7

2050

Alrededor de las cuatro de la mañana, me dejé llevar por el ansia y encendí mi primer cigarrillo en un mes.

Mientras me llenaba los pulmones de humo tibio, mis dientes comenzaron a castañetear, como si el contraste me hubiera obligado a notar lo frío que se había puesto el resto de mi cuerpo. El resplandor rojo de la punta encendida era lo más luminoso que tenía a la vista, pero si me estaba enfocando alguna cámara seguramente era infrarroja, por lo tanto estaría relumbrando como un fuego fatuo de todas maneras. Mientras el humo volvía a ascender, tosí como un gato atorado con una bola de pelos; el primero siempre era así. Había adoptado el hábito de fumar a la edad surrealista de sesenta años y, después de cinco años de retomarlo y dejarlo, mi tracto respiratorio seguía resistiéndose a su mala suerte.

Me había pasado cinco horas agachado en el barro, al borde del Lago Pontchartrain, a un par de kilómetros al oeste de las empapadas ruinas de Nueva Orleáns. Vigilando la barcaza, esperando que alguien volviera al hogar. Había sentido la tentación de salir nadando y echar un vistazo, pero el radar doméstico de mi dispositivo asistente hizo aparecer una mota de color rojo brillante en la superficie del agua y no me ofreció garantías de no ser detectado aunque permaneciera fuera del perímetro.

Había llamado a Francine la noche anterior. Una conversación breve, tensa.

—Estoy en Louisiana. Creo que tengo una pista.

—¿Si?

—Te avisaré luego cómo resulta.

—Hazlo.

No la había visto personalmente desde hacía casi dos años. Luego de enfrentar juntos demasiados cabos sueltos, nos habíamos separado para cubrir más terreno: Francine había buscado desde Nueva York hasta Seattle; yo me había hecho cargo del sur. Mientras los meses se nos iban de las manos, su decisión de suprimir toda reacción emocional en beneficio de su tarea gradualmente la había erosionado. Una noche, seguramente, el dolor se había apoderado de ella, sola en alguna habitación de motel sin alma… y el hecho de que a mí me hubiese pasado lo mismo, un mes después o una semana antes, no hacía ninguna diferencia. Porque no lo habíamos experimentado juntos, no era un dolor compartido, una carga aligerada. Después de cuarenta y siete años, aunque ahora, más que nunca, tuviéramos los dos el mismo objetivo, estábamos comenzando alejarnos uno del otro.

Me había enterado de Jake Holder en Baton Rouge, triangulando rumores e informes de quinta mano de los bocones de los bares. Los bocones generalmente no sabían nada. Un cuerpo protésico equipado con un software más estúpido que un microondas podía convertirse en una esclava infinitamente maleable, pero si la única manera de salvar la dignidad cuando tus amigos descubrían que eras dueño del equivalente high tech de una muñeca inflable era implicar que dentro de ella había una persona, aparentemente muchos hombres aprovechaban la oportunidad.

Holder parecía ser algo peor. Yo había adquirido todos los registros de las compras que había realizado en su vida, que demostraban su constante interés por la pornografía ciberfetichista durante un período de dos décadas. Hardcore y pretencioso; la mitad de los títulos contenían la palabra «manifiesto». Pero las compras se habían detenido hacía unos tres meses. Los rumores decían que había encontrado algo mejor.

Terminé el cigarrillo y me palmeé los brazos para estimular la circulación. Ella no está en esa barcaza. En lo que a mí concernía, ella se había enterado de las noticias de Bruselas y ya estaba a mitad de camino, rumbo a Europa. Sería un viaje difícil de hacer sola, pero no había motivos para creer que no tenía amigos leales, confiables, que la estaban ayudando. Había demasiados recuerdos desactualizados en mi cráneo: todas las furiosas peleas sin sentido, todas las infracciones menores, todas las automutilaciones. Sin importar lo que había resultado de todo aquello, lo que ella había tenido que soportar, ya no era una quinceañera enojada que un viernes se había ido a la escuela y no había regresado nunca más.

Aún no había cumplido los trece y ya discutíamos por todo. Su cuerpo no necesitaba de la inundación hormonal de la pubertad, pero el software había actuado implacablemente, simulando todos los efectos neuroendocrinos. A veces nos parecía una tortura obligarla a pasar por eso, en vez de buscar algún atajo mágico que la llevara directamente a la madurez, pero nuestra regla cardinal siempre fue no entrometernos, nunca intervenir, apuntando a lograr la simulación más fiel posible del desarrollo de un humano normal.

Sin importar por qué peleáramos, ella siempre sabía hacerme callar. «¡Para ti sólo soy una cosa! ¡Un instrumento! ¡La pequeña bala de plata de papá!». No me importaba quién era ella o lo que quería; yo la había creado únicamente para ahuyentar mis propios miedos. (Después de esas discusiones, acostumbraba quedarme despierto, ensayando refutaciones poco convincentes. Otros niños nacían por motivos infinitamente más básicos: para trabajar en el campo, para sentarse en reuniones de directorio, para combatir el tedio, para salvar matrimonios fallidos). Desde su punto de vista, el Procs en sí no era bueno ni malo, y siempre rechazaba todos mis ofrecimientos de deshabilitar el escudo, porque eso me habría hecho zafar de la situación muy fácilmente. Pero yo la había obligado a ser un fenómeno de circo por razones egoístas, incluso la había hecho distinta a los demás iada, tan solo para garantizarme una cierta clase de comodidad. «¿Querías darle vida a una singleton? ¿Por qué no te pegaste un tiro en la cabeza cada vez que tomabas una decisión equivocada?».

Cuando desapareció, temimos que la hubieran secuestrado en la calle. Pero en su habitación encontramos un sobre que contenía el localizador que se había extraído del cuerpo y una nota que decía: «No me busquen. No regresaré nunca».

Escuché los neumáticos de un vehículo pesado chapoteando en el lodoso sendero, a mi izquierda. Me agaché más, asegurándome de quedar bien escondido en los matorrales. Mientras el camión se detenía con un leve temblor metálico, la barcaza despidió una lancha a motor sin tripulación. Mi dispositivo asistente capturó el flujo de datos que intercambiaron, un desafío específico y una respuesta, pero no tenía indicios de cómo traspasar la protección e imitar al dueño de la barcaza.

Del camión bajaron dos hombres. Uno era Jake Holder; no podía distinguir su rostro a la luz de las estrellas, pero me había sentado a pocos metros de él en comedores y bares de Baton Rouge, y mi asistente conocía su firma somática: la radiación electromagnética de su sistema nervioso e implantes, las respuestas capacitativas e inductivas ante los pequeños cambios en los campos del entorno, el tenue espectro de rayos gamma de su inevitable e idiosincrática carga de radioisótopos, natural y chernobilesca.

Yo no sabía quién era su compañero, pero pronto tuve una idea general.

—Mil ahora —dijo Holder—. Mil cuando regreses. —Su silueta hizo un gesto hacia la lancha que aguardaba.

El otro hombre desconfiaba.

—¿Cómo sé que esa cosa será como tú dices?

—No la llames «cosa» —se quejó Holder—. No es un objeto. Es mi Lilith, mi Lo-li-ta, mi exquisito súcubo de relojería. —Por un esperanzado momento, me imaginé al cliente riendo despectivamente ante un argumento de ventas tan exaltado y recuperando su sentido común; los burdeles de Baton Rouge publicitaban abiertamente el sexo con máquinas manejadas por diestros titiriteros humanos, por una fracción del precio normal. Aunque él imaginara la emoción especial de hacerlo con un iada genuino, no podía saber si Holder tenía un cómplice que controlaba el cuerpo de la barcaza exactamente de la misma manera. Incluso podía estar pagando dos mil dólares por un títere manejado por el mismísimo Holder.

—Está bien. Pero si no es genuina…

Mi asistente oyó que el dinero cambiaba de manos y había elaborado modelos de la situación bastante buenos como para saber de qué manera deseaba reaccionar yo.

—Muévete ahora —me susurró al oído.

Obedecí sin vacilar, dieciocho meses antes, me había entrenado como un perro de Pávlov para obedecerlo rápidamente, con todo el dolor y la náusea que podía inducir la química moderna. El asistente no podía manejar mis miembros —yo no podía solventar esa elaborada cirugía— pero superponía sugerencias de movimiento en mi campo visual, sistema que yo había adaptado a partir del software coreográfico comercial, y entonces me aparté de los arbustos, caminando directamente hacia la lancha.

El cliente estaba indignado.

—¿Qué significa esto?

Miré a Holder.

—¿Quieres darle por el culo tú primero, Jake? Yo te lo sujeto. —No confiaba en el control del asistente para ciertas cosas; él establecía los límites, pero era mejor que me permitiera improvisar un poco y que luego considerara a mis acciones como una parte más del medio ambiente.

Después de un momento de perplejo silencio, Holder dijo gélidamente:

—Jamás en mi vida he visto a este infeliz. —Sin embargo, había quedado sin habla demasiado tiempo para inspirarle lealtad al extraño; mientras Holder buscaba su arma, el cliente retrocedió, luego le dio la espalda y huyó.

Holder caminó lentamente hacia mí, apuntándome con la pistola.

—¿Cuál es tu juego? ¿La quieres a ella? ¿Es eso? —Sus implantes estaban mapeando mi cuerpo activamente, ya que no había necesidad de ser sigiloso, pero yo lo había estado siguiendo durante horas en Baton Rouge y mi asistente lo conocía como a un plano arquitectónico. Sobre el gris iluminado por las estrellas de su figura, el asistente superpuso un esquema, desollándolo hasta el cerebro, los nervios y los implantes. Un enjambre de luciérnagas azules cobró vida en su córtex motriz, prefigurando un peculiar encogimiento de hombros sin conexión evidente con el dedo que se apoyaba en el gatillo; antes de alcanzar la intensidad que emitiría la señal de los implantes para accionar la pistola, mi asistente dijo:

—Agáchate.

El disparo fue silencioso, pero mientras yo volvía a erguirme sentí el olor del propelente. Dejé de pensar y seguí los pasos de baile. Mientras Holder avanzaba a grandes trancos, agitando la pistola hacia mí, giré hacia un lado, aferré su mano derecha y luego lo golpeé fuerte, repetidamente, en el implante que tenía a un costado del cuello. Él era un fetichista, de modo que había escogido paquetes abultados, intencionalmente visibles a través de la piel. No eran de bordes afilados ni rígidos, no era tan masoquista, pero cuando se aplicaba la compresión suficiente hasta la espuma biocompatible más blanda se convertía en un bloque de madera. Mientras yo martillaba esa madera, enterrándola en los músculos de su cuello, le retorcía el antebrazo hacia arriba. Soltó la pistola, puse un pie sobre ella y la pateé hacia los arbustos.

Con ultrasonido, vi la sangre formando un charco alrededor de su implante. Hice una pausa mientras se juntaba presión, luego volví a golpearlo y la hinchazón explotó como una ampolla gigante. Se desplomó de rodillas, bramando de dolor. Tomé el cuchillo de mi bolsillo trasero y se lo apoyé en el cuello.

Obligué a Holder a quitarse el cinturón y lo usé para atarle las manos detrás de la espalda. Lo llevé hasta la lancha y cuando los dos estábamos a bordo le sugerí que le diera las instrucciones necesarias. Con reticencia, cooperó. Yo no sentía nada; parte de mí seguía insistiendo en que la transacción que acababa de presenciar era una estafa y que en la barcaza no había nada que no se pudiera encontrar en Baton Rouge.

La barcaza era vieja, de madera, y olía a preservativos y a una podredumbre invencible; había paneles de plástico sucios en las ventanas de la cabina, pero lo único que se veía era el reflejo de un brillo. Mientras cruzábamos la cubierta, mantuve a Holder íntimamente cerca, suponiendo que si había un sistema de seguridad armado, éste no se arriesgaría a balearnos a ambos.

En la puerta de la cabina, Holder dijo con resignación:

—No la maltrates. —Se me congeló la sangre y me tapé la boca fuertemente con el antebrazo para ahogar un sollozo involuntario.

Abrí la puerta de un puntapié y no vi nada salvo sombras. Grité «¡Luces!» y dos me respondieron, la del techo y la que estaba junto a la cama. Helen estaba desnuda, encadenada por las muñecas y los tobillos. Levantó la vista y me vio, luego comenzó a emitir un penetrante grito de horror.

Apreté la hoja del cuchillo contra la garganta de Holder.

—¡Abre esas cosas!

—¿Los grilletes?

—¡Sí!

—No puedo. No son inteligentes, están soldados.

—¿Dónde tienes las herramientas?

Dudó.

—Tengo una llave inglesa en el camión. El resto está en la ciudad.

Recorrí la cabina con la mirada; después lo conduje a un rincón y le dije que se quedara allí, mirando a la pared. Me arrodillé junto a la cama.

—Shhh. Te sacaremos de aquí. —Helen se quedó callada. Le toqué la mejilla con el dorso de la mano; no se sobresaltó, pero me miró fijamente, sin poder creerlo—. Te sacaremos. —Los postes de madera de la cama eran más gruesos que mis brazos; los eslabones de las cadenas, anchos como mi pulgar. No iba a poder romper ninguna de esas cosas con las manos desnudas.

La expresión de Helen cambió: yo era real, no estaba alucinando. Embotada, dijo:

—Pensé que habías renunciado a buscarme. Que habías despertado a una de las copias de seguridad. Que habías comenzado de nuevo.

—Nunca te abandonaré —le dije.

—¿Estás seguro? —Escudriñó mi rostro—. ¿Esto es el límite de lo posible? ¿Esto es lo peor que me puede pasar?

No tenía una respuesta para eso.

—¿Recuerdas —le dije— cómo hacer para volverte insensible, como cuando hacíamos los cambios de cuerpo?

Me dedicó una sonrisa leve, triunfante.

—Absolutamente. —Había debido soportar la prisión y la humillación, pero conservando el poder de desconectarse de sus sensaciones corporales.

—¿Quieres hacerlo ahora? ¿Dejar atrás todo esto?

—Sí.

—Pronto estarás a salvo. Te lo prometo.

—Te creo. —Sus ojos se pusieron en blanco.

Le corté el pecho y extraje el Procs.

Francine y yo siempre llevábamos cuerpos y ropas de repuesto en el maletero de nuestros coches. Se prohibía que los iada abordaran los vuelos de cabotaje, de modo que Helen y yo viajábamos por la interestatal, hacia Washington D. C., donde Francine se reuniría con nosotros. Podíamos pedir asilo en la embajada suiza; Isabelle ya había puesto en marcha la maquinaria.

Al principio Helen permaneció callada, casi tímida conmigo, como si fuese un extraño, pero el segundo día, mientras cruzábamos de Alabama a Georgia, comenzó a abrirse. Me contó un poco de cómo había viajado, haciendo dedo, de estado en estado, encontrando trabajos ocasionales donde le pagaran en efectivo y no le pidieran un número de seguridad social y menos todavía una ID biométrica.

—El mejor fue cosechar fruta.

Había hecho amistades en el camino y revelaba su naturaleza a los que creía que podían ser fiables. Todavía no estaba segura de si la habían traicionado. Holder la había encontrado en un campamento precario, bajo un puente, y seguramente alguien le había dicho exactamente dónde buscarla, pero también era posible que algún allegado casual la hubiera reconocido por haber visto su rostro en los medios unos años antes. Francine y yo nunca habíamos hecho pública su desaparición, nunca habíamos puesto afiches ni páginas web, por miedo a agravar el peligro que pudiera correr.

Durante el tercer día, mientras cruzábamos las Carolinas, viajamos casi en silencio otra vez. El paisaje era imponente, con sus campos regados de flores, y Helen parecía tranquila. Quizás esto era lo que más necesitaba: seguridad y paz.

Al aproximarse el crepúsculo, sin embargo, sentí que tenía que hablar.

—Hay algo que nunca te conté —le dije—. Algo que me sucedió cuando era joven.

Helen sonrió.

—No me digas que te escapaste de la granja. Que te cansaste de ordeñar y te fuiste con un circo.

Negué con la cabeza.

—Nunca fui un aventurero. Fue algo muy pequeño. —Le conté lo del ayudante de cocina.

Evaluó mi relato un momento.

—¿Y ese es el motivo por el que construiste el Procs? ¿Es por eso que me hiciste? Al final, todo se reduce a ese sujeto del callejón. —Sonaba más desconcertada que enojada.

Bajé la cabeza.

—Lo lamento.

—¿Por qué? —exigió—. ¿Lamentas que yo haya nacido?

—No, pero…

—No fuiste tú el que me puso en ese barco. Fue Holder.

—Te traje a un mundo donde hay gente como él —dije—. Lo que te hice te convirtió en el blanco perfecto.

—¿Y si yo hubiera sido de carne y hueso? —dijo—. ¿Crees que no hay gente como él para los que son de carne y hueso? ¿O crees honestamente que si tuvieras una hija orgánica no habría ninguna posibilidad de que ella se escapara de casa?

Comencé a llorar.

—No lo sé. Sólo lamento haberte lastimado.

—No te culpo por lo que hiciste —dijo Helen—. Y ahora lo comprendo mejor. Vislumbraste en ti una chispa de bondad y quisiste sostenerla entre tus manos, protegerla, hacerla crecer. Lo entiendo. Yo no soy esa chispa, pero no importa. Sé quién soy, sé cuáles son mis opciones, y me alegro por eso. Me alegro de que me hayas dado eso. —Estiró el brazo y me apretó la mano—. ¿Piensas que aquí y ahora me sentiría mejor sólo por saber que alguna otra versión de mí ha manejado la situación mejor que yo? —Sonrió—. Saber que otra persona la está pasando bien no le sirve de consuelo a nadie.

Recuperé la compostura. El automóvil emitió un bip para avisarme que había reservado habitación en un motel ubicado unos kilómetros más adelante.

—He tenido tiempo para pensar en muchas cosas —dijo Helen—. Sin importar lo que digan las leyes, lo que digan los intolerantes, todos los iada somos parte de la raza humana. Y lo que yo tengo es algo que casi todas las personas que han existido siempre han pensado que poseían. La psicología humana, la cultura humana, la moral humana… todas ellas evolucionaron con la ilusión de que vivíamos inmersos en una historia única e individual. Pero no es así, de modo que, a la larga, habrá que ceder. Acúsame de anticuada, pero prefiero que nos pongamos a juguetear con nuestra naturaleza física que abandonar por completo nuestras identidades.

Me quedé en silencio un rato.

—Entonces, ¿qué planes tienes ahora?

—Necesito educación.

—¿Qué quieres estudiar?

—Todavía no estoy segura. Un millón de cosas diferentes. Pero sí sé lo que quiero hacer a largo plazo.

—¿Sí? —El auto salió de la carretera, rumbo al motel.

—Tú comenzaste —me dijo—, pero no es suficiente. Hay gente que vive en billones de otras realidades donde el Procs aún no se ha inventado… y, como están las cosas, siempre habrá realidades que no lo tendrán. ¿Qué sentido tiene que nosotros lo tengamos si no podemos compartirlo? Todas esas personas merecen disfrutar del poder de tomar sus propias decisiones.

—El viaje de una realidad a otra no es un problema sencillo —le expliqué con ternura—. Es muchos órdenes de magnitud más difícil que el Procs.

Helen sonrió, dándome la razón, pero las comisuras de su boca adoptaron esa expresión porfiada que yo reconocía como la precursora de mil pequeñas victorias.

—Dame tiempo, papá —dijo—. Dame tiempo.

Fin de «Singleton»