2041
—¡Sophie! ¡Sophie! —Helen corría delante de nosotros, hacia las puertas de arribo por donde estaban entrando Isabelle y Sophie. Sophie, ahora casi de dieciséis años, era mucho menos demostrativa, pero sonrió y saludó con la mano.
—¿Alguna vez has pensado en mudarte? —dijo Francine.
—Puede ser, si primero cambian las leyes europeas —respondí.
—Vi un trabajo en Zürich al que podría postularme.
—No creo que debamos poner todo patas arriba para que ellas estén juntas. Quizás se llevan bien porque se visitan ocasionalmente y por la red. No es que no tengan otras amigas.
Isabelle se acercó y nos saludó con besos en las mejillas. Las primeras veces, yo detestaba sus visitas, pero ahora me parecía más una prima levemente autoritaria que una funcionaría dedicada a la protección infantil cuya sola presencia implicaba que podíamos haber cometido alguna fechoría.
Sophie y Helen nos alcanzaron. Helen se colgó de la manga de Francine.
—¡Sophie tiene novio! Daniel. Me mostró su fotografía. —Hizo gesto de desmayarse, burlonamente, con una mano en la frente.
Miré a Isabelle, que dijo:
—El chico va a la misma escuela. Es muy dulce, de verdad.
Sophie hizo una mueca, abochornada.
—Los niños de tres años son «dulces». —Se volvió hacia mí y dijo—: Daniel es encantador, sofisticado y muy maduro.
Me sentí como si me hubiese caído un yunque en el pecho. Mientras cruzábamos el estacionamiento, Francine murmuró:
—No tengas un infarto todavía. Tienes mucho tiempo para ir acostumbrándote a la idea.
Las aguas de la bahía centelleaban bajo el sol mientras cruzábamos el puente rumbo a Oakland. Isabelle describió la última sesión del comité parlamentario europeo sobre los derechos de los iada. El borrador de una propuesta que garantizaba la categoría de persona a cualquier sistema que contuviera y actuara según una cantidad significativa de información proveniente de ADN humano estaba ganando apoyo; era un concepto difícil de definir rigurosamente, pero la mayoría de las objeciones eran más hilarantes que prácticas. «¿La Base de Datos Proteomica Humana es una persona? ¿La Simulación Psicológica Referencial de Harvard es una persona?». Las BDPH modelaban el cerebro solamente en términos de lo que éste extraía de la corriente sanguínea o infundía en la misma; en las simulaciones no había nadie que se estuviera volviendo loco en silencio.
Por la noche, cuando las chicas estaban arriba, Isabelle comenzó a sondeamos gentilmente. Traté de que mis dientes no rechinaran demasiado. Por cierto, no la culpaba por tomarse en serio sus responsabilidades; si, a pesar del proceso de selección, hubiéramos resultado ser unos monstruos, las leyes penales no habrían ofrecido una solución. Nuestro compromiso, asumido en el contrato de licencia, era la única garantía de que Helen fuese tratada humanamente.
—Este año está obteniendo buenas calificaciones —advirtió Isabelle—. Debe de estar adaptándose.
—Sí —contestó Francine. Helen no tenía derecho a una educación estatal gratuita y la mayoría de las escuelas privadas se habían mostrado abiertamente hostiles, o bien habían inventado excusas tales como que sus pólizas de seguro calificarían a Helen como maquinaria peligrosa. (Isabelle había llegado a un acuerdo con las aerolíneas: durante los vuelos, Sophie tenía que ser desactivada y parecer dormida, pero no le exigían que la embalara ni que la hiciera viajar en la bodega de carga). La primera escuela comunitaria que habíamos intentado no había funcionado, pero finalmente encontramos otra, cerca del campus de Berkeley, donde todos los padres se sentían felices de contar con la presencia de Helen. Esto la había salvado de la perspectiva de ingresar en una escuela de la red; no eran tan malas, pero estaban pensadas para niños aislados, geográficamente o por alguna enfermedad, circunstancias que no se podían superar de otro modo.
Isabelle nos dio las buenas noches sin quejas ni consejos; Francine y yo nos quedamos sentados junto al fuego un rato, sonriéndonos mutuamente. Era agradable obtener un informe libre de manchas por una vez en la vida.
A la mañana siguiente, mi alarma sonó una hora más temprano. Me quede inmóvil por un momento, esperando a que se me aclararan las ideas, antes de preguntarle a mi buscador de conocimiento por qué me había despertado.
Aparentemente, la visita de Isabelle había aparecido publicada como artículo principal en algunos boletines de la Costa Este. Un grupo de miembros del Congreso habían estado siguiendo el debate de Europa y no les gustaba el rumbo que estaba tomando. Isabelle, declaraban, había entrado sigilosamente al país, como una agitadora. A decir verdad, ella se había ofrecido a testificar ante el Congreso en cualquier momento en que desearan conocer más sobre su trabajo, pero ellos nunca la habían convocado.
No quedaba claro si habían sido periodistas o activistas anti-iada los que habían conseguido su itinerario y escarbado un poco, pero ahora todos los detalles estaban desparramados por todo el país y los manifestantes ya se estaban congregando frente a la escuela de Helen. Habíamos enfrentado pelotones de gente de los medios, de fanáticos y de activistas anteriormente, pero las imágenes que me mostraba el buscador eran perturbadoras: eran las cinco de la mañana y la multitud ya había rodeado la escuela. Tuve el recuerdo de algunos videos de noticias que había visto cuando era adolescente, que mostraban jovencitas de escuela, en Irlanda del Norte, abriéndose paso bajo los golpes de los manifestantes de una protesta organizada por la facción política opositora; ya no me acordaba de quiénes eran los católicos y quiénes los protestantes.
Desperté a Francine y le expliqué la situación.
—Podríamos decirle que se quede en casa —sugerí.
Francine parecía estar debatiéndose entre dos opciones, pero finalmente coincidió.
—Probablemente se acabe todo cuando Isabelle se marche, el domingo. Faltar un día a la escuela no es exactamente capitular ante la chusma.
En el desayuno, le conté las noticias a Helen.
—No voy a quedarme en casa —dijo.
—¿Por qué no? ¿No quieres tener más tiempo para parlotear con Sophie?
Eso le causó gracia.
—¿Parlotear? ¿Eso lo decían los hippies? —En su cronología personal de San Francisco, todo lo que había existido antes de su nacimiento pertenecía al mundo retratado en los museos turísticos de Haight-Ashbury.
—Charlar. Escuchar música. Interactuar socialmente en la forma que más te agrade.
Analizó esta última definición de final abierto.
—¿Ir de compras?
—No veo por qué no. —No había manifestantes frente a la casa y, aunque probablemente nos estaban vigilando, la protesta era demasiado grande como para trasladarse con facilidad. Tal vez todos los demás padres también harían quedarse en casa a sus hijos, dejando solos a los diversos agita-carteles para que se pelearan entre ellos.
Helen lo reconsideró.
—No. Eso lo haremos el sábado. Quiero ir a la escuela.
Eché una mirada a Francine. Helen agregó:
—No pueden lastimarme. Estoy grabada en copias de seguridad.
—No es agradable que te griten —le dijo Francine—. Que te insulten. Que te empujen.
—No creo que sea agradable —respondió Helen con desprecio—. Pero no les voy a permitir que me digan lo que tengo que hacer.
Hasta la fecha, un puñado de extraños se le habían acercado lo suficiente como para insultarla a los gritos, y algunos niños de su primera escuela se habían comportado casi tan violentamente como cualquier matón (común, no adicto a las drogas ni sicótico) de nueve años, pero ella nunca se había enfrentado a algo como esto. Le mostré las noticias en vivo. No se inmutó. Francine y yo nos retiramos a la sala para deliberar.
—Creo que no es una buena idea —dije. Por sobre todo lo demás, yo estaba comenzando a ser presa de un terror paranoide de que Isabelle nos echara la culpa de toda la situación. Menos ilusa, ella fácilmente podía desaprobamos por exponer a Helen a los manifestantes. Y aunque eso no fuera suficiente para que nos revocara la licencia de inmediato, erosionar la confianza que había depositado en nosotros finalmente podía llevamos a sufrir el mismo destino.
Francine lo pensó por un momento.
—Si vamos con ella, si los dos caminamos junto a ella, ¿qué nos van a hacer? Si nos ponen un dedo encima, es agresión física. Si tratan de quitárnosla a la fuerza, es robo.
—Sí, pero hagan lo que hagan Helen escuchará todo el veneno que le escupirán encima.
—Ella mira las noticias, Ben. No será la primera vez que lo oye.
—Oh, mierda. —Isabelle y Sophie habían bajado para desayunar; oí que Helen, con calma, les contaba sus planes.
—Olvídate de complacer a Isabelle —dijo Francine—. Si Helen quiere hacer esto sabiendo lo que trae aparejado y nosotros podemos mantenerla a salvo, deberíamos respetar su decisión.
Sentí una punzada de furia ante la insinuación no declarada: habiendo llegado tan lejos para permitirle a nuestra hija tomar decisiones significativas, yo sería un hipócrita si me interpusiera en su camino. ¿Sabiendo lo que trae aparejado? Sólo tenía nueve años y medio.
Admiraba su coraje, sin embargo, y realmente creía que podíamos protegerla.
—Está bien —dije—. Llama a los otros padres. Yo informaré a la policía.
Apenas nos bajamos del coche, nos detectaron. Sonaron gritos y una ola de gente furiosa se lanzó hacia nosotros.
Miré a Helen y apreté su mano con más fuerza.
—No te sueltes de nosotros.
Ella me sonrió con indulgencia, como si yo le estuviera advirtiendo algo trivial, como vidrios rotos en una playa.
—Estaré bien, papá. —Dio un respingo al ver que la multitud se acercaba y luego sólo había cuerpos empujándonos desde todos los flancos, gente hablándonos atropelladamente a la cara, escupitajos volando. Francine y yo nos pusimos frente a frente, formando una especie de jaula protectora y de cuña contra las piernas de los adultos. Si bien daba miedo estar sumergido, me alegré de que mi hija no estuviera a la altura de los ojos de estas personas.
—¡Satanás es el que la mueve! ¡Satanás está dentro de ella! ¡Fuera, espíritu de Jezabel! —Una joven que llevaba un vestido lila de cuello alto apretó su cuerpo contra mí y comenzó a rezar en otro idioma.
—El teorema de Gödel demuestra que el mundo no computable, no lineal, que yace detrás del colapso cuántico es una expresión manifiesta de la naturaleza de Buda —entonó con seriedad un joven prolijamente vestido, estableciendo con admirable economía de palabras que no tenía la menor idea de lo que significaban todos esos términos—. Ergo, no puede haber un alma en una máquina.
—Ciber nano quantum. Ciber nano quantum. Ciber nano quantum. —Ese cántico provenía de uno de nuestros futuros «simpatizantes», un hombre de edad mediana con pantaloncitos de lycra de ciclista que estaba metiendo los brazos vigorosamente entre nosotros, tratando de apoyar una mano sobre la cabeza de Helen y dejar allí unas escamas de piel muerta; según la doctrina del culto, esto le permitiría a Helen resucitarlo cuando ella lograra establecer el Punto Omega. Impedí su acción con tanta firmeza como pude sin llegar a golpearlo, y él se lamentó como un peregrino a quien le negaran la entrada a Lourdes.
—¿Crees que vas a vivir pata siempre, Campanita? —Un anciano lascivo de barba asomó la cabeza justo delante de nosotros y escupió a Helen directamente en la cara.
—¡Imbécil! —gritó Francine. Sacó un pañuelo y comenzó a limpiar las flemas. Me agaché y las rodeé con mi brazo libre. Helen estaba haciendo una mueca de disgusto mientras Francine la limpiaba, pero no lloraba.
—¿Quieres volver al coche? —le dije.
—No.
—¿Estás segura?
Helen retorció la cara, con expresión irritada.
—¿Por qué siempre me preguntas eso? ¿Estás segura? ¿Estás segura? Tú eres el que parece una computadora.
—Disculpa. —Le apreté la mano.
Fuimos abriéndonos paso a través del gentío. El núcleo de los manifestantes resultó ser más sano y más civilizado que los lunáticos que la habían alcanzado primero; mientras nos acercábamos a las puertas de escuela, la gente se esforzaba por hacer sitio para permitimos pasar ilesos, al tiempo que gritaban sus lemas para las cámaras. «¡Servicios de salud para todos, no sólo para los ricos!». Yo no podía estar en desacuerdo con ese sentimiento, aunque los iada eran apenas una de las mil maneras en que los adinerados podían evitar que sus hijos enfermaran, y de hecho estaban entre las más baratas: en los Estados Unidos, el costo total de los cuerpos protésicos de tamaño adulto era menor al gasto total mínimo necesario para el cuidado de la salud durante toda una vida. Prohibir los iada no sería el fin de la disparidad entre ricos y pobres, pero yo entendía por qué algunas personas los consideraban el acto definitivo de egoísmo: crear a un niño que podía vivir para siempre. Probablemente, nunca se ponían a analizar las tasas de fertilidad y el uso de los recursos por parte de sus propios descendientes durante los siguientes mil años.
Atravesamos las puertas y entramos en un mundo de espacio y silencio; cualquier manifestante que invadiera este sitio sería arrestado en el acto y aparentemente ninguno de ellos estaba tan comprometido con los principios de Gandhi como para buscarse un destino semejante.
En el interior del vestíbulo, me agaché y rodeé a Helen con mis brazos.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
—Estoy muy orgulloso de ti.
—Estás temblando. —Tenía razón; todo mi cuerpo se sacudía suavemente, por algo más que el apretujón, la confrontación y la sensación de alivio por haber logrado atravesar indemnes todo aquello. El alivio para mí nunca era absoluto; nunca podía borrar del todo las imágenes de las otras posibilidades que acechaban en el fondo de mi mente.
Una de las maestras, Carmela Peña, se nos acercó con mirada estoica; cuando decidieron aceptar a Helen, todo el personal y los padres sabían que llegaría un día como éste.
—Ahora estaré bien —dijo Helen. Me besó en la mejilla; luego hizo lo mismo con Francine—. Estoy bien —insistió—. Pueden irse.
Carmela dijo:
—Asistirá un sesenta por ciento de los niños. No está mal, considerando las circunstancias.
Helen se alejó por el corredor, dándose vuelta una vez para saludarnos impacientemente con la mano.
—No, no está mal —dije.
Un grupo de periodistas nos arrinconó a los cinco durante la salida de compras de las chicas al día siguiente, pero las organizaciones mediáticas estaban al tanto de las denuncias legales, y luego, cuando Isabelle les recordó que ella actualmente estaba gozando de las «libertades inherentes a todo ciudadano privado», cita extraída de un reciente fallo judicial contra el Celebrity Stalker, que había debido pagar una indemnización de ocho cifras, nos dejaron en paz.
La noche antes de que Isabelle y Sophie tomaran el vuelo de regreso, fui al cuarto de Helen para darle el beso de las buenas noches. Cuando ya me iba, me dijo:
—¿Qué es un Procs?
—Es una especie de computadora. ¿Dónde escuchaste hablar de él?
—En la red. Decía que yo tenía un Procs, pero Sophie no.
Francine y yo no habíamos tomado ninguna decisión firme en cuanto a lo que debíamos decirle y cuándo decírselo. Le respondí:
—Exacto, pero no hay de qué preocuparse. Sólo significa que tú eres un poco distinta a ella.
Helen frunció el ceño.
—No quiero ser distinta a Sophie.
—Todos somos distintos a todos —dije, poco sincero—. Tener un Procs es igual que… tener un auto con distinta clase de motor. Igual puedes ir a los mismos sitios que los demás. —Pero no a todos al mismo tiempo—. Ustedes dos pueden hacer lo que quieran. Puedes parecerte a Sophie tanto como quieras. —Lo cual no era enteramente deshonesto; la diferencia crucial siempre se podía borrar, desactivando el escudo del Procs.
—Quiero ser igual a ella —insistió Helen—. La próxima vez que crezca, ¿por qué no puedes ponerme lo que tiene Sophie?
—Lo que tienes tú es más nuevo. Es mejor.
—Ningún otro lo tiene. No sólo Sophie; ninguno de los demás. —Helen sabía que me tenía atrapado: si era más nuevo y mejor, ¿por qué no lo tenían también los iada más jóvenes que ella?
—Es complicado —dije—. Ahora mejor duérmete; lo hablaremos después. —Acomodé torpemente las mantas y ella me clavó una mirada resentida.
Bajé las escaleras y relaté la conversación a Francine.
—¿Qué piensas tú? —le pregunté—. ¿Ya es hora?
—Tal vez sí —dijo.
—Quería esperar hasta que tuviera edad suficiente para comprenda la IMM.
Francine lo consideró.
—¿Comprenderla hasta qué punto? No creo que en el futuro cercano se ponga a hacer malabarismos con las matrices de densidad. Y si lo convertimos en un gran misterio, sólo lograremos que recurra a versiones distorsionadas de otras fuentes.
Me dejé caer pesadamente en el sofá.
—Esto va a estar difícil. —Había ensayado el momento miles de veces, pero en mi imaginación Helen siempre tenía más edad y había centenares de otros iada con Procs. En realidad, nadie había seguido el camino que nosotros habíamos abierto. La evidencia de la IMM, sin prisa pero sin pausa, se había vuelto cada vez más firme, aunque para la mayoría de la gente todavía era fácil de ignorar. Las versiones cada vez más sofisticadas de ratas corriendo en laberintos parecían elaborados juegos de computadora. No se podía viajar de un universo a otro en persona, no se podía espiar a nuestros alter egos paralelos, y quizás nunca sería posible llevar a cabo tales hazañas—. ¿Cómo decirle a una niña de nueve años que ella es el único ser inteligente del planeta que puede tomar una decisión y no cambiarla? ¿Y mantenerla?
Francine sonrió.
—No con esas palabras, por empezar.
—No. —La rodeé con mi brazo. Estábamos a punto de entrar en un campo minado y no podíamos evitar el terreno peligroso, pero al menos contábamos con que nuestro buen juicio nos ayudara a controlarnos, a tirar un poco de las riendas.
—Lo solucionaremos —dije—. Hallaremos la manera indicada.