Definir a Gruumsh
Al jefe Dnark no le pasó desapercibido que algo se estaba cociendo tras la mirada de los ojos amarillos del rey Obould cada vez que tropezaba con él y con Ung-thol. Obould no paraba de reposicionar sus fuerzas, cosa que todos los jefes entendían que era una forma de mantenerlos siempre en territorio desconocido, lo cual los hacía estar pendientes del resto del reino para tener una sensación real de seguridad.
Cuando Dnark y Ung-thol se reincorporaron a su clan, la tribu Quijada de Lobo, se enteraron de que Obould los había destinado a trabajar en una posición defensiva al norte del Valle del Guardián, no lejos del lugar donde Obould se había instalado para pasar los fugaces días de invierno.
En cuanto Obould se hubo reunido con Quijada de Lobo en el nuevo emplazamiento, el perspicaz Dnark comprendió que había algo más en ese movimiento que una simple redistribución táctica, y en cuanto cruzó su mirada con la del rey, supo, sin lugar a dudas, que él y Ung-thol estaban en el centro de la decisión de Obould.
La incordiante Kna no dejaba de insinuarse a su lado, como de costumbre, y el chamán Nukkels se mantenía a una distancia respetuosa, a dos pasos por detrás y a la izquierda de su dios-rey. Eso significaba que los numerosos chamanes de Nukkels estaban mezclados con los guerreros que acompañaban al rey.
Dnark supuso que todos los orcos que habían montado la triple tienda de Obould eran fanáticos al servicio de Nukkels.
Obould desgranó su consabido discurso sobre la importancia de la estribación montañosa sobre la cual se levantaba la tienda, y sobre cómo el destino de todo el reino podía depender de los esfuerzos del clan Quijada de Lobo para asegurar y fortificar debidamente el terreno, los túneles y las paredes. Por supuesto, ya lo habían oído antes, pero Dnark no pudo por menos que maravillarse de las expresiones embelesadas de sus secuaces, mientras el rey, indudablemente carismático, desgranaba su encanto una vez más. Lo predecible del discurso no reducía su efecto, y eso, el jefe lo sabía, era un logro nada desdeñable.
Dnark se fijó a sabiendas en las reacciones de los demás orcos, en parte para evitarse tener que escuchar con demasiada atención a Obould, cuya retórica era realmente difícil de resistir, a veces tanto que Dnark se preguntaba si Nukkels y los demás sacerdotes no harían magia para apoyar las notas de la sonora voz del rey.
Sumido como estaba en sus contemplaciones, Ung-thol tuvo que darle un codazo para que se diera cuenta de que Obould se estaba dirigiendo a él directamente. Asustado, el jefe se volvió para encarar al rey y trató de encontrar algo que decir que no delatara su distracción.
La sonrisa socarrona de Obould le demostró que nada serviría.
—Izarán mi estandarte a la puerta de mi tienda cuando esté dispuesto para una audiencia privada —dijo el rey orco, evidentemente por segunda vez—. Cuando lo veas, acudirás a parlamentar en privado.
—¿En privado? —se atrevió a preguntar Dnark—. ¿O puedo llevar a mi segundo?
Obould, con sonrisa de autosuficiencia, desvió la mirada hacia Ung-thol.
—No dejes de hacerlo, por favor —dijo, y a Dnark le sonó como el ronroneo seductor de un gato esperando la ocasión para clavarle a uno las uñas.
Con esa sonrisa de superioridad, Obould pasó a su lado, arrastrando a Kna tras de sí y seguido presurosamente por Nukkels. Dnark amplió el alcance de su mirada cuando el rey y su séquito partieron hacia la tienda, observando las miradas de los guerreros del rey infiltrados en su clan e identificando a los que, probablemente, estaban al servicio de los sacerdotes. Si se producía un enfrentamiento, tendría que dirigir a sus propios guerreros, en primer lugar, contra los fanáticos armados con medios mágicos.
Hizo una mueca al pensar que, viendo lo inútil de la perspectiva que se le presentaba, si llegaba la hora de enfrentarse al rey Obould y a su guardia, el clan de Dnark se dispersaría y huiría para salvar la vida, y nada que él pudiera decir cambiaría eso.
Miró a Ung-thol, que tenía la mirada tan fija en Obould que ni siquiera pestañeaba.
Dnark se dio cuenta de que Ung-thol también conocía la verdad, y se preguntó, no por primera vez, si Toogwik Tuk no los habría metido en un callejón sin salida.
—La bandera de Obould ondea en la tienda real —dijo Ung-thol a su jefe poco después.
—Vayamos, entonces —dijo Dnark—. No estaría bien hacer esperar al rey.
Dnark se puso en marcha, pero Ung-thol lo retuvo sujetándole por el brazo.
—No debemos subestimar a la red de espías del rey Obould —dijo el chamán—. Ha distribuido a las diversas tribus cuidadosamente por toda la región, y las que le son más leales vigilan a aquellas de las que sospecha. Puede ser que sepa que tú y yo hemos estado en el este. Y sabe lo del ataque al Bosque de la Luna, pues el nombre de Grguch resuena por los valles como el de un nuevo héroe en el reino de Muchas Flechas.
Dnark se paró a considerar esas palabras y empezó a asentir.
—¿Considera Obould a Grguch como a un héroe? —preguntó Ung-thol.
—¿O como a un rival? —preguntó Dnark.
Ung-thol se alegró de que coincidieran, y de que Dnark aparentemente fuera consciente del peligro que corrían.
—Por fortuna, para el rey Obould, tiene aquí a un jefe leal —dijo Dnark, y se golpeó el pecho con la mano— y a un sabio chamán que pueden dar testimonio de que el jefe Grguch y el clan Karuck son valiosos aliados.
Con un gesto afirmativo al ver la sonrisa aquiescente de Ung-thol, Dnark se volvió y se dirigió hacia la tienda. La sonrisa del chamán se desvaneció en cuanto Dnark miró hacia otra parte.
Ung-thol temía que no debía tomarse nada de eso a la ligera.
Él había estado en la ceremonia en la cual el rey Obould había sido bendecido con los dones de Gruumsh. Había visto al rey orco partir el cuello de un toro con sus propias manos. Había visto los restos de una poderosa sacerdotisa drow, con la garganta abierta por los dientes del propio Obould, después de que el rey cayera por un barranco debido a un deslizamiento de tierra provocado por el encantamiento sísmico de la sacerdotisa. Ver actuar a Grguch en el este había sido algo inspirador y estimulante. El clan Karuck tenía el fuego y el vigor de los mejores guerreros orcos, y el sacerdote de Gruumsh no pudo sino sentir el corazón henchido de orgullo por sus rápidos y devastadores logros.
Sin embargo, Ung-thol tenía edad y sabiduría suficientes para atemperar su alegría y sus grandes esperanzas frente a esa realidad que era el rey Obould Muchas Flechas.
Cuando él y Dnark atravesaron la entrada disimulada de la última tienda, pasando a la cámara interior de Obould, Ung-thol no hizo más que confirmar esa horrible realidad. El rey Obould, desempeñando a la perfección su papel, estaba sentado en su trono sobre una plataforma elevada, de tal modo que, aunque estaba sentado, dominaba desde su altura a cualquiera que estuviera de pie ante él. Llevaba su característica armadura negra, reparada convenientemente tras su terrible enfrentamiento con el drow Drizzt Do’Urden. Su enorme espada, que relucía con fuego mágico cuando Obould se lo ordenaba, estaba apoyada contra el reposabrazos de su trono, de modo que fuera fácil alcanzarla.
Obould se inclinó hacia adelante cuando se acercaron; apoyando un codo en la rodilla, se acarició el mentón. No parpadeó mientras contemplaba los pasos de ambos; su mirada estaba centrada casi exclusivamente en Dnark. Ung-thol esperaba que su ira, en caso de que estallara, fuera igualmente selectiva.
—Quijada de Lobo tiene una actuación brillante —los saludó Obould, disipando algo la tensión.
Dnark recibió el cumplido con una profunda reverencia.
—Somos un clan antiguo y disciplinado —respondió.
—Lo sé muy bien —dijo el rey—, y sois una tribu respetada y temida. Por eso os mantengo cerca de Muchas Flechas, para que el centro de mi línea no flaquee nunca.
Otra vez agradeció Dnark el halago, especialmente la idea de que la tribu Quijada de Lobo era temida, que era prácticamente el cumplido más elevado que podía esperarse. Ung-thol estudió la expresión de su jefe cuando alzó la cara tras la reverencia.
Cuando el orgulloso Dnark lo miró, Ung-thol le lanzó una advertencia seria, aunque silenciosa, recordándole la verdad que se ocultaba tras el razonamiento de Obould. Era cierto que mantenía a Quijada de Lobo cerca de él, pero Dnark tenía que entender que lo hacía más para mantenerlos vigilados que para proteger su centro. Después de todo, no había una línea de batalla, de modo que no había centro que fortificar.
—El invierno nos fue favorable a todos —dijo Dnark—. Se han construido muchas torres y kilómetros de muralla.
—En cada colina, jefe Dnark —dijo Obould—. Si los enanos o sus aliados nos atacaran, tendrían que superar murallas y torres en todas las colinas.
Dnark volvió a mirar a Ung-thol, y el clérigo le hizo una seña afirmativa, como diciendo que no tocara el tema. No había necesidad de enzarzarse en una discusión sobre preparativos defensivos frente a medidas ofensivas; no con los planes que tenían en marcha en el este.
—Habéis estado lejos de vuestra tribu —afirmó Obould, y Ung-thol se sobresaltó y parpadeó, preguntándose si el perspicaz Obould habría leído su mente.
—¿Mi rey? —inquirió Dnark.
—Has estado en el este —respondió Obould—, con tu chamán.
Dnark había conseguido mantener bien la compostura, eso le parecía a Ung-thol, pero hizo una mueca cuando lo vio tragar saliva.
—Hay mucho granuja orco que permanece por allí después de las feroces batallas con los enanos —dijo Dnark—. Algunos guerreros fuertes y curtidos, chamanes incluso, que han perdido a sus familias y a sus clanes. No tienen estandarte.
En cuanto hubo dicho esas palabras, Dnark retrocedió un paso, pues una mirada asesina apareció en las poderosas facciones de Obould. Los guardias apostados a ambos lados de la tienda se pusieron en guardia, y un par de ellos soltaron incluso un gruñido.
—¿No tienen estandarte? —El tono de Obould era calmo, demasiado calmo.
—Por supuesto, tienen la bandera de Muchas Flechas —se atrevió a intervenir Ung-thol, y los ojos de Obould se abrieron primero, para entornarse a continuación, mientras contemplaba al chamán—. Pero tu reino está organizado en tribus, mi rey. Tú envías tribus a las colinas y a los valles para hacer su trabajo, y los que han perdido a sus tribus no saben adonde ir. Dnark y otros jefes están tratando de reunir a esos pillos para organizar mejor tu reino, de modo que tú, que tienes grandes planes fundados en las visiones que te inspira Gruumsh, no tengas que ocuparte de esas minucias.
Obould se reclinó otra vez en su trono y pareció que el momento de tensión se había superado sin llegar al borde del abismo. Claro estaba que con Obould, cuyos arranques temperamentales habían dejado muchos muertos a su paso, nadie podía estar seguro.
—Has estado en el este —dijo Obould después de algunos instantes—. Cerca del Bosque de la Luna.
—No tan cerca, pero sí, mi rey —dijo Dnark.
—Cuéntame lo que sepas sobre Grguch.
Aquella petición intempestiva echó atrás a Dnark e hizo que le fuera imposible negarse, aunque respondió con incredulidad.
—¿Grguch?
—Su nombre resuena por todo el reino —dijo Obould—. Tienes que haberlo oído.
—¡Ah!, te refieres al jefe Grguch —respondió Dnark, cargando el acento en la Gr y aparentando que las aclaraciones de Obould le habían hecho recordar de quién se trataba—. Sí, he oído hablar de él.
—Lo has conocido —dijo Obould. Su tono y la expresión de su cara dejaban bien claro que no era una suposición, sino un hecho comprobado.
Dnark echó una mirada a Ung-thol, y por un momento, el chamán pensó que su jefe podía darse media vuelta y salir corriendo. Y eso era exactamente lo que quería hacer Ung-thol.
No fue la primera ni la última vez que se preguntó cómo podrían haber caído en la estupidez de conspirar contra el rey Obould Muchas Flechas.
Sin embargo, una risita sofocada de Dnark tranquilizó a Ung-thol y le hizo recordar que Dnark había pasado por pruebas muy difíciles para llegar a ser el jefe de una tribu impresionante, una tribu que en aquel momento rodeaba la tienda de Obould.
—El jefe Grguch del clan Karuck, sí —dijo Dnark, sosteniendo la mirada de Obould—. Fui testigo de todos sus movimientos a través del Valle de Teg’ngun, cerca del Surbrin. Marchaba hacia el Bosque de la Luna, aunque en ese momento no lo sabíamos.
Me habría gustado saberlo porque entonces habría disfrutado presenciando la matanza de los necios elfos.
—¿Apruebas su ataque?
—Los elfos han estado atacando a nuestros aliados del este un día tras otro —dijo Dnark—. Creo que está bien que hayan sufrido en su bosque el dolor de la batalla y que se hayan clavado las cabezas de varias de esas criaturas en picas a lo largo del río. El jefe Grguch te ha hecho un gran servicio. Yo pensaba que el ataque al Bosque de la Luna había sido orden tuya.
Acabó con una inflexión de confusión, incluso de sospecha, devolviéndole hábilmente el peso de los hechos al rey orco.
—Nuestros enemigos no se libran del castigo que merecen —dijo Obould sin dudar.
Al lado de Dnark, Ung-thol se dio cuenta de que la agilidad mental de su compañero probablemente había salvado la vida de ambos. Porque el rey Obould no iba a matarlos para admitir así, tácitamente, que Grguch había actuado con independencia del trono.
—El jefe Grguch y el clan Karuck prestarán buenos servicios al reino —insistió Dnark—. Son una de las tribus más feroces que haya visto jamás.
—Están cruzados con ogros, según tengo entendido.
—Y llevan consigo a muchos de esos brutos para reforzar sus líneas.
—¿Dónde están ahora?
—Supongo que en el este —respondió Dnark.
—¿Todavía cerca del Bosque de la Luna?
—Es probable —dijo Dnark—; seguramente estarán esperando la respuesta de nuestros enemigos. Si los feos elfos se atreven a atravesar el Surbrin, el jefe Grguch expondrá más cabezas a lo largo del río.
Ung-thol observó atentamente a Obould mientras Dnark mentía, y pudo ver sin dificultad que el rey sabía más de lo que dejaba traslucir. Ya había llegado a sus oídos la noticia de la marcha de Grguch hacia el sur. Obould sabía que el jefe del clan Karuck era un peligroso rival.
Ung-thol estudió a Obould atentamente, pero el astuto rey guerrero no reveló nada más. Dio algunas instrucciones para apuntalar la defensa de la región, incluyó un plazo de castigo y luego los despidió a los dos con un gesto de la mano antes de centrar su atención en la fastidiosa Kna.
—Tu vacilación antes de admitir que conocías a Grguch lo puso en guardia —le susurró Ung-thol a Dnark en cuanto salieron de la tienda y atravesaron el lodazal que los separaba de los de su clan.
—Lo pronunció mal.
—Fuiste tú quien lo pronunció mal.
Dnark se detuvo y se volvió hacia su chamán.
—¿Importa eso ahora?