Capítulo 1


Orgullo y sentido práctico

El mismo día en que Drizzt e Innovindil se pusieron en marcha hacia el este para encontrar el cuerpo de Ellifain, Catti-brie y Wulfgar atravesaron el Surbrin en busca de la hija perdida de Wulfgar. Sin embargo, su viaje sólo duró un par de días, pues los hicieron desistir los vientos fríos y los cielos encapotados de una tremenda tormenta invernal. La pierna herida de Catti-brie hacía que la pareja no pudiese confiar en moverse lo bastante de prisa como para superar el frente que se avecinaba, de ahí que Wulfgar desistiera de continuar. Colson estaba a salvo, al decir de todos, y Wulfgar confiaba en que la senda no se helara durante el retraso, ya que en la Marca Argéntea prácticamente todos los viajes se interrumpían en los meses de helada. Superando las objeciones de Catti-brie, los dos volvieron a atravesar el Surbrin y regresaron a Mithril Hall.

El mismo frente de tormenta inutilizó poco después el transbordador, que quedó fuera de servicio durante los diez días siguientes. Ya estaban en el corazón del invierno, más cerca de la primavera que del otoño. El Año de la Magia Desatada había llegado.

Catti-brie tenía la sensación de que el frío penetrante se había instalado para siempre en su cadera y su pierna heridas, y no experimentaba gran mejoría en su movilidad. No obstante, no quería aceptar una silla con ruedas como la que habían hecho los enanos para el impedido Banak Buenaforja, y no quería ni oír hablar del artefacto que Nanfoodle había diseñado para ella: un cómodo palanquín pensado para ser transportado por cuatro enanos voluntarios. Tozudez aparte, su cadera herida se negaba a soportar su peso de una forma aceptable o durante mucho tiempo, de modo que había optado por la muleta.

Los últimos días los había empleado en vagabundear por las lindes orientales de Mithril Hall; llegaba hasta el barranco de Garumn desde las salas principales y pedía siempre noticias de los orcos que se habían asentado fuera del Valle del Guardián, o de Drizzt, al que por fin habían visto por las fortificaciones orientales, volando en un pegaso por encima del Surbrin, junto a Innovindil del Bosque de la Luna.

Drizzt había abandonado Mithril Hall con las bendiciones de Catti-brie diez días antes, pero ella lo echaba mucho de menos en las largas y oscuras noches de invierno. La había sorprendido que no volviera directamente a las cavernas a su regreso, pero confiaba en su buen juicio. Si algo lo había empujado a seguir hacia el Bosque de la Luna, era seguro que habría tenido un buen motivo.

—Tengo a cien chavales rogándome que les permita llevarte —le echó en cara Bruenor un día, cuando el dolor de la cadera evidentemente la mortificaba. Había vuelto a las salas orientales, en la guarida privada de Bruenor, pero ya había informado a su padre de que volvería al este, atravesando el barranco—. ¡Lleva la silla del gnomo, cabezota!

—Tengo mis propias piernas —insistió.

—Piernas que no curan, por lo que veo —miró a Wulfgar, que estaba al otro lado del hogar, cómodamente reclinado en una butaca y con los ojos fijos en el fuego—. ¿Tú qué dices, muchacho?

Wulfgar lo miró con cara inexpresiva, evidentemente desconectado de la conversación que estaba teniendo lugar entre el enano y la mujer.

—¿Vas a marcharte pronto para encontrar a tu pequeña? —preguntó Bruenor—. ¿Con el deshielo?

—Antes del deshielo —lo corrigió Wulfgar—, antes de la crecida del río.

—Un mes, tal vez —dijo Bruenor, y Wulfgar asintió.

—Antes de Tarsakh —respondió, refiriéndose al cuarto mes del año.

Catti-brie se mordió el labio, consciente de que Bruenor había iniciado la conversación con Wulfgar para que ella se enterara.

—No vas a acompañarlo con esa pierna, muchacha —afirmó Bruenor—. Vas cojeando de un lado a otro sin dar a la maldita cosa oportunidad de curarse. Vamos, coge la silla del gnomo y deja que te lleven mis chicos, y podría ser, sólo digo que podría ser, que pudieras acompañar a Wulfgar cuando salga a buscar a Colson como habías planeado e intentaste antes.

Catti-brie miró primero a Bruenor y después a Wulfgar, y sólo vio las sinuosas llamas reflejadas en los ojos del hombrón.

Observó que parecía ajeno a todo, totalmente sumido en su torbellino interior. Tenía los hombros cargados con el peso de la culpa de haber perdido a su esposa, Delly Curtie, que todavía yacía muerta, por lo que sabían, bajo un manto de nieve en un campo al norte.

A Catti-brie también la consumía la culpa de esa pérdida, ya que había sido su espada, la malvada y sensitiva Cercenadora, la que había confundido a Delly Curtie y la había hecho abandonar la seguridad de Mithril Hall. Por fortuna —eso creían todos—, Delly no las había llevado a ella y a la niña adoptada de Wulfgar, la pequeña Colson, consigo, sino que había dejado a Colson con una de las otras refugiadas de las tierras septentrionales, que había atravesado el río Surbrin en uno de los últimos transbordadores que habían salido antes de la acometida del invierno. Colson podría estar en la ciudad encantada de Luna Plateada, o en Sundabar, o en cualquier otra comunidad, pero no tenían motivos para creer que hubiera sufrido, o fuera a sufrir, algún daño.

Y Wulfgar estaba empeñado en encontrarla; ésa era una de las pocas declaraciones que Catti-brie le había oído decir al bárbaro con cierto atisbo de convicción en diez días. Iría a buscar a Colson, y Catti-brie sentía que era su deber de amiga ir con él. Después de que se vieran imposibilitados de seguir por la tormenta, en gran parte por su debilidad, Catti-brie estaba todavía más decidida a llegar hasta el final del viaje.

Sin embargo, Catti-brie esperaba realmente que Drizzt volviera antes del día de la partida, porque la primavera, sin duda, sería tumultuosa en todo el territorio, con un enorme ejército de orcos atrincherados alrededor de Mithril Hall, desde las montañas de la Columna del Mundo al norte, hasta las orillas del Surbrin al este y los pasos un poco más al norte de los Pantanos de los Trolls al sur. Los negros nubarrones de la guerra se cernían por todas partes, y sólo el invierno había frenado su avance.

Cuando la tormenta estallara por fin, Drizzt Do’Urden estaría en medio de ella, y Catti-brie no tenía intención de cabalgar por las calles de alguna ciudad distante en ese aciago día.

—Usa la silla —dijo Bruenor, y por su tono de impaciencia parecía obvio que ya lo había dicho antes.

Catti-brie parpadeó y se volvió a mirarlo.

—Pronto os voy a necesitar a los dos a mi lado —dijo Bruenor—. Si vas a entorpecer la marcha de Wulfgar durante el viaje que necesita hacer, entonces no irás.

—La indignidad… —dijo Catti-brie, sacudiendo la cabeza.

Pero mientras lo decía, perdió un poco el equilibrio y la muleta se inclinó hacia un lado. Se le desencajó el rostro por los dolores punzantes que sentía en la cadera.

—Recibiste en la pierna el golpe de un pedrusco lanzado por un gigante —le espetó Bruenor—. ¡No hay indignidad alguna en ello!

¡Nos ayudaste a defender la ciudad, y en el clan Battlehammer nadie te considera otra cosa que una heroína! ¡Usa la maldita silla!

—Realmente, deberías hacerlo. —La voz llegó desde la puerta, y Catti-brie y Bruenor se volvieron en el momento en que Regis, el halfling, entraba en la habitación.

Su barriga había recuperado su redondez, y tenía las mejillas rosadas y llenas. Llevaba tirantes, como solía hacer en los últimos tiempos, y andaba con los dedos enganchados en ellos, dándose aires de importancia. Y la verdad, por absurdo que pudiera parecer Regis a veces, no había en la ciudad nadie que le reprochara al halfling el orgullo que sentía por haber servido tan bien como administrador de Mithril Hal en aquellos días de lucha interminable, cuando Bruenor había estado al borde de la muerte.

—¿Qué es esto? ¿Una conspiración? —dijo Catti-brie con una sonrisa, tratando de sonar menos solemne.

Tenían necesidad de sonreír más, todos ellos, y en especial el hombre sentado en el extremo opuesto al que ella ocupaba.

Observó a Wulfgar mientras hablaba y supo que él ni siquiera había oído sus palabras. Se limitaba a mirar las llamas mientras realmente lo que miraba era su interior. La expresión de su cara, de desesperanza tan absoluta, le reveló a las claras a Catti-brie su sensación de pérdida. La amistad le imponía hacer todo lo que estuviera en sus manos para ponerse bien, a fin de que pudiera acompañarlo en su viaje más importante.

Fue así como pocos días después, cuando Drizzt Do’Urden entró en Mithril Hall por la puerta oriental, que daba al Surbrin, Catti-brie lo vio y lo llamó desde lo alto.

—Tu paso es más ligero —le dijo.

Y cuando Drizzt, por fin, la reconoció, montada en su palanquín, llevada a hombros por cuatro robustos enanos, le respondió riendo y con una ancha sonrisa.

—La princesa del clan Battlehammer —dijo el drow con una cortés y burlona reverencia.

Obedeciendo las órdenes de Catti-brie, los enanos la depositaron en el suelo y se hicieron a un lado, y ella tuvo el tiempo justo para levantarse de su asiento y coger la muleta antes de verse envuelta en el apretado y cálido abrazo de Drizzt.

—Dime que has vuelto para quedarte un tiempo —le dijo la mujer después de un beso prolongado—. Ha sido un invierno largo y solitario.

—Tengo deberes que atender sobre el terreno —respondió Drizzt—. Pero sí —añadió después, al ver la expresión desolada de Catti-brie—, he vuelto al lado de Bruenor, como había prometido, antes de que la nieve se derrita y los ejércitos reunidos avancen. Pronto conoceremos los designios de Obould.

—¿Obould? —preguntó Catti-brie, pues pensaba que el rey orco había muerto hacía tiempo.

—Está vivo —respondió Drizzt—. No sé cómo, pero escapó a la catástrofe del desprendimiento de tierras, y los orcos reunidos todavía están sometidos a la voluntad del más poderoso de los suyos.

—Maldigo su nombre.

Drizzt le sonrió, aunque no estaba muy de acuerdo.

—Me sorprende que tú y Wulfgar ya hayáis vuelto —dijo Drizzt—. ¿Qué se sabe de Colson?

Catti-brie negó con la cabeza.

—No sabemos nada. Llegamos a cruzar el Surbrin el mismo día en que tú partiste con Innovindil hacia la Costa de la Espada, pero teníamos el invierno encima y nos vimos obligados a volver. Lo que sí averiguamos, al menos, fue que los grupos de refugiados habían marchado hacia Luna Plateada, y por lo tanto, Wulfgar piensa partir hacia la hermosa ciudad de Alústriel en cuanto el transbordador esté otra vez en funcionamiento.

Drizzt la apartó y echó una mirada a su maltrecha cadera.

Llevaba puesto un vestido, como venía haciendo todos los días, porque los pantalones ajustados le resultaban demasiado incómodos. El drow miró la muleta que le habían hecho los enanos, pero ella interceptó su mirada y la sostuvo.

—No estoy curada —admitió—, pero he descansado lo suficiente como para hacer el viaje con Wulfgar. —Hizo una pausa y alzó la mano que le quedaba libre para acariciar con suavidad el mentón y la mejilla de Drizzt—. Tengo que hacerlo.

—También yo estoy obligado —le aseguró Drizzt—, sólo que mi responsabilidad para con Bruenor me retiene aquí.

—Wulfgar no hará el viaje solo —lo tranquilizó ella.

Drizzt asintió, y su sonrisa le demostró que esa afirmación realmente lo reconfortaba.

—Deberíamos ir a ver a Bruenor —dijo él, poniéndose en marcha.

Catti-brie lo sujetó por el hombro.

—¿Con buenas noticias?

Drizzt la miró con curiosidad.

—Tu paso es más ligero —señaló ella—. Caminas como si te hubieras librado de un peso. ¿Qué has visto ahí fuera? ¿Están los ejércitos orcos próximos al colapso? ¿Están dispuestos los pueblos de la Marca Argéntea a levantarse en bloque contra ellos?

—Nada de eso —dijo Drizzt—. Todo está igual que cuando partí, sólo que las fuerzas de Obould parecen más asentadas, como si pretendieran quedarse.

—Tu sonrisa no me engaña —dijo Catti-brie.

—Porque me conoces demasiado bien —respondió Drizzt.

—¿Acaso los desoladores embates de la guerra no borran tu sonrisa?

—He hablando con Ellifain.

Catti-brie dio un respingo.

—¿Está viva? —La expresión de Drizzt le mostró lo absurdo de esa conclusión. ¿No había estado ella presente cuando Ellifain había muerto bajo la propia espada de Drizzt?—. ¿Resurrección? —dijo la mujer con un hilo de voz—. ¿Emplearon los elfos a un poderoso clérigo para arrancar el alma…?

—Nada de eso —le aseguró Drizzt—, pero le proporcionaron a Ellifain un modo de disculparse conmigo… y a su vez ella aceptó mis disculpas.

—No tenías por qué disculparte —insistió Catti-brie—. No hiciste nada malo, ni había manera de que lo supieras.

—Lo sé —replicó Drizzt, y la serenidad de su voz templó el ánimo de la mujer—. Hemos aclarado muchas cosas. Ellifain está en paz.

—Quieres decir que Drizzt Do’Urden está en paz.

Drizzt se limitó a sonreír.

—Eso no es posible —dijo—. Tenemos ante nosotros un futuro incierto, con decenas de miles de orcos a nuestras puertas. Ha muerto mucha gente, amigos incluso, y parece probable que mueran muchos más.

Catti-brie no parecía muy convencida de que su ánimo estuviera decaído.

—Drizzt Do’Urden está en paz —reconoció el drow al ver que la sonrisa de ella no se borraba.

Hizo ademán de llevar a la mujer de vuelta a su palanquín, pero Catti-brie negó con la cabeza y le indicó que le sirviera de muleta para ir hacia el puente que cruzaba el barranco de Garumn y los llevaría hacia las lindes occidentales de Mithril Hall, donde Bruenor celebraba audiencia.

—Es un largo paseo —le advirtió Drizzt con una mirada significativa a su pierna.

—Te tengo a ti como apoyo —respondió Catti-brie, y eso dejó a Drizzt sin argumentos.

Con una reverencia de agradecimiento y un gesto de despedida a los cuatro enanos, la pareja se puso en marcha.

Tan real era su sueño que podía sentir el calor del sol y el viento frío sobre sus mejillas. Era una sensación tan vivida que podía oler la sal en el aire que soplaba desde el Mar de Hielo Movedizo.

Tan real era todo que Wulfgar se quedó realmente sorprendido cuando despertó de la siesta y se encontró en su pequeña habitación de Mithril Hall. Volvió a cerrar los ojos y trató de volver a capturar el sueño, de sumergirse nuevamente en la libertad del Valle del Viento Helado.

Pero no era posible, y el hombrón abrió los ojos y se despegó de la butaca. Miró hacia la cama, que estaba en el otro extremo de la habitación. Últimamente casi no dormía en ella, ya que era el lecho que había compartido con Delly, su esposa muerta. En las escasas ocasiones en que se había atrevido a tumbarse en él, se había sorprendido buscándola, dándose la vuelta hacia el lugar donde antes la encontraba.

La sensación de vacío cuando la realidad invadía su sopor dejaba siempre frío a Wulfgar.

Al pie de la cama estaba la cuna de Colson, y esa visión resultaba incluso más dolorosa.

Wulfgar hundió la cabeza entre las manos y el blando contacto del pelo le recordó la barba que se había dejado crecer. Se alisó tanto la barba como el bigote y se frotó los ojos para aclarar la visión. Trató de no pensar ni en Delly ni en Colson.

Necesitaba librarse de sus penas y temores durante un momento. Imaginó el Valle del Viento Helado de sus años mozos. En aquellos tiempos también había sufrido la pérdida y había sentido el profundo embate de la batalla. No había desilusiones invadiendo sus sueños ni sus recuerdos, que presentaban una imagen más amena de aquella tierra áspera. El Valle del Viento Helado mantenía su integridad, y su aire invernal era más mortal que refrescante.

Pero en aquel lugar había algo más simple; Wulfgar lo sabía.

Algo más puro. La muerte era una presencia frecuente en la tundra, y los monstruos merodeaban a su antojo. Era una tierra de pruebas constantes, donde no tenía cabida el error, e incluso aunque no hubiera error, el resultado de cualquier decisión a menudo resultaba un desastre.

Wulfgar asintió al comprender el refugio emocional que ofrecían esas condiciones constantes. Porque el Valle del Viento Helado era una tierra sin arrepentimientos. Simplemente, era la forma de ser de las cosas.

Se apartó de la butaca y estiró los largos brazos y las piernas para eliminar el cansancio. Se sentía constreñido, atrapado, y mientras tenía la sensación de que las paredes se cerraban sobre él, recordó los ruegos de Delly relacionados con ese sentimiento propiamente dicho.

—Puede ser que tuvieras razón —dijo Wulfgar en la habitación vacía.

Entonces, se rio de sí mismo, pensando en los pasos que lo habían llevado de vuelta a ese lugar. Había sido obligado a volver por una tormenta.

¡Él, Wulfgar, hijo de Beornegar, que había crecido alto y fuerte en los brutales inviernos del Valle del Viento Helado, se había visto obligado a volver al complejo enano por la amenaza de las nieves invernales!

En ese momento, lo recordó. Lo recordó todo. Su camino vacilante y vacío durante los últimos ocho años de su vida, desde su regreso del Abismo y los tormentos del demonio Errtu.

Ni siquiera después de haber recibido a Colson de manos de Meralda, en Auckney, de haber recuperado a Aegis-fang y el sentido de su propia identidad y haberse reunido con sus amigos para el viaje de vuelta a Mithril Hall, habían tenido los pasos de Wulfgar un destino definido; no habían estado dirigidos por un sentido claro de adonde quería ir. Había tomado a Delly como esposa, pero jamás había dejado de amar a Catti-brie.

Sí, era verdad, y lo admitía. Podía mentir a los demás sobre ello, pero no podía engañarse a sí mismo.

Muchas cosas quedaron claras, por fin, para Wulfgar esa mañana en su habitación de Mithril Hall, sobre todo el hecho de que se había permitido vivir una mentira. Sabía que no podía tener a Catti-brie, quien había entregado su corazón a Drizzt, pero ¿hasta dónde había sido injusto con Delly y con Colson?

Había creado una fachada, una ilusión de familia y de estabilidad para todos los implicados, incluido él mismo.

Wulfgar había recorrido el camino de su redención desde Auckney a base de manipulación y falsedad. Por fin, lo entendió.

Se había empeñado hasta tal punto en colocarlo todo en una cajita del todo ordenada, en una escena perfectamente controlada, que había negado la esencia misma de su identidad, los fuegos en que se había forjado Wulfgar, hijo de Beornegar.

Echó una mirada a Aegis-fang, apoyado contra la pared, y a continuación cogió el poderoso martillo de guerra y colocó su artesanal cabeza ante sus ojos azul hielo. Las batallas que había librado en los últimos tiempos, en el acantilado que dominaba el Valle del Guardián, en la cueva occidental, y al este, en el nacimiento del Surbrin, habían sido sus momentos de auténtica libertad, de claridad emocional y de calma interior. Se dio cuenta de que había gozado con aquel torbellino físico porque había calmado su confusión emocional.

Esa era la razón por la que había descuidado a Delly y a Colson; se había lanzado con abandono a la defensa de Mithril Hall. Había sido un malísimo esposo para ella y un malísimo padre para Colson.

Sólo en la batalla había encontrado un escape.

Y todavía seguía autoengañándose. Lo supo mientras contemplaba la cabeza grabada a fuego de Aegis-fang. ¿Por qué si no había dejado la senda que lo conducía a Colson? ¿Por qué si no se había dejado detener por una simple tormenta invernal? ¿Por qué si no…?

Se quedó con la boca abierta y se consideró un absoluto necio.

Dejó caer la maza al suelo y se puso rápidamente su consabida capa de lobo gris. Sacó su mochila de debajo de la cama y la llenó con su ropa de cama; entonces, se la echó al brazo y cogió a Aegis-fang con la otra mano.

Salió a grandes zancadas de la habitación con férrea determinación; se dirigió hacia el este y pasó por delante de la sala de audiencias de Bruenor.

—¿Adónde vas?

Al oír aquella voz se detuvo y vio a Regis de pie ante una puerta que daba al pasillo.

—Voy a salir a ver cómo está el tiempo y el estado del transbordador.

—Drizzt ha vuelto.

Wulfgar asintió, y su sonrisa fue sincera.

—Espero que su viaje haya ido bien.

—Se reunirá con Bruenor dentro de un rato.

—No tengo tiempo. Ahora no.

—El transbordador todavía no funciona —dijo Regis.

Pero Wulfgar se limitó a asentir, como si no importara, y se dirigió corredor adelante, atravesando las puertas que daban a la avenida principal, que lo llevaría hasta el barranco de Garumn.

Con los pulgares enganchados en los tirantes, Regis vio cómo se marchaba su corpulento amigo. Se quedó allí quieto un buen rato, pensando en aquel encuentro, y luego se dirigió a la sala de audiencias de Bruenor.

Sin embargo, se detuvo cuando sólo había dado unos cuantos pasos y volvió a mirar hacia el corredor por el que se había marchado Wulfgar de forma tan precipitada.

El transbordador no funcionaba.