Capítulo 21


Recomponiendo su mundo

La carreta se balanceaba, unas veces con suavidad, otras, con rudeza, mientras avanzaba por el escarpado sendero, camino del norte. Sentado en la parte trasera abierta y mirando en la dirección de donde venían, Wulfgar vio cómo se iba alejando la silueta de Luskan. Las muchas cúpulas de la torre del mago aparecían desdibujadas, y las puertas ya estaban demasiado lejos como para distinguir a los guardias que recorrían la muralla de la ciudad.

Sonrió pensando en esos guardias. El y su cómplice Morik habían sido expulsados de Luskan con órdenes de no regresar jamás, so pena de muerte; sin embargo, había entrado andando en la ciudad y al menos uno de los guardias lo había reconocido sin lugar a dudas, ya que incluso le había hecho un guiño de complicidad. Seguramente, Morik también estaba allí.

En Luskan la justicia era una impostura, una representación organizada para que la gente se sintiera segura, y tuviera miedo y pensara que podía incluso contra el espectro de la muerte, es decir, era lo que las autoridades considerasen oportuno en cada momento.

Wulfgar se había debatido entre volver o no a Luskan. Quería unirse a una caravana con rumbo al norte, para que le sirviera de tapadera, pero temía exponer a Colson a los peligros potenciales de entrar en el lugar prohibido. Sin embargo, al final se dio cuenta de que no tenía elección. Arumn Gardpeck y Josi Puddles merecían conocer el triste final de Delly Curtie. Habían sido amigos de la mujer durante años, y él no quería en modo alguno privarlos de esa información.

Las lágrimas que derramaron los tres —Arumn, Josi y Wulfgar— le habían sentado bien. Delly Curtie era mucho más que la imagen fácil, estereotipada, que muchos tenían de ella en Luskan y que hasta el propio Wulfgar había compartido al principio. Había honestidad y honor por debajo de la costra con que las circunstancias la habían obligado a cubrirse. Delly había sido buena amiga de los tres, una buena esposa para Wulfgar y una madre estupenda para Colson.

No pudo por menos que reír al pensar en la reacción inicial de Josi ante la noticia. El hombrecillo prácticamente se había lanzado enfurecido contra él, culpándolo de la pérdida de Delly.

Con poco esfuerzo, Wulfgar lo había empujado contra el respaldo de su silla, donde Josi se había tapado el rostro con los brazos y había empezado a sollozar, quizá bajo el efecto de un exceso de copas, pero con sinceridad de todos modos, ya que Wulfgar jamás había dudado de que Josi amaba a Delly en secreto.

El mundo seguía adelante, dejando huella de sus acontecimientos en los libros de historia. Las cosas eran lo que eran, Wulfgar lo entendía, y no tenía sentido lamentarse mucho tiempo, no más de lo que duraban las lecciones que se dejaban para casos futuros. Las cosas de las que lo acusaba Josi tenían cierto fundamento, aunque no tanto como para tomarlas como el hombrecillo lo había hecho, sin duda.

Las cosas eran lo que eran.

Después de una sacudida especialmente violenta de la carreta, Wulfgar le pasó el brazo por los hombros a Colson y contempló a la niña, que jugaba con unos palitos que Wulfgar había atado para conseguir algo parecido a un muñeco. En apariencia, se la veía contenta, o al menos despreocupada, lo que era propio de ella. Tranquila y sin pretensiones, pidiendo poco y aceptando menos, Colson parecía conformarse con lo que se le ponía delante.

Wulfgar sabía que el camino no había sido fácil para ella en sus comienzos. Había perdido a Delly, que a todos los efectos era su madre y, lo que casi era tan malo como lo otro, había tenido la desgracia de cargar con él como padre sustituto.

Acarició el pelo suave del color del trigo.

—Muñeco, papá —dijo la niña, que sólo le había llamado así un par de veces en los últimos diez días.

—Muñeco, sí —le respondió, alisándole el pelo.

Colson rio bajito, y si había un sonido capaz de levantar el ánimo de Wulfgar…

E iba a dejarla. Sintió que lo recorría una oleada repentina de debilidad. ¿Cómo podía pensar siquiera en semejante cosa?

—No te acuerdas de tu mamá —dijo en voz baja, sin esperar una respuesta, mientras Colson volvía a su juego, pero la niña lo miró con una amplia sonrisa.

—Delly. Mamá —dijo.

Wulfgar sintió como si su manita le hubiera dado un golpe en el pecho. Se dio cuenta de lo desastroso que había sido como padre. Parecía que en todo momento tenía cosas urgentes que hacer, y Colson siempre estaba por detrás de esas necesidades.

Había estado con él durante meses y, sin embargo, él apenas la conocía. Habían viajado cientos de kilómetros hacia el este, y luego de vuelta hacia el oeste, y sólo en ese viaje de vuelta había pasado algún tiempo con Colson, había tratado de escucharla, de entender sus necesidades, de darle cariño.

Rio entre dientes. Fue una risa de impotencia y de autoconmiseración, y le dio a la niña unas palmaditas en la cabeza. Ella lo miró con su permanente sonrisa y volvió de inmediato a su muñeco.

Wulfgar sabía que no había hecho nada bien con ella. Puesto que le había fallado a Delly como esposo, también le había fallado a Colson como padre. Guardián habría sido un término más adecuado para describir su papel en la vida de la niña.

Por eso, estaba embarcado en ese viaje que habría de producirle gran dolor, pero al fin le daría a Colson todo lo que se merecía e incluso más.

—Eres una princesa —le dijo cuando ella volvió a alzar la mirada hacia él, aunque la niña no sabía lo que significaba.

Wulfgar respondió con otra sonrisa y otra caricia, y volvió a mirar hacia Luskan, preguntándose si alguna vez volvería a viajar tan al sur.

Daba la impresión de que la villa de Auckney no hubiera experimentado el menor cambio en los tres años que hacía desde la última vez que Wulfgar la había visto. Claro estaba que en su última visita había pasado la mayor parte del tiempo en la mazmorra del señor, un alojamiento que esperaba evitar esa segunda vez. Encontró divertido pensar lo mucho que sus andanzas con Morik lo habían congraciado con las ciudades de esa región, donde las palabras «so pena de muerte» parecían acompañarlo en cada ocasión que se marchaba de una de ellas.

Wulfgar sospechaba que, a diferencia de los guardias de Luskan, los de Auckney mantendrían la amenaza en caso de reconocerlo. Así pues, por el bien de Colson, se tomó grandes molestias para disfrazarse mientras la caravana de mercaderes avanzaba por el camino rocoso en los confines occidentales de la Columna del Mundo, hacia la puerta de Auckney. Se dejó crecer la barba, aunque su elevada estatura, próxima a los dos metros diez, y sus hombros anchos y fuertes bastaban para que se distinguiese de la mayoría de la población.

Se arrebujó en su capa de viaje y se caló la capucha, costumbre muy difundida en aquella zona a principios de la primavera, cuando todavía soplaban con fuerza los vientos desde las cumbres. Cuando estaba sentado, que era la mayor parte del tiempo, mantenía las piernas encogidas para que no parecieran tan largas, y cuando iba andando, se encorvaba, no sólo para ocultar su verdadera estatura, sino también para parecer más viejo y, lo más importante, menos amenazador.

Ya fuese por su astucia, o, más probablemente, por pura suerte y por el hecho de ir acompañado por todo un grupo de mercaderes en aquella primera caravana después del invierno, Wulfgar consiguió entrar sin dificultad en la ciudad. Una vez superado el puesto de control, hizo todo lo posible por mezclarse con el grupo de las caravanas dispuestas en círculos, donde se construyeron rápidamente puestos en los que exponer las mercancías para deleite de los pobladores hartos ya del invierno.

Lord Feringal Auck, al parecer tan petulante como siempre, visitó el mercadillo el día en que se inauguró. Ataviado con prendas lujosas y nada prácticas, incluidos unos pantalones bombachos de color púrpura y blanco, aquel hombre engreído se paseaba con un aire permanente de desprecio, alzando su nariz recta y afilada. Miraba despectivamente las mercancías, sin mostrar nunca interés suficiente para molestarse en comprarlas, aunque sus asistentes volvían a menudo a adquirir determinadas piezas, obviamente para él.

El mayordomo Temigast y el cochero gnomo, y buen combatiente, Liam Woodgate, estaban entre esos asistentes.

Wulfgar confiaba en Temigast, pero sabía que si Liam lo identificaba, todo se habría acabado.

—Proyecta una sombra impresionante ¿no te parece? —dijo una voz sarcàstica a sus espaldas, y al volverse Wulfgar vio a uno de los carreteros de la caravana que no lo miraba a él, sino al señor y a su comitiva—. Feringal Auck… —añadió el hombre, riendo por lo bajo.

—Tengo entendido que tiene una esposa realmente extraordinaria —replicó Wulfgar.

—Lady Meralda —respondió el hombre con mirada lasciva—. Bella como la luna y más peligrosa que la noche, con una cabellera del negro más intenso y unos ojos tan verdes que uno piensa que está en un prado estival cada vez que los mira.

Vaya, cualquier hombre que haga negocios en Auckney querría llevársela a la cama.

—¿Tienen hijos?

—Un hijo —respondió el hombre—. Un chico fuerte y robusto que se parece más a su madre que al señor, gracias a los dioses. El pequeño lord Ferin. En la ciudad todos festejaron su primer cumpleaños hace apenas un mes, y por lo que tengo entendido, están comprando provisiones extra para reponer lo que se consumió en ese festín. Hay quienes dicen que agotaron sus provisiones invernales, y creo que hay mucho de verdad en ello, a juzgar por las monedas que nos han estado lloviendo toda la mañana.

Wulfgar volvió a mirar a Feringal y a su comitiva, que iban andando por el otro extremo de la caravana.

—Y eso que temíamos que las ventas no fueran tan buenas ahora que no está la glotona lady Priscilla.

Eso hizo que Wulfgar afinara el oído y se volviera rápidamente hacia el hombre.

—La…

—La hermana de Feringal —confirmó el hombre.

—¿Ha muerto?

El hombre soltó un bufido, dando la impresión de que esa posibilidad no le habría producido el menor pesar, algo que Wulfgar se imaginó que seguramente entendería cualquiera que hubiera tenido la desgracia de conocer a Priscilla Auck.

—Está en Luskan. Lleva un año allí. Volvió con esta misma caravana después del último mercadillo que montamos aquí el año pasado —explicó el hombre—. Nunca tuvo gran simpatía por lady Meralda, pues se dice que Feringal hacía lo que ella decía antes de casarse. Lo único que sé es que los tiempos de Priscilla en el castillo de Auck llegaron a su fin poco después de la boda, y cuando supo que Meralda esperaba un heredero de Feringal, se dio cuenta de que su influencia en ese lugar se reduciría aún más. Así pues, se marchó a Luskan, y allí vive, con dinero suficiente hasta el fin de sus días, que ojalá no sean muchos.

—¿Por bien de todos cuantos la rodean?

—Eso es lo que dicen, sí.

Wulfgar asintió y sonrió, y esa sonrisa auténtica se debía a algo más que a la diversión a expensas de Priscilla. Volvió a mirar a lord Feringal y entrecerró los azules ojos, pensando que un obstáculo importante, la desagradable lady Priscilla, acababa de ser eliminado de su camino.

—Si Priscilla estuviera en el castillo de Auck, por más que le apeteciera, lord Feringal no se atrevería a salir sin llevar a su esposa al lado. ¡Como para dejarlas a las dos juntas! —dijo el hombre.

—Lo lógico sería que a lady Meralda le apeteciera visitar la caravana más que a él —comentó Wulfgar.

—Ya, pero no hasta que se abran sus flores.

Wulfgar lo miró de un modo inquisitivo.

—Ha plantado unos parterres de raros tulipanes, y no tardarán en florecer, supongo —explicó el hombre—. Así fue el año pasado; no bajó al mercado hasta diez días después de nuestra llegada, hasta que los blancos pétalos se abrieron. Eso la puso de buen humor y le dieron las ganas de comprar, y más aún porque para entonces ya sabía que lady Priscilla se iría de Auckney con nosotros.

Rompió a reír, pero Wulfgar no le siguió la broma. Estaba mirando el puente de piedra que conducía a la pequeña isla donde se levantaba el castillo de Auck; trataba de recordar la disposición y el lugar donde podrían estar esos jardines. Tomó nota de la balaustrada construida en lo alto de la más pequeña de las torres cuadradas del castillo. Cuando volvió a mirar a Feringal, éste salía del mercado por el otro extremo y, eliminada esa amenaza, Wulfgar también se puso en marcha tras saludar al mercader con una inclinación de cabeza. Buscaba una perspectiva mejor desde donde examinar el castillo.

No había pasado mucho tiempo cuando encontró lo que buscaba: la forma de una mujer que se movía en lo alto de la torre, detrás de la balaustrada.

Nada amenazaba a Auckney. La ciudad había conocido la paz durante largo tiempo. En esa situación, no sorprendió a Wulfgar saber que los guardias relajaban bastante la vigilancia. A pesar de eso, el hombretón no tenía ni idea de cómo atravesar aquel pequeño puente de piedra sin que repararan en él, y las aguas que fluían por debajo eran demasiado frías para tratar de atravesarlo a nado. Además, el río corría encañonado entre altas paredes de piedra imposibles de escalar.

Se quedó un buen rato junto al río, tratando de encontrar una solución al dilema, y al final llegó a aceptar que simplemente había que esperar a que se abrieran esas flores para ver a lady Meralda en el mercadillo. La idea no le gustaba demasiado, porque en esa situación era casi seguro que tendría que enfrentarse también a lord Feringal y a su séquito. Todo sería más fácil si pudiera hablar primero, y a solas, con lady Meralda.

Una tarde estaba apoyado contra la pared de una taberna cercana, contemplando el puente y observando las maniobras de los guardias. No eran muy disciplinados, pero el puente era tan estrecho que tampoco tenían necesidad. Wulfgar se enderezó al ver un carruaje proveniente del castillo que atravesaba el puente.

No lo conducía Liam Woodgate, sino el mayordomo Temigast.

Wulfgar se acarició la barba mientras sopesaba sus opciones, y dejándose llevar por su instinto —pues sabía que si lo pensaba perdería el impulso—, alzó a Colson y salió a la calle. Buscó un lugar donde pudiera interceptar el carruaje sin que lo vieran los guardias del puente y tampoco la gente de la ciudad.

—Buen mercader, apártate —le ordenó el mayordomo Temigast con toda amabilidad—. Tengo algunos cuadros que vender y deseo llegar al mercado antes de que caiga la noche. Ya sabes que el sol se pone temprano para un hombre de mi edad.

La sonrisa del hombre se desvaneció cuando Wulfgar se echó atrás la capucha y mostró su rostro.

—Wulfgar está siempre lleno de sorpresas —dijo Temigast.

—Tienes buen aspecto —comentó Wulfgar con sinceridad.

El pelo blanco de Temigast era un poco más ralo tal vez, pero los años transcurridos habían sido benévolos con el hombre.

—¿Es ésa…? —preguntó Temigast, señalando a Colson con la cabeza.

—La hija de Meralda.

—¿Estás loco?

Wulfgar se limitó a encogerse de hombros.

—Debería estar con su madre —dijo.

—Esa decisión se tomó hace ya tres años.

—En ese momento, era necesaria —dijo Wulfgar.

Temigast se echó atrás en el pescante y asintió.

—Lady Priscilla se ha ido de aquí, según me han dicho —dijo Wulfgar, y Temigast no pudo por menos que sonreír, lo que le confirmó a Wulfgar que el mayordomo odiaba a Priscilla.

—Para gran alivio de Auckney —admitió Temigast.

Dejó las riendas sobre el asiento y con una agilidad sorprendente se bajó del coche y se acercó a Wulfgar, tendiéndole las manos a Colson.

La niña se llevó la mano a la boca, se apartó y ocultó la carita en el hombro de Wulfgar.

—Es tímida —dijo Temigast. Colson lo miró a hurtadillas, y él amplió su sonrisa—. Y tiene los ojos de su madre.

—Es una niña estupenda y seguro que se convertirá en una mujer hermosa —declaró Wulfgar—, pero necesita a su madre.

No puedo tenerla conmigo. Voy hacia una tierra nada acogedora para una niña, para cualquier niño.

Temigast se lo quedó mirando largo rato, evidentemente sin saber qué hacer.

—Comparto tu preocupación —le dijo Wulfgar—. Jamás hice daño a lady Meralda, y no tengo intención de hacérselo.

—Yo también soy leal a su esposo.

—Que sería un necio si rechazara a esta niña.

Temigast se quedó un rato callado.

—Es complicado —dijo, por fin.

—Porque Meralda amó a otro antes que a él —dijo Wulfgar—, y Colson se lo recuerda.

—Colson —dijo Temigast, y la niña le echó una mirada y sonrió. La cara del mayordomo se iluminó al verla—. Un bonito nombre para una bonita niña. —Sin embargo, su expresión se hizo más sería cuando se volvió hacia Wulfgar y preguntó sin más preámbulo—: ¿Qué quieres que haga?

—Que nos lleves hasta Meralda. Déjame que le enseñe a la preciosa niña en que se ha convertido su hija. No querrá apartarse más de ella.

—¿Y qué hay de lord Feringal?

—¿Es digno de tu lealtad y afecto?

Temigast hizo una pausa para pensar.

—¿Y qué pasará con Wulfgar?

Wulfgar se encogió de hombros, como si no tuviera importancia.

En realidad, así era, teniendo en cuenta su obligación para con Colson.

—Si quiere colgarme, tendrá que…

—No me refiero a eso —lo interrumpió Temigast, y miró a Colson.

Los hombros de Wulfgar se hundieron y lanzó un profundo suspiro.

—Sé lo que está bien. Sé lo que debo hacer, aunque sin duda me romperá el corazón. Pero espero que sea una herida temporal porque según pasen los meses y los años me tranquilizará saber que hice lo que era correcto para Colson, que le di el hogar y la oportunidad que merecía y que no podía esperar a mi lado.

Colson miró a Temigast. La niña respondía a cada gesto del mayordomo con una sonrisa encantada.

—¿Estás seguro? —preguntó Temigast.

Wulfgar permaneció bien erguido.

Temigast se volvió a mirar al castillo de Auck, a la torre donde lady Meralda atendía sus flores.

—Volveré por este camino antes de que se haga de noche —dijo—. Con un carruaje vacío. Es posible que pueda llevarte ante ella, pero me desentenderé de ti a partir de ese momento. No debo lealtad alguna ni a Wulfgar ni a Colson.

—Un día será distinto —dijo Wulfgar—. Me refiero a Colson.

Temigast estaba tan subyugado por la niña que no pudo rebatirlo.

Con una mano asentó la tierra blanda junto al tallo mientras con los dedos de la otra acariciaba suavemente los tersos pétalos. Meralda sabía que los tulipanes se abrirían pronto, quizá incluso esa misma noche.

Les cantó con voz aterciopelada una antigua cancioncilla de marineros y exploradores perdidos entre las olas, ya que su primer amor había sido arrastrado por el mar. No sabía toda la letra, pero no importaba mucho porque tarareaba llenando los espacios vacíos, y el resultado era igualmente bello.

Un golpe sobre la piedra interrumpió su canción, y la mujer se puso de pie de repente y retrocedió un paso al notar los ganchos de una escala. Después, una mano se asió al borde de la pared del jardín, a menos de tres metros de ella.

Se echó hacia atrás la espesa cabellera negra y abrió los ojos, sorprendida, cuando el intruso asomó la cabeza por encima de la pared.

—¿Quién eres? —preguntó, retrocediendo otra vez y sin atender a los ruegos de silencio de él.

—Guardias —llamó Meralda, y se disponía a correr cuando el intruso se desplazó.

Sin embargo, cuando subió la otra mano se quedó de piedra, como si fuera una planta más clavada en su jardín primorosamente cultivado. En la otra mano del hombre había una niña pequeña.

—¿Wulfgar? —Meralda movió los labios, pero no tuvo aliento para decirlo de viva voz.

Él posó a la niña dentro del jardín, y Colson se apartó tímidamente de Meralda. Wulfgar apoyó las dos manos sobre el muro y saltó por encima. La niña corrió hacia él y se le abrazó a una pierna con un brazo mientras se metía el pulgar de la otra mano en la boca y seguía apartándose de la mujer.

—¿Wulfgar? —volvió a preguntar Meralda.

—¡Papá! —imploró Colson, tendiéndole a Wulfgar las dos manos.

Él la alzó y se la apoyó en la cadera, se echó atrás la capucha y dejó la cabeza al descubierto.

—Lady Meralda —saludó.

—¡No deberías estar aquí! —dijo Meralda, pero la mirada de sus ojos contradecía sus palabras. Miraba a la niña, a su hija, sin pestañear.

Wulfgar negó con la cabeza.

—He estado lejos demasiado tiempo.

—Mi marido no diría lo mismo.

—No se trata de él ni de mí —refutó Wulfgar—. Se trata de ella, de tu hija.

Meralda se tambaleó, y Wulfgar tuvo la sensación de que en ese momento la más leve brisa habría bastado para derribarla.

—He tratado de ser un buen padre para ella —le explicó el hombre—. Incluso había encontrado una mujer que le hacía de madre, pero ahora ella no está, la mataron los orcos. Dirás que todo son patrañas, lo sé.

—Yo nunca pedí…

—Fue una exigencia de tu marido —le recordó Wulfgar, y ella guardó silencio y volvió a mirar a la tímida niña, que había escondido la cara en el fuerte hombro de su padre.

—Mi camino es demasiado azaroso —explicó Wulfgar—. Demasiado peligroso para una niña como Colson.

—¿Colson? —repitió Meralda.

Wulfgar se encogió de hombros.

—Colson… —dijo la mujer con voz queda, y la niña la miró tímidamente y le sonrió.

—Debe estar con su madre —dijo Wulfgar—, con su verdadera madre.

—Pensaba que su padre la había reclamado para criarla como su princesa en el Valle del Viento Helado.

La voz llegó desde un lado, y los tres se volvieron a mirar la entrada de lord Feringal. El hombre hizo un gesto torvo mientras se acercaba a su esposa, sin dejar de mirar con odio a Wulfgar.

Wulfgar miró a Meralda buscando una aclaración, pero no encontró nada en su rostro conmocionado. Trataba de decidir qué rumbo dar a la conversación cuando inesperadamente fue Meralda quien tomó la iniciativa.

—Colson no es su hija —dijo la señora de Auckney. Cogió a Feringal por las manos y lo obligó a mirarla de frente—. Wulfgar jamás violó…

Antes de que pudiera terminar, Feringal soltó una de sus manos y se llevó un dedo a los labios para imponerle silencio, dando muestras de haber entendido.

Él lo sabía. Meralda se dio cuenta, y también Wulfgar. Feringal había sabido siempre que la niña no era de Wulfgar, que no era el fruto de una violación.

—Me la llevé para proteger a tu esposa… y a ti —después de darles a Feringal y a Meralda unos segundos para mirarse a los ojos, Feringal lo miró con sorna y Wulfgar se limitó a encogerse de hombros—. Tenía que proteger a la niña —explicó.

—Yo no habría… —empezó a responder Feringal, pero se detuvo y meneando la cabeza se dirigió a Meralda—. Yo no le habría hecho daño —dijo, y Meralda asintió.

—Yo no habría seguido adelante con nuestro matrimonio y no te habría dado un heredero de haber creído otra cosa —respondió Meralda en voz baja.

La mirada ceñuda de Feringal se fijó otra vez en Wulfgar.

—¿Qué deseas, hijo del Valle del Viento Helado? —preguntó.

Un ruido proveniente de un lado le dio a entender a Wulfgar que el señor de Auckney no había venido solo al jardín. Los guardias esperaban en las sombras para abalanzarse sobre él y proteger a Feringal.

—Sólo quiero hacer lo correcto, lord Feringal —respondió—. Del mismo modo que hice lo que creí correcto hace unos años. —Miró a Colson con aire de impotencia, la idea de separarse de ella era como un puñal que se le clavara en el corazón.

Feringal se lo quedó mirando.

—La niña, Colson, es de Meralda —explicó Wulfgar—. No se la entregaría a ninguna otra madre adoptiva sin saber primero cuál es la voluntad de Meralda.

—¿La voluntad de Meralda? —repitió Feringal—. ¿Y yo no tengo nada que decir?

Cuando el señor de Auckney acabó, Meralda le apoyó una mano en la mejilla e hizo que la mirara de frente.

—No puedo —susurró.

Otra vez Feringal le impuso silencio, apoyándole un dedo en los labios, y se volvió hacia Wulfgar.

—En este mismo momento hay una docena de arcos apuntándote —le aseguró—, y una docena de guardias dispuestos a abalanzarse sobre ti, Liam Woodgate entre ellos, y ya sabes que no tiene ninguna simpatía por Wulfgar del Valle del Viento Helado. Te advertí que si volvías a Auckney sería so pena de muerte.

Una expresión horrorizada surcó el rostro de Meralda, y Wulfgar cuadró los hombros. Su instinto le decía que debía responder a la amenaza, que Aegis-fang tenía que aparecer en su mano y dejarle claro a Feringal que, de producirse una pelea, él sería el primero en morir.

Pero contuvo la lengua y se tragó su orgullo. Se dejó llevar por la expresión de Meralda, y Colson, aferrada a su hombro, exigía que apaciguara la situación y no hiciera realidad la amenaza.

—Por el bien de la niña, te permito que te vayas ahora mismo —dijo Feringal.

Wulfgar y Meralda no se lo podían creer.

El señor hizo un gesto con la mano.

—Márchate, necio. Salta el muro y desaparece. Se me agota la paciencia, y si eso ocurre, todo Auckney caerá sobre ti.

Wulfgar lo miró un momento y luego miró a Colson.

—Deja a la niña —ordenó Feringal, alzando la voz.

Wulfgar se dio cuenta de que lo hacía para que lo oyeran los presentes.

—Queda confiscada. Ya no es una princesa del Valle del Viento Helado. La reclamo para Auckney, por la sangre de lady Meralda, y lo hago contando con la promesa de Wulfgar de que las tribus del Valle del Viento Helado jamás descenderán sobre mis dominios.

Wulfgar dedicó un momento a asimilar las palabras, meneando la cabeza en señal de incredulidad. Cuando por fin lo entendió todo, hizo una rápida y respetuosa reverencia al sorprendente lord Feringal.

—La fe que depositaste en tu esposo y tu amor por él no fueron inmerecidos —dijo en voz baja a Meralda, y hubiera querido reír y gritar al mismo tiempo, pues nunca habría esperado ver semejante comportamiento en el afectado señor de esa aislada ciudad.

Pero a pesar de la alegría de Wulfgar al confirmar que había hecho bien en volver allí, el precio de su generosidad, y de la de Feringal, era evidente.

Wulfgar apartó a Colson y, a continuación, la acercó y la abrazó, hundiendo la cara en su suave cabellera.

—Ésta es tu madre —susurró, sabiendo que la niña no podía entender aquello. Pero se lo recordó a sí mismo, como algo necesario—. Tu madre siempre te querrá, yo siempre te querré.

La abrazó aún más fuerte y la besó en la mejilla. Después, se irguió cuan alto era y saludó a Feringal con una brusca inclinación de cabeza.

Antes de que pudiera cambiar de idea, antes de ceder al impulso de su corazón, le entregó la niña a Meralda, que la recibió en sus brazos. No la había soltado todavía y la niña ya había empezado a gritar.

—¡Papá! ¡Papá! —lo llamaba con acento lastimero y lloroso.

Wulfgar parpadeó para contener las lágrimas, se volvió y saltó el muro. Tras caer unos cinco metros más abajo sobre el césped, salió corriendo y no paró hasta encontrarse lejos de las puertas de Auckney.

Mientras corría seguía oyendo los gritos desesperados de Colson:

—¡Papá! ¡Papá!

—Has hecho lo correcto —se dijo, pero no muy convencido.

Volvió la vista hacia el castillo de Auck y sintió que acababa de traicionar a la persona que más confiaba en él y que más lo necesitaba en el mundo.