El puente sobre el Surbrin
El mago extendió la mano, con los dedos cerrados como si fueran la garra de una gran ave rapaz. A pesar del viento frío, el sudor bañaba su frente mientras en su rostro se reflejaba claramente el esfuerzo.
La piedra era demasiado pesada para él, pero no cejaba en su asalto telecinético para levantarla por los aires. Abajo, en la otra orilla del río, canteros enanos fijaban denodadamente sus mordazas, mientras otros iban y venían rodeando la gran piedra para colocar una cadena extra allí donde se necesitaba. Sin embargo, a pesar de la fuerza y el ingenio de los artesanos enanos y de la ayuda mágica del mago de Luna Plateada, la piedra suspendida amenazaba con provocar un desastre.
—¡Joquim! —llamó otro ciudadano de Luna Plateada.
—N-no…, p-puedo…, sost…, sostenerla —dijo esforzadamente el mago Joquim con los dientes apretados.
El segundo mago pidió ayuda y corrió al lado de Joquim. No estaba especializado en potencia telecinética, pero había memorizado un conjuro para un caso como ése. Se lanzó a formular y dirigió sus energías mágicas hacia la piedra que se estremecía. La piedra se estabilizó, y cuando un tercer miembro del contingente de Luna Plateada acudió presuroso, la balanza se inclinó a favor de los constructores. Empezó a parecer casi fácil cuando la acción combinada de enanos y magos guió la piedra por encima de las aguas caudalosas del río Surbrin.
Con un enano situado en el extremo de una viga para dirigir la maniobra, el equipo con las mordazas colocó el bloque perfectamente sobre las piedras aún más grandes que ya habían sido puestas en su sitio. El enano que dirigía ordenó un alto, volvió a comprobar la alineación, y entonces alzó una bandera roja.
Los magos fueron retirando la ayuda mágica gradualmente y la piedra empezó a bajar poco a poco.
—¡A por la siguiente! —les gritó el enano a sus compañeros y a los magos de la orilla—. ¡Parece que la señora está casi lista para este tramo!
Todas las miradas se volvieron para mirar los trabajos en la orilla más próxima, el punto más cercano a Mithril Hall, donde Alústriel estaba de pie en el primer tramo tendido sobre el río.
Con expresión serena, musitaba las palabras de un poderoso conjuro de creación. Parecía fría y fuerte, casi una diosa encima de la rápida corriente. Sus ropajes blancos, orlados de verde claro, revoloteaban en torno a su esbelta figura. A casi nadie le sorprendió que apareciera ante ella un segundo tramo de piedra en dirección al siguiente grupo de soportes.
Alústriel dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y exhaló profundamente. Sus hombros se hundieron como si en el esfuerzo hubiera dejado algo más que fuerza mágica.
—Sorprendente —dijo Catti-brie, llegándose a su lado e inspeccionado la nueva losa que acababa de aparecer.
—Es el Arte, Catti-brie —respondió Alústriel—. Los dones de Mystra son realmente prodigiosos. —La miró un poco de soslayo—. Tal vez podría enseñarte.
Catti-brie lo tomó a broma, pero al mismo tiempo, al echar atrás la cabeza, torció la pierna de tal modo que sintió un dolor intenso en la dañada cadera, lo que le recordó que quizá sus días como guerrera habían llegado a su fin.
—Tal vez —dijo.
La sonrisa de Alústriel era sincera y cálida. La señora de Luna Plateada miró hacia atrás e hizo una seña a los canteros enanos, que acudieron corriendo con sus cubos de mortero para sellar y alisar el último tramo.
—¿Es permanente la piedra conjurada? —preguntó Catti-brie mientras ambas volvían por la rampa hacia la orilla.
Alústriel la miró como si la pregunta no tuviera sentido.
—¿Te parecería bien que desapareciera bajo las ruedas de una carreta?
Las dos rieron de buena gana ante la frívola respuesta.
—Quiero decir que si es piedra de verdad —explicó la mujer más joven.
—Sin duda, no es una ilusión.
—Pero a pesar de todo, la materia de la magia…
Alústriel frunció el entrecejo mirando a la mujer.
—La piedra es tan real como cualquier otra que los enanos pudieran extraer de una cantera, y el conjuro que la creó es permanente.
—A menos que se deshaga el conjuro —replicó Catti-brie.
—¡Ah! —dijo Alústriel, viendo por dónde iba la mujer.
—Sólo el mismísimo Elminster podría aspirar a deshacer la obra de Alústriel —dijo otro mago que andaba por allí.
Catti-brie miró al mago y luego a Alústriel.
—Exagera un poco, por supuesto —admitió Alústriel—, pero la verdad es que cualquier mago con poder suficiente para deshacer mis creaciones tendría también su propio arsenal de evocaciones capaces de destruir fácilmente un puente levantado sin magia.
—Pero un puente convencional puede protegerse contra rayos relampagueantes y otras evocaciones destructivas —dedujo Catti-brie.
—Igual que haremos con éste —prometió Alústriel.
—De modo que será tan seguro como si los enanos hubieran… —empezó a decir Catti-brie, y Alústriel acabó la frase junto con ella— extraído las piedras de una cantera.
Volvieron a reír juntas, hasta que Catti-brie añadió:
—Salvo frente a Alústriel.
La señora de Luna Plateada se paró en seco y miró a Catti-brie de frente.
—Tengo entendido que es muy fácil para un mago deshacer su propia magia —señaló Catti-brie—. Ninguna protección será capaz de evitar que con un gesto de la mano hagas desaparecer un tramo tras otro.
Una sonrisa de complicidad apareció en el hermoso rostro de Alústriel al mismo tiempo que enarcaba una ceja para expresar su admiración ante el razonamiento sensato y astuto de la mujer.
—Una ventaja añadida en el caso de que los orcos amenazaran esta posición y trataran de usar el puente para extender su amenaza a otras tierras —prosiguió Catti-brie.
—Otras tierras como Luna Plateada —admitió Alústriel.
—No te des demasiada prisa en cortar el puente hacia Mithril Hall, señora —dijo Catti-brie.
—En cualquier caso, Mithril Hall está conectado con la orilla oriental por medio de túneles —replicó Alústriel—. No abandonaremos a tu padre, Catti-brie. Nunca abandonaremos al rey Bruenor y a los valientes enanos del clan Battlehammer.
La sonrisa con que respondió Catti-brie fue espontánea, pues no dudaba de una sola de las palabras de esa promesa. Se volvió a mirar las losas conjuradas e hizo un gesto de aprobación, tanto del poder con que habían sido creadas como de la estrategia de Alústriel al reservarse la potestad de destruirlas fácilmente.
El sol de última hora de la tarde hizo brillar la humedad que cubría las amarillentas pupilas de Toogwik Tuk, ya que a duras penas podía contener las lágrimas ante aquel recordatorio feroz de lo que significaba ser orco. La marcha de Grguch por los tres poblados restantes había sido el éxito que él esperaba, y tras la arenga convenientemente modificada de Toogwik Tuk, todos los guerreros orcos capaces de aquellas aldeas se habían prestado ansiosamente a marchar con Grguch. Eso sólo había sumado otros doscientos soldados a las filas del feroz jefe del clan Karuck.
Pero pronto descubrieron, con asombro, que de poblados por los que no habían pasado también llegaban refuerzos. La noticia de la marcha de Grguch se había extendido por la región situada al norte de Mithril Hall, y los orcos ávidos de sangre de muchas tribus frustradas por el descanso invernal habían acudido a su llamada.
Mientras cruzaba el improvisado campamento, Toogwik Tuk pasaba revista a las docenas —no, centenares— de nuevos reclutas. Grguch se lanzaría sobre las fortificaciones enanas con un número más próximo a los dos mil que a los mil, según los cálculos del chamán. La victoria en el Surbrin estaba asegurada.
¿Podría el rey Obould frenar la marea de la guerra después de eso?
Toogwik Tuk meneó la cabeza con sincera decepción al pensar en el que había sido un gran líder. Algo le había ocurrido a Obould. El chamán se preguntó si podría haber sido la derrota flagrante que le habían infligido los enanos de Bruenor en su desventurado intento de echar abajo la puerta occidental de Mithril Hall. ¿O habría sido la pérdida de los conspiradores elfos oscuros y de Gerti Orelsdottr y sus secuaces, los gigantes de los hielos? También era posible que hubiera sido la pérdida de su hijo, Urlgen, en la batalla en lo alto de los acantilados al norte del Valle del Guardián.
Fuera cual fuese la causa, Obould no se parecía al feroz guerrero que había capitaneado la carga contra la Ciudadela Adbar, o que había puesto en marcha su arrasadora marcha hacia el sur desde la Columna del Mundo, apenas unos meses antes. Obould había perdido el sentido de lo que significa ser orco. Había perdido la voz de Gruumsh dentro de su corazón.
—Pide que esperemos —dijo con voz audible el chamán, mirando a los temibles guerreros—, y sin embargo, acuden por docenas ante la promesa de volver a combatir contra los malditos enanos.
Más seguro que nunca de la legitimidad de su conspiración, el chamán se dirigió rápidamente a la tienda de Grguch. Obould ya no oía la llamada de Gruumsh, pero Grguch sí que la oía, y una vez aplastados los enanos y obligados a meterse en sus agujeros ¿cómo podría pretender el rey Obould estar por encima del jefe del clan Karuck? ¿Y cómo podría Obould conservar la lealtad de las decenas de miles de orcos a los que había hecho salir de sus poblachos con promesas de conquista?
Obould les exigía que esperaran, que cultivaran las tierras como granjeros humanos. Grguch les exigía que afilaran sus lanzas y espadas para cortar mejor la carne de los enanos.
Grguch oía la llamada de Gruumsh.
El chamán encontró al jefe junto a una pequeña mesa, rodeado por dos de sus señores de la guerra y con un orco mucho más pequeño que estaba frente a los demás y manipulaba un montón de tierra y piedras que habían puesto sobre la mesa. Al acercarse, Toogwik Tuk reconoció el terreno que estaba describiendo el orco más pequeño, pues él había visto la cadena montañosa que desde el extremo oriental de Mithril Hall bajaba hasta el Surbrin.
—Bienvenido, vocero de Gruumsh —lo saludó Grguch—. Únete a nosotros.
Toogwik Tuk se acercó a un lado despejado de la mesa e inspeccionó el trabajo del explorador, que representaba un muro casi terminado hasta el Surbrin y una serie de torres de refuerzo.
—Los enanos han estado activos todo el invierno —dijo Grguch—. Tal como temías, han aprovechado la pausa del rey Obould para fortalecerse.
—Esperarán un ataque como el nuestro —observó el chamán.
—No se han visto grandes movimientos de tropas que lo anuncien —dijo Grguch.
—Salvo los nuestros —le recordó Toogwik Tuk.
Grguch respondió con una carcajada.
—Puede ser que hayan reparado en el movimiento de muchos orcos más cerca de su posición —concedió—. Tal vez esperen un ataque dentro de los próximos diez días.
Los dos señores de la guerra que acompañaban al bestial jefe rieron entre dientes al oír eso.
—Jamás esperarán uno esta misma noche —dijo Grguch.
Toogwik Tuk adoptó una expresión preocupada y miró, asustado, el campo de batalla.
—Ni siquiera hemos seleccionado a nuestras fuerzas… —dijo, iniciando una débil protesta.
—No hay nada que seleccionar —respondió Grguch—. Usaremos simplemente una táctica de ataque masivo.
—¿Ataque masivo? —preguntó el chamán.
—Un ataque multitudinario contra la muralla y más allá —dijo Grguch—. La oscuridad es nuestra aliada. Los arrasaremos tal como una ola borra la huella de una bota sobre la playa.
—No conoces las técnicas de las muchas tribus que se han sumado a nosotros.
—No lo necesito —declaró Grguch—. No necesito contar a mis guerreros. No necesito formarlos en líneas y escuadrones, ni organizar reservas para asegurarme de que nuestros flancos estén protegidos desde atrás lo suficiente como para evitar un asalto final de nuestros enemigos. Así es como actúan los enanos. —Hizo una pausa para mirar a los señores de la guerra, que sonreían tontamente, y al entusiasmado explorador—. No veo a ningún enano aquí dentro —dijo, y los demás se rieron.
Grguch se volvió a mirar a Toogwik Tuk. Abrió mucho los ojos, como alarmado, y olfateó el aire un par de veces.
—No —declaró, volviendo a mirar a sus señores de la guerra—. No huelo a enanos aquí dentro.
La risa que siguió fue mucho más fuerte, y a pesar de sus reservas, Toogwik Tuk fue lo bastante listo como para sumarse a ellos.
—Las tácticas son para los enanos —explicó el jefe—. La disciplina, para los elfos. Para los orcos, sólo… —Miró directamente a Toogwik Tuk.
—¿Ataque masivo? —preguntó el chamán, y en la espantosa cara de Grguch brotó una sonrisa de satisfacción.
—Caos —confirmó—. Ferocidad. Sangre y entrega. En cuanto se ponga el sol, empezaremos a correr, directamente hasta la muralla, directamente al Surbrin. Directamente hasta las puertas orientales de Mithril Hall. Puede ser que la mitad, quizá más, de nuestros guerreros encuentren esta noche la recompensa de una muerte gloriosa.
Toogwik Tuk entrecerró los ojos al oír eso y, en lo más hondo, se horrorizó. ¿Acaso empezaba a parecerse más a Obould en su forma de pensar?
Grguch le recordó las palabras de Gruumsh el tuerto.
—Morirán gozosos —prometió el jefe—. ¡Su último grito será de alborozo, no de agonía, y cualquiera que muera de otra manera, con pena, con tristeza o con miedo, merece ser ofrecido en sacrificio a Gruumsh antes de que comience nuestro ataque!
El tono y la ferocidad repentinos de su última afirmación sobresaltaron a Toogwik Tuk e hizo que los dos señores de la guerra del clan Karuck y los guardias que vigilaban el perímetro gruñeran y rechinaran los dientes. Por un instante, Toogwik Tuk casi se arrepintió de su llamada a las profundidades de donde había hecho venir al jefe Grguch.
Casi.
—Los enanos no han dado la menor muestra de haber notado nuestra marcha —dijo Grguch esa tarde ante una multitud, cuando el sol empezó a ocultarse.
Toogwik Tuk vio al peligroso sacerdote Hakuun de pie a su lado, y eso le dio qué pensar. Tenía la sensación de que Hakuun lo había estado observando todo el tiempo.
—No son conscientes del destino que les espera —exclamó Grguch—. No quiero gritos, sino carrera. Corred sin pérdida de tiempo hasta la muralla y rezad entre dientes a Gruumsh a cada paso.
No hubo formación ni movimientos coordinados, sólo una carga desaforada que había empezado a kilómetros del objetivo. No llevaban antorchas para iluminar el camino, ni luces mágicas creadas por Toogwik Tuk y los demás sacerdotes de Gruumsh.
Al fin y al cabo eran orcos; habían crecido en los túneles superiores de la tenebrosa Antípoda Oscura.
La noche era su aliada; la oscuridad, el medio en que se sentían cómodos.
Una vez, cuando era niño, Hralien había encontrado un gran montón de arena junto a uno de los dos lagos del Bosque de la Luna. Desde cierta distancia, el montículo de arena clara le había parecido descolorido con vetas de rojo, y al acercarse, el joven Hralien se había dado cuenta de que las vetas no eran de arena descolorida, sino que realmente se movían por la superficie del montículo. Como era joven e inexperto, al principio había temido que su hallazgo fuera un diminuto volcán.
Al examinarlo desde más cerca, sin embargo, se había dado cuenta de que el montón de arena era, en realidad, un hormiguero, y las vetas rojas eran hileras de criaturas de seis patas que marchaban adelante y atrás.
Hralien recordó aquella experiencia de hacía mucho tiempo al presenciar la carga de los orcos que pululaban por las pequeñas colinas rocosas al norte de las defensas orientales del rey Bruenor. Sus movimientos parecían no menos frenéticos ni su marcha menos determinada. Teniendo en cuenta su velocidad e intensidad y el obstáculo que les esperaba apenas tres kilómetros al sur, Hralien reconoció su intención.
El elfo se mordió el labio al recordar su promesa a Drizzt Do’Urden. Miró hacia el sur, estudiando el paisaje y recordando las sendas que podrían llevarlo más rápidamente a Mithril Hall.
Rompió a correr, temiendo que no pudiera cumplir la promesa que le había hecho a su amigo drow, porque la línea de los orcos se extendía delante de él y el camino que tenían que recorrer aquellas criaturas no era muy largo. Con gracia y agilidad supremas, Hralien saltaba de piedra en piedra, se aferraba a las ramas bajas de los árboles y atravesaba volando estrechos barrancos, aterrizando al otro lado a toda carrera. Se movía casi sin el menor sonido, a diferencia de los orcos, cuyas macizas pisadas resonaban en sus sensibles oídos elfos.
Sabía que debía extremar las precauciones, pues no podía darse el lujo de demorarse en una pelea, pero tampoco podía reducir su velocidad para escoger con cuidado su camino, ya que algunos de los orcos le llevaban ventaja, y los enanos necesitaban que los avisara con la mayor antelación posible. Así pues, seguía corriendo, saltando y trepando por acantilados y atravesando recónditos valles, donde la nieve se había derretido y formaba torrentes y pozas de aguas frías y cristalinas. Hralien trataba de evitar esas pozas, porque a menudo tenían hielo resbaladizo, pero pese a toda su destreza y su aguzada vista, de vez en cuando metía el pie en una y se asustaba ante el ruido inevitable que hacía.
Hubo un momento en que oyó el grito de un orco y temió haber sido descubierto. Unos pasos más adelante se dio cuenta de que la criatura simplemente estaba llamando a un compañero, lo que bastó para recordarle que los que abrían la marcha y los exploradores de la bestial fuerza lo rodeaban por todas partes.
Por fin, dejó atrás el ruido de los orcos, porque si bien los brutos podían moverse con gran velocidad, no podían igualar el paso de un ágil elfo, incluso a través de un terreno tan abrupto.
Poco después, al llegar a un promontorio rocoso, Hralien vio unas torres de piedra al sur, que bajaban desde lo alto de las montañas a la serpentina corriente plateada del río Surbrin.
—Demasiado pronto —musitó el elfo, desesperado, y echó una mirada atrás como esperando que todo el ejército de Obould le pasara por encima.
Meneó la cabeza e hizo una mueca antes de lanzarse en loca carrera hacia el sur.
—Lo tendremos listo en diez días —le dijo Alústriel a Catti-brie mientras las dos estaban sentadas con algunos de los demás magos de Luna Plateada en torno a una hoguera.
Uno de los magos, un humano robusto, de pelo oscuro y entrecano, y una perilla prolijamente recortada, había conjurado las llamas y jugaba con ellas, haciendo trucos para cambiarles el color, desde el naranja al blanco, al azul y al rojo. Un segundo mago, un semielfo bastante excéntrico, con pelo negro brillante mezclado por medios mágicos con mechones de un color rojo chillón, se unió a él y empezó a hacer que las ramas rojas tomaran la forma de un pequeño dragón. Al ver el desafío, el primer mago empezó a hacer lo mismo con las llamas azuladas, y los dos enfrentaron a sus feroces criaturas en un combate cuerpo a cuerpo. En seguida, otros magos empezaron a hacer sus apuestas.
Catti-brie los observaba, divertida e interesada, más de lo que habría pensado, y no dejaba de dar vueltas en la cabeza a las palabras que le había dicho Alústriel sobre probar suerte con las artes oscuras. Su experiencia con los magos era muy limitada y había tenido que ver, sobre todo, con la impredecible y peligrosamente necia familia Handel de Longsaddle.
—Ganará Asa Havel —le dijo Alústriel al oído, señalando al mago semielfo que había manipulado la llama roja—. Duzberyl es mucho más poderoso en la manipulación del fuego, pero hoy ya ha puesto a prueba sus poderes al conjurar candentes llamas para sellar la piedra, y eso lo sabe Asa Havel.
—Por eso, lo desafió —le respondió Catti-brie igualmente en voz baja—. Y también lo saben sus amigos; por eso, apuestan.
—Apostarían de todos modos —explicó Alústriel—. Es una cuestión de orgullo. Lo que se pierda aquí pronto se recuperará en otro desafío.
Catti-brie asintió y observó el drama que tenía lugar ante sus ojos, los rostros, elfo y humano, reflejando las diversas tonalidades y matices de la luz, azules cuando el dragón azul saltaba sobre el rojo, y luego verdes y amarillas, tirando a un rojo intenso, cuando la criatura de Asa Havel se imponía a la de Duzberyl, sacándole ventaja poco a poco. Todo era bienintencionado, pero a Catti-brie no se le escapaba la intensidad que reflejaban los rostros tanto de combatientes como de espectadores. Se le ocurrió pensar que estaba observando un mundo totalmente diferente. Lo comparó con las apuestas a ver quién bebía más, o con las peleas a puñetazos y con palos que eran tan frecuentes en las tabernas de Mithril Hall, porque si bien el espectáculo era distinto, las emociones no lo eran. A pesar de todo, la diferencia era suficiente para llamarle la atención. Era una batalla de fuerza, pero de fuerza mental y concentración, no de músculo y resistencia física.
—En un mes podrías llegar a dar forma a llamas como ésas —la tentó Alústriel.
Catti-brie la miró y se rio, restándole importancia, pero a duras penas pudo disimular su interés.
Volvió a mirar el fuego justo a tiempo de ver cómo el azul de Duzberyl le caía encima al rojo de Asa Havel y lo consumía, en contra de lo pronosticado por Alústriel. Los que habían apostado por los dos magos lanzaron exclamaciones de sorpresa, y Duzberyl dio un respingo más de asombro que de triunfo. Catti-brie miró a Asa Havel, y su sorpresa cedió paso a la confusión.
El semielfo no tenía la vista fija en la pelea, y parecía ajeno al hecho de que su dragón hubiera sido consumido por el azul del humano. Miraba hacia el norte, y sus ojos de color azul mar oteaban el horizonte por encima de las llamas. Catti-brie sintió que Alústriel, a su lado, se volvía y a continuación se ponía de pie. La mujer miró por encima del hombro a la pared oscura, pero movió la cabeza, confundida, al no ver nada extraordinario.
Junto a ella, Alústriel formuló un conjuro menor.
Otros magos se pusieron de pie y miraron hacia el norte.
—Ha venido un elfo —le dijo Alústriel a Catti-brie—, y los enanos están peleando.
—Es un ataque —anunció Asa Havel, levantándose y pasando al lado de las dos mujeres. Miró directamente a Alústriel y a la princesa de Mithril Hall.
—¿Orcos? —preguntó.
—Preparaos para la batalla —ordenó Alústriel a su contingente—. Conjuros de superficie para desbaratar cualquier carga.
—No nos quedan muchos en este día —le recordó Duzberyl.
Por toda respuesta, Alústriel rebuscó en uno de los pliegues de su traje y sacó un par de delgadas varitas mágicas. Se volvió a medias y le pasó una a Duzberyl.
—También tu collar, si es necesario —le indicó.
El humano asintió y se llevó la mano a una llamativa gargantilla de eslabones dorados con piedras grandes como rubíes de distintos tamaños, incluido uno tan enorme que Catti-brie no podría haberlo cogido con una mano.
—Talindra, a las puertas de las salas de los enanos —le dijo Alústriel a una joven elfa—. Advierte a los enanos y ayúdalos a superar la batalla.
El elfo asintió y dio unos pasos rápidos hacia el oeste, entonces desapareció con un destello de luz blanco azulado. Un segundo destello, que siguió casi instantáneamente al primero cerca de las puertas orientales, transportó a Talindra al puesto que le habían asignado, o al menos eso supuso Catti-brie, sorprendida, porque realmente no podía ver a la joven elfa.
Al volverse oyó que Alústriel enviaba a Asa Havel y a otro par de magos a sus puestos.
—Garantizad el paso a la otra orilla, en el caso de que lo necesitemos. Preparad transporte suficiente para todos los enanos que tengan que huir de la muralla.
Catti-brie oyó los primeros gritos provenientes de la muralla, seguidos por el sonido de cuernos, muchos cuernos, desde más allá, al norte. Entonces, se oyó el bramido de uno que superaba a todos los demás, un bramido ronco, resonante, que hizo temblar las piedras bajo los pies de Catti-brie.
—A los Nueve Infiernos con el maldito Obould —susurró la mujer, e hizo una mueca al recordar que le había prestado a Drizzt su Taulmaril. Miró hacia donde estaba Alústriel—. No tengo mi arco, ni una espada siquiera. Por favor, una arma.
Créala con un conjuro, o saca una de las profundidades de algún bolsillo.
Cuál no sería su sorpresa al ver que la señora de Luna Plateada hacía precisamente eso y sacaba otra varita de entre los pliegues de su traje. Catti-brie la cogió sin saber qué hacer con ella, y cuando volvió a mirar a Alústriel, la alta mujer estaba sacándose un anillo que llevaba en el dedo.
—Y esto —dijo, entregándole el delgado cintillo de oro con tres diamantes relucientes—. Supongo que no estarás en posesión de dos anillos mágicos.
Catti-brie lo sujetó entre el índice y el pulgar, sin saber qué hacer con él.
—La palabra de mando para la varita es twell-in-sey —le explicó Alústriel—. O twell-in-sey-sey si quieres lanzar dos relámpagos mágicos.
—No sé…
—Cualquiera puede usarla —la tranquilizó Alústriel—. Apúntala hacia el objetivo y di la palabra. Para los orcos más grandes, opta por dos.
—Pero…
—Ponte el anillo en el dedo y abre tu mente a él para que te transmita sus conjuros. Y que sepas que son realmente potentes.
—Dicho eso, Alústriel se dio la vuelta, y Catti-brie entendió que la lección había terminado.
La señora de Luna Plateada y sus magos, salvo los que estaban trabajando cerca del río preparando una vía de escape mágica hacia la otra orilla, se dirigieron hacia la pared, casi todos armados con varitas o cetros, o anillos de conmutación y otras joyas. Catti-brie lo observaba todo con innegable nerviosismo.
Temblaba hasta tal punto que a duras penas pudo calzarse el anillo en el dedo.
Por fin, lo consiguió, y cerrando los ojos, respiró hondo. Sintió como si estuviera mirando el cielo y viera las estrellas cruzando a toda velocidad la bóveda celeste oscurecida, y destellos de un brillo tan magnífico que le pareció que los dioses deberían estar lanzándose rayos los unos a los otros.
Los primeros sonidos de batalla la arrancaron de su contemplación. Abrió los ojos y el cambio súbito le provocó tal mareo que casi se cayó redonda, como si acabara de volver a la tierra firme desde el plano astral.
Siguió a Alústriel, examinando la varita mágica. En seguida se dio cuenta de cuál era el extremo para cogerla gracias a una tira de cuero que tenía para pasar la mano. Al menos esperaba que fuera el extremo correcto. Hizo una mueca ante la perspectiva de lanzar proyectiles encantados a su propia cara.
Dejó a un lado su preocupación al darse cuenta de que Alústriel le llevaba ya una ventaja considerable, y sobre todo al notar que, en muchos lugares, los enanos de la muralla gritaban pidiendo apoyo. Extendió los brazos a los lados del cuerpo y corrió lo más rápido que se lo permitía su maltrecha cadera.
—Twell-in-sey —susurró, intentando decirlo con la inflexión correcta.
Y así fue.
Con un silbido, la varita lanzó un dardo rojo de energía hacia el suelo, justo delante de sus pies. Catti-brie dio un respingo y se tambaleó. A punto estuvo de caer, pero recuperó el equilibrio y la compostura, y se alegró de que nadie se hubiera dado cuenta.
Intentó seguir corriendo, pero un dolor ardiente le recorrió la pierna, y otra vez estuvo a punto de caer. Miró hacia abajo y vio que tenía la bota chamuscada y humeante justo a la altura del dedo pequeño. Otra vez se detuvo y se compuso, dando gracias de que la herida no fuera demasiado grave, y agradeciendo a Moradin que Alústriel no le hubiera dado una varita que lanzara rayos relampagueantes.
El orco ganó la muralla en loca carrera y trató de ensartar con todas sus fuerzas al enano que encontró más cerca. Parecía una presa fácil, ya que estaba muy ocupado tirando a un segundo orco al vacío por encima de la muralla.
Pero ese enano, Charmorffe Dredgewelder de la Buena Familia Barba Amarilla —llamado así porque jamás se había conocido a ningún Dredgewelder que tuviera una barba de ese color— no mostró gran sorpresa ni se dejó impresionar especialmente por el agresivo ataque. Entrenado bajo la supervisión del propio Thibbledorf Pwent y habiendo servido durante más de veinte años en la brigada Revientabuches, Charmorffe se había enfrentado a muchos enemigos más finos que esa patética criatura.
Como Charmorffe jamás se había acostumbrado a llevar una rodela formal, interpuso su brazo, cubierto por la armadura de placas, para interceptar la lanza, bloqueándola con solidez y empujándola por su espalda al volverse. Ese mismo movimiento imprimió al garrote un giro que, acompañado de tres rápidos pasos hacia adelante, hizo que el golpe alcanzara de lleno al orco, que había perdido el equilibrio. La criatura gruñó, y también el enano, ya que el garrote, que había golpeado al orco en la parte trasera del hombro, lo hizo caer de cabeza y aturdido desde el parapeto de tres metros.
Cuando pudo ver más claro el camino que tenía delante sí, Charmorffe se encontró ante la punta de una flecha colocada en un arco. Dio un respingo y se impulsó hacia atrás, pandeándose sobre ambas rodillas, y en cuanto despejó la trayectoria, Hralien hizo su disparo. El proyectil pasó zumbando por encima de la cabeza del enano y se fue a clavar en el pecho de un orco que lo había estado acechando desde atrás.
En cuanto dio de espaldas contra la piedra, Charmorffe puso en funcionamiento todos sus músculos y, lanzando los brazos hacia arriba, recuperó la postura erecta.
—¡Ya son dos las que te debo, maldito elfo! —protestó el enano—. La primera por salvarnos a todos, y la segunda por salvarme a mí.
—No he hecho ni lo uno ni lo otro, buen enano —replicó Hralien, atravesando el parapeto a la carrera hasta la muralla que le llegaba por la cintura, donde puso su arco a trabajar de inmediato—. Estoy seguro de que el clan Battlehammer se basta y se sobra para salvarse.
Mientras hablaba, lanzó una flecha, pero en cuanto terminó, un enorme orco apareció en el aire justo delante de él, con la espada dispuesta para asestar un golpe mortal. El orco se dejó caer ágilmente sobre la pared y atacó, pero un garrote llegó volando y golpeó tanto la espada como al orco, lo que hizo que su ataque resultara inofensivo. Cuando el orco consiguió recuperar el equilibrio y lanzarse hacia adelante contra Hralien, también fue interceptado por Charmorffe Dredgewelder. El enano se tiró contra el orco, lo bloqueó con el hombro y aplastó a la criatura contra la pared. El orco empezó una descarga de golpes ineficaces sobre la espalda del enano, mientras las poderosas piernas de éste seguían afirmándose y presionándolo con más fuerza.
Hralien le clavó al orco una flecha en un ojo.
A continuación, el elfo saltó hacia atrás como un rayo, colocó una flecha y la lanzó: hizo blanco en otro orco que llegaba a lo alto de la muralla. Hralien le dio de lleno, y aunque consiguió poner los pies en la estrecha pared, el impacto lo hizo caer de inmediato hacia atrás.
Charmorffe se puso de pie de un salto y levantó al orco, que no paraba de mover las piernas por encima de su cabeza. Se abalanzó contra la pared, que le llegaba a la altura del pecho, e inclinándose hacia adelante, arrojó a la criatura al vacío. En su carrera hacia adelante, Charmorffe consiguió resolver el misterio, porque justo por debajo de él, a ambos lados, había ogros con la espalda pegada contra la pared. Cuando uno de ellos se agachaba y colocaba las manos en forma de cuenco cerca del suelo, otro orco venía corriendo y apoyaba el pie en ellas. Un ligero impulso de los ogros hacía que los orcos volaran por encima de la muralla.
—¡Amantes de goblins cara de cerdo! —gruñó Charmorffe—. ¡A arrojar piedras por encima de la pared, chicos! —gritó, dándose la vuelta—. ¡Tenemos a unos ogros haciendo de escalas!
Hralien acudió a su lado, se inclinó hacia afuera y disparó una flecha a la coronilla del ogro que tenía más cerca. Se admiró de su trabajo, y entonces lo vio todo mucho más claro cuando una bola de fuego iluminó la noche, al este de su posición, más cerca del Surbrin, donde al muro todavía le faltaba bastante para estar terminado.
Cuando Hralien miró hacia allí, pensó que su situación era desesperada, porque si bien Alústriel y sus magos se habían incorporado a la refriega, una masa de enormes orcos y enemigos aún de mayor tamaño estaban atravesando las defensas.
—Huyamos hacia Mithril Hall, buen enano —dijo el elfo.
—En eso estaba pensando —respondió Charmorffe.
Duzberyl avanzó sin prisa hacia la muralla.
—Doscientas piezas de oro tan sólo por ésta —farfullaba una y otra vez, sacando otra piedra roja de su collar encantado.
Echó la mano hacia atrás y arrojó la piedra contra los orcos que estaban más cerca, pero su estimación de la distancia con tan escasa luz fue fallida, y el lanzamiento se quedó corto. Su fiera explosión consiguió de todos modos envolver y destruir a un par de criaturas, y las otras cayeron en plena carrera, lanzando chillidos a cada paso.
Eso no hizo más que aumentar el descontento de Duzberyl.
—A cien piezas de oro por orco —gruñó, volviéndose a mirar a Alústriel, que estaba lejos hacia un lado—. ¡Podría contratar a un ejército de exploradores para matar a ésos por un décimo del coste! —dijo, aunque sabía que estaba demasiado lejos para oírlo.
De todos modos, ella no estaba escuchándolo. Se encontraba de pie, perfectamente quieta, mientras el viento agitaba su ropa.
Alzó un brazo por delante, y un anillo enjoyado que lucía en el puño cerrado lanzó destellos multicolores.
Duzberyl había visto antes aquel efecto, pero de todos modos se sobresaltó cuando un rayo relampagueante de color blanco brillante brotó del anillo de Alústriel y partió la noche en dos.
Como de costumbre, el proyectil de la poderosa maga dio directamente en el blanco; alcanzó a un ogro en la cara cuando trepaba por la muralla. Con los pelos de punta y la cabeza humeando, el bruto salió volando y desapareció en la oscuridad mientras el rayo de Alústriel rebotaba y golpeaba a otro atacante próximo, un orco que simplemente pareció fundirse con la piedra. Una y otra vez, el relámpago en cadena de Alústriel fue golpeando a orcos, ogros o semiogros, haciendo que los enemigos cayeran en barrena con la piel llena de ampollas humeantes.
Pero daba la impresión de que por cada uno que caía había otro esperando.
La aparente futilidad arrancó una nueva protesta a Duzberyl, y salió a grandes zancadas en busca de una perspectiva mejor.
Cojeando a causa de la cadera y del pie, Catti-brie lo miraba todo con igual si no mayor frustración, porque al menos Alústriel y sus magos estaban equipados para combatir a los monstruos. Ella se sentía desnuda sin su arco, e incluso con las armas que le había dado Alústriel creía que sería más bien una carga que una ayuda.
Pensó en retirarse de la primera línea, en volver al puente, donde podría ser de alguna utilidad a Asa Havel dirigiendo la retirada en caso de que fuera necesario. Con esa idea en la cabeza, miró hacia atrás y reparó en un pequeño grupo de orcos que corría por la orilla del río hacia los magos distraídos.
Catti-brie amagó con la varita, pero la retiró y apuntó con su otro puño. La profusa energía mágica del anillo requirió su atención, y ella escuchó, y aunque no sabía exactamente cuáles serían los efectos de su llamada, siguió el sendero mágico hacia la sensación más fuerte de energía almacenada. El anillo se sacudió una, dos, tres veces, y de cada vez hizo saltar una feroz bola en dirección a los objetivos de Catti-brie. Parecían pequeñas estrellas titilantes, como si el anillo hubiera traído desde lo alto cuerpos celestiales para que ella los lanzara contra sus enemigos. A gran velocidad salieron disparados a través de la noche, dejando un rastro feroz, y cuando llegaron al grupo de orcos, explotaron y aparecieron ráfagas más grandes de destructoras llamas.
Los orcos chillaron y se revolvieron frenéticamente, y más de uno se arrojó al río para ser engullido por corrientes gélidas, letales. Otros se echaron al suelo revolcándose, tratando de apagar las hirientes llamas, y al ver que no podían, se alejaron corriendo como antorchas vivientes hacia la profundidad de la noche, pero cayeron a los pocos pasos y quedaron ardiendo sobre el suelo helado.
Todo duró apenas un segundo, pero a Catti-brie, que lo contemplaba transfigurada, respirando hondo y con los ojos como platos, le pareció mucho más tiempo. Con un pensamiento había acabado con casi una veintena de orcos, como si nada, como si fuera una diosa dictando sentencia sobre criaturas insignificantes. ¡Jamás había experimentado semejante poder!
Si en ese momento alguien le hubiera preguntado a Catti-brie cuál era el nombre élfico de su atesorado arco, no habría conseguido recordarlo.
—¡No vamos a resistir! —le gritó Charmorffe a Hralien, y un golpe del pesado garrote del enano hizo salir volando hacia un lado a otro orco.
Hralien habría querido gritarle palabras de aliento, pero su percepción del campo de batalla, puesto que portaba una arma que hacía necesario tener una perspectiva más amplia, era más completa, y entendió que la situación era todavía peor de lo que creía Charmorffe.
De Mithril Hall llegaba un número reducido de enanos, mientras que una multitud de orcos se colaba por las secciones más bajas, todavía no terminadas, de la muralla defensiva. Eran orcos enormes, algunos medio metro más altos y cincuenta kilos más pesados que los enanos. Entre ellos había verdaderos ogros, aunque a Hralien le resultaba difícil distinguir dónde terminaban algunos de los orcos y empezaban los grupos de ogros.
Más orcos pasaban por encima de la muralla, lanzados por sus colaboradores ogros, y ejercían presión sobre los enanos para impedirle que organizaran una defensa coordinada contra la masa arrolladora proveniente del este.
—¡No vamos a poder resistirlo! —volvió a gritar Charmorffe, y lo que decía tenía visos de ser cierto.
Hralien supo que el final se acercaba. Los magos intervenían con una bola de fuego tras otra, y una cadena de rayos relampagueantes había dejado a muchas criaturas humeantes en el suelo; pero eso no bastaría, y Hralien comprendió que las energías de los magos estaban casi agotadas después del duro trabajo que habían realizado aquel día.
—Comienza la retirada —le dijo el elfo a Charmorffe—. ¡A Mithril Hall!
Mientras él hablaba, la masa de ogros avanzaba, y Hralien llegó a temer que él, Charmorffe y los demás hubieran esperado demasiado.
—¡Por los dioses y por los vendedores de piedras preciosas! —rugió Duzberyl, observando la repentina desbandada de la línea de enanos.
Los pequeños barbudos corrían hacia el oeste siguiendo la muralla; saltaban de los parapetos y tomaban la dirección de la puerta oriental de Mithril Hall. Cualquier apariencia de formación defensiva había desaparecido para dar lugar a una retirada total y frenética.
«Y no bastará con eso», calculó el mago, porque los orcos, ávidos de sangre enana, se acercaban con cada zancada.
Duzberyl hizo una mueca al ver a un enano engullido por una nube negra de orcos.
El corpulento mago corrió, mientras echaba mano a su collar y retiraba la más grande de todas las piedras. La desprendió, volvió a maldecir por si acaso al mercader que se la había vendido y la lanzó con todas sus fuerzas.
La granada mágica dio en la base del muro, justo por detrás de los orcos que llevaban la delantera, y al explotar, llenó la zona, incluso en lo alto del parapeto, de fuegos ardientes y letales.
Los monstruos que estaban por encima y cerca de la explosión murieron achicharrados, mientras otros se revolcaban en un agónico y horrorizado frenesí, consumidos por las llamas mientras corrían. El pánico se extendió por las filas de los orcos, y los enanos pudieron escapar.
—Mago —musitó Grguch al aterrizar sobre la muralla a cierta distancia por detrás de la enorme bola de fuego.
—De poder considerable —dijo Hakuun, que estaba junto a él y que se había protegido y había protegido a Grguch con todas las defensas habidas y por haber.
El jefe se volvió y se echó boca abajo sobre el parapeto.
—Pásamela —le dijo al ogro que lo había impulsado hacia arriba, señalando una arma.
Un momento después, Grguch estaba otra vez de pie sobre la muralla, con una enorme jabalina al hombro en el extremo de un lanzador.
—Mago —volvió a gruñir con evidente disgusto.
Hakuun alzó una mano, indicándole que se detuviese. Luego, dentro del sacerdote orco, Jack el Gnomo formuló un encantamiento de desviación sobre la cabeza del proyectil.
Grguch sonrió aviesamente y echó el hombro hacia atrás para desplazar el ángulo del proyectil de tres metros. Cuando Hakuun formuló un segundo conjuro sobre la pretendida víctima, Grguch lanzó el arma con todas sus fuerzas.
El empecinado orco avanzaba tambaleándose hacia ella; una de sus piernas todavía tenía restos del fuego.
Catti-brie ni siquiera vaciló, y tampoco se sorprendió cuando el orco, torpemente, le arrojó la lanza. Mantenía los ojos fijos en la criatura, aguantando sin pestañear su mirada de odio, y lentamente levantó la varita.
En aquel momento, deseó tener a Cercenadora consigo para trabarse en un combate personal con la vil criatura. El orco dio otro paso vacilante, y Catti-brie pronunció la frase de mando.
El proyectil rojo entró chisporroteando en el pecho del orco e hizo que cayera hacia atrás. Sin saber cómo, mantuvo el equilibrio e incluso avanzó un paso. Catti-brie dijo la última palabra dos veces, tal como le habían enseñado, y el primer proyectil golpeó al orco de nuevo y le hizo morder el polvo, donde estuvo sacudiéndose apenas un segundo antes de quedar totalmente quieto.
Catti-brie se quedó inmóvil unos segundos, hasta que recobró la calma. Se volvió hacia la muralla y cerró los ojos ante las feroces explosiones y los destellos de los rayos, una furia que realmente la dejó sin aliento. En su ceguera temporal casi pensó que la batalla había terminado, que el ataque de los magos había destruido por completo a los atacantes, del mismo modo que ella había derribado al pequeño grupo junto al río.
Pero entonces llegó la mayor descarga de todas, una tremenda bola de fuego a cierta distancia siguiendo la muralla hacia el oeste, hacia Mithril Hall. Catti-brie vio entonces la cruda realidad; vio a los enanos, y a un elfo, en desesperada retirada; vio que en la muralla no quedaba ni el menor atisbo de defensa. Todo era arrollado por las letales pisadas de una horda de orcos a la carga.
La muralla estaba perdida. Todo, desde Mithril Hall hasta el Surbrin, estaba perdido. Incluso Alústriel se retiraba, no a la carrera, pero sí de una manera decidida.
Más allá de Alústriel, reparó en Duzberyl. Por un momento, se preguntó por qué no se retiraba él también, hasta que se dio cuenta de que estaba en una extraña postura, echado excesivamente hacia atrás y con los brazos colgando inertes a ambos lados del cuerpo.
Uno de los otros magos lanzó un rayo relampagueante, aunque bastante débil, y con la luz que produjo, Catti-brie vio la enorme jabalina de unos tres metros de largo que le había atravesado el pecho y cuya punta estaba enterrada en el suelo, sosteniendo al mago en aquella curiosa postura inclinada.
—¡Los tenemos vencidos! ¡Es el momento de la victoria! —dijo un frustrado Hakuun de pie, solo, detrás de la horda.
Quería ir con ellos, o servir como intermediario de Jaculi, como lo había hecho a menudo, para lanzar una andanada de magia devastadora.
Pero Jaculi se negaba y, peor aún, aquel parásito indeseado lo interrumpía cada vez que trataba de usar su magia de chamán más convencional.
Detente un momento, dijo Jack en su mente.
—¿Qué tontería…?
Aquella es Alústriel —explicó Jack—. Alústriel de las Siete Hermanas. ¡No llames su atención!
—¡Está corriendo! —protestó Hakuun.
—Me conocerá. Ella me reconocerá. Soltará a todo su ejército y a todos sus magos y toda su magia para destruirme —explicó Jack—. Es una vieja rencilla, pero algo que ni yo ni ella hemos olvidado. No hagas nada por llamar su atención.
—¡Está corriendo! Podemos matarla —dijo Hakuun.
La incrédula carcajada de Jack llenó su cabeza con un ruido desorientador, hasta tal punto que el chamán ni siquiera pudo correr detrás de Grguch y de los demás. Tuvo que quedarse allí, tambaleándose, mientras la batalla terminaba a su alrededor.
Dentro de su cabeza, Jack, el ratón mental, respiraba mucho mejor. A decir verdad, no tenía ni idea de si Alústriel recordaba el desprecio que le había hecho hacía ya más de un siglo, pero de aquel día aciago, él sin duda recordaba la ira de Alústriel, y era algo que no quería volver a ver jamás.
Uno de los magos de Alústriel pasó corriendo junto a Catti-brie en ese momento.
—¡De prisa! ¡Al puente! —dijo.
Catti-brie meneó la cabeza, pero sabía que era una negativa inútil. Mithril Hall no había contado con un asalto de semejante ferocidad tan pronto. Se habían dejado engañar por un invierno de inactividad, por los muchos informes de que el grueso del ejército orco seguía en el oeste, cerca del Valle del Guardián, y por los intensos rumores de que el rey Obould se había asentado en su lugar, satisfecho con los resultados obtenidos.
—¡A los Nueve Infiernos contigo, Obould! —maldijo íntimamente—. Espero que Drizzt no te mate privándome a mí de ese placer.
Se volvió y corrió hacia el puente, con toda la rapidez de que era capaz. Avanzó torpemente, ya que a cada paso que daba con aquel pie, un dolor punzante le traía a la memoria lo tonta que había sido en el manejo de la varita mágica.
Cuando otra maga que pasó corriendo se paró de golpe y le ofreció su hombro, Catti-brie, dejando de lado su orgullo y su determinación de no ser una carga, aceptó el gesto, agradecida.
Si hubiera rechazado la ayuda, se habría quedado rezagada y probablemente nunca habría conseguido llegar al puente.
Asa Havel recibía al contingente que volvía, dirigiéndolo hacia los discos flotantes de reluciente magia que flotaban por allí.
Cuando uno de ellos se llenaba, el mago que lo había creado subía a bordo, pero durante unos instante ninguno se puso en marcha a través del río, ya que nadie quería dejar atrás a los enanos que huían.
—¡En marcha! —les ordenó Alústriel al llegar al final de la línea y con los orcos casi pisándole los talones—. Gracias al sacrificio de Duzberyl, los enanos en retirada podrán llegar a la seguridad de Mithril Hall, y he enviado un susurro en el viento a Talindra para que les advierta de cerrar a cal y canto sus puertas y esperar hasta la mañana. Vayamos al otro lado del río, a la seguridad de la orilla oriental. Preparemos nuestros conjuros para reanudar la lucha por la mañana y dejar a nuestros enemigos reducidos a polvo entre el río y la ciudad del rey Bruenor.
Hubo gestos generalizados de asentimiento, y mientras los ojos de Alústriel lanzaban destellos de la más pura intensidad, Catti-brie no podía dejar de preguntarse qué poderosos conjuros formularía la señora de Luna Planeada sobre los insensatos orcos cuando el amanecer los hiciera visibles.
Sentada al borde de un disco, con los pies colgando a apenas unos centímetros de las frías y oscuras aguas torrentosas del Surbrin, Catti-brie se volvió a contemplar Mithril Hall con una mezcla de emociones, entre ellas la culpa y el miedo por su amado hogar y por su amado esposo. Drizzt había partido hacia el norte, y el ejército había venido desde allí. Sin embargo, no había vuelto por delante de las fuerzas orcas con una advertencia. Lo sabía porque no había visto las flechas relampagueantes de Taulmaril surcando el cielo nocturno.
Catti-brie fijó la vista en el agua para apaciguar su mente y su corazón.
Asa Havel, sentado junto a ella, le posó una mano en el hombro. Cuando miró al semielfo, éste le ofreció una sonrisa cálida y reconfortante. La sonrisa se tornó un poco maliciosa cuando bajó la mirada hacia su bota destrozada. Catti-brie siguió su mirada, y luego lo volvió a mirar con el rostro sonrojado de vergüenza.
Sin embargo, el elfo asintió y se encogió de hombros, y levantó el pelo rojo y negro junto a su oreja izquierda al mismo tiempo que giraba la cabeza para que la luz de la luna hiciera visible una cicatriz blanca que tenía a un lado de la cabeza. Cogió la varita y adoptó una pose pensativa mientras la apuntaba hacia donde tenía la cicatriz.
—No volverás a equivocarte de ese modo —le aseguró con un guiño juguetón y le devolvió la varita—. Y anímate, porque tu impresionante lluvia de meteoros nos dio el tiempo necesario para acabar de materializar los discos flotantes.
—No fui yo. Fue el anillo que me prestó Alústriel.
—Sin embargo, fuiste tú quien lo llevó a cabo; tu cálculo y tu serena actuación nos ahorraron esfuerzos. Tendrás un papel que desempeñar por la mañana.
—Cuando venguemos a Duzberyl —dijo Catti-brie con expresión apesadumbrada.
Asa Havel asintió.
—Y a los enanos que sin duda cayeron en esta noche oscura —añadió.
Los gritos al otro lado del río cesaron pronto, acallados por el golpe retumbante de la puerta oriental de Mithril Hall al cerrarse. Pero mientras los magos y Catti-brie acampaban para pasar la noche, oyeron más conmoción al otro lado del agua.
Los orcos andaban de un lado para otro alrededor de las torres del que había sido el campamento de los magos, destrozándolo todo y saqueando. Ocasionalmente, sus gruñidos y su barahúnda eran interrumpidos por el ruido de un pedrusco lanzado contra los pilares del puente y su posterior chapoteo en el agua.
Los demás se acomodaron para dormir, pero Catti-brie siguió sentada, con la vista fija en la oscuridad, donde de vez en cuando se encendía un fuego, consumiendo una tienda o algún otro objeto.
—Yo tenía allí otro libro de conjuros —se lamentó un mago.
—Vaya, y yo, las primeras veinte páginas de un conjuro que estaba escribiendo —dijo otro.
—Y mi mejor túnica —se quejó un tercero—. ¡Ah, pero los orcos arderán por esto!
Poco después, un crujido proveniente de otra dirección, hacia el este, llamó la atención de Catti-brie y de los que todavía no se habían dormido. La mujer se puso de pie y cojeando se dirigió a donde estaba Alústriel, que saludaba al contingente de Felbarr que acudía corriendo para investigar el tumulto nocturno.
—Habíamos partido hacia el Acantilado del Invierno para sacar más piedra —explicó el jefe, un tipo achaparrado y duro, con una barba blanca y unas cejas tan pobladas que no se le veían los ojos—. ¡Por el rugido de las tripas de un dragón! ¿Qué fue lo que os atacó?
—Obould —dijo Catti-brie antes de que Alústriel pudiera responder.
—De modo que en eso se quedan las buenas intenciones —dijo el enano—. Nunca me creí que esos perros se fueran a quedar tranquilos en el terreno que habían conquistado. ¿Consiguieron entrar en Mithril Hall?
—Jamás —dijo Catti-brie.
—Bueno, menos mal —dijo el enano—. No tardaremos en hacerlos retroceder hacia el norte.
—Por la mañana —anunció Alústriel—. Mis responsables están preparando sus conjuros. Tengo oídos y una voz en Mithril Hal para coordinar el contraataque.
—Entonces, tal vez los matemos a todos y nos los dejemos salir corriendo —dijo el enano—. ¡Será más divertido!
—Acampa junto al río, y organiza tus fuerzas en pequeños grupos de asalto —le explicó Alústriel—. Abriremos puertas mágicas de transporte hasta la otra orilla, y vuestra velocidad y coordinación al entrar en el campo de batalla resultarán decisivas.
—Pues compadezco a esos orcos —dijo el enano, y con una reverencia salió como un vendaval gritando órdenes a sus guerreros de expresión feroz.
Sin embargo, apenas se había alejado unos pasos cuando se oyó un estruendo tremendo al otro lado, seguido de feroces aclamaciones de los orcos.
—Una torre —explicó Alústriel a todos los que la rodeaban con expresión sorprendida.
Catti-brie maldijo para sus adentros.
—Nos quedaremos más tiempo en Mithril Hall —le prometió la señora de Luna Plateada—. Nuestros enemigos han aprovechado una vulnerabilidad que no puede persistir. Repeleremos a los orcos hacia el norte y los perseguiremos hasta alejarlos de las puertas.
—Entonces, termina el puente —intervino otro mago que estaba cerca.
Alústriel negó con la cabeza.
—Primero es la muralla —explicó—. Nuestros enemigos nos han hecho el favor de dejar a la vista nuestra debilidad. Pobres de todos los del norte si los orcos hubieran ocupado este suelo estando ya terminado el puente. De modo que nuestro deber prioritario una vez que los hayamos expulsado es terminar y fortificar esa muralla. Cualquier otra incursión de los orcos en la puerta oriental de Mithril Hall debe redundar en costes muy gravosos para ellos, y debe darnos tiempo para desmontar el puente. Terminaremos la muralla y, a continuación, el puente.
—¿Y después? —preguntó Catti-brie, haciendo que Alústriel y los demás magos la miraran con curiosidad—. ¿Después volveréis a Luna Plateada? —preguntó la mujer.
—Mi deber está con mi pueblo. ¿Qué otra cosa sugieres?
—Obould ha mostrado sus cartas —respondió Catti-brie—. No habrá paz mientras él esté acampado al norte de Mithril Hall.
—Me estás pidiendo que reúna un ejército —dijo Alústriel.
—¿Tenemos elección?
Alústriel se paró a pensar en las palabras de la mujer.
—No lo sé —admitió—, pero primero concentrémonos en la batalla que tenemos entre manos. —Se volvió hacia los magos—. Dormid bien y cuando despertéis preparad vuestras evocaciones más devastadoras. Reunios unos con otros cuando abráis vuestros libros de conjuros. Coordinad esfuerzos y complementad conjuros. Quiero destruir totalmente a esos orcos.
»Que su locura sirva de advertencia. Que se enteren de que mantendremos a los suyos a raya hasta que reforcemos nuestras defensas.
La respuesta fue un generalizado movimiento afirmativo de cabeza, acompañado de un grito repentino e inesperado:
—¡Por Duzberyl!
—¡Duzberyl! —gritó otro, y luego otro, e incluso los magos de Luna Plateada que se habían acomodado para dormir se levantaron y unieron sus voces a la aclamación.
Poco después, hasta los enanos de Felbarr participaban en el coro, aunque ninguno de ellos sabía lo que era un «¡Duzberyl!».
Eso no tenía importancia.
Más de una vez a lo largo de la noche, un ruido atronador proveniente de la otra orilla despertó a Catti-brie. Eso sólo sirvió para fortalecer su determinación, y de nuevo se volvía a dormir con la promesa de Alústriel en la cabeza. Les pagarían a los orcos con la misma moneda, y algo más.
Los preparativos comenzaron antes del amanecer. Los magos pasaban las páginas de sus libros de conjuros mientras los enanos afilaban sus armas. Con un toque de otra varita mágica, Alústriel se convirtió en una lechuza y salió volando silenciosamente para explorar el campo de batalla que los aguardaba.
Volvió poco después y recuperó su forma humana cuando los primeros rayos del sol se reflejaron en el Surbrin y dejaron a la vista de todos los demás lo que Alústriel había venido a comunicar.
Se cerraron todos los libros de conjuros y los enanos bajaron sus armas y herramientas. Todos se acercaron a la orilla y miraron sin creer lo que veían sus ojos.
No había un solo orco a la vista.
Alústriel los puso a todos en movimiento. Sus magos abrieron puertas dimensionales que pronto permitieron a enanos, magos y Catti-brie atravesar el Surbrin. Cuando el último estaba llegando al otro lado, la puerta oriental de Mithril Hall se abrió de golpe y el propio rey Bruenor salió de la fortaleza encabezando el ataque.
Pero sólo encontraron una docena de enanos muertos, desnudos, y un mago muerto, al que sostenía en pie una pesada jabalina.
El campamento de los magos había sido arrasado y saqueado, lo mismo que las pequeñas chozas que habían usado los constructores enanos. Había un montón de piedras en torno a la base del dañado contrafuerte del puente, y todas las torres y una buena parte de la muralla septentrional habían sido derribadas.
Pero no pudieron encontrar ni un solo orco, ni vivo ni muerto.