Capítulo 2


La voluntad de Gruumsh

Grguch parpadeó repetidas veces mientras avanzaba desde el fondo de la cueva hacia la luz que anunciaba el amanecer. La poderosa criatura, mitad orco, mitad ogro, de hombros anchos y más de dos metros diez de estatura, daba pasos inseguros con las gruesas piernas mientras se protegía los ojos con la mano.

El jefe del clan Karuck, como todo su pueblo, a excepción de un par de exploradores de avanzada, no había visto la luz del día en casi una década. Todos vivían en los túneles, en los vastos laberintos de cavernas sin luz conocidas como la Antípoda Oscura, y Grguch no había emprendido a la ligera este viaje a la superficie.

Docenas de guerreros Karuck, todos enormes incluso para lo que solía ser la raza de los orcos —todos igualaban, o incluso superaban, a Grguch en estatura, y eran alrededor de doscientos kilos de músculo y gran osamenta— se mantenían pegados a las paredes de la cueva. Desviaban los ojos amarillos en señal de respeto al paso de su gran señor de la guerra.

Detrás de Grguch, venía el implacable sacerdote guerrero Hakuun, y tras él la élite de la guardia, un quinteto de poderosos ogros armados hasta los dientes y con sus armaduras de guerra. Más ogros formaban la procesión que los seguía; que portaban el Kokto Gung Karuck, el Cuerno de Karuck, un gran instrumento de cinco metros con un tubo cónico rematado en un ancho pabellón vuelto hacia arriba.

Estaba hecho de lo que los orcos llamaban shroomwood, la piel dura de algunas especies de hongos gigantes que crecían en la Antípoda Oscura. Para los guerreros orcos que lo contemplaban, el cuerno era merecedor del mismo respeto que el jefe que lo precedía.

Grguch y Hakuun, como sus respectivos predecesores, no pretendían otra cosa.

Grguch avanzó hasta la boca de la cueva y salió a la cornisa que había en la ladera. Sólo Hakuun, que indicó a los demás ogros que esperaran detrás, lo acompañó.

Lanzó una atronadora carcajada cuando sus ojos se adaptaron y pudo ver a los orcos más normales moviéndose por la parte baja de las laderas. Durante más de dos días, el segundo clan orco había procurado frenéticamente mantenerse por delante del clan Karuck. En cuanto por fin habían salido de los confines de la Antípoda Oscura, su deseo de mantenerse a gran distancia del clan Karuck era cada vez más evidente.

—Huyen como niños —dijo Grguch a su sacerdote de guerra.

—Es que son niños en presencia de los Karuck —replicó Hakuun—. Menos que niños cuando el gran Grguch está entre ellos.

El jefe tomó el esperado cumplido con parsimonia y alzó los ojos para contemplar el panorama que había en torno a ellos.

El aire era frío. El invierno todavía tenía a la tierra en sus garras, pero a Grguch y a su gente eso nos los cogía desprevenidos. Capas de piel, una sobre otra, hacían que el enorme jefe orco pareciera todavía más grande y más imponente.

—Correrá la voz de que el clan Karuck ha acudido —aseguró Hakuun a su jefe.

Grguch volvió a contemplar a la tribu que huía y barrió el horizonte con la mirada.

—La noticia se extenderá más rápidamente que las palabras de esos niños que corren —replicó, y se volvió, haciendo una señal a los ogros.

El quinteto de la guardia abrió paso al Kokto Gung Karuck. En cuestión de un momento, el avezado equipo tuvo montado el cuerno, y Hakuun lo bendijo como era debido, mientras Grguch se colocaba en su sitio.

Cuando el encantamiento del sacerdote de guerra se hubo completado, Grguch, el único Karuck al que le estaba permitido tocar el cuerno, limpió la boquilla de shroomwood y respiró hondo, muy hondo.

Un sonido ronco y retumbante salió del cuerno, como si los mayores fuelles de todo el mundo hubieran sido accionados por los inmortales titanes. El ronco bramido llegó, llevado por el eco, a kilómetros y kilómetros de distancia, y resonó entre las piedras y las ladeáis montañosas de las estribaciones meridionales de la Columna del Mundo. Piedras más pequeñas vibraron bajo la potencia de ese sonido, y una extensión de nieve se desprendió y provocó un pequeño alud en una montaña cercana.

Detrás de Grguch, muchos miembros del clan Karuck cayeron de rodillas y empezaron a moverse como presas de un frenesí religioso. Oraban al gran Gruumsh, su dios guerrero, porque tenían una gran fe en que, cuando Kokto Gung Karuck hablaba, la sangre de los enemigos del clan Karuck manchaba el suelo.

Y para el clan Karuck, especialmente bajo el liderazgo del poderoso Grguch, jamás había sido difícil encontrar enemigos.

En un valle protegido, unos cuantos kilómetros hacia el sur, un trío de orcos alzaba los ojos hacia el norte.

—¿Karuck? —preguntó Ung-thol, un chamán de alto rango.

—¿Podría ser otro, acaso? —respondió Dnark, jefe de la tribu Quijada de Lobo. Ambos se volvieron a mirar al chamán Toogwik Tuk, que sonreía con suficiencia—. Tu llamada ha sido oída y atendida —añadió Dnark.

Toogwik Tuk rio entre dientes.

—¿Estás seguro de que el engendro del ogro puede ser manipulado a tu antojo? —dijo a continuación Dnark, haciendo desaparecer la sonrisa de la fea cara de orco de Toogwik Tuk.

La referencia al clan Karuck como «engendro del ogro» le sonó al chamán como una referencia clara a que no eran orcos corrientes los que había hecho venir de las mismísimas entrañas de la cadena montañosa. Los Karuck tenían fama entre las muchas tribus de la Columna del Mundo —a decir verdad, mala fama— por mantener toda una reserva de ogros reproductores entre sus filas. A lo largo de generaciones, los Karuck se habían cruzado para crear guerreros orcos cada vez más corpulentos.

Evitados por las demás tribus, los Karuck se habían retirado a regiones cada vez más profundas de la Antípoda Oscura. En los últimos tiempos, se los conocía poco, y muchas tribus de orcos los consideraban apenas una leyenda.

Pero los orcos Quijada de Lobo y sus aliados de la tribu Colmillo Amarillo, la de Toogwik Tuk, sabían que no era así.

—Son sólo trescientos —les recordó Toogwik Tuk a los incrédulos.

Un segundo toque atronador de Kokto Gung Karuck estremeció las piedras.

—Ya —dijo Dnark, y meneó la cabeza.

—Debemos salir rápidamente al encuentro del jefe Grguch —dijo Toogwik Tuk—. La ansiedad de los guerreros de Karuck debe ser debidamente encauzada. Si caen sobre otras tribus y batallan y saquean…

—Entonces, Obould los usará como una prueba más de que su forma de actuar es mejor —acabó Dnark.

—Vamos —dijo Toogwik Tuk, y dio un paso adelante.

Dnark se dispuso a seguirlo, pero Ung-thol vaciló. Los otros dos hicieron una pausa y contemplaron al chamán más viejo.

—No conocemos el plan de Obould —les recordó Ung-thol.

—Se ha detenido —dijo Toogwik Tuk.

—¿Para fortalecerse? ¿Para considerar cuál es el mejor camino? —preguntó Ung-thol.

—¡Para construir y para conservar sus magras conquistas! —sostuvo el otro chamán.

—Eso fue lo que nos dijo su consorte —añadió Dnark, y una sonrisa de complicidad asomó a su colmilluda cara, mientras sus labios, erizados de dientes que sobresalían en mil direcciones azarosas, esbozaban un gesto acorde—. Tú conoces a Obould desde hace muchos años.

—Y a su padre antes que a él —reconoció Ung-thol—. Y lo he seguido hasta aquí, hacia la gloria. —Hizo una pausa para comprobar el efecto de sus palabras—. No hemos conocido ninguna victoria como ésta… —dijo, y volvió a hacer una pausa y levantó los brazos— en lo que dura la memoria de los vivos.

Ha sido Obould quien ha hecho esto.

—Es el principio y no el final —replicó Dnark.

—Muchos grandes guerreros caen en el camino de la conquista —añadió Toogwik Tuk—. Ésa es la voluntad de Gruumsh. Ésa es la gloria de Gruumsh.

Los tres se sobresaltaron cuando el ronco sonido de Kokto Gung Karuck volvió a sacudir las piedras.

Toogwik Tuk y Dnark guardaron silencio otra vez, mirando a Ung-thol y esperando su decisión.

El viejo chamán orco echó una mirada melancólica hacia el sudoeste, la zona en la que sabía que estaría Obould; a continuación, hizo un gesto de asentimiento a sus dos compañeros y les indicó que abrieran la marcha.

La joven sacerdotisa Kna se pegó a él con movimientos felinos y seductores. Su cuerpo esbelto se deslizó lentamente en torno al poderoso orco, que sintió su aliento cálido sobre un lado del cuello, después sobre la nuca y finalmente sobre el otro lado.

Pero si bien Kna miraba intensamente al gran orco mientras se movía, su actuación no estaba dirigida a Obould.

El rey Obould lo sabía perfectamente, por eso su sonrisa tenía un doble origen mientras permanecía allí ante los chamanes y los jefes reunidos. Había elegido sabiamente al tomar a la joven y ensimismada Kna como consorte para reemplazar a Tsinka Shinriil. Kna no tenía reservas. Le encantaba sentir sobre sí las miradas de todos los presentes mientras se enroscaba en el rey Obould. Le gustaba a rabiar, y Obould lo sabía. Ansiaba sentirlas. Era su momento de gloria, y Kna sabía que sus iguales de todo el reino apretaban los puños muertas de celos. Ése era para ella el placer supremo.

Joven y muy atractiva según los cánones de su raza, Kna había ingresado como sacerdotisa de Gruumsh, pero ni de lejos era tan devota o fanática como lo había sido Tsinka. El dios de Kna —mejor dicho su diosa— era Kna, una concepción puramente egocéntrica del mundo, tan común entre los jóvenes.

Y era precisamente lo que Obould necesitaba. Tsinka le había prestado buenos servicios en el desempeño de su papel, porque siempre había defendido los intereses de Gruumsh, y lo había hecho fervorosamente. Tsinka había preparado la ceremonia mágica que había investido a Obould con grandes poderes, tanto físicos como mentales, pero su devoción era absoluta y tenía una gran estrechez de miras. Había dejado de ser útil al rey orco antes de que la arrojaran desde el borde del barranco para encontrar la muerte entre las piedras.

Obould echaba de menos a Tsinka. A pesar de su gran belleza física, de sus movimientos consumados y de todo el entusiasmo que despertaba en ella su posición, Kna no podía igualar a Tsinka haciendo el amor. Tampoco tenía la inteligencia y la astucia de Tsinka, ni mucho menos. No era capaz de susurrar al oído de Obould nada digno de ser escuchado y que no tuviera que ver con el acoplamiento. Y por eso, era perfecta.

El rey Obould tenía las ideas muy claras, y eran compartidas por un grupo de chamanes leales, sobre todo por un pequeño y joven orco llamado Nukkels. Obould no necesitaba parecer alguno que no viniera de ese grupo ni deseaba opiniones contrarias. Y por encima de todo, necesitaba una consorte en quien pudiera confiar. Kna estaba demasiado pendiente de sí misma como para que la preocuparan la política, los complots y las diversas interpretaciones de los deseos de Gruumsh.

Le permitió que continuara por un rato con su representación, y después la apartó de su lado con suavidad no exenta de firmeza y la colocó a distancia. Le indicó que se sentara en una butaca, cosa que se dispuso a hacer con un exagerado mohín de enfurruñamiento. El rey le respondió con un resignado encogimiento de hombros para aplacarla y procuró por todos los medios no demostrar su absoluto desdén. El rey orco volvió a señalarle su asiento, y al ver que dudaba, la guió firmemente hasta él.

Kna inició una protesta, pero Obould alzó su enorme puño para recordarle de forma inequívoca que estaba llegando al límite de su paciencia. Cuando la hubo dejado instalada con gesto malhumorado, el rey orco se volvió hacia su audiencia y le hizo una señal con la mano a Colmillo Roto Brakk, un correo del general Dukka que vigilaba la región militar más importante.

—El denominado Valle del Guardián está bien asegurado, divino rey —informó Colmillo Roto—. Se ha abierto la tierra para evitar que nadie pase, y las estructuras que coronan la muralla norte del valle están casi terminadas. Los enanos no pueden salir.

—¿Ni siquiera ahora? —preguntó Obould—. En la primavera no, pero ¿ahora tampoco?

—Ahora tampoco, grandeza —respondió Colmillo Roto confiado, y Obould se preguntó cuántos grandiosos tratamientos se inventaría su gente para él.

—Si los enanos salieran de Mithril Hall por las puertas occidentales, los mataríamos en el valle desde las alturas —les aseguró Colmillo Roto a los allí reunidos—. Aun cuando algunos de los feos enanos consiguieran atravesar el terreno del oeste, no encontrarían escapatoria. Las murallas están levantadas, y el ejército del general Dukka está debidamente atrincherado.

—Y nosotros, ¿podemos entrar? —preguntó el jefe Grimsmal del dan Grimm, una populosa e importante tribu.

Obould le lanzó al impertinente orco una mirada que nada tenía de halagadora, pues ésa era la pregunta con más carga y peligro de todas. Ese era el punto de discordia, la fuente de todas las habladurías y de todas las disputas entre las diversas facciones. Siguiendo a Obould, habían arrasado tierras y habían alcanzado la mayor gloria desde hacía décadas, siglos quizá.

Pero muchos se preguntaban abiertamente con qué fin. ¿Para seguir adelante con las conquistas y el pillaje? ¿Hasta las cuevas de un clan enano o las avenidas de una gran ciudad humana o elfa?

Sin embargo, mientras pensaba en esas cosas, especialmente en las habladurías que circulaban entre los distintos chamanes y jefes, Obould cayó en la cuenta de que Grimsmal tal vez le había hecho un favor sin darse cuenta.

—No —dijo Obould con firmeza, antes de que pudieran caldearse los ánimos—. Los enanos tienen su guarida y mantienen su guarida.

—Por ahora —se atrevió a decir el obstinado Grimsmal.

Por toda respuesta, Obould sonrió, aunque nadie supo si era una sonrisa de mera diversión o de asentimiento.

—Los enanos han salido de su guarida por el este —le recordó otro de los reunidos, una criatura menuda con ropas de chamán—. Todo el invierno han estado construyendo a lo largo de la línea de la cordillera. Ahora tratan de conectar y reforzar murallas y torres, desde las puertas al gran río.

—Y están haciendo cimentaciones a lo largo de la orilla —añadió otro.

—Van a construir un puente —coligió Obould.

—¡Esos necios enanos están haciendo el trabajo por nosotros! —bramó Grimsmal—. Van a facilitar nuestro paso a tierras más anchas.

Todos los demás asintieron y sonrieron, y un par de ellos se dieron palmadas en la espalda.

Obould también sonrió. El puente realmente prestaría un gran servicio al reino de Muchas Flechas. Se volvió hacia Nukkels, que le devolvió su mirada satisfecha y asintió levemente como respuesta.

El puente serviría, sin duda, Obould lo sabía, pero no de la forma que pensaban Grimsmal y muchos de los demás, tan ávidos de guerra.

Mientras las charlas continuaban a su alrededor, el rey Obould imaginaba calladamente una ciudad orca al norte de las defensas que los enanos estaban construyendo a lo largo de la cadena montañosa. Sería un gran asentamiento, con calles anchas para que pudieran pasar por ellas las caravanas, y edificios sólidos adecuados para el almacenamiento de muchos productos. Obould necesitaría amurallarla para protegerla de los bandidos, o de los orcos demasiado ávidos de guerra, a fin de que los mercaderes que llegasen desde el otro extremo del puente del rey Bruenor pudieran descansar confiadamente antes de iniciar su viaje de regreso.

El sonido de su nombre sacó al rey orco de sus contemplaciones, y cuando alzó la vista, vio que muchos lo miraban con curiosidad. Era evidente que se le había escapado una pregunta.

No importaba.

Ofreció como respuesta una sonrisa sosegada que los desarmó a todos, y la sed de batalla que impregnaba el aire le recordó que estaban muy lejos de la construcción de semejante ciudad.

Sin embargo, iba a ser un logro magnífico.

—El estandarte amarillo de Karuck —informó Toogwik Tuk a sus dos compañeros mientras el trío avanzaba por un valle serpenteante, lleno de nieve, por debajo de la cueva que los orcos venidos de la Antípoda Oscura usaban como principal salida.

Dnark y Ung-thol entornaron los ojos bajo el resplandor del mediodía, y ambos asintieron al distinguir los dos pendones amarillos salpicados de rojo que ondeaban con el frío viento invernal. Ya sabían que debían de estar cerca, pues habían pasado por un par de campamentos abandonados precipitadamente en el protegido valle. Era evidente que la marcha del clan Karuck había hecho que otros orcos huyeran tan lejos tan rápidamente como les habían permitido sus medios.

Toogwik Tuk abrió la marcha por la pendiente rocosa que ascendía entre aquellos estandartes. Unos enormes guardias orcos salieron a bloquearles el paso; llevaban en las manos palos de elaborados y diversos diseños provistos de hojas laterales y acabados en punta de lanza. Eran mitad hachas y mitad lanzas, y su peso ya resultaba bastante intimidante, pero para aumentar su impacto, el trío que se acertaba no pudo por menos que observar la facilidad con que los guardias del clan Karuck manejaban las pesadas armas.

—Son tan grandes como Obould —observó Ung-thol en voz baja—, y eso que no son más que guardias.

—Los orcos de Karuck que no alcanzan ese tamaño y esa fuerza son utilizados como esclavos, al menos eso dicen —dijo Dnark.

—Y así es —dijo Toogwik Tuk, volviéndose hacia los otros dos—. Y a los enclenques no se les permite reproducirse. Con un poco de suerte, se los castra a una edad temprana.

—Eso hace que aumente mi inquietud —dijo Ung-thol, que era el más pequeño del trío.

En sus años mozos, había sido un buen guerrero, pero una herida lo había dejado un poco imposibilitado, y el chamán había perdido algo de musculatura en las dos décadas transcurridas desde entonces.

—No te inquietes. Tú eres demasiado viejo para que valga la pena castrarte —se burló Dnark, y le hizo señas a Toogwik Tuk de que se adelantara para anunciarlos a los guardias.

Aparentemente, el más joven de los sacerdotes hizo bien su trabajo, ya que los tres fueron conducidos por el camino hacia el campamento principal. Poco después estaban en presencia del imponente Grguch y de su consejero, el sacerdote de guerra Hakuun. Grguch estaba sentado en una silla hecha de piedras y tenía en la mano su temida hacha de batalla de dos hojas. El arma, llamada Rampante, evidentemente era muy pesada, pero Grguch la levantó con toda facilidad ante sí con una sola mano.

La volvió lentamente, para que sus huéspedes pudieran tener una visión clara y una comprensión cabal de las muchas formas en que Rampante podía matarlos. El mango de metal negro del hacha, que sobresalía más allá de las alas de las hojas enfrentadas, tenía la forma de un dragón estirado y envolvente, con las pequeñas patas delanteras juntas y los grandes cuernos de su cabeza presentando una formidable punta de lanza. En la base, la larga cola del dragón se curvaba por encima de la empuñadura, formando una protección. Estaba completamente cubierta de púas, de modo que un ataque de Grguch con ella equivalía a las cuchilladas de varias dagas. Lo más impresionante eran las hojas, las alas simétricas de la bestia.

Eran de mithril plateado y reluciente, y sobresalían por arriba y por abajo, reforzadas a la distancia de un dedo aproximadamente por una delgada barra adamantina oscura, que creaba púas superiores e inferiores a lo largo de cada hoja. Los bordes convexos eran tan largos como la distancia que iba del codo de Dnark a las puntas de sus dedos extendidos, y a ninguno de los tres visitantes les costó ningún trabajo imaginar cómo sería ser cortado en dos por un solo tajo de Rampante.

—Bienvenido a Muchas Flechas, gran Grguch —dijo Toogwik Tuk con una respetuosa reverencia—. La presencia del clan Karuck y de su valioso jefe nos hace más grandes.

Grguch dejó que su mirada se paseara lentamente por los tres visitantes y, a continuación, se posara en Hakuun.

—Descubriréis la verdad de vuestra esperanzada afirmación —dijo, volviendo a mirar a Toogwik Tuk— cuando aplaste con mi bota los huesos de enanos, elfos y feos humanos.

Dnark no pudo evitar una sonrisa al mirar a Ung-thol, que también parecía muy complacido. A pesar de lo delicado de su posición, estando como estaban rodeados por semejante número de fieros e impredecibles miembros del clan, las cosas iban bastante bien.

De la misma caverna de la que habían salido Grguch y el clan Karuck, surgió una figura mucho menos imponente, salvo para quienes tuvieran una especial fobia a las serpientes.

Revoloteando con unas alas que parecían más propias de una gran mariposa, la reptiliana criatura trazó una trayectoria zigzagueante por la cueva hacia la menguante luz del día.

El crepúsculo era lo más brillante que había visto la criatura en todo un siglo, y tuvo que posarse dentro de la cueva y pasar un buen rato allí para que sus ojos se acostumbraran a la luz.

—¡Ah, Hakuun!, ¿por qué has hecho esto? —preguntó el mago, que no era realmente una serpiente, y mucho menos una serpiente voladora. A cualquiera que anduviese por allí le habría parecido curioso oír suspirar a una serpiente alada.

Se deslizó hacia un rincón más oscuro y empezó a mirar de tanto en tanto para dar a sus ojos ocasión de habituarse.

Sabía la respuesta a la pregunta que acababa de hacer. La única razón por la que los brutos del clan Karuck podían salir eran la guerra y el pillaje. Y si bien la guerra podía ser un espectáculo interesante, el mago Jack, o Jack el Gnomo, como solían llamarlo en otra época, realmente ahora mismo no tenía tiempo que perder. Sus estudios lo habían llevado a internarse en las entrañas de la Columna del Mundo, y su fácil manipulación del clan Karuck, desde tiempos del padre, del padre, del padre, del padre de Hakuun, le habían dado una cobertura magnífica para sus empresas, eso por no hablar de la gloria que se había derramado sobre la pequeña y miserable familia de Hakuun.

Después de un buen rato, cuando sólo quedaban en el aire atisbos de luz diurna, Jack se deslizó hasta la salida de la caverna y echó una mirada al vasto panorama. Un par de conjuros le permitirían localizar a Hakuun y a los demás, por supuesto, pero la perspicaz criatura no necesitaba magia alguna para percibir que algo había… cambiado. Algo apenas perceptible en el aire…, un olor o unos sonidos distantes tal vez, tocó la sensibilidad de Jack. Había vivido en una época en la superficie, hacía tanto tiempo que ya no lo recordaba, antes de haber coincidido con los illitas y los demonios en su cometido de aprender una magia más poderosa y tortuosa que las típicas evocaciones de los magos mundanos. Había vivido en la superficie cuando era realmente un gnomo, algo de lo que ya no podía vanagloriarse. Ahora muy pocas veces lucía ese aspecto, y había llegado a entender que la forma física no era en absoluto tan importante ni definitoria. Era una criatura afortunada, lo sabía, en gran medida gracias a los illitas, porque había aprendido a trascender los límites de lo corpóreo y de lo mortal.

Sintió una especie de pena al mirar la gran extensión de tierra poblada por criaturas tan inferiores, criaturas que no entendían la verdad del multiverso ni el poder real de la magia.

Ése era el blindaje de Jack mientras contemplaba el panorama, porque necesitaba todo ese orgullo para suprimir los otros sentimientos inevitables que se arremolinaban en su cabeza y en su corazón. A pesar de toda su superioridad, Jack había pasado el último siglo, o más, casi totalmente solo. Si bien había encontrado increíbles revelaciones y nuevos conjuros en su sorprendente taller, con su equipamiento alquímico y montones de pergaminos y provisión interminable de tinta y libros de conjuros que multiplicaban por varias su estatura de gnomo, sólo mintiéndose podía Jack empezar siquiera a aceptar el paradójico giro del destino que le había concedido prácticamente la inmortalidad. Porque si bien —y tal vez debido a eso precisamente— no era previsible que muriera pronto por causas naturales, Jack era muy consciente de que el mundo estaba lleno de peligros mortales. Una larga vida había llegado a significar «más que perder», y Jack había estado encerrado en su seguro laboratorio no sólo por las gruesas piedras de la Antípoda Oscura, sino también por su miedo.

Ese laboratorio, oculto y protegido por medios mágicos, seguía siendo un lugar seguro, a pesar de que sus protectores involuntarios, el clan Karuck, se hubieran marchado de la Antípoda Oscura. Y no obstante, Jack los había seguido. Había seguido al patético Hakuun, pese a que no valía mucho la pena seguirlo, porque en lo más íntimo sabía, aunque no estuviera muy dispuesto a admitirlo, que quería regresar, recordar por última vez que era Jack el Gnomo.

Lo que vio lo dejó gratamente sorprendido. Algo zumbaba en el aire que le rodeaba; algo apasionante y lleno de posibilidades.

Jack pensó que tal vez no conocía la dimensión del razonamiento de Hakuun al permitir que Grguch acudiera, y se sintió intrigado.