La senda del orco
Los orcos del clan Colmillo Amarillo arrasaron el bosque desde el norte, atacando a los árboles como si estuvieran vengando algún ignominioso crimen perpetrado contra ellos por las plantas inanimadas. Talaron con sus hachas y prendieron fuego, y el grupo, obedeciendo órdenes, hizo todo el ruido que pudo.
En la ladera de una colina, hacia el este, Dnark, Toogwik Tuk y Ung-thol esperaban en cuclillas, nerviosos, mientras el clan Karuck avanzaba por las tierras bajas que quedaban a sus espaldas y hacia el sur.
—Esto es demasiado descarado —advirtió Ung-thol—. Los elfos saldrán en masa.
Dnark sabía que las palabras de su chamán no estaban exentas de razón, ya que se habían ensañado con el Bosque de la Luna, donde vivía un mortífero clan de elfos.
—Ya habremos cruzado el río antes de que llegue el grueso de sus fuerzas —respondió Toogwik Tuk—. Grguch y Hakuun lo han planificado con sumo cuidado.
—¡Estamos expuestos! —protestó Ung-thol—. Si llegan a encontrarnos aquí, en terreno abierto…
—Tendrán la mirada fija en el norte, en las llamas que devoran a sus amados árboles dioses —dijo Toogwik Tuk.
—Es una apuesta —intervino Dnark, calmando a los dos chamanes.
—Es la senda del guerrero —dijo Toogwik Tuk—, la senda del orco. Es algo que Obould Muchas Flechas habría hecho antes, pero ya no.
La verdad resonó en esas palabras tanto para Dnark como para Ung-thol. El jefe echó una mirada a los guerreros sigilosos del clan Karuck, muchos de ellos envueltos en ramas que habían adosado a sus oscuras armaduras y ropas. Un poco hacia un lado, pegada a los árboles de un pequeño bosquete, una banda de ogros lanzadores de jabalinas permanecían quietos y callados, con palos de lanzar atlatl en la mano.
Dnark sabía que el día podía acabar en un desastre, con el fin de todos sus planes para obligar a Obould a avanzar; pero también podía traer la gloria necesaria para impulsarlos aún más. En cualquier caso, un golpe asestado aquí sonaría como la ruptura de un tratado, y eso, según pensó el jefe, sólo podía anunciar algo bueno.
Volvió a ponerse en cuclillas entre la hierba y observó la escena que se desarrollaba ante sus ojos. No era probable que pudiese ver la marcha de los astutos elfos, por supuesto, pero se enteraría de su llegada por los gritos de los guerreros de avanzada del clan Colmillo Amarillo sacrificados.
Un momento después, y no muy hacia el norte, uno de esos gritos de agonía surcó el aire.
Dnark miró al clan Karuck, que continuaba su metódica maniobra envolvente.
Innovindil estaba sumida en un profundo desaliento viendo las oscuras columnas de humo que seguían elevándose desde el extremo septentrional del Bosque de la Luna. No podía negarse que los orcos eran unas criaturas obstinadas.
Con el arco cruzado sobre la silla, delante de sí, la elfa hizo que Crepúsculo se elevase por encima de las copas de los árboles, aunque volando bajo. Los exploradores de avanzada se ocuparían de los orcos antes de su llegada, sin duda, pero ella todavía confiaba en que pudiera disparar algunas flechas desde el aire aprovechando el elemento sorpresa.
Desvió el pegaso hacia la izquierda, en dirección al río, con la idea de rodear por detrás la horda de los orcos para dirigir mejor la batalla para sus compañeros sobre el terreno. Bajó todavía más, apartándose de la espesura de los árboles, y aflojó las riendas de Crepúsculo, dejando que el pegaso volara sin limitaciones. El viento revolvía los rubios rizos de la elfa haciendo que el pelo y la capa gualdrapearan a su espalda y los ojos le lagrimearan con el frío refrescante de la brisa helada. Mantenía un ritmo perfecto; se acoplaba a los movimientos ascendentes y descendentes de los poderosos músculos de su corcel, con un equilibrio tan centrado y completo que más parecía una extensión del caballo que un ser aparte. Tanteó con los dedos de una mano el hermoso contorno de su arco mientras deslizaba la otra para acariciar el extremo emplumado de las flechas contenidas en la aljaba que colgaba a un lado de su silla. Giró una flecha entre sus dedos anticipando lo que sentiría cuando la disparara a la cara de uno de los merodeadores orcos.
Siempre con el río a su izquierda y los árboles a la derecha, Innovindil siguió volando. Llegó a un altozano, y casi lo había dejado atrás cuando observó unas formas cuidadosamente camufladas que se arrastraban por el suelo.
Orcos. En dirección sur respecto de los fuegos y el ruido. Al sur de los exploradores de avanzada.
La veterana guerrera elfa sabía reconocer muy bien una emboscada. Un segundo grupo de orcos estaba dispuesto a atacar el flanco trasero de los elfos del Bosque de la Luna, lo cual significaba que el ruido y el fuego por el norte no eran más que una maniobra de distracción.
Innovindil recorrió rápidamente con la mirada el bosque que se extendía más allá y el movimiento que tenía delante, y comprendió el peligro. Tiró de las riendas e hizo que Crepúsculo diera un giro cerrado a la derecha, volando sobre un bosquecillo separado sólo por un pequeño espacio abierto del bosque propiamente dicho. Se concentró en el bosque que tenía enfrente, tratando de calibrar el combate, la ubicación de los orcos y la de su gente.
La perspicaz elfa no pudo por menos que captar movimientos entre los árboles que sobrevolaba. ¿Cómo podían pasarle desapercibidos esos brutales monstruos que se arrastraban por el bosque sin hojas? La doblaban en estatura, y sus hombros triplicaban con creces el ancho de su cuerpo.
Los vio, la vieron y se arremolinaron dispuestos a arrojarle pesadas jabalinas con sus atlatls llenos de muescas.
—¡Vuela, vuela, Crepúsculo! —gritó Innovindil, reconociendo el peligro incluso antes de que uno de los proyectiles saliera disparado hacia ella.
Tiró de las riendas con fuerza para obligar a su cabalgadura a remontarse más alto, y Crepúsculo, consciente del peligro, batió las poderosas alas con rapidez.
Una jabalina pasó vibrando junto a ella, y aunque erró por un pelo, Innovindil observó con incredulidad la potencia que había detrás de semejante lanzamiento.
Emprendió con su montura una trayectoria zigzagueante para no presentar un blanco fácil ni predecible. Tanto ella como Crepúsculo debían rendir al máximo en los siguientes minutos, e Innovindil endureció la mirada, dispuesta a responder al reto.
Lo que no podía saber era que la habían estado esperando, y se encontraba demasiado ocupada sorteando enormes jabalinas como para reparar en la pequeña serpiente alada que llevaba una trayectoria paralela a la suya y sobrevolaba las copas de los árboles.
El jefe Grguch observaba los rápidos virajes del pegaso con gesto divertido y con mal disimulado respeto. Pronto se dio cuenta de que los ogros no derribarían a la pareja voladora, tal como había anticipado su consejero de más confianza. Se volvió entonces hacia el perspicaz Hakuun con una ancha sonrisa.
—Es por esto por lo que te mantengo a mi lado —dijo, aunque dudaba de que el chamán pudiera oírlo, enfrascado como estaba en el esfuerzo de formular un conjuro que había preparado precisamente para esa eventualidad.
La vista de un pegaso montado sobre la anterior batalla con los elfos había puesto furioso a Grguch, ya que en aquella ocasión había creído que su emboscada había engañado al grupo de incursores. Grguch pensaba que el jinete que lo montaba había dispuesto la huida de los elfos, y temía que volviera a suceder lo mismo, y peor aún, temía que un elfo pudiera descubrir desde el cielo al vulnerable clan Karuck.
Hakuun le había dado su respuesta, y esa respuesta se concretó cuando el chamán alzó los brazos al cielo y gritó las últimas palabras de su conjuro. El aire se estremeció ante los labios de Hakuun y brotó una onda de vibrante energía que distorsionaba las imágenes como una bola giratoria de agua o de calor extremo elevándose sobre una piedra caliente.
El conjuro de Hakuun estalló y envolvió a la elfa y al pegaso, empeñados en su maniobra de evasión. El aire se estremeció formando ondas de choque que alcanzaron a jinete y montura.
Hakuun miró a su amado jefe con expresión satisfecha, como diciendo:
—Problema resuelto.
Innovindil no sabía qué era lo que la había golpeado, y, peor aún, lo que había golpeado a Crepúsculo. Quedaron inmóviles un segundo, atacados por todas partes por ráfagas repentinas, crepitantes, que los asaltaban por todas partes. Entonces, empezaron a caer, aturdidos, pero sólo un breve momento antes de que Crepúsculo extendiera las alas y se aprovechara de las corrientes ascendentes.
Sin embargo, volvían a estar más bajos, demasiado cerca del suelo, tras haber perdido todo el impulso. Ninguna habilidad, ni del jinete ni de la montura, podía contrarrestar ese cambio repentino. Sólo cabía confiar en la suerte.
Crepúsculo relinchó de dolor e Innovindil sintió una sacudida detrás de la pierna. Al mirar hacia abajo vio una jabalina enterrada profundamente en el costado del pegaso, y una brillante mancha de sangre que se extendía por el manto blanco del gran corcel.
—¡Sigue volando! —imploró Innovindil. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Otra lanza pasó volando, y otra más obligó a Crepúsculo a hacer un giro repentino, ya que apareció justo delante de ellos.
Innovindil sabía que para salvar la vida tenía que resistir. Sus nudillos estaban blancos por el esfuerzo, mientras espoleaba con las piernas al pegaso. Hubiera querido agacharse y arrancar la jabalina que evidentemente frenaba al pegaso, pero no podía arriesgarse a hacerlo en ese momento de frenéticas maniobras.
El Bosque de la Luna se alzaba ante ella, oscuro y acogedor, el lugar que había sido su hogar durante siglos. Si podía llegar allí, los clérigos se harían cargo de Crepúsculo.
Fue alcanzada en el costado y a punto estuvo de ser derribada de la silla al ser golpeada inesperadamente por el ala derecha del corcel. Otra vez la golpeó, y el animal perdió altura de repente. Una jabalina había atravesado el ala del pobre pegaso, justo en la articulación.
Innovindil se inclinó hacia adelante, implorando al caballo alado para que venciera el dolor, por su propia vida y por la de ella.
De nuevo fue herida, esa vez de mayor gravedad.
Crepúsculo consiguió dejar de derivar y extendió las alas lo suficiente como para aprovechar una corriente ascendente que les permitió seguir adelante.
Cuando dejaron atrás el bosquete, Innovindil creyó que podrían conseguirlo, que su magnífico pegaso tenía determinación y fortaleza para sacarlos de ésa. Se volvió otra vez para observar la jabalina clavada en el costado de Crepúsculo…, o al menos lo intentó.
Al balancearse en la montura, sintió un dolor feroz en el costado que a punto estuvo de hacerle perder la conciencia. Sin saber cómo, la elfa consiguió afirmarse y girar sólo la cabeza.
Se dio cuenta entonces de que el último golpe que había notado no había sido del ala de Crepúsculo, ya que un dardo de origen desconocido se le había clavado en la cadera y podía sentir que palpitaba de energía mágica, latiendo como un corazón y bombeando en su costado un ácido doloroso. El rastro de sangre más próximo que corría por el costado de Crepúsculo era suyo, no del pegaso.
Tenía la pierna derecha totalmente entumecida y se le empezaba a nublar la vista.
—Sigue adelante —le dijo al pegaso en un susurro, aunque sabía que cada movimiento de las alas era una agonía para su querido amigo equino. Pero tenían que superar la línea de avanzada de los elfos. Eso era lo único que importaba.
El valiente Crepúsculo sobrevoló los primeros árboles del Bosque de la Luna, y la brava Innovindil gritó a los suyos, que según sabía avanzaban bajo los árboles:
—Huid hacia el sur y el oeste —les rogó con una voz que se hacía cada vez más débil—. ¡Emboscada! ¡Una trampa!
Crepúsculo batió las alas una vez más, y después lanzó un penoso relincho y se escoró hacia la izquierda. No podían aguantar más. En las profundidades de su mente, en un lugar entre la conciencia y las tinieblas, Innovindil supo que el pegaso no podía seguir adelante.
Pensó que su camino estaba claro, pero de repente un enorme árbol surgió delante de ellos, donde antes no había nada.
Aquello no tenía sentido. Ni remotamente se le ocurrió pensar que podía haber por allí un mago creando ilusiones para engañarla. Estaba apenas consciente cuando ella y Crepúsculo cayeron y se enredaron en las ramas del árbol, y casi no sintió dolor cuando ambos se estrellaron contra el tronco e iniciaron un doloroso descenso de huesos rotos a través de las ramas y hasta el suelo. Hubo un momento en que tuvo una visión curiosa, aunque muy borrosa: un pequeño y viejo gnomo, con unos cuantos mechones de pelo blanco por encima de las enormes orejas y vestido con hermosas vestiduras tornasoladas entre púrpuras y rojas, estaba sentado en una rama, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y, balanceándose atrás y adelante como un niño, la miraba con expresión divertida.
«Estoy delirando —pensó—; es el presagio de la muerte.» Tenía que serlo.
Crepúsculo llegó al suelo primero, convertido en un montón de huesos retorcidos, e Innovindil cayó encima de él, con la cara muy próxima a la suya.
Pudo oír su último aliento.
Murió encima de él.
Allá en la ladera de la colina, los tres orcos perdieron de vista a la elfa y a su caballo volador mucho antes de que se estrellaran, pero habían sido testigos del impacto de las jabalinas y cada vez lo habían festejado con una ovación.
—¡Clan Karuck! —dijo Dnark, alzando el puño.
En ese momento de regocijo y de victoria, Dnark se atrevió a creer que la llegada de los semiogros y de su bestial progenie serviría realmente para cumplir todas las promesas del optimista Toogwik Tuk. Los elfos y sus caballos voladores habían sido una plaga para los orcos desde que habían venido hacia el sur, pero ahora ¿se atreverían a sobrevolar otra vez los campos del reino de Muchas Flechas?
—Karuck —coreó Toogwik Tuk, palmeando al jefe en el hombro y señalando hacia abajo.
Allí, Grguch se irguió cuan alto era, con los brazos levantados.
—¡A por ellos! —gritó el semiogro a los suyos—. ¡Al bosque!
Entre aullidos y ululando de una manera que hizo que al jefe y a los chamanes se les pusiera la carne de gallina, los guerreros del clan Karuck salieron de sus escondites y corrieron hacia el bosque. Desde el pequeño bosquete del sur, salieron los imponentes ogros, cada uno con un palo lanzador sobre el hombro y una jabalina apoyada en su horquilla, apuntando hacia adelante y hacia arriba, lista para dispararla.
El suelo se estremeció bajo su carga, y hasta el viento se replegó ante la fuerza de sus feroces aullidos.
—¡Clan Karuck! —voceó Ung-thol, uniéndose a sus dos compañeros—. Y que el mundo tiemble.
El grito de advertencia de Innovindil había sido oído, y su gente confiaba tanto en su buen juicio que no cuestionó la orden.
Mientras se fue propagando la noticia entre los árboles, los elfos del Bosque de la Luna lanzaron una última flecha y se dirigieron hacia el sudoeste, corriendo de escondite en escondite. A pesar de su rabia, a pesar de la tentación de darse la vuelta y hacer frente a los orcos en el norte, no pasarían por alto la advertencia de Innovindil.
Y para confirmar lo que ya sabían, en cuestión de instantes, oyeron los rugidos provenientes del este y se dieron cuenta de la trampa que su compañera había descubierto. Con coordinación experta cerraron filas y se trasladaron al terreno más defendible que pudieron encontrar.
Los que estaban en el extremo oriental, un grupo formado por una docena de habitantes del bosque, fueron los primeros en ver la carga del clan Karuck. Los enormes mestizos corrían entre los árboles con salvaje confianza y aterradora velocidad.
—Detenedlos —les dijo a sus compañeros elfos la jefa del grupo.
Algunos de ellos la miraron con incredulidad, pero la mayoría hizo gala de una férrea determinación. La carga era demasiado feroz. Los demás elfos, avanzando de árbol en árbol, serían barridos.
El grupo se hizo firme tras una antigua pared semiderruida de piedras apiladas. Mirándose unos a otros con decisión, prepararon sus arcos y se agacharon.
Aparecieron los primeros orcos enormes, pero los elfos no dispararon. Más y más iban apareciendo tras los primeros, pero los elfos no se acobardaron y no soltaron sus flechas. Sabían que la batalla no iba con ellos, sino con los que acudían veloces tras ellos.
Los guerreros más próximos del clan Karuck estaban sólo a unos pasos de la pared de piedra cuando los elfos surgieron todos a una, bajaron sus arcos con una coordinación perfecta y lanzaron una andanada letal.
Los orcos se doblaron y cayeron, y la nieve delante de la pared se tiñó de sangre. Dispararon más flechas, pero cada vez aparecían más orcos, y dando tumbos delante de esos orcos venía una pequeña esfera llameante. Los elfos sabían lo que auguraba. Todos se agacharon como un solo elfo y se protegieron de la bola de fuego que, a decir verdad, hizo más daño a la primera fila de los orcos que a los elfos protegidos, salvo porque interrumpió la lluvia de flechas de la defensa elfa.
Los gritos de sus miembros al caer no hicieron más que enardecer al clan Karuck. Estos guerreros no sabían lo que era el miedo, y sólo querían morir al servicio de Gruumsh y de Grguch. Llevados por su frenesí, desafiaron la lluvia de flechas y las ramas ardientes que caían de la conflagración que continuaba en lo alto. Algunos incluso levantaron a sus compañeros muertos y los usaron como escudos.
Detrás de la pared, los elfos abandonaron sus arcos y desenvainaron sus espadas largas y ligeras. Enfundados en sus relucientes cotas de malla y con las capas al viento, la mayoría todavía humeantes y un par de ellos ardiendo aún, hicieron frente a la carga con elegancia, fuerza y coraje.
Pero Grguch y sus secuaces los arrasaron y mataron, y sus armas cambiaron el brillo de la plata por el de la sangre, y sus capas, empapadas por este elemento, ya no se agitaban con la brisa.
Grguch condujo a sus guerreros por el bosque un poco más atrás, pero él sabía que avanzaban por terreno elfo, donde las líneas defensivas de los arqueros clavarían su aguijón en sus guerreros desde lo alto de las colinas y de entre los árboles, y donde poderosos conjuros estallarían sin previa advertencia. Se detuvo y alzó una mano abierta, ordenando un alto en la carga; después, señaló hacia el sur y envió a tres ogros como avanzada.
—Cortadles la cabeza —ordenó a sus orcos, señalando con un gesto la pared de piedra—. Las pondremos sobre picas a lo largo de la orilla occidental del río como recordatorio de su error para las gentes feéricas.
Más adelante, a cierta distancia, se oyó el grito de dolor de un ogro. Grguch asintió, dándose por enterado; entendió que los elfos se reagruparían rápidamente, que probablemente ya lo habrían hecho. Miró a su gente, que lo rodeaba, y sonrió.
—Al río —ordenó, seguro de que su posición ya había quedado clara tanto para el clan Karuck como para los tres emisarios que los habían hecho salir de los túneles que había debajo de la Columna del Mundo.
Por supuesto, no tenía ni idea de que había un cuarto observador ajeno a su clan que había desempeñado un papel en todo esto. Jack había vuelto a su forma de Jaculi, y estaba enroscado en la rama de un árbol, observando todo lo que acontecía a su alrededor con creciente curiosidad. Se dio cuenta de que iba a tener que mantener una larga conversación con Hakuun, y pronto, y se alegró un poco de haber seguido al clan Karuck en su salida de la Antípoda Oscura.
Hacía tiempo que se había olvidado del ancho mundo y de lo divertidas que eran las trastadas.
Además, a él nunca le habían caído bien los elfos.
Toogwik Tuk, Ung-thol y Dnark volvían radiantes a sus tierras, ocupadas por los orcos.
—Hemos hecho surgir la furia de Gruumsh —dijo Dnark cuando los tres estaban en la orilla occidental del Surbrin, con la mirada vuelta hacia el este, hacia el Bosque de la Luna.
El sol estaba bajo a sus espaldas, se iba haciendo de noche y el bosque cobraba un aspecto singular, como si su línea de árboles fuera la muralla defensiva de un enorme castillo.
—Eso servirá al rey Obould de recordatorio de cuál es nuestro verdadero objetivo —declaró Ung-thol.
—O será reemplazado —dijo Toogwik Tuk.
Los otros dos ni siquiera parpadearon al oír pronunciar abiertamente esas palabras. No, después de haber visto la astucia, la ferocidad y el poder de Grguch y del clan Karuck. A apenas seis metros al norte de donde se encontraban, el viento balanceaba una cabeza de elfo clavada en una larga estaca.
A Albondiel se le cayó el alma a los pies al ver el destello blanco contra el suelo del bosque. Al principio pensó que no era más que otro resto de nieve, pero al rodear un grueso árbol y tener un campo de visión más despejado, descubrió la verdad.
La nieve no tenía plumas.
—Hralien —llamó con un hilo de voz.
El conmocionado elfo tuvo la sensación de que el tiempo se había paralizado, como si hubiera transcurrido medio día; pero sólo en unos cuantos segundos Hralien estaba a su lado.
—Crepúsculo —musitó Hralien, avanzando.
Albondiel reunió valor y lo siguió. Sabía lo que iban a encontrar.
Innovindil yacía inmóvil encima del pegaso, rodeando con los brazos el cuello de Crepúsculo y con la cara pegada a la del caballo alado. Desde la perspectiva de Albondiel cuando rodeó el árbol que abruptamente había puesto fin a la vida de Innovindil y Crepúsculo, la escena parecía apacible y serena, casi como si su amiga se hubiera quedado dormida encima de su amado amigo equino. Sin embargo, una mirada más atenta le reveló la verdad, le permitió ver la sangre y las gigantescas jabalinas, las alas rotas y la herida mágica de carne descompuesta detrás de la cadera de Innovindil.
Hralien se inclinó sobre la elfa muerta y dulcemente le acarició la espesa cabellera mientras pasaba la otra mano por el cuello suave y musculoso de Crepúsculo.
—Nos estaban esperando —dijo.
—¿Esperando? —dijo Albondiel, meneando la cabeza y enjugándose las lágrimas que le corrían por las mejillas—. Más que eso. Nos atrajeron con engaños. Se anticiparon a nuestro contraataque.
—¡Son orcos! —protestó Hralien, levantándose rápidamente y volviéndose hacia otro lado.
Alzando los brazos los extendió primero rectos ante sí, después hacia ambos lados del cuerpo y luego hacia atrás, arqueando la espalda y alzando el rostro hacia el cielo al mismo tiempo. Era un movimiento ritual, usado a menudo en momentos de gran tensión y angustia, y Hralien terminó lanzando un grito agudo hacia el cielo, una protesta a los dioses por el dolor que había sufrido su gente en ese día aciago.
Se repuso rápidamente, habiéndose despojado de la pena por el momento, y giró sobre sus talones para mirar a Albondiel, que seguía de rodillas, acariciando la cabeza de Innovindil.
—Orcos —dijo nuevamente Hralien—. ¿Cómo es que han refinado tanto sus métodos?
—Siempre han sido astutos —replicó Albondiel.
—Saben demasiado sobre nosotros —se quejó Hralien.
—Entonces, debemos cambiar nuestras tácticas.
Pero Hralien negaba con la cabeza.
—Me temo que va más lejos. ¿Podría ser que los guiara un elfo oscuro que sabe cómo combatimos?
—Eso no lo sabemos —dijo Albondiel con cautela—. Esto no fue más que una emboscada; tal vez…
—¿Una trampa preparada para Innovindil y Crepúsculo?
—¿Por designio o por coincidencia? Supones demasiado.
Hralien se arrodilló junto a sus amigos vivos y muertos.
—¿Podemos darnos el lujo de no hacerlo?
Albondiel se quedó pensando un momento.
—Deberíamos encontrar a Tos’un.
—Deberíamos hacer llegar un mensaje a Mithril Hall —dijo Hralien—, a Drizzt Do’Urden, que lamentará la muerte de Innovindil y de Crepúsculo. El comprenderá mejor los métodos de Tos’un y ya ha hecho votos de encontrar al drow.
Una sombra pasó por encima de ellos haciéndoles volver la vista hacia el cielo.
Amanecer volaba en círculos sobre los dos elfos, sacudiendo la cabeza y relinchando penosamente por el pegaso perdido.
Albondiel miró a Hralien y vio que corrían lágrimas por su cara.
Volvió a mirar hacia arriba, al pegaso, pero a través de sus propias lágrimas y cegado por el sol de la mañana no pudo distinguir quién cabalgaba en el corcel.
—Busca a Drizzt —susurró casi involuntariamente.