constancia de que éstos fueran tus ancestros —comentó Regis.
—¡Gauntlgrym es la patria de los Delzoun! —le soltó Bruenor.
—Esto no era Gauntlgrym —dijo Nanfoodle después de carraspear—. No lo era —repitió cuando Bruenor lo miró como si quisiera asesinarlo.
—¿Y qué era, entonces?
—Una ciudad llamada Baffenburg —dijo Nanfoodle.
—Jamás he oído hablar de ella.
—Ni yo —replicó el gnomo—. Es probable que se remonte a la misma época de Gauntlgrym aproximadamente, pero es indudable que no es la ciudad de que se habla en tu historia.
Nada que ver con su extensión ni con ese tipo de influencia.
—Probablemente lo que vimos fuera la totalidad de la ciudad —añadió Regis—. No era Gauntlgrym.
Bruenor se echó hacia atrás en su asiento, meneando la cabeza y farfullando entre dientes. Habría querido rebatirlos, pero no tenía elementos para hacerlo. Pensándolo bien, tuvo que reconocer que nunca había tenido ninguna prueba de que el socavón en el suelo llevara a Gauntlgrym, que no tenía mapas que indicaran que la antigua patria de los Delzoun estuviera por esa región. Si había creído que aquello era realmente Gauntlgrym, había sido por su fervoroso deseo, por su fe en que había vuelto a Mithril Hall por la gracia de Moradin para ese propósito.
Nanfoodle empezó a hablar, pero Bruenor le impuso silencio y les hizo señas a él y a Regis de que se retiraran.
—Esto no significa que no haya nada de valor… —empezó a decir Regis, pero Bruenor repitió su gesto.
Los despidió a ambos, a continuación, también a Hralien, pues en ese terrible momento de revelación, con los orcos a la puerta y Alústriel retrayéndose de cualquier actuación decisiva, al alicaído rey enano únicamente le apetecía estar solo.
—¿Todavía estás aquí, elfo? —preguntó Bruenor al ver a Hralien dentro de Mithril Hall a la mañana siguiente—. ¿Apreciando la belleza de las costumbres enanas?
Hralien compartió la risita resignada del rey.
—Me interesa echar una mirada a los textos descubiertos. Y estaría muy… —Se detuvo y estudió por un momento a Bruenor—. Es un gusto verte hoy de tan buen humor. Temía que el descubrimiento de ayer del gnomo te hubiera sumido en la amargura.
Bruenor hizo un gesto con la mano, restándole importancia.
—No ha hecho más que arañar la superficie de esos garabatos.
»Tal vez hubiera algunos enanos tan tontos como para confiar en los malditos orcos y quizá pagaron por ello con su ciudad y con sus vidas, y eso podría ser una lección para tu propio pueblo, para Alústriel y para el resto de los que no se deciden a mandar a Obould de vuelta al agujero de donde salió. Ven conmigo si te apetece, porque me dirijo a ver al gnomo. Él y Panza Redonda han trabajado toda la noche por orden mía.
»Tengo que comunicar sus noticias a Alústriel y sus amigos, que están trabajando en la muralla. Puedes hablar en nombre del Bosque de la Luna en esas conversaciones, elfo, y juntos podemos hacer nuestros planes.
Hralien asintió y siguió a Bruenor por los sinuosos túneles que llevaban a los niveles inferiores y a una pequeña habitación iluminada con velas, donde Regis y Nanfoodle trabajaban denodadamente. Habían extendido los pergaminos sobre varias mesas y los habían sujetado con pisapapeles. En el lugar predominaba el olor a lavanda, un efecto de las pociones de conservación de Nanfoodle, que habían sido aplicadas a conciencia a todas las antiguas escrituras y al tapiz que ahora aparecía colgado en una pared. La mayor parte de la imagen seguía oscura, pero habían quedado al descubierto algunas partes. Al verlas, Bruenor frunció el entrecejo, porque los orcos y los enanos allí representados no estaban ni combatiendo ni parlamentando. Estaban juntos, mezclados, ocupados en sus tareas cotidianas.
Regis, que estaba a un lado transcribiendo algún texto, los saludó a ambos cuando entraron, pero Nanfoodle ni siquiera se volvió, absorto como estaba sobre un pergamino, con la cara casi pegada a la página agrietada y descolorida.
—No tienes aspecto de cansado, Panza Redonda —dijo Bruenor con aire acusador.
—Estoy esperando a que un mundo perdido se despliegue ante mis ojos —respondió—. Estoy seguro de que daré con él muy pronto.
Bruenor asintió.
—¿Quieres decir que la noche te reveló más sobre la antigua ciudad? —preguntó.
—Ahora que hemos descifrado el código de la lengua, todo va mucho más de prisa —dijo Nanfoodle sin despegar la vista del pergamino que estaba estudiando—. Has encontrado algunos textos muy interesantes en tu viaje.
Bruenor se lo quedó mirando unos instantes, esperando que prosiguiera, pero pronto se dio cuenta de que el gnomo estaba otra vez totalmente enfrascado en su trabajo. Decidió, entonces, dirigirse a Regis.
—Al principio, predominaban los enanos en la ciudad —explicó Regis. Bajó de un salto de su silla y se dirigió a una de las muchas mesas laterales, echó una mirada al pergamino extendido sobre ella y pasó al siguiente de la línea—. Éste —explicó— dice que los orcos se volvían más numerosos. Acudían de todos los alrededores, pero la mayor parte de los enanos estaban vinculados a lugares como Gauntlgrym, que, por supuesto, estaba bajo tierra y resultaba más atractiva para la sensibilidad de un enano.
—¿De modo que era una comunidad inusual? —preguntó Hralien.
Regis se encogió de hombros, pues no podía asegurarlo.
Bruenor miró a Hralien y asintió como justificándose. ¡El elfo y el halfling entendían que Bruenor no quisiera que su historia se mezclara con la de los asquerosos orcos!
—Pero fue una situación que duró mucho —intervino Nanfoodle, levantando por fin la vista del pergamino—. Por lo menos dos siglos.
—Hasta que los orcos traicionaron a mis ancestros —insistió Bruenor.
—Hasta que algo destruyó la ciudad, derritió el permagel y lo precipitó todo a las profundidades en una repentina y singular catástrofe —corrigió Nanfoodle—. Y no fue obra de los orcos.
Mira el tapiz de la pared. Permaneció en su sitio después de la caída de Baffenburg, y sin duda habría sido retirado si la caída hubiera sido precipitada por una de las dos partes. No creo que hubiera partes, mi rey.
—¿Y cómo puedes saberlo? —preguntó Bruenor—. ¿Lo sabes por ese pergamino?
—No hay indicios de traición por parte de los orcos, al menos no cerca del final de la situación —explicó el gnomo, bajándose de su banqueta y desplazándose hasta un pergamino que estaba al otro lado de la mesa donde se encontraba Regis—. Y el tapiz… Al principio había problemas. Un solo jefe orco mantenía a los orcos en su sitio junto a los enanos. Fue asesinado.
—¿Por los enanos? —preguntó Hralien.
—Por los suyos —dijo Nanfoodle, pasando a otro pergamino—. Y sobrevino un período de agitación.
—Me está pareciendo que todo el tiempo debe de haber sido de agitación —dijo Bruenor con un bufido—. ¡No se puede vivir con los malditos orcos!
—Fueron períodos intermitentes de agitación, por lo que puede verse —señaló Nanfoodle—. Y al parecer, con los años fue mejorando, no empeorando.
—Hasta que los orcos le pusieron fin —gruñó Bruenor—. De forma repentina y por traición de los orcos.
—No creo… —empezó a replicar Nanfoodle.
—Pero son conjeturas, nada más —dijo Bruenor—. Acabas de admitir que no sabes qué fue lo que precipitó el final.
—Todos los indicios…
—¡Bah! Estás suponiendo.
Nanfoodle aceptó con un movimiento de cabeza.
—Me encantaría ir a esta ciudad y montar allí un taller, en la biblioteca. Has descubierto algo fascinante, rey Brue…
—Cuando sea oportuno —interrumpió Bruenor—. En este momento, escucho el mensaje de las palabras. Deshazte de Obould y los orcos se desmoronarán, que es lo que esperamos desde el principio. Es nuestro grito de batalla, gnomo. Ese es el motivo por el que Moradin me mandó de vuelta aquí y me dijo que fuera a ese agujero, sea o no Gauntlgrym.
—Pero no es… —empezó a rebatir Nanfoodle, aunque no acabó la frase porque era obvio que Bruenor no le estaba prestando atención.
Con gestos de evidente nerviosismo y determinación, Bruenor se volvió hacia Hralien y, tras darle una palmada en el hombro, salió a paso rápido de la habitación con el elfo detrás. Sólo se detuvo para regañar a Nanfoodle:
—¡Y sigo pensando que es Gauntlgrym!
Nanfoodle miró, impotente, a Regis.
—Las posibilidades… —señaló el gnomo.
—Por lo que parece, todos vemos el mundo a nuestro modo —respondió Regis con un encogimiento de hombros que a Bruenor le pareció casi de desconcierto.
—¿Acaso ese hallazgo no es un ejemplo?
—¿De qué? —preguntó Regis—. Ni siquiera sabemos cómo ni por qué acabó.
—Drizzt ha dicho algo de la inevitabilidad del reino de Obould —le recordó Nanfoodle.
—Y Bruenor está obstinado en que no lo sea. La última vez que eché un vistazo, era Bruenor y no Drizzt el que comandaba el ejército de Mithril Hall y el que merecía el respeto de los reinos circundantes.
—Una guerra terrible se abatirá sobre nosotros —dijo el gnomo.
—Una guerra iniciada por el rey Obould Muchas Flechas —respondió el halfling.
Nanfoodle suspiró y miró los muchos pergaminos extendidos por la habitación. Fue preciso un gran autocontrol para no ceder al deseo de correr de mesa en mesa y convertirlos en polvo.
—Su nombre era Bowug Kr’kri —le explicó Regis a Bruenor, mostrándole al rey enano una nueva parte del texto descifrado.
—¿Un orco?
—Un filósofo y mago orco —replicó el halfling—. Pensamos que las estatuas que vimos en la biblioteca eran de él y tal vez de sus discípulos.
—¿Fue él, entonces, el que trajo a los orcos a la ciudad enana?
—Eso creemos.
—Vosotros dos pensáis mucho para responder tan poco —gruñó Bruenor.
—Sólo tenemos unos cuantos textos antiguos —replicó Regis—. Todo sigue siendo un acertijo.
—Conjeturas.
—Especulación —dijo Regis—, pero sabemos que los orcos vivieron allí con los enanos, y que Bowug Kr’kri era uno de los líderes de la comunidad.
—¿Alguna conjetura más precisa sobre cuánto tiempo duró la ciudad? Habéis dicho que siglos, pero yo no me lo creo.
Regis se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Tuvieron que ser varias generaciones. Ya has visto las construcciones, y la lengua.
—¿Y cuántos de esos edificios fueron construidos por los enanos antes de que los orcos llegaran? —preguntó Bruenor con una sonrisa taimada.
Regis no tenía respuesta para eso.
—¿No podría haber sido un reino enano arrebatado por confiar en los malditos orcos? —preguntó Bruenor—. ¿No podría tratarse de enanos necios que asimilaron demasiado de la lengua orca para tratar de ser mejores vecinos para esos perros traicioneros?
—No pensamos…
—Pensáis demasiado —interrumpió Bruenor—. Tú y el gnomo estáis más entusiasmados por encontrar algo nuevo que por saber la verdad. Si seguís encontrando más de lo mismo, es sólo eso, más de lo mismo. Pero si encontráis algo que os haga abrir tanto los ojos como para acabar con el trasero en el suelo, entonces será algo con que empezar.
—No hemos inventado esa biblioteca, ni las estatuas que hay dentro de ella —sostuvo Regis, pero se topó con la expresión más obstinada que hubiera visto jamás.
Por supuesto, no estaba seguro de que el razonamiento de Bruenor fuera equivocado, porque era verdad que Nanfoodle y él estaban haciendo bastantes conjeturas. Aún faltaba encajar muchas piezas para completar el rompecabezas. Todavía no habían completado los contornos del laberinto, y mucho menos los detalles interiores.
Hralien entró en ese momento en la habitación, respondiendo a una llamada de Bruenor.
—Todo se está aclarando, elfo. —Esas fueron las palabras con que lo saludó el rey—. Esa ciudad es una advertencia. Si seguimos los planes de Alústriel, vamos a acabar siendo una ruina muerta y enterrada bajo el polvo, que un futuro rey enano tendrá que descubrir.
—Mi propio pueblo es tan culpable como Alústriel de querer encontrar un reparto estable, rey Bruenor —admitió Hralien—. La idea de cruzar el Surbrin para presentar batalla a las hordas de Obould es desalentadora. El intento costará muchas bajas y traerá gran pesar.
—¿Y qué conseguiremos si nos hacemos nada? —preguntó Bruenor.
Hralien, que acababa de perder a una docena de amigos en un asalto de los orcos al Bosque de la Luna y había presenciado el ataque a la muralla de los enanos, no necesitaba echar mano de su imaginación para adivinar la respuesta a esa pregunta.
—No podemos atacarlos de frente —razonó Bruenor—. Eso sólo nos llevaría al desastre. Son demasiados esos apestosos orcos.
—Hizo una pausa y sonrió, asintiendo con su peluda cabeza. —A menos que nos ataquen ellos, por pequeños grupos. Como el grupo que entró en el Bosque de la Luna y el que atacó mi muralla. Si nos encontraran preparados, habría muchas bajas entre sus filas.
Hralien expresó su acuerdo con una leve inclinación de cabeza.
—Entonces, Drizzt tenía razón —dijo Bruenor—. Todo depende del que los capitanea. El trató de acabar con Obould y a punto estuvo de conseguirlo. Ésa hubiera sido la respuesta, y sigue siendo la misma. Si podemos deshacernos del maldito Obould, todo se les vendrá abajo.
—Difícil tarea —dijo Hralien.
—Ésa es la razón por la que Moradin me trajo de vuelta con mis muchachos —dijo Bruenor—. Vamos a matarlo, elfo.
—¿Vamos? —preguntó Hralien—. ¿Vas a encabezar un ejército para atacar el corazón del reino de Obould?
—No, eso es precisamente lo que quiere ese perro. Lo haremos tal como lo intentó Drizzt. Un pequeño grupo mejor que… —Hizo una pausa y en su rostro apareció una expresión sombría.
—Mi chica no va a ir —explicó Bruenor—. No está nada bien.
—Y Wulfgar se ha marchado hacia el oeste —dijo Hralien, entendiendo la fuente de la creciente desesperación de Bruenor.
—Serían de gran ayuda, puedes estar seguro.
—No tengo la menor duda —le aseguró Hralien—. Entonces, ¿quiénes?
—Yo mismo, y tú, si estás dispuesto a luchar.
El elfo asintió sin entusiasmo, aparentemente de acuerdo pero no del todo convencido, y Bruenor se dio cuenta de que tendría que conformarse con eso.
El enano miró a donde estaba Regis, que asintió con mayor determinación, aunque con la expresión más torva que podía esperarse dadas sus facciones de querubín.
—Y Panza Redonda, al que aquí ves —dijo el enano.
Regis dio un paso atrás, removiéndose, incómodo, mientras Hralien lo miraba con expresión no muy convencida.
—El puede encontrar el lugar —le aseguró Bruenor al elfo—, y conoce mi modo de pelear, y el de Drizzt.
—¿Podremos recoger a Drizzt de camino?
—¿Puedes pensar en alguien más adecuado para acompañarnos?
—No, por cierto, a menos que fuera la propia dama Alústriel.
—¡Bah! —resopló Bruenor—. A ésa no la vamos a convencer. Yo y unos cuantos de mis chicos, tú, Drizzt y Panza Redonda.
—Para matar a Obould.
—Para machacarle la cabeza —dijo Bruenor—. Yo y algunos de mis mejores muchachos. Nos abriremos camino calladamente, justo a la cabeza de la asquerosa bestia, y a continuación, la derribamos donde sea.
—Es formidable —le advirtió Hralien.
—Lo mismo había oído decir de la Matrona Baenre de Menzoberranzan —replicó Bruenor, en referencia a su propio ataque decisivo, con el que se había decapitado a la ciudad drow y puesto fin al asalto a Mithril Hal—. Y tenemos a Moradin con nosotros, no lo dudes. Fue por eso por lo que me envió de vuelta.
Aunque la expresión de Hralien no era de absoluta convicción, asintió de todos modos.
—Me ayudas a encontrar a mi amigo drow —le dijo Bruenor al ver sus reservas—, y después tomas tu decisión.
—Por supuesto —accedió Hralien.
Regis, que estaba a un lado, se removía, inquieto. No tenía miedo de correr aventuras con Bruenor y Drizzt, aunque fuera detrás de las líneas orcas, pero sí temía que Bruenor estuviera haciendo una lectura equivocada de todo aquello, y que su misión terminara siendo un desastre, para ellos tal vez, y para el mundo.
Los reunidos hicieron silencio cuando Banak Buenaforja miró a Bruenor a los ojos y le espetó:
—¡Estáis borrachos!
Bruenor, sin embargo, no parpadeó siquiera.
—El que está borracho es Obould —dijo tajante.
—De eso, no me cabe duda —replicó el incontenible Banak, que en ese momento parecía cernirse sobre Bruenor a pesar de que la herida recibida en la guerra con los orcos lo obligaba a estar sentado—. Envía, entonces, a Pwent y a tus muchachos a apresarlo, como quieres hacer.
—Eso me corresponde a mí.
—¡Sólo porque eres un Battlehammer cabezota!
Al oír eso hubo varios respingos en la sala, pero quedaron disimulados por un par de risas ahogadas, especialmente la del sacerdote Cordio. Bruenor se volvió y lo miró con una furia que se disolvió en seguida ante la indiscutible verdad de las palabras de Banak. Jamás se había hablado con tanta claridad sobre la densidad de la cabeza de Bruenor, y Cordio y Bruenor lo sabían.
—Yo mismo fui a Gauntlgrym —dijo Bruenor, volviendo la cabeza bruscamente hacia Regis, como si esperara que el halfling sostuviera que no era Gauntlgrym. Sin embargo, Regis guardó un prudente silencio—. Yo mismo aseguré la retirada del Valle del Guardián. Yo mismo me enfrenté al primer ataque de Obould en el norte. —Su discurso se hacía más acelerado e impetuoso, no para «redoblar los tambores por mí mismo», como decía el antiguo proverbio enano, sino para justificar su decisión de capitanear personalmente la misión—. Fui yo mismo el que fue a Calimport para traer de vuelta a Panza Redonda. ¡Y yo mismo hice pedazos a los malditos Baenre!
—Yo hice suficientes brindis por ti para elogiar tu esfuerzo —dijo Banak.
—Y ahora tengo ante mí una tarea más.
—El rey de Mithril Hall planea marchar en pos de un ejército orco y matar al rey de los orcos —señaló Banak—. ¿Y si te capturan por el camino? ¿No se encontrarán los tuyos en un brete tratando de negociar con Obould?
—¿Acaso crees que voy a dejar que me cojan vivo? Entonces, es que no sabes qué significa ser un Battlehammer —replicó Bruenor—. Además, no habría ninguna diferencia si el propio Drizzt, o cualquiera de nosotros, se dejara capturar. El problema de negociar con los orcos sería el mismo, ya se tratase de mí o de cualquiera de nuestros chicos.
Banak se disponía a responder, pero se encontró sin respuesta.
—Además…, además —añadió Bruenor—, en cuanto yo ponga un pie fuera de esa puerta ya no seré el rey de Mithril Hall, que es el motivo que nos ha reunido aquí, ¿no es así?
—Yo podré ser tu mayordomo, pero Banak no es rey —sostuvo el maltrecho Brawnanvil.
—Serás mi mayordomo, pero si yo no vuelvo, tú serás el noveno rey de Mithril Hall, eso ni lo dudes. Y ni uno solo de los enanos aquí presentes se opondría a ello.
Bruenor se volvió e hizo que Banak recorriera con la vista los rostros de los que allí estaban al mismo tiempo que él. Todos asintieron solemnemente, desde Pwent y sus Revientabuches, hasta Cordio y los demás sacerdotes, incluidos Torgar y los enanos de Miraban.
—Por eso, me envió de vuelta Moradin —insistió Bruenor—. ¡Otra vez yo contra Obould, y serás un necio si apuestas por Obould!
Eso hizo que en la habitación sonara una ovación.
—¿Tú y el drow? —preguntó Banak.
—Yo y Drizzt —confirmó Bruenor—. Y Panza Redonda tiene un lugar, aunque mi chica no.
—Ya se lo has dicho, ¿no? —preguntó Banak con una risita disimulada que encontró eco en toda la sala.
—¡Bah!, si no puede correr, y eso es precisamente lo que necesitamos. Seguro que ella no pondría jamás a sus amigos en el aprieto de tener que quedarse atrás para protegerla —dijo Bruenor.
—Entonces, no se lo has dicho —dijo Banak.
Otra vez las risas.
—¡Bah! —dijo Bruenor alzando las manos.
—O sea que tú mismo, Drizzt y Regis —dijo Banak—. ¿Y Thibbledorf Pwent?
—Trata de impedírmelo —replicó Pwent, y la brigada Revientabuches lo ovacionó.
—Y Pwent —dijo Bruenor.
Los Revientabuches repitieron la ovación. Al parecer, nada entusiasmaba más al grupo que la perspectiva de que uno de los suyos partiera en una misión aparentemente suicida.
—Con tu perdón, rey Bruenor —dijo Torgar Hammerstriker desde el otro lado de la habitación—, pero yo pienso que los muchachos de Mirabar deben tener representación en tu equipo, y pienso que yo mismo y Shingles, aquí presente —tiró hacia adelante del viejo guerrero lleno de cicatrices, Shingles McRuff—, podríamos hacer que Mirabar se sintiera orgulloso.
Cuando acabó, los otros cinco enanos de Mirabar que había en la sala prorrumpieron cu vivas por su poderoso jefe y por el legendario Shingles.
—Que sean siete, pues —añadió Cordio Carabollo—. Porque no puedes marchar en nombre de Moradin sin un sacerdote de Moradin, y yo soy ese sacerdote.
—Ocho, entonces —lo corrigió Bruenor—, porque creo que Hralien del Bosque de la Luna no nos abandonará después de que hayamos encontrado a Drizzt.
—¡Ocho para el camino y ocho contra Obould! —gritaron todos, y la ovación se hizo más fuerte cuando fue repetida una segunda y una tercera vez.
La algarabía cesó de repente cuando Catti-brie entró por la puerta con expresión ceñuda. Miró a Bruenor con tal furia que incluso el dubitativo Banak Buenaforja sintió simpatía por el rey enano.
—Id y haced lo que haya que hacer —les ordenó Bruenor, cuya voz de repente se volvió temblorosa.
Mientras los demás se escabullían por todas las puertas de la sala, Catti-brie se acercó cojeando a su padre.
—¿De modo que vais a por la cabeza de Obould y tú vas a capitanear la marcha? —preguntó.
Bruenor asintió.
—Es mi destino, muchacha. Es la razón por la que Moradin me trajo de regreso.
—Fue Regis el que te trajo de vuelta, con su colgante mágico.
—Moradin me dejó salir de su morada —insistió Bruenor—. ¡Y fue por este motivo!
Catti-brie lo miró largamente y con dureza.
—¡De modo que ahora vas a salir, y vas a llevar contigo a mi amigo Regis, y vas a llevar contigo a mi esposo, pero yo no soy bienvenida!
—¡Pero si no puedes correr! —argumentó Bruenor—. Apenas puedes andar más que unos metros. ¿Tendremos que esperar por ti si nos persiguen los orcos?
—Tendrás que huir menos de los orcos si yo estoy allí.
—Si no es que dude de eso —dijo Bruenor—, pero sabes que no puedes hacerlo. Ahora no.
—Entonces, espérame.
Bruenor negó con la cabeza. Catti-brie apretó los labios y parpadeó como conteniendo unas lágrimas de frustración.
—Podría perderos a todos —susurró.
Bruenor entendió entonces que parte de su dificultad tenía que ver con Wulfgar.
—El volverá —dijo el enano—. Recorrerá el camino que sea necesario recorrer, pero no dudes de que Wulfgar volverá con nosotros.
Catti-brie hizo una mueca al oír mencionar ese nombre, y por su expresión se vio que estaba mucho menos convencida de eso que su padre.
—Pero ¿y tú? —preguntó.
—¡Bah! —resopló Bruenor, levantando una mano como si la pregunta fuera ridícula.
—¿Y volverá Regis? ¿Y Drizzt?
—Drizzt ya está por ahí —sostuvo Bruenor—. ¿Dudas de él?
—No.
—¿Por qué dudas de mí, entonces? —preguntó Bruenor—. Yo voy a salir para hacer lo mismo que Drizzt fue a hacer antes del invierno. ¡Y fue solo, además! Yo no me voy solo, muchacha, y harías mejor en preocuparte por los malditos orcos.
Catti-brie se lo quedó mirando. No tenía respuesta.
Bruenor abrió los brazos invitándola a un abrazo al que ella no pudo resistirse.
—No vas a estar sola, muchacha. Tú nunca estarás sola —le susurró al oído.
Entendía perfectamente su frustración, porque la suya no habría sido menor de haber sido él el que se hubiese quedado al margen de una misión en la que participaran todos sus amigos.
Catti-brie se apartó de él lo suficiente para mirarlo a los ojos.
—¿Estás seguro de eso?
—Obould debe morir, y yo soy el enano que va a matarlo —dijo Bruenor.
—Drizzt lo intentó, y no lo consiguió.
—Bueno, Drizzt lo volverá a intentar, pero esta vez irá acompañado de amigos. Cuando volvamos contigo, se habrá producido la desbandada en las filas de los orcos. Tendremos que enfrentarnos a muchos combates, sin duda, y la mayor parte ante nuestras propias puertas, pero los orcos estarán disgregados y resultará fácil matarlos. Te apuesto lo que quieras a que yo mataré a más que tú.
—Pero tú saldrás ahora y llevarás ventaja —le respondió Catti-brie, un poco más animada.
—¡Bah!, pero los que mate por el camino no cuentan —dijo Bruenor—. Cuando vuelva aquí y vengan los orcos, como sin duda harán cuando Obould ya no esté, voy a matar más orcos que Catti-brie.
Catti-brie sonrió con picardía.
—Entonces, le pediré a Drizzt que me devuelva mi arco —dijo, poniendo acento enano en la advertencia—. Por cada flecha, un muerto. Algunas incluso derribarán a dos, o puede ser que a tres.
—Y cada golpe de mi hacha cortará a tres por la mitad —contraatacó Bruenor—. Y no soy de los que se cansan cuando hay orcos que cortar.
Los dos se miraron sin pestañear y se estrecharon las manos para formalizar la apuesta.
—El que pierda representará a Mithril Hall en la próxima ceremonia en Nesme —dijo Catti-brie, y Bruenor hizo un gesto fingido de contrariedad, como pensando que se había pasado un poco en la apuesta.
—Vas a disfrutar del viaje —dijo el enano.
Sonrió y trató de retirar la mano, pero Catti-brie se la sostuvo con firmeza y lo miró a los ojos con expresión solemne.
—Sólo te pido que vuelvas conmigo, y que traigas a Drizzt, Regis y los demás con vida —le dijo.
—Cuenta con ello —dijo Bruenor, aunque estaba tan poco convencido como Catti-brie—. Y con la cabeza del repulsivo Obould.
Catti-brie asintió.
—¡Y con la cabeza de Obould!