2020
—¿Cómo te sientes ahora? —Olivia Maslin no hacía contacto visual mientras me hablaba; claramente, toda su atención se fijaba en la imagen de la actividad de mi cerebro, pintada en sus retinas.
—Bien —dije—. Exactamente igual a como me sentía antes de que comenzaras la infusión.
Estaba reclinado en algo parecido a un sillón de dentista, medio sentado y medio acostado, usando una ajustada gorra tachonada de sensores e inductores magnéticos. Era imposible ignorar la leve frescura del líquido que penetraba por la vena de mi antebrazo, pero no se diferenciaba de lo que había sentido la ocasión anterior, hacía dos semanas.
—¿Podrías contar hasta diez, por favor?
Obedecí.
—Ahora cierra los ojos y visualiza el mismo rostro conocido que la última vez.
Olivia me había dicho que podía elegir a cualquiera y yo escogí a Francine. Traje de vuelta la imagen; luego, súbitamente, recordé que la primera vez, después de contemplar unos segundos la imagen detallada en mi cabeza como si me estuviera preparando para describírsela a la policía, había comenzado a pensar en Francine misma. En el momento justo, se produjo nuevamente la misma transición: el parecido congelado, forense, se volvió de carne y hueso.
Una vez más, me hicieron atravesar toda la secuencia de actividades: leer el mismo cuento («Dos veteranos», de Scott Fitzgerald), escuchar el mismo fragmento musical (de La urraca ladrona, de Rossini), relatar el mismo recuerdo de la infancia (mi primer día de escuela). En algún momento, desapareció todo rastro de ansiedad sobre el hecho de repetir mis estados mentales anteriores con la suficiente fidelidad; después de todo, el experimento estaba diseñado para manejar todas las inevitables variaciones que aparecieran entre una sesión y otra. Yo era sólo un voluntario entre docenas, y la mitad de los sujetos no recibirían nada excepto solución salina en ambas ocasiones. Por lo que sabía, yo mismo podía ser uno de ellos: un sujeto de control, que apenas servía para proporcionar los lineamientos básicos según los cuales se podría evaluar cualquier efecto genuino.
Sin embargo, si era cierto que me estaban inyectando disruptores de coherencia, no me habían hecho ningún efecto, por lo que me parecía. Mi vida interior no se había evaporado conforme las moléculas se adherían a los microtúbulos de mis neuronas, garantizando que la coherencia cuántica de toda índole que esas estructuras hubiesen podido conservar bajo otras circunstancias se perdería en el ambiente en una fracción de picosegundo.
Personalmente, nunca comulgué con la teoría de Penrose de que los efectos cuánticos podrían jugar un papel en la conciencia; los cálculos de un informe seminal escrito por Max Tegmark, que databa de veinte años antes, ya habían demostrado que la coherencia sostenida de cualquier estructura neural era extremadamente improbable. No obstante, con un considerable grado de ingenuidad, Olivia y su equipo habían desechado la idea definitivamente en una serie de experimentos bien delimitados. Durante los últimos dos años, habían estado ahuyentando a los fantasmas de las diversas estructuras que diferentes facciones de los discípulos de Penrose habían ungido como los componentes cuánticos esenciales del cerebro. La propuesta más antigua —los microtúbulos, enormes moléculas de polímero que formaban una especie de esqueleto dentro de cada célula— había resultado ser el objetivo de disrupción más difícil. Pero ahora era completamente posible que los citoesqueletos de mis propias neuronas estuvieran moteados de moléculas que los adherían fuertemente al ruidoso campo de microondas que, sin lugar a dudas, bañaba mi cráneo. En cuyo caso, mis microtúbulos tenían más o menos la misma posibilidad de explotar los efectos cuánticos que la que yo tenía de jugar un partido de squash con una versión de mí mismo proveniente de un universo paralelo.
Cuanto terminó el experimento, Olivia me dio las gracias, y luego se tornó más distante, mientras revisaba los datos. Raj, uno de sus estudiantes graduados, me quitó la aguja y colocó una bandita sobre la diminuta herida del pinchazo; después me ayudó a quitarme la gorra.
—Sé que aún no sabes si soy un sujeto de control o no —dije—, pero ¿has detectado diferencias significativas en alguno? —Yo era casi el último sujeto de los experimentos con los microtúbulos; cualquier efecto, a estas alturas, ya debía de haberse presentado.
Olivia sonrió enigmáticamente.
—Tendrás que esperar a que se publiquen los resultados.
Raj se inclinó y me susurró:
—No, nunca.
Me bajé del sillón.
—¡El zombi camina! —exclamó Raj.
Me lancé ávidamente hacia él, haciendo ademán de querer comerme su cerebro; él me esquivó, riendo, mientras Olivia nos miraba con una expresión de reproche e indulgencia. Los curtidos miembros del bando de Penrose afirmaban que los experimentos de Olivia no demostraban nada, porque incluso aunque las personas se comportaran de manera idéntica al excluirse todos los efectos cuánticos, podían estar haciéndolo como meros autómatas totalmente privados de conciencia. Cuando Olivia le ofreció a su principal detractor experimentar la disrupción de coherencia en carne propia, él le había respondido que hacerlo no resultaría más persuasivo, dado que sería imposible distinguir los recuerdos establecidos mientras uno era un zombi de los recuerdos comunes, y que por lo tanto uno no notaría nada raro al rememorar la experiencia.
Esto era pura desesperación; bien se podía afirmar que todas las personas del mundo, excepto uno mismo, eran zombis, pero que uno también se convertía en zombi jueves de por medio. A medida que estos experimentos fuesen replicados por otros grupos en diversas partes del mundo, la gente que apoyaba la teoría de Penrose como hipótesis científica en vez de adoptarla como una especie de dogma místico, gradualmente aceptaría que dicha teoría había sido refutada.
Abandoné el edificio de neurociencia y atravesé el campus a pie, de regreso a mi oficina en el departamento de física. Era una mañana templada y clara, con estudiantes echados en el césped, dormitando, con libros apoyados sobre sus rostros como tiendas de campaña. Todavía había algunas ventajas en el hecho de leer anticuados volúmenes de e-papel. Yo mismo me había hecho colocar chips oculares hacía apenas un año, y aunque me había adaptado a la tecnología con bastante facilidad, todavía me resultaba desconcertante despertar un sábado por la mañana para descubrir a Francine leyendo el Herald con los ojos cerrados.
Los resultados obtenidos por Olivia no me sorprendieron, pero fue satisfactorio que la cuestión quedara resuelta de una vez por todas: la conciencia era un fenómeno puramente clásico. Entre otras cosas, esto significaba que no había motivos concluyentes para creer que el software que funcionaba en una computadora clásica no pudiera ser consciente. Desde luego, todo lo que existía en el universo obedecía a la mecánica cuántica en algún nivel, pero Paul Benioff, uno de los pioneros de la computación cuántica, había demostrado, ya en los 80, que se podía construir una máquina de Turing clásica con partes mecánico-cuánticas; durante los últimos años, en mi tiempo libre, me había dedicado a estudiar la rama de la teoría de la computación cuántica que se ocupaba de evitar los efectos cuánticos.
En mi oficina, esbocé un esquema del dispositivo al que yo llamaba Procs: el procesador cuántico singleton. El Procs emplearía todas las técnicas diseñadas para evitar que las computadoras cuánticas de última generación interactuaran con su medio ambiente, pero las utilizaría para fines muy diferentes. Una computadora cuántica poseía un escudo que le permitía realizar una multitud de cálculos paralelos, sin que cada uno de ellos originara una historia independiente, que permitían acceder a una única respuesta. El Procs llevaría a cabo un solo cálculo a la vez, pero mientras avanzaba hacia ese único resultado sería capaz de atravesar a salvo las superposiciones que incluían un número indeterminado de alternativas, sin que esas alternativas se hiciesen realidad. Desconectado del mundo exterior durante cada etapa computacional, mantendría la ambivalencia cuántica temporaria en un estado tan privado e inconsecuente como una ensoñación, sin verse forzado a concretar todas las posibilidades que se atreviera a considerar.
El Procs, de todos modos, necesitaría interactuar con su medio ambiente cuando reuniera datos sobre el mundo y esa interacción, inevitablemente, se dividiría en diferentes versiones. Si uno adosaba una cámara al Procs y la apuntaba a un objeto común y corriente (una roca, una planta, un pájaro), difícilmente podría esperarse que ese objeto poseyera una sola historia clásica, y tampoco sería un sistema combinado formado por el Procs más una roca, el Procs más una planta, el Procs más un pájaro.
El Procs mismo, no obstante, jamás iniciaría la división. En un conjunto dado de circunstancias, únicamente produciría una sola respuesta. Una IA que funcionara con el Procs podría tomar decisiones tan caprichosamente o con tanta deliberada seriedad como quisiera, pero para cada escenario en particular que confrontara, finalmente elegiría una sola opción, sólo seguiría un curso de acción.
Cerré el archivo y la imagen se desvaneció de mis retinas. A pesar de todo el trabajo que había invertido en ese diseño, no había hecho ningún esfuerzo por tratar de construir el dispositivo. Había estado usándolo, más bien, como un talismán: cuando me descubría imaginando que mi vida era como una casa tranquila construida sobre un matadero, recurría al Procs como símbolo de esperanza. Era la prueba de una posibilidad, y una posibilidad era todo lo que se necesitaba. Ninguna ley de la física podía impedir que una pequeña porción de la descendencia humana escapara de la disipación de sus antecesores.
Sin embargo, hasta el momento había esquivado todo intento de ver esa promesa cumplida con mis propios ojos. En parte, por miedo a escarbar demasiado profundo y descubrir un defecto en el diseño del Procs, lo que me arrebataría la única muleta que me mantenía de pie cuando el horror me arrasaba. También por una cuestión de culpa: era el hombre al que se le había concedido la felicidad tantas veces que ya parecía inconcebible aspirar a conseguir ese estado una vez más. Había noqueado a tantos de mis desventurados primos, sacándolos del cuadrilátero, que ya era hora de regalar la pelea y dejar que el trofeo se lo ganara mi oponente.
La última excusa era idiota. Cuanto más enérgica fuera mi determinación de construir el Procs, habría más universos en los que tal cosa se haría realidad. Debilitar mi decisión no era un acto de caridad, cediendo los beneficios a otra persona; sencillamente, empobrecía a todas las futuras versiones de mí mismo y a todos los que estuvieran en contacto con ellas.
Tenía una tercera excusa. También era hora de enfrentarla.
Llamé a Francine.
—¿Estás libre para el almuerzo? —le pregunté. Ella dudó; siempre tenía trabajo que hacer—. ¿Para discutir las ecuaciones de Cauchy-Riemann? —sugerí.
Ella sonrió. Era nuestro código, cuando la solicitud era especial.
—Está bien. ¿A la una en punto?
—Te veo a la una —asentí.
Francine llegó veinte minutos tarde, por lo que debí esperarla menos de lo acostumbrado. Hacía dieciocho meses la habían nombrado sub-jefe del departamento de matemáticas y, además de sus nuevas labores administrativas, todavía dictaba algunas horas de clase. Durante los últimos ocho años, yo había firmado una docena de contratos para trabajos breves con diversos organismos —departamentos del gobierno, corporaciones, ONGs— antes de recalar en el departamento de física de nuestra alma mater, con un cargo de muy bajo escalafón. A decir verdad, envidiaba el prestigio y la estabilidad del puesto de Francine, pero estaba contento con la mayoría de los trabajos que había hecho, aunque me había diversificado en demasiadas disciplinas diferentes como para forjarme una carrera tradicional.
Le había comprado a Francine un plato de emparedados de queso y ensalada y ella los atacó ávidamente apenas se sentó. Le dije:
—Como máximo, tengo diez minutos, ¿verdad?
Se cubrió la boca con la mano y respondió a la defensiva:
—Podrías haber esperado hasta esta noche, ¿no?
—A veces no puedo posponer las cosas. Debo actuar mientras tenga el valor.
Ante este preludio de mal agüero, se puso a masticar más lentamente.
—Esta mañana hiciste la segunda etapa del experimento de Olivia, ¿verdad?
—Sí. —Había discutido todo el procedimiento con Francine antes de ofrecerme como voluntario.
—¿Entonces deduzco que no perdiste la conciencia cuando tus neuronas se volvieron marginalmente más clásicas que lo habitual? —Sorbió leche chocolatada con una pajilla.
—No. Aparentemente nadie pierde nada jamás. Todavía no es oficial, pero…
Francine asintió, para nada sorprendida. Compartíamos la misma postura sobre la teoría de Penrose; no había necesidad de discutirla otra vez.
—Quiero saber si vas a hacerte la operación —dije.
Ella continuó bebiendo unos segundos más, luego soltó el sorbete y se limpió el labio superior con el pulgar, innecesariamente.
—¿Pretendes que tome esa decisión aquí y ahora?
—No. —Las lesiones de su útero por causa del aborto se podían reparar, habíamos discutido la posibilidad durante casi cinco años. Ambos nos habíamos sometido a una terapia exhaustiva de quelación para limpiar cualquier resto de U-238. Podíamos tener hijos de la manera habitual con un grado de seguridad razonable, si eso era lo que queríamos—. Pero ya te has decidido; ahora quiero que me lo digas.
Francine parecía dolida.
—Eso es injusto.
—¿Qué cosa? ¿Implicar que es posible que no me lo hayas dicho apenas lo decidiste?
—No. Implicar que todo depende de mí.
—No me estoy lavando las manos —dije—. Sabes lo que siento. Pero también sabes que te apoyaría de principio a fin si me dijeras que quieres quedarte embarazada. —De verdad lo creía. Puede que el mío fuera un doble discurso, pero no podía considerar el nacimiento de un bebé común y corriente como una especie de atrocidad y rehusarme a ser parte de ello.
—Muy bien. Pero ¿qué harás si no es así? —Examinó mi rostro con calma. Pienso que ella ya lo sabía, pero quería que yo lo dijera en voz alta.
—Siempre queda la opción de adoptar —observé con despreocupación.
—Sí, podríamos hacerlo. —Sonrió ligeramente; sabía que eso me hacía perder la habilidad de fingir mucho más rápido que cuando me miraba con superioridad.
Dejé de simular que quedaba algún misterio entre nosotros; ella había adivinado lo que yo pensaba desde el primer momento. Dije:
—No quiero hacer esto y luego descubrir que te sientes estafada en lo que realmente deseabas.
—No me sentiría así —insistió ella—. No descartaría nada. También podríamos tener un hijo natural.
—No sería tan fácil. —No sería como tener padres adictos al trabajo, o un hermano o hermana normales compitiendo por la atención.
—¿Sólo quieres hacer esto si te puedo prometer que es el único hijo que tendremos en la vida? —Francine meneó la cabeza—. No voy a prometerte algo así. No tengo intención de hacerme esa operación en el futuro cercano, pero no pienso jurarte que no cambiaré de opinión. Ni voy a jurarte que, si lo hacemos, no influirá en nada de lo que ocurra después. Será un factor. ¿Cómo podría no serlo? Pero no lo bastante importante como para incluir ni descartar nada.
Aparté la mirada hacia las hileras de mesas, hacia todos los estudiantes envueltos en sus propias preocupaciones. Ella tenía razón; me estaba comportando de manera irrazonable. Quería que esta fuese una elección sin ningún aspecto negativo, una manera de aprovechar al máximo nuestra situación, pero nadie podía garantizar algo así. Sería un juego de azar, como todo lo demás.
Miré nuevamente a Francine.
—Está bien; ya no intentaré convencerte. Lo que quiero hacer en este momento es seguir adelante y construir el Procs. Y cuando esté terminado, si estamos seguros de que es confiable… quiero que criemos un hijo con él. Quiero que criemos una IA.