2031
Isabelle Schib nos dio la bienvenida en su oficina. En persona, era ligeramente menos intimidante de lo que era online, no por ser diferente en su apariencia o modales, sino por lo ordinario de su entorno. Yo la había imaginado instalada en un edificio amplio, prístino, de alta tecnología, no en un par de oficinas insignificantes, en una callejuela de Basilea.
Cuando las cortesías quedaron aparte, Isabelle fue derecho al grano.
—Han sido aceptados —anunció—. Les enviaré el contrato más tarde.
Mi garganta quedó constreñida de pánico; debería haberme llenado de júbilo, pero sólo sentía que no estaba preparado. El grupo de Isabelle únicamente concedía licencias para tres iadas nuevos por año. La lista se había reducido a unas cien parejas, seleccionadas entre miles de solicitantes. Habíamos viajado a Suiza para el proceso final de selección, realizado por una agencia que generalmente se ocupaba de adopciones. Mientras avanzaba por todas las entrevistas y cuestionarios, todos los tests de personalidad y desafíos de escenario, me las había ingeniado para convencerme a medias de que nuestra dedicación finalmente nos haría triunfar, pero eso no había sido más que una muleta que me permitía mantener el espíritu alto.
Con calma, Francine dijo:
—Gracias.
Tosí.
—¿Están conformes con todo lo que hemos propuesto? —Si iba a existir alguna condición que convirtiera este milagro en algo sin valor, era mejor enterarse ahora, antes de que pasara el shock y yo comenzara a dar todo por sentado.
Isabelle asintió.
—No pretendo ser una experta en campos relevantes, pero he hecho evaluar el diseño del Procs por vatios colegas y no veo motivos para afirmar que no sería un formato de hardware apropiado para un iada. Soy completamente agnóstica sobre la IMM, de modo que no comparto su punto de vista de que el Procs es una necesidad, pero si usted está preocupado por que yo pueda eliminarlos por excéntricos debido a eso —sonrió levemente—, debería conocer a otras personas con las que he tenido que tratar.
«Creo que ustedes aspiran de todo corazón al bienestar del iada y que no adolecen de ninguna de las supersticiones tecnofóbicas o tecnofílicas que distorsionarían la relación. Además, como recordarán, tendré derecho a realizar visitas e inspecciones durante el período de guarda. Si se descubre que ustedes violan cualquiera de los términos del contrato, se les revocará la licencia y el iada quedará a mi cargo».
Francine dijo:
—¿Cuál piensa que es la perspectiva de que nuestro período de guarda tenga un final más feliz?
—Estoy presionando constantemente al parlamento europeo —replicó Isabelle—. Desde luego, dentro de unos años varios iada llegarán a la etapa en que sus testimonios personales comenzarán a contribuir al debate, pero ninguno de nosotros deberíamos esperar hasta entonces. Hay que preparar el terreno.
Hablamos durante casi una hora, sobre este y otros temas. Isabelle se había vuelto una experta en esquivar la atención de los medios; nos prometió enviarnos un manual sobre el tema junto con el contrato.
—¿Deseaban conocer a Sophie? —preguntó Isabelle, casi como si fuese una ocurrencia de último momento.
—Sería fantástico —dijo Francine. Ella y yo habíamos visto un video de Sophie a la edad de cuatro años, sometida a una batería de tests psicológicos, pero nunca habíamos tenido oportunidad de conversar con ella y menos de conocerla cara a cara.
Los tres salimos de la oficina e Isabelle nos llevó en automóvil a su casa, en las afueras de la ciudad.
En el coche, la realidad comenzó a hundirse de nuevo. Yo sentía la misma mezcla de regocijo y claustrofobia que había experimentado hacía diecinueve años, cuando Francine me esperaba en el aeropuerto con la noticia de su embarazo. Todavía no se había llevado a cabo ninguna concepción digital, pero si yo alguna vez hubiese sentido que el sexo estaba la mitad de cargado de riesgos y responsabilidades que esto, habría permanecido célibe de por vida.
—Nada de sondeos, nada de interrogatorios —nos advirtió Isabelle al entrar en el sendero de acceso.
—Por supuesto que no —dije.
—¡Marco! ¡Sophie! —llamó Isabelle, mientras la seguíamos a través de la puerta. Al final del corredor, oí unas risitas infantiles y la voz de un hombre adulto susurrando en francés. Luego el esposo de Isabelle apareció de detrás de un recodo, un hombre joven, sonriente, de cabello oscuro, con Sophie montada sobre los hombros. Al principio no pude mirarla; sólo le devolví la sonrisa a Marco educadamente, mientras notaba con desencanto que él era al menos quince años más joven que yo. ¿Cómo pude siquiera pensar en hacer esto a los cuarenta y seis? Luego eché un vistazo hacia arriba y me encontré con los ojos de Sophie. Me miró directamente por un momento, con expresión curiosa y serena, pero luego tuvo un ataque de timidez y enterró el rostro en el cabello de Marco.
Isabelle nos presentó, en inglés; a Sophie le estaban enseñando a hablar cuatro idiomas, aunque en Suiza eso no era nada fenomenal. Sophie dijo «Hola», pero mantuvo la vista baja. Isabelle dijo:
—Pasemos a la sala. ¿Les gustaría tomar algo?
Los cinco bebimos limonada, y los adultos entablamos una conversación cortés, superficial. Sophie estaba sentada en las rodillas de Marco, retorciéndose inquieta, lanzando miradas furtivas hacia nosotros. Se veía exactamente como una niña de seis años de lo más normal, levemente desgarbada. Su cabello tenía el mismo color pajizo que el de Isabelle y los ojos pardos de Marco; ya fuese por mandato o por rigurosa simulación genética, podría haber pasado por su hija biológica. Yo había leído las especificaciones técnicas que describían su cuerpo y había visto en acción, en video, una versión inicial, pero el hecho de que pareciera tan plausible era el menor de los logros de sus diseñadores. Observándola beber, inquietarse y moviéndose, yo no tenía dudas de que ella misma se sentía una habitante de esa piel, tanto como yo me sentía habitante de la mía. No era un titiritero fingiendo ser una niña, tirando de hilos electrónicos desde alguna oscura caverna oculta en su cráneo.
—¿Te gusta la limonada? —le pregunté.
Se me quedó mirando un momento, como preguntándose si debía ofenderse por lo presuntuoso de la pregunta, y luego respondió:
—Hace cosquillas.
En el taxi, rumbo al hotel, Francine me apretó fuertemente la mano.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí, claro.
En el ascensor comenzó a llorar. La envolví con mis brazos.
—Habría cumplido dieciocho este año.
—Lo sé.
—¿Crees que está viva, en algún lado?
—No lo sé. No sé si es una buena manera de encarar el tema.
Francine se secó los ojos.
—No. Esta será ella. Esa es la manera en que lo veo. Ésta será mi niña. Que llega unos años tarde.
Antes de tomar el vuelo a casa, visitamos un pequeño laboratorio patológico y dejamos muestras de nuestra sangre.
Los primeros cinco cuerpos de nuestra hija nos llegaron un mes antes de su nacimiento. Desempaqué los cinco y los acosté en fila sobre el piso de la sala. Con sus músculos laxos y sus ojos en blanco, se parecían más a momias trágicas que a niñas dormidas. Descarté esa imagen macabra; era mejor imaginarlas como conjuntos de ropa. La única diferencia era que no habíamos comprado pijamas con tanta anticipación.
Desde un rosa arrugado de recién nacida hasta una regordeta beba de dieciocho meses, la progresión era un panorama espeluznante… aunque el desarrollo de una niña orgánica, sin enfermedades graves ni desnutrición, habría sido apenas un poco menos predecible. Unas semanas antes, un colega de Francine me había dado un sermón sobre el terrible «determinismo mecánico» que impondríamos a nuestra hija, y si bien sus argumentos habían sido filosóficamente ingenuos, esta secuencia de instantáneas inmutables del futuro me ponían la piel de gallina.
Lo cierto era que la realidad, en su totalidad, era determinista, ya fuese que uno tuviera un Procs en vez de cerebro o no; el estado cuántico del multiverso en cualquier momento dado determinaba todo el futuro. La experiencia personal, confinada a una rama a la vez, ciertamente tenía una apariencia probabilística, porque no había manera de predecir qué futuro local experimentaría uno cuando la rama se dividía, pero la razón de la imposibilidad de saberlo por anticipado era que la verdadera respuesta era «todas ellas».
Para un singleton, la única diferencia era que las ramas nunca se dividirían sobre la base de sus decisiones personales. El mundo en general continuaría pareciendo probabilísitico, pero cada elección que hiciera estaría completamente determinada por quién era y la situación que enfrentaba.
¿Qué más se podía pretender? La propia identidad no podía hervirse hasta lograr un perfil genético o sociológico crudo; cada sombra que veías en el techo por las noches, cada nube que contemplabas mientras flotaba por el cielo, dejaba una pequeña huella en la forma de tu mente. Cuando se los observaba en el multiverso, con diferentes versiones tuyas atestiguando cada posibilidad, tales sucesos también estaban completamente determinados, pero, en términos prácticos, la conclusión final era que ningún investigador privado armado con tu genoma y un resumen de tu biografía sería capaz de diagramar todos tus actos por anticipado.
Las elecciones de nuestra hija, como todo lo demás, habían sido escritas en piedra en los albores del universo, pero esa información sólo podría ser decodificada si se transformaba en ella misma durante el proceso. Sus actos fluirían a partir de su temperamento, sus principios, sus deseos, y el hecho de que todas esas cualidades tuvieran causales previas no disminuía en nada su valor. El libre albedrío era una noción esquiva, pero para mí simplemente significaba que mis elecciones eran más o menos compatibles con mi naturaleza, la cual, a su vez, era un consenso provisional, en constante evolución, entre mil influencias diferentes. A nuestra hija no le arrebatarían la posibilidad de actuar caprichosamente, e incluso de manera perversa, pero nunca le resultaría imposible actuar cabalmente de acuerdo con sus ideales.
Volví a embalar los cuerpos antes de que llegara Francine. No estaba seguro de que el verlos le causaría incomodidad, pero sí de que no quería que se pusiera a medidos para comprarles más ropa.
El parto comenzó a primera hora de la mañana del domingo 14 de diciembre, y se esperaba que durara alrededor de cuatro horas, dependiendo del tránsito. Me senté en la habitación de la niña mientras Francine caminaba de arriba abajo por el corredor de afuera, al tiempo que ambos controlábamos los datos que venían por fibra desde Basilea.
Isabelle había utilizado nuestra información genética como punto de partida para una simulación del desarrollo in útero de un embrión completo, empleando un modelo de «jerarquía adaptativa» y reservando la resolución más alta para el sistema nervioso central. El Procs se haría cargo de esa tarea, no sólo en el cerebro de la recién nacida, sino también en los miles de procesos bioquímicos que tenían lugar fuera del cráneo y que los cuerpos artificiales no estaban diseñados para realizar. Aparte de sus sofisticadas funciones sensoriales y motoras, los cuerpos podían incorporar alimento y excretar desechos, tanto por motivos psicológicos y sociales como por la energía química que esto proveía, y respiraban aire a fin de oxigenar ese combustible y de permitir la vocalización, pero no tenían sangre, ni sistema endocrino, ni respuesta inmunológica.
El Procs que yo había construido en Berkeley era más pequeño que la versión de Sao Paulo, pero era seis veces más ancho que el cráneo de un bebé. Hasta que se lograra miniaturizarlo más, la mente de nuestra hija se alojaría en una caja colocada en un rincón de su cuarto, conectada al resto de ella por un enlace inalámbrico. El ancho de banda y la demora temporal no construirían un problema dentro del área de la bahía, y si necesitábamos llevarla más lejos antes de que pudiéramos unificar todo, el Procs no era tan grande ni delicado como para no poder moverlo.
Mientras la barra de progreso que mi revestimiento ocular me mostraba a un costado del Procs indicaba los porcentajes de actualización, Francine entró a la habitación, agitada.
—Tenemos que postergarlo, Ben. Sólo un día. Necesito más tiempo para prepararme.
Negué con la cabeza.
—Me obligaste a prometerte que si me lo pedías te respondiera que no. —Francine incluso se había negado a que le explicara cómo desactivar el Procs.
—Unas horas más —rogó.
Parecía genuinamente angustiada, pero yo endurecí mi corazón, repitiendo para mis adentros que Francine estaba actuando para probarme, para ver si yo cumplía con mi palabra.
—No. Nada de acelerar ni de bajar la velocidad, nada de pausas, nada de improvisaciones. Esta niña tiene que golpearnos como si fuera un tren de carga, igual que lo haría cualquier otro niño.
—¿Quieres que comience ahora mismo con el trabajo de parto? —dijo ella sarcásticamente. Cuando una vez, medio en broma, le mencioné la posibilidad de someterla a un tratamiento hormonal que simulara algunos de los efectos del embarazo a fin de lograr que el vínculo con nuestra hija fuese más fácil de establecer incluso también para mí, indirectamente, ella casi me arrancó la cabeza a mordiscones. No se lo había dicho en serio, porque sabía que no era necesario. La adopción era la prueba definitiva de ello, pero lo que estábamos haciendo nosotros se acercaba más a recuperar una hija propia que estuviera a cargo de padres sustitutos.
—No. Tómala en tus brazos, nada más.
Francine escudriñó la forma inerte de la camilla.
—¡No puedo! —gimió—. Cuando la abrace, ella debe sentir que es lo más valioso del mundo para mí. ¿Cómo puedo hacerle creer eso, cuando sé que podría arrojarla contra la pared sin causarle ningún daño?
Nos quedaban dos minutos. Sentí que mi respiración se volvía entrecortada. Podía enviar al Procs un código de interrupción, pero ¿qué ocurriría si al hacerlo establecía un precedente? Si uno de nosotros había dormido muy poco, si Francine llegaba tarde al trabajo, si nos convencíamos de que nuestra hija especial era tan única que merecía unas pequeñas vacaciones de sus necesidades, ¿qué nos impediría hacer lo mismo una y otra vez?
Abrí la boca para amenazarla: «O la levantas en brazos ahora mismo, o lo haré yo». Me detuve y dije:
—Sabes el daño psicológico que le causarías si la dejaras caer al suelo. El hecho mismo de que tengas miedo de transmitirle que no te sientes tan protectora como debes será, para ella, una señal tan fuerte como cualquier otra. Ella te importa. Lo percibirá.
Francine me miró fijamente, llena de dudas.
—Lo sabrá —dije—. Estoy seguro.
Francine estiró los brazos hacia la camilla y levantó en sus brazos el cuerpo laxo. Viéndola acunar a esa forma sin vida, sentí un retortijón de ansiedad en las tripas; no se parecía en nada a lo que había experimentado cuando acosté en el suelo las cinco cáscaras de plástico para inspeccionarlas.
Desterré a la barra de progreso y volé en caída libre durante los segundos finales: contemplando a mi hija, deseando que se moviera.
Su pulgar dio un respingo; luego sus piernas se movieron débilmente, como una tijera. No podía ver el resto, de modo que observé la expresión de Francine. Por un instante, creí detectar una tensión horrorizada en los extremos de su boca, como si estuviera a punto de retroceder para alejarse de ese golem. Luego la niña comenzó a berrear y a patear, y Francine se echó a llorar con una alegría inocultable.
Mientras ella elevaba a la bebé hacia su rostro y le plantaba un beso en la frente arrugada, sufrí mi propio momento de inquietud. ¡Con qué facilidad le había surgido esa reacción tierna, considerando que el cuerpo bien podía haber nacido a la vida gracias a la clase de software utilizado para animar a los personajes de los juegos y las películas!
Sin embargo, no había sido así. No había existido nada falso ni fácil en la ruta que nos había conducido a este momento, para no mencionar la que había recorrido Isabelle; ni siquiera habíamos intentado modelar la vida con arcilla, con nada. Sencillamente, habíamos desviado un hilito de agua de un río que ya tenía cuatro mil millones de años.
Francine apoyó a nuestra hija contra su hombro y la hamacó hacia delante y atrás.
—¿Tienes el biberón, Ben?
Caminé hasta la cocina como mareado; el microondas se había anticipado al feliz acontecimiento y la fórmula estaba lista.
Regresé a la habitación y le entregué el biberón a Francine.
—¿Puedo tenerla en brazos antes de que empieces a darle de comer?
—Claro. —Se inclinó para besarme; luego me entregó a la niña y yo la alcé del modo que había aprendido a hacerlo con los bebés de parientes y amigos, envolviéndole la nuca con mi mano. La distribución del peso, la cabeza pesada, la inestabilidad del cuello, se sentían igual que las de cualquier otro bebé. Sus ojos seguían fuertemente cerrados, mientras chillaba y sacudía los brazos.
—¿Cómo te llamas, mi niña preciosa? —Habíamos reducido la lista de nombres a una docena de posibilidades, pero Francine no había querido decidirse por ninguno hasta que hubiera visto a su hija respirar por primera vez—. ¿Ya te has decidido?
—Quiero que se llame Helen.
Mirando a la bebé, me parecía que sonaba muy de vieja. Anticuado, como mínimo. La tía abuela Helen. Helena Bonham-Carter. Me reí estúpidamente y mi hija abrió los ojos.
Se me erizó la piel de los brazos. Los ojos oscuros no podían encontrar mi cara, pero la niña no ignoraba mi presencia. El amor y el miedo recorrieron mis venas. ¿Cómo pude suponer que soy capaz de darle lo que necesita? Aunque mi buen juicio hubiera sido impecable, mi capacidad de actuar de acuerdo a él era muy burda, más allá de toda medida.
Pero nosotros éramos lo único que tenía. Cometeríamos errores, perderíamos el rumbo, pero yo tenía que creer que algo permanecería firme. Alguna porción del apabullante amor y de la resolución que yo sentía ahora tendría que permanecer, en todas las versiones de mí que pudieran rastrear sus antecedentes hasta este momento.
—Te llamas Helen —dije.