Capítulo 19


Una conjetura del Rey orco

—¡Por todas las glorias de Gruumsh! —chilló, gozosa, Kna cuando las noticias de la victoria en el Surbrin se propagaron como un reguero de pólvora en el entorno del rey Obould—. ¡Hemos matado a los enanos!

—Los hemos herido en lo vivo y los hemos dejado vulnerables —dijo el mensajero.

Había llegado desde el campo de batalla un orco llamado Oktule, que era miembro de una de las muchas tribus menores que se habían sumado a la marcha del jefe Grguch, un nombre que Oktule pronunciaba con frecuencia, según observó amargamente Obould.

—Sus murallas están muy mermadas y el invierno se retira rápidamente. Tendrán que trabajar durante todo el verano, construyendo mientras defienden su posición en el Surbrin.

Los orcos presentes empezaron a vitorear a voz en cuello.

—¡Hemos dejado Mithril Hall aislado de sus aliados!

Las ovaciones se hicieron más fuertes.

Obould permanecía allí sentado, tratando de asimilar todo aquello. Sabía que Grguch no había conseguido nada de eso, pues los astutos enanos tenían túneles por debajo del Surbrin, y muchos otros que se extendían hacia el sur. No obstante, era difícil restar importancia a la victoria, en términos tanto prácticos como simbólicos. El puente, de haber quedado terminado, habría proporcionado un fácil y cómodo acceso a Mithril Hall desde Luna Plateada, el Acantilado del Invierno, el Bosque de la Luna y las demás comunidades de los alrededores, y un camino fácil para que el rey Bruenor continuara con sus provechosos negocios.

Claro estaba que la victoria de un orco era un contratiempo para otro orco. También Obould había deseado hacer suyo un trozo del puente sobre el Surbrin, pero no de esa manera, no como un enemigo. Y, por supuesto, no a costa de conceder toda la gloria al misterioso Grguch. Tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar el desprecio que sentía. Ir en contra de la alegría reinante podía despertar sospechas, quizá hasta fomentar un levantamiento.

—¿El jefe Grguch y el clan Karuck no ocuparon el terreno? —La pregunta no tenía nada de inocente, pues él bien sabía la respuesta.

—Alústriel y un grupo de magos estaban con los enanos —explicó Oktule—. El jefe Grguch suponía que todos los enanos se les echarían encima con la luz de la mañana.

—Sin duda, con el rey Bruenor, Drizzt Do’Urden y el resto de los extraños amigos a la cabeza —musitó Obould.

—No éramos suficientes para hacerles frente —admitió Oktule.

Obould miró más allá del mensajero, a la multitud congregada.

Vio más inquietud que otra cosa en sus rostros, junto con un fondo de… ¿Qué? ¿Desconfianza, quizá?

El rey orco se puso de pie y se irguió cuan alto era; superaba en estatura a Oktule. Alzó la vista y contempló a la multitud.

—¡Una gran victoria de todos modos! —dijo con taimada sonrisa.

Las ovaciones alcanzaron nuevas cotas, y Obould, que ya estaba que se subía por las paredes, aprovechó la ocasión para retirarse a su tienda con la omnipresente Kna y el sacerdote Nukkels pisándole los talones.

Llegado a la cámara interior, ordenó salir a todos sus guardias.

—Tú también —le soltó Kna a Nukkels, suponiendo equivocadamente que la gloriosa noticia había excitado tanto a su compañero como a ella.

Nukkels le sonrió y miró a Obould, quien confirmó sus sospechas.

—Tú también —repitió Obould, pero dirigiéndose a Kna y no al sacerdote—. Márchate hasta que vuelva a llamarte a mi lado.

Kna abrió desaforadamente los ojos amarillos, y de un modo instintivo, se acercó a Obould y empezó su sensual maniobra envolvente a su alrededor, pero él, con la fuerza de un gigante, la arrancó de su lado con una sola mano.

—No hagas que te lo tenga que repetir —dijo lenta y deliberadamente, como si fuera un padre dirigiéndose a su hija.

Con un giro de muñeca hizo que Kna saliera despedida hacia atrás, tambaleándose. De esa manera se marchó, con los ojos muy abiertos por la conmoción y fijos en la expresión aterradora de Obould.

—Tenemos que comunicarnos con Gruumsh para determinar la siguiente victoria —le dijo Obould, suavizando conscientemente su gesto—. Más tarde jugarás con Obould.

Eso pareció calmar un poco a la estúpida Kna, que incluso esbozó una sonrisa antes de salir de la cámara.

Nukkels empezó a hablar en ese momento, pero Obould lo paró en seco, alzando una mano.

—Dale tiempo para que se aleje debidamente —dijo el rey en voz alta—, porque si mi querida consorte llegara a oír las palabras de Gruumsh, éste exigiría su muerte.

En cuanto pronunció esas palabras, una rápida sucesión de pasos le confirmó sus sospechas de que su insensata Kna podría estar escuchando. Obould miró a Nukkels y suspiró.

—Un idiota informante, al menos —observó el sacerdote, y Obould se limitó a encogerse de hombros.

Nukkels empezó a formular un conjuro, haciendo movimientos ondulantes con los brazos y estableciendo protecciones para aislar la zona en torno a Obould y a sí mismo.

Cuando hubo acabado, Obould hizo un gesto de aprobación.

—He oído demasiadas veces el nombre del jefe Grguch últimamente. ¿Qué sabes del clan Karuck?

Esa vez fue Nukkels el que se encogió de hombros.

—Semiogros, según los rumores que no puedo confirmar. No los conozco.

—Y sin embargo, oyeron mi llamada.

—Han acudido muchas tribus de los poblados de la Columna del Mundo, tratando de participar del triunfo del rey Obould.

Seguramente, los sacerdotes del clan Karuck se habrán enterado de nuestra marcha mediante comunión con Gruumsh.

—O por voces mortales.

Nukkels se quedó pensando un momento.

—Sin duda, ha habido una cadena de susurros y gritos —respondió con cautela, ya que el tono de Obould daba idea de algo más infame.

—Viene y ataca el Bosque de la Luna; después, se marcha hacia el sur y pasa por encima de la muralla de los enanos. Para un jefe que vivía en las profundas cuevas de las montañas lejanas, Grguch parece conocer bien a los enemigos que acechan en las fronteras de Muchas Flechas.

Nukkels asintió.

—Crees que el clan Karuck fue llamado a propósito —dijo.

—Creo que sería un tonto si no averiguara si fue así —replicó Obould—. No es ningún secreto que muchos ven con malos ojos mi decisión de hacer una pausa en nuestra campaña.

—¿Una pausa?

—Es lo que creen.

—Entonces, surge un instigador para hacer que Obould siga adelante.

—¿Un instigador, o un rival?

—Nadie sería tan necio —dijo el sacerdote con apropiada y prudente expresión de incredulidad.

—No sobreestimes la inteligencia de las masas —dijo Obould—. Pero ya sea un instigador o un rival, Grguch ha perjudicado mis planes. Tal vez los haya dañado irreparablemente. Podemos esperar un contraataque del rey Bruenor. Estoy seguro, y de muchos de sus aliados para mayor desgracia.

—Grguch les ocasionó daño, pero se marchó —le recordó Nukkels—. Si ve que ese ataque es un señuelo, Bruenor no será tan tonto como para abandonar la seguridad de Mithril Hall.

—Esperemos, y ojalá que podamos contener rápidamente a ese impetuoso jefe. Envía a Oktule de vuelta a Grguch diciéndole que quiero hablar con él. Ofrece una invitación al clan Karuck a un gran festín para celebrar sus victorias.

Nukkels asintió.

—Y prepárate para un viaje, mi leal amigo —prosiguió Obould.

Ese tratamiento cogió a Nukkels desprevenido, pues no hacía mucho que conocía a Obould y sólo había hablado personalmente con el rey orco después de que Obould se salvara del alud que a punto estuvo de matarlos a él y al elfo oscuro.

—Yo iría al mismísimo Mithril Hall por el rey Obould Muchas Flechas —respondió Nukkels, con gesto altivo y determinado.

Obould sonrió y asintió, y Nukkels supo que no se había equivocado en su apuesta. Su respuesta había sido sincera y oportuna, ya que había venido, después de todo, del «leal amigo» del rey.

—¿Debo invitar a Kna y a tu guardia privada a que regresen contigo, gran señor? —preguntó Nukkels con una gran reverencia.

Obould lo pensó por un momento y negó con la cabeza.

—Los llamaré cuando los necesite —le dijo al sacerdote—. Ve y habla con Oktule. Ponlo de camino y regresa aquí esta noche con el petate preparado para un largo y difícil camino.

Nukkels repitió la reverencia, se volvió y salió, presuroso.

—Vaya, es bueno que estés aquí, señora —le dijo Bruenor a Alústriel cuando se encontraron junto a la muralla.

Catti-brie estaba junto a la señora de Luna Plateada, y Regis y Thibbledorf Pwent acompañaban a Bruenor.

No lejos de allí, Cordio Carabollo y otro sacerdote enano se pusieron a trabajar de inmediato donde estaba empalado el pobre Duzberyl, al que liberaron con toda la suavidad de que fueron capaces.

—¡Ojalá pudiéramos haber hecho más! —replicó Alústriel solemnemente—. Al igual que los tuyos, nos dejamos engañar por los últimos meses de tranquilidad, y el ataque de los orcos nos tomó por sorpresa. No teníamos preparados los conjuros oportunos, ya que nuestros estudios estaban centrados en la terminación del puente del Surbrin.

—Hicisteis algo de daño a esos cerdos y permitisteis que la mayor parte de mis muchachos volvieran a Mithril Hall —dijo Bruenor—. Nos has hecho mucho bien y no vamos a olvidarlo.

Alústriel respondió con una inclinación de cabeza.

—Y ahora que lo sabemos, no van a volver a sorprendernos —prometió—. Nuestros trabajos en el puente se verán retrasados, por supuesto, ya que la mitad del repertorio mágico de cada día lo dedicaremos a conjuros para defender el terreno y rechazar a los invasores. Y de hecho, sólo mantendremos una pequeña dotación en el puente, hasta que la muralla y las torres queden reparadas y terminadas. El puente no servirá para fines prácticos hasta que…

—¡Bah! —bufó Bruenor—. Todo eso es discutible. Ya hemos visto el verdadero espíritu de Obould, si es que lo tiene. Dedica todos tus conjuros a matar orcos, a menos que necesites que tus Caballeros de Plata crucen el Surbrin. Cuando hayamos acabado con los malditos orcos, podremos preocuparnos del puente y de la muralla, aunque creo que la muralla no nos hará mucha falta.

Detrás de él, Thibbledorf Pwent resopló, igual que algunos otros, pero Alústriel lo miró con curiosidad, como si no lo entendiera.

Cuando Bruenor se dio cuenta de su expresión, su propia cara se convirtió en una mueca de absoluto descreimiento. Esa mirada se intensificó al notar el gesto que hacía Catti-brie a Alústriel y que vino a confirmar que no había interpretado mal a la señora de Luna Plateada.

—¿Crees que debemos atrincherarnos y dejar que Obould juegue el juego que él quiere? —preguntó el enano.

—Yo aconsejo cautela, buen rey —dijo Alústriel.

—¿Cautela?

—Los orcos no ocuparon la posición —comentó Alústriel—. Atacaron y, a continuación, escaparon, probablemente para provocar una respuesta tuya. Les hubiera gustado que salieras rugiendo de Mithril Hall, hecho una furia. Y ahí fuera —dijo, y señaló hacia el norte salvaje— hubieran librado una batalla contra ti en el terreno que ellos eligieran.

—Lo que dice tiene sentido —añadió Catti-brie, pero Bruenor soltó otro bufido.

—Y si piensan que el clan Battlehammer va a luchar solo, entonces creo que su plan es bueno —dijo Bruenor—, pero caerán en una trampa. Vaya sorpresa cuando la trampa que ellos montaron se cierre con toda la fuerza de la Marca Argéntea. ¡Con los magos y los Caballeros de Plata de Alústriel, los miles del ejército de Felbarr y con los de Adbar! Con el ejército de Sundabar, capitaneado en el flanco de Obould por los elfos del Bosque de la Luna, que no son muy partidarios de los malditos orcos, por si no te has dado cuenta.

Alústriel apretó los labios, y su respuesta quedó clarísima.

—¿Qué? —bramó Bruenor—. ¿No los vas a llamar? ¿Ahora no?

¿No después de ver lo que se propone Obould? ¡Esperábamos una tregua, y ya ves cuál es la verdad de esa tregua! ¿Qué más te hace falta?

—No es cuestión de pruebas, buen enano —replicó Alústriel, tranquila pero firme, aunque su voz tenía un tono más estridente que de costumbre—. Es una cuestión de sentido práctico.

—¿Sentido práctico o cobardía? —preguntó Bruenor.

Alústriel tomó la pulla con un resignado encogimiento de hombros.

—Dijiste que estarías de parte de mis muchachos cuando lo necesitáramos —le recordó Bruenor.

—Y lo hará… —empezó a decir Catti-brie, pero se cayó cuando vio que la mirada amenazadora de Bruenor se hacía extensiva a ella.

—Tu amistad está muy bien cuando se trata de palabras y de construir, pero cuando hay sangre… —la acusó Bruenor.

Alústriel extendió el brazo para señalar a Duzberyl, cuyo cadáver yacía en el suelo mientras Cordio formulaba una plegaria.

—¡Bah, eso porque te viste sorprendida en un combate, pero yo no hablo de uno! —prosiguió Bruenor—. Yo perdí a una docena de buenos muchachos anoche.

—Toda la Marca Argéntea llora por tus muertos, rey Bruenor.

—¡Yo no te pido que llores! —le gritó Bruenor, y alrededor cesaron los trabajos.

Enanos, humanos y elfos, incluido Hralien, se volvieron a mirar al enfurecido rey de Mithril Hall y a la gran señora de Luna Plateada, a quien ninguno de ellos había imaginado jamás que pudieran gritarle de esa manera.

—¡Lo que te pido es que luches! —prosiguió el testarudo Bruenor—. Lo que te estoy pidiendo es que hagas lo correcto y envíes a tus ejércitos. ¡A todos tus malditos ejércitos! ¡Obould debe estar en un agujero, y tú lo sabes! ¡Reúne, pues, tus ejércitos; reúne a todos los ejércitos y pongámoslo en su sitio!

»¡Pongamos la Marca Argéntea otra vez donde debe estar!

—Dejaremos toda la tierra entre Mithril Hall y la Columna del Mundo teñida de sangre, de la sangre de enanos, y hombres, y elfos —le advirtió Alústriel—. Las hordas de Obould están bien…

—¡Y decididas a seguir atacando hasta que se las pare! —Bruenor alzó su voz por encima de la de ella—. ¡Ya oíste lo del Bosque de la Luna y sus muertos, y ahora has visto con tus propios ojos su ataque! No puede ser que dudes de lo que ese asqueroso orco tiene en la cabeza.

—Pero abandonar las posiciones defensivas contra semejantes fuerzas…

—No tenemos elección. Es ahora o mañana, o yo y mis muchachos estaremos siempre así, combatiendo a Obould por un puente, o por una puerta cada vez —dijo Bruenor—. ¿Piensas que no hemos soportado sus golpes? ¿Piensas que podemos mantener nuestras dos puertas cerradas a cal y canto, y también nuestros túneles, por si los malditos cerdos van y aparecen entre nosotros?

Bruenor entrecerró los ojos y su expresión fue de clara desconfianza.

—¿O es que esa situación complacería a Alústriel y a todos los demás? Los enanos de Battlehammer mueren y a los demás les parece bien ¿es así?

—Por supuesto que no —protestó Alústriel, pero sus palabras no contribuyeron en nada a suavizar la furia del rey Bruenor.

—Mi chica, que está a tu lado, acaba de volver de Nesme y ha alabado la excelente labor de tus caballeros, que obligaron a los trolls a volver a los pantanos —prosiguió Bruenor—. Parece ser que Nesme es más grande que antes de los ataques, en gran medida por tu propio trabajo. ¿Eso no hace que Alústriel se sienta orgullosa?

—Padre —le advirtió Catti-brie, sorprendida por su sarcasmo.

—Claro está que esa gente se parece más a la tuya, en su aspecto y su forma de pensar.

—Deberíamos seguir esta conversación en privado, rey Bruenor —dijo Alústriel.

Bruenor le respondió con un bufido y un gesto de la mano. Giró sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas, con Thibbledorf Pwent detrás.

Regis se quedó, y echó una mirada compungida a Alústriel y a Catti-brie.

—Se calmará —dijo Regis sin mucha convicción.

—No estoy tan segura de querer que así sea —admitió Catti-brie con una mirada a Alústriel.

A la señora de Luna Plateada no le quedó más que alzar las manos en señal de impotencia, de modo que Catti-brie se fue, cojeando, en pos de su querido padre.

—Es un día aciago, amigo Regis —dijo Alústriel cuando la mujer se hubo marchado.

Regis abrió mucho los ojos, sorprendido de que alguien de la categoría de Alústriel se dirigiera a él directamente.

—Así es como comienzan las grandes guerras —explicó Alústriel—. Y ten por seguro que, independientemente del resultado, nadie saldrá vencedor.

En cuanto el sacerdote se hubo marchado, Obould se alegró de su decisión de no haber llamado a sus allegados. Necesitaba estar solo, desahogarse, divagar y meditar las cosas. En lo más íntimo sabía que Grguch no era un aliado y que no había llegado accidentalmente. Desde el desastre en la antecámara occidental de Mithril Hall y el rechazo del ejército de trolls de Proffit, los orcos y los enanos estaban en un punto muerto, y Obould daba gracias por ello, pero sólo en privado, pues sabía que iba en contra de las tradiciones, los instintos y los condicionamientos de su raza guerrera. No le llegaban directamente las voces de protesta, por supuesto, ya que cuantos lo rodeaban le temían demasiado como para caer en semejante insolencia, pero no le pasaban desapercibidas las señales de descontento, incluso en cierto trasfondo que se adivinaba en las alabanzas que lanzaban a su paso. Los incansables orcos querían seguir la campaña, volver a Mithril Hall, cruzar el Surbrin hasta Luna Plateada y Sundabar, y especialmente hasta la Ciudadela Felbarr, que en un tiempo muy lejano habían proclamado suya.

—El coste… —musitó Obould, negando con la cabeza.

Perdería a miles de guerreros en semejante empresa, aun cuando sólo tratase de desalojar al feroz rey Bruenor. Y si iba más allá, serían decenas de miles, y aunque nada le habría gustado más que hacerse con el trono de Luna Plateada, Obould se daba cuenta de que, por más que reuniera a los orcos de todos los poblados del mundo, no era probable que lo consiguiera.

Era cierto que podía encontrar aliados, más gigantes y elfos oscuros, tal vez, o cualquiera de la multitud de razas y monstruos que sólo vivían para luchar y sembrar la destrucción.

Sin embargo, con una alianza así jamás podría reinar, y sus súbditos no podrían gozar de auténtica libertad y autodeterminación.

Y aunque consiguiera mayores conquistas con sus súbditos orcos, aunque ampliara el ámbito de influencia del reino de Muchas Flechas, la historia había demostrado definitivamente que el centro de semejante reino no podía mantenerse. Su mano era larga, y su dominio, férreo. ¿Suficiente para mantener los confines del reino de Muchas Flechas? ¿Suficiente para mantener a raya a Grguch y a los posibles conspiradores que habían atraído al fiero jefe a la superficie?

Obould cerró el poderoso puño cuando esa última pregunta tomó forma en su mente, y tras un gruñido largo y hondo, se mojó los labios como si saboreara la sangre de sus enemigos.

¿Eran acaso sus enemigos los del clan Karuck?

La pregunta lo devolvió a la realidad. Se estaba adelantando a los hechos. Un clan orco feroz y agresivo había llegado a Muchas Flechas y se había arrogado la potestad de luchar por su cuenta, como a menudo hacían los clanes orcos, y con resultados importantes y gloriosos.

Obould asintió considerando la verdad que había en todo aquello y dándose cuenta de los límites de su conjetura. No obstante, en lo más hondo sabía que tenía ante sí a un rival, y a un rival muy peligroso.

Con mirada reflexiva, el rey orco miró hacia el sudoeste, la dirección en que se encontraba el general Dukka con su fuerza de combate, en la que podía confiar. Se dio cuenta de inmediato de que iba a necesitar otro mensajero. Mientras Oktule iba en busca de Grguch y Nukkels viajaba a la corte del rey Bruenor con la oferta de una tregua, necesitaría a un tercero, el más rápido de los tres, para hacer venir a Dukka y a sus guerreros. Existía la posibilidad de que los enanos contraatacaran pronto, y de que lo hicieran con los peligrosos y furiosos elfos del Bosque de la Luna como aliados.

O, lo que era más probable, que fuera necesario dar una lección al clan Karuck.