Posibilidades
Al rey Obould, por lo general, le gustaban las ovaciones de los muchos orcos que rodeaban su palacio temporal, una pesada tienda montada dentro de otra más amplia que, a su vez, estaba montada en el interior de otra más amplia aún. Las tres estaban reforzadas con metal y madera, y sus entradas daban a puntos diferentes para mayor seguridad. Los guardias de más confianza de Obould, con pesadas armaduras y grandes armas relucientes, patrullaban los dos corredores exteriores.
Las medidas de seguridad eran relativamente nuevas; se remontaban al momento en que el rey orco había empezado a reforzar su dominio y a desarrollar su estrategia, un plan, como vinieron a recordarle las ovaciones de ese día, que podría no tener muy buen encaje con los instintos guerreros de algunos de sus súbditos. Acababa de librar los primeros combates de lo que él sabía que sería su larga lucha entre las piedras del Valle del Guardián. Su decisión de posponer el ataque a Mithril Hal había dado lugar a bastantes protestas aireadas en voz baja.
Y, por supuesto, eso no había sido más que el comienzo.
Avanzó por el corredor exterior de su palacio-tienda hasta llegar a la entrada y miró hacia fuera, a la gente reunida en la plaza de la nómada ciudad orca. Por lo menos, había doscientos de sus secuaces en el exterior; lanzaban gritos entusiastas, alzaban armas al aire y se palmeaban los unos a los otros en la espalda. Habían llegado noticias de una gran victoria orca en el Bosque de la Luna, rumores sobre cabezas elfas clavadas en estacas a la orilla del río.
—Deberíamos ir a ver las cabezas —le dijo Kna a Obould mientras se movía sensualmente a su lado—. Es una visión que me llenaría de lujuria.
Obould movió la cabeza para mirarla, y le sonrió, sabiendo que la estúpida Kna jamás entendería que era una mirada de compasión.
Afuera, en la plaza, las ovaciones se convirtieron en un lema repetido.
—¡Karuck! ¡Karuck! ¡Karuck!
No era nada inesperado. Obould, que había recibido noticia de la lucha librada en el este la noche anterior, antes de que llegara el mensajero público, hizo una señal a los muchos leales que había distribuido por el lugar y que, al ver su gesto, se mezclaron con la multitud.
Una vez allí empezaron a corcar otro nombre.
—¡Muchas Flechas! ¡Muchas Flechas! ¡Muchas Flechas! —y poco a poco, la invocación al reinado fue imponiéndose a la ovación al clan.
—Llévame allí y te amaré —susurró Kna al oído del rey orco, pegándose más a su costado.
Los ojos inyectados en sangre de Obould se entrecerraron y se volvió otra vez a mirarla. La cogió por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás para que pudiera ver la intensidad de su expresión. Se le vinieron a la mente aquellas cabezas de elfo de las que había oído hablar, expuestas sobre altas picas, y su sonrisa se hizo más ancha al pensar en sumar la de Kna a la hilera de aquéllas.
Confundiendo su intensidad con interés, la consorte sonrió y se ciñó más a él.
Con una fuerza casi sobrehumana, Obould la arrancó de su lado y la tiró al suelo. Se volvió hacia la plaza y se preguntó cuántos de sus secuaces, de aquellos a los que ahora no tenía delante, sumarían la consigna de Muchas Flechas a las ovaciones del clan Karuck cuando la noticia de la victoria se difundiera por todo el reino.
La noche era oscura, pero no para los ojos sensibles de Tos’un Armgo, acostumbrados a las negrura de la Antípoda Oscura. Se agazapó junto a una grieta en la roca y miró la corriente argentada y serpenteante del río Surbrin, y con más atención a la fila de estacas plantadas a la orilla.
Los perpetradores se habían desplazado hacia el sur, junto con el trío instigador formado por Dnark, Ung-thol y el joven y advenedizo Toogwik Tuk. Habían hablado de atacar a los enanos Battlehammer en el Surbrin.
Obould no vería con buenos ojos tamaña independencia entre sus filas y, cosa extraña, al drow tampoco lo entusiasmaba demasiado la perspectiva. Había sido él personalmente el que había conducido el primer ataque orco sobre esa posición enana, infiltrándose e imponiendo silencio en la atalaya principal antes de que la marea de los orcos obligara al clan Battlehammer a meterse otra vez en su agujero.
Aquél había sido un buen día.
Tos’un se preguntaba qué era lo que había cambiado. ¿Qué le había provocado esa melancolía ante la perspectiva de una batalla, especialmente una batalla entre orcos y enanos, dos de las razas más feas y apestosas que hubiera tenido el disgusto de conocer?
Mientras contemplaba el río, allá abajo, consiguió entenderlo.
Tos’un era un drow, había crecido en Menzoberranzan y no tenía la menor simpatía por sus primos elfos de la superficie. La guerra entre los elfos de la superficie y los de la Antípoda Oscura era una de las rivalidades más encarnizadas que se hubieran visto en el mundo, una larga historia de hechos ruines e incursiones asesinas equiparables a cualquier cosa que pudieran concebir los demonios del Abismo y los diablos de los Nueve Infiernos enzarzados en una lucha permanente. Cortarle el gaznate a un elfo de la superficie jamás le había planteado un dilema moral a Tos’un; pero había algo en aquella situación, algo relacionado con esas cabezas, que lo desconcertaba, que lo llenaba de horror.
Aunque odiaba a los elfos de la superficie, despreciaba más intensamente a los orcos. La idea de que los orcos hubieran conseguido semejante victoria sobre cualquier clase de elfos hacía que se le helara la sangre. Había crecido en una ciudad de veinte mil elfos oscuros, cuya población de esclavos orcos, goblins y kobolds podía triplicar a la de aquéllos. ¿Acaso habría entre ellos un clan Karuck dispuesto a exponer en picas las cabezas de los nobles de la Casa Barrison Del’Armgo, o incluso de la Casa Baenre?
Desechó la idea por absurda, y se recordó que los elfos de la superficie eran más débiles que sus parientes drows. Ese grupo había caído ante el clan Karuck porque se lo merecía, porque eran débiles, o necios, o ambas cosas.
O al menos eso era lo que Tos’un se decía una y otra vez, esperando encontrar en ello un sosiego que la razón no podía proporcionarle. Miró hacia el sur, donde los pendones del clan Karuck habían desaparecido engullidos por el irregular paisaje y por la oscuridad. Fuera lo que fuera lo que se dijera mentalmente sobre la matanza en el Bosque de la Luna, muy dentro de sí mismo, en lo hondo de su corazón y de su alma, Tos’un esperaba que Grguch y sus secuaces tuvieran todos una muerte horrible.
El sonido de las gotas de agua acompañaba la marcha hacia el este de la carreta desde Nesme, mientras el día templado decaía ante el embate de la noche, que se anunciaba helada.
Varias veces el carretero había mascullado protestas por las roderas llenas de barro, e incluso había llegado a desear que la noche fuera fría.
—¡Si la noche es templada, acabaremos andando! —advirtió varias veces.
Catti-brie apenas lo oía, y a duras penas notaba la suave sinfonía del deshielo a su alrededor. Iba sentada sobre el fondo de la carreta, con la espalda apoyada en el asiento del carretero y la vista fija en el oeste, que iban dejando atrás.
Wulfgar estaba por allá, alejándose de ella. Alejándose para siempre, según se temía.
Estaba muy enfadada, resentida. ¿Cómo podía abandonarlos con un ejército de orcos acampado en las inmediaciones de Mithril Hall? ¿Qué motivo podía tener para querer abandonar a los Compañeros del Salón? ¿Y cómo podía marcharse sin decir adiós a Bruenor, Drizzt y Regis?
Su mente daba vueltas una y otra vez a esas preguntas y a otras, tratando de encontrar sentido a todo esto, tratando de acomodarse a algo que no podía controlar. ¡No era así como deberían haber sido las cosas! Había tratado de decírselo a Wulfgar, pero su sonrisa, tan segura y serena, la había desarmado antes de que pudiera plantearlo siquiera.
Volvió mentalmente al día en que Wulfgar y ella habían salido de Mithril Hall hacia Luna Plateada. Recordó las reacciones de Bruenor y de Drizzt, se dio cuenta de que habían sido demasiado emotivas en el caso del primero y demasiado estoicas en el del segundo.
Wulfgar se lo había dicho a ellos. Les había dicho adiós antes de que se pusieran en marcha, ya fuera de una manera explícita o de forma sugerida e ineludible. No había sido una decisión impulsiva fruto de alguna revelación que lo hubiera asaltado por el camino.
En el rostro de Catti-brie, apareció un súbito gesto de enfado, contra Bruenor y, sobre todo, contra Drizzt. ¿Cómo era posible que lo supieran y no le hubieran dicho nada?
Rápidamente, desechó el enfado al darse cuenta de que había sido así como lo había querido Wulfgar. Esperó a decírselo cuando hubieran recuperado a Colson. Catti-brie asintió calladamente al pensar en eso. Había esperado porque sabía que a la vista de la niña, de la niña a la que había apartado de su madre y a la que debía devolver, las cosas serían más claras para Catti-brie.
—No estoy enfadada con Wulfgar ni con ninguno de ellos —dijo en un susurro.
—¿Qué? —preguntó el carretero, y la mujer le respondió con una sonrisa que hizo que el hombre volviera a ocuparse de lo suyo.
Catti-brie mantuvo la sonrisa mientras volvía a fijar la mirada en el oeste, entrecerrando los ojos, revistiéndose de una máscara para mantener a raya las lágrimas que pugnaban por salir.
Wulfgar se había marchado, y considerando los motivos que había tenido para ello, sabía que no podía culparlo. Ya no era un hombre joven. Todavía tenía que hacer fortuna, y no le sobraba el tiempo. No la haría en Mithril Hall, y en las ciudades próximas a la plaza fuerte de los enanos la gente no se parecía a Wulfgar ni por su aspecto ni por su sensibilidad. Su hogar era el Valle del Viento Helado. Allí estaba su pueblo. Sólo en el Valle del Viento Helado podía confiar en encontrar una esposa.
Catti-brie ya estaba fuera de su alcance, y aunque no albergaba contra ella ningún rencor, comprendía cuán doloroso habría sido para él verla con Drizzt.
Ella y Wulfgar habían tenido su momento, pero ese momento había pasado, se lo habían arrebatado los demonios, tanto los que Wulfgar llevaba dentro como los habitantes del Abismo. El hecho era que el momento había pasado y no parecía haber otros momentos reservados para Wulfgar en la corte de un rey enano.
—Adiós para siempre —dijo Catti-brie, moviendo los labios, y jamás había puesto tanto sentimiento en una palabra.
Se agachó para acercar a Colson a las gotas de nieve en flor, cuyas diminutas campánulas blancas competían con la nieve a lo largo del camino. Las primeras flores, el primer anuncio de la primavera.
—Para mamá, Delly —dijo Colson alegremente, sosteniendo la primera sílaba del nombre de Delly durante un segundo, lo que aumentó la pena de Wulfgar—. Frores —canturreó mientras arrancaba una y se la llevaba a la nariz.
Wulfgar no corrigió su pronunciación, porque brillaba tanto como lo hubiera hecho jamás cualquier fror.
—Frores para mamá —dijo, y añadió algo más en su media lengua que Wulfgar no consiguió descifrar, aunque era evidente que la niña pensaba que estaba hablando coherentemente.
Wulfgar estaba seguro de que al menos para ella tenía perfecto sentido lo que decía.
Se encontraba ante una pequeña personita, y Wulfgar tomó conciencia de ello en aquel momento de inocencia. Una persona pensante, racional. Ya no era un bebé; no estaba indefensa ni inconsciente.
La alegría y el orgullo que sintió Wulfgar se vieron atemperados, sin duda, al darse cuenta de que pronto tendría que entregar a Colson a su madre, a una mujer que la niña no conocía y en una tierra a la que nunca había llamado su hogar.
—Que así sea —dijo.
Colson lo miró y rio contenta, y poco a poco, el deleite que sentía Wulfgar se impuso al temor de lo que se avecinaba.
Sintió la primavera en el corazón, como si el velo de amargura que lo cubría se hubiera disipado por fin. Nada podría cambiar esa sensación arrolladora. Era libre. Estaba contento. En lo más hondo sabía que lo que estaba haciendo era bueno y estaba bien.
Al agacharse sobre la flor notó también otra cosa: una huella fresca en el barro, justo en el borde de la nieve endurecida. Era la huella de un pie envuelto en lana burda, así que como estaba muy lejos de cualquier ciudad, inmediatamente la identificó como la huella de un goblin. Se puso de pie y miró a su alrededor.
Contempló a Colson y, tras dirigirle una sonrisa tranquilizadora, apuró el paso por el accidentado camino. Por fortuna, su rumbo era el contrario al que había tomado aquella criatura. No quería tener que pelear ese día, ni ningún otro día en que tuviera a Colson en brazos.
Una razón más para llevar a la niña a donde le correspondía estar.
Wulfgar subió a la niña sobre los anchos hombros y se puso a silbar muy quedo para ella mientras sus largas piernas lo llevaban rápidamente hacia el oeste.
Hacia su hogar.
Al norte de la posición de Wulfgar, cuatro enanos, un halfling y un drow se reunían en torno a una pequeña hoguera en un valle nevado. Se habían detenido temprano a fin de encender un fuego para calentar algunas piedras que les permitieran pasar mejor la fría noche. Después de frotarse fuertemente las manos sobre las ágiles llamas anaranjadas, Torgar, Cordio y Thibbledorf se dispusieron a buscar las piedras.
Bruenor casi no reparó en su marcha, porque tenía los ojos fijos en el saco de rollos y artefactos, y en un tapiz enrollado que había muy cerca.
Mientras Regis empezaba a preparar la cena, Drizzt permanecía allí sentado, observando a su amigo enano. Sabía que dentro de Bruenor se libraba una lucha, y que pronto tendría que decir lo que pensaba.
Como obedeciendo a una señal, Bruenor se volvió hacia él.
—Creí haber encontrado Gauntlgrym y mis respuestas —dijo.
—No sabes si las has encontrado o no —le recordó Drizzt.
Bruenor protestó por lo bajo.
—No era Gauntlgrym, elfo. No responde a las leyendas sobre el lugar. Ni tampoco a ninguna historia que haya oído jamás.
—Probablemente no —concedió el drow.
—No era ningún lugar del que haya oído hablar jamás.
—Lo que podría resultar incluso más importante —dijo Drizzt.
—¡Bah! —resopló Bruenor con escaso entusiasmo—. Un lugar de acertijos y ninguno de ellos relacionado con las respuestas que buscaba.
—Son lo que son.
—¿Y eso qué viene a ser?
—Es de esperar que lo revelen los escritos que hemos encontrado.
—¡Bah! —protestó Bruenor en voz más alta, desechando con un gesto de las manos el saco de rollos—. Voy a buscar una piedra para calentar mi cama —dijo en voz baja, poniéndose en marcha—, y para darme de cabezadas contra ella.
Las últimas palabras hicieron brotar una sonrisa en la cara de Drizzt, al recordarle que Bruenor seguiría las claves allí donde condujeran, fueran cuales fueran las implicaciones. Tenía gran fe en su amigo.
—Está asustado —dijo Regis en cuanto el enano se perdió de vista.
—Y tiene motivos —respondió Drizzt—; están en juego los mismísimos cimientos de su mundo.
—¿Qué crees que encontraremos en esos rollos? —preguntó Regis.
Drizzt se encogió de hombros.
—¡Y esas estatuas! —prosiguió Regis sin arredrarse—. Orcos y enanos, y no batallando. ¿Qué significa? ¿Son una respuesta para nosotros? ¿O apenas otra pregunta?
Drizzt se quedó sopesando aquello un momento, y mientras respondía, afirmaba con la cabeza.
—Posibilidades —dijo.