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2012

Mientras transitábamos el último kilómetro por la carretera, al sur de Ar Rafidiyah, vi el Muro de Espuma relumbrando ante nosotros con la luz del sol matinal. Insustancial como una pila de burbujas de jabón, pero aún intacto, después de seis semanas.

—No puedo creer que haya durado tanto —le dije a Sadiq.

—¿No confiabas en los modelos?

—Mierda, no. Todas las semanas pensaba que pasaríamos la colina y que no habría nada, salvo una telaraña seca.

Sadiq sonrió.

—¿O sea que no tenías fe en mis cálculos?

—No te lo tomes a pecho. Había muchas cosas que los dos podíamos haber hecho mal.

Sadiq salió de la carretera. Sus alumnos, Hassan y Rashid, habían saltado de la caja del camión y habían comenzado a caminar hacia el Muro antes de que yo me pusiera la máscara. Sadiq los llamó para que regresaran y los obligó a ponerse botas de plástico y trajes de papel sobre sus ropas, mientras nosotros dos hacíamos lo mismo. Generalmente no nos tomábamos la molestia de protegemos tanto, pero hoy era diferente.

Desde más cerca, el Muro casi desaparecía: lo único que se percibía eran reflejos aislados, festoneados de arco iris, flotando a ritmo cansino por la película que, de lo contrario, resultaba invisible, mientras el agua se redistribuía, dibujando ondas inducidas en la membrana por la interacción de la presión de aire, los gradientes térmicos y la tensión superficial. Estas imágenes fácilmente podían confundirse con objetos individuales, retazos de plástico traslúcido revoloteando por encima del desierto, suspendidos en el aire por una brisa demasiado leve para ser detectada a nivel del suelo.

Cuanto más de lejos se miraba, no obstante, más abundantes se volvían los destellos de luz, y menos plausible cualquier hipótesis alternativa que negara la integridad del Muro. Se extendía por un kilómetro, a lo largo del linde del desierto, y se elevaba unos desparejos quince o veinte metros hacia el cielo. Pero era apenas el primero y más pequeño de su clase, y había llegado la hora de cargarlo en la caja del camión y llevarlo de vuelta a Basora.

Sadiq sacó un aerosol de reactivo de la cabina y lo agitó mientras descendía por el terraplén. Lo seguí con el corazón en la boca. El Muro no se había secado; no se había desgarrado ni volado, pero aún quedaban muchas posibilidades de fallas.

Sadiq extendió el brazo y roció lo que parecía ser, desde mi punto de vista privilegiado, simple aire, pero entonces vi cómo el fino rocío de gotas impactaba contra la membrana. Se elevó un susurro, como el sonido de una plancha a vapor, y sentí una humedad tibia y tenue antes de que aparecieran los primeros hilos sedosos, entrecruzando la región donde el polímero del que estaba construido el Muro había comenzado a cambiar de conformación. En un estado, el polímero era soluble, exponiendo grupos de átomos hidrófilos que unían el agua, formando delgadas hojas de un gel liviano como una pluma. Ahora, estimulado por el reactivo y energizado por la luz solar, estaba aglomerando esos grupos en celdas resbaladizas, aceitosas, y expeliendo todas las moléculas de agua, transformando el gel en una red deshidratada.

Mi único deseo era que no expeliera nada más.

Mientras la red de encaje comenzaba a caer en pliegues a sus pies, Hassan dijo algo en árabe. Disgustado y risueño. Mi comprensión del lenguaje era parcial; Sadiq me lo tradujo con la voz ahogada por la máscara:

—Dice que posiblemente la mayor parte del peso de esta cosa se debe a los insectos muertos.

Hizo retroceder a los jóvenes hacia el camión antes de seguirlos mientras el viento hacía volar sobre nuestras cabezas una cortina reluciente. Descendía demasiado lentamente para dejarnos atrapados, pero subí la loma corriendo.

Desde el camión, observamos cómo caía el Muro a medida que la ola de deshidratación se propagaba en toda su longitud. Si bien el gel era elusivo a la hora de mirarlo de cerca, el residuo era completamente visible a la distancia; tenía menos sustancia que una media de mujer muy larga… una media repleta de mosquitos atascados.

El polímero inteligente era un invento de Sonja Helvig, una química noruega; yo había ajustado el diseño original para esta aplicación. Sadiq y sus alumnos eran ingenieros civiles, responsables de llevarlo a una escala que pudiera proporcionar un beneficio práctico. En esos términos este experimento era apenas una prueba de campo de menor importancia.

Miré a Sadiq:

—Alguna vez trabajaste en la detección de minas personales, ¿verdad?

—Hace años. —Antes de que yo pudiera agregar nada, comprendió a dónde apuntaba—. ¿Estás pensando que aquello puede haber sido más satisfactorio? ¿Bang, desaparece y las pruebas están a la vista?

—Una mina menos, una bomba menos —dije—. Sin importar cuántos miles hubiera que detectar, al menos podías contar la desactivación de cada una como un logro definido.

—Es verdad. Era una buena sensación. —Se encogió de hombros—. Pero, ¿qué podemos hacer? ¿Renunciar a esto porque es más difícil?

Llevé el camión colina abajo y luego supervisé a los estudiantes mientras adosaban los mechones de polímero al malacate especial que habían construido. Hassan y Rashid tenían veintitantos años, pero fácilmente podían pasar por adolescentes. Después de la guerra, el dictador y sus ex-aliados occidentales habían descubierto la mutua conveniencia de producir una generación de niños iraquíes que crecieran mal nutridos y sin atención médica, si es que llegaban a crecer. Más de un millón de personas habían muerto a causa de las sanciones. Mi propio chiste de mal gusto llamado país había enviado parte de su armada a colaborar con el bloqueo, mientras el resto se quedaba en casa para ahuyentar a los barcos llenos de refugiados que huían de estas y de otras atrocidades. El General Bigote había muerto hacía rato, pero sus camaradas de genocidio, con domicilios más salubres, seguían sueltos: dando conferencias por el mundo, liderando grupos de expertos, presionando para obtener el premio Nobel de la Paz.

Mientras los hilos de polímero se enrollaban en el núcleo contenido en el cilindro protector del malacate, el conteo alfa se elevaba de manera constante. Era una buena señal: las finas partículas de óxido de uranio atrapadas por el Muro habían permanecido adheridas al polímero durante la deshidratación y el enrollado de la red. La radiación de los pocos gramos de U-238 que habíamos recolectado era bajísima para representar un riesgo en sí misma; lo que debíamos evitar era ingerir el polvo, y aunque lo hiciéramos los efectos desagradables serían sólo químicos y radiológicos. Con un poco de suerte, el polímero también habría atrapado a sus otros objetivos: los carcinógenos orgánicos que habían sido esparcidos por Kuwait y el sur de Iraq por los apocalípticos incendios de los pozos de petróleo. No había manera de determinarlo hasta que hiciéramos un análisis químico completo.

Durante el viaje de vuelta estábamos de muy buen ánimo. Lo que habíamos recogido del viento en las últimas seis semanas no salvaría ni a una sola persona de contraer leucemia, pero ahora parecía posible que, con el correr de los años, de las décadas, esta tecnología marcara una verdadera diferencia.

En Singapur perdí la combinación con el vuelo directo a Sydney, de modo que tuve que viajar vía Perth. En Perth hubo una espera de cuatro horas; me paseé por el área de pasajeros en tránsito, incómodo e impaciente. No había visto a Francine desde que ella partiera de Basora, hacía tres meses, y a ella no le parecía bien saturar la limitada banda ancha de Iraq con videos decadentes.

Justo cuando había resuelto llamarla, entró un e-mail en la notepad, diciendo que había recibido mi mensaje y me esperaría en el aeropuerto.

En Sydney, parado junto a la cinta transportadora de equipaje, la busqué entre la multitud. Cuando finalmente la vi aproximarse, me estaba mirando a los ojos, sonriendo. Me aparté de la cinta y caminé hacia ella; ella se detuvo y dejó que yo me acercara, manteniendo su mirada fija en la mía. Tenía una expresión traviesa, como si tuviese preparada una broma de algún tipo, pero no me imaginaba de qué podía tratarse.

Cuando casi estaba frente a ella, giró levemente y abrió los brazos.

—¡Ta-raaa!

Me quedé paralizado, sin habla. ¿Por qué no me lo había dicho antes?

Me acerqué y la abracé, pero ella ya había leído mi expresión.

—No te enojes, Ben. Temía que quisieras volver antes si te enterabas.

—Tienes razón, habría vuelto antes. —Mis pensamientos se apilaban uno sobre el otro; tenía que resumir las reacciones de tres meses en quince segundos. No lo habíamos planeado. No podíamos solventar los gastos. Yo no estaba listo.

De pronto comencé a llorar, demasiado conmocionado para avergonzarme ante el gentío. El nudo de pánico y confusión que estaba dentro de mí se disolvió. La abracé más fuerte y sentí la hinchazón de su cuerpo contra mi cadera.

—¿Estás feliz? —preguntó Francine.

Reí y asentí, ahogándome con las palabras:

—¡Es maravilloso!

Lo dije en serio. Todavía tenía miedo, pero era un miedo exultante. Otro océano se había desplegado ante nosotros. Hallaríamos la manera de orientarnos. Lo cruzaríamos juntos.

Tardé varios días en bajar a tierra. No tuvimos una buena oportunidad de charlar hasta el fin de semana; Francine daba clases en la UNSW y, aunque ella podría haber dejado de lado sus investigaciones por un par de días, las calificaciones de los estudiantes no podían esperar. Había miles de cosas para planificar, la beca de investigación de la UNESCO que me había permitido formar parte del proyecto de Basora era por seis meses y había expirado; muy pronto necesitaría comenzar a ganar dinero otra vez, pero el hecho de que aún no me había comprometido con nada me otorgaba cierta flexibilidad que era muy bienvenida.

El lunes, otra vez solo en el apartamento, comencé a ponerme al día con todas las publicaciones que había desatendido. En Iraq, obsesivamente concentrado en una sola cosa, había instruido a mi buscador para que me mantuviese informado de todos los trabajos que eran relevantes para el Muro, excluyendo a todos los demás.

Al revisar un resumen de las investigaciones publicadas a lo largo de seis meses, un artículo de Science me llamó la atención: «Modelo experimental de la decoherencia en la cosmología de los muchos mundos». Un grupo de la Universidad Delft de Holanda había logrado que una sencilla computadora cuántica realizara una secuencia de operaciones matemáticas en un registro que había sido preparado para contener una superposición de representaciones binarias de dos números diferentes. Esto, en sí mismo, no era nada nuevo; las superposiciones que representaban hasta 128 números ahora se manipulaban a diario, aunque sólo bajo condiciones de laboratorio, cerca del cero absoluto.

Lo inusitado, sin embargo, era que, en cada etapa de cálculo, los qbits que contenían a los números en cuestión habían sido deliberadamente combinados con otros qbits adicionales de la computadora. El efecto era que la sección que realizaba los cálculos había dejado de encontrarse en un estado cuántico puro: no se comportaba como si contuviera dos números simultáneamente, sino sencillamente como si existiese la misma posibilidad de contener a cualquiera de los dos. Esto había perjudicado la naturaleza cuántica del cálculo, con la misma contundencia como si toda la máquina hubiese tenido un escudo imperfecto y se hubiese interrelacionado con objetos del medio ambiente.

No obstante, había una diferencia crucial: en este caso, los experimentadores no habían perdido el acceso a los qbits adicionales que habían hecho que el cálculo se comportara de la manera clásica. Cuando realizaron una medición apropiada del estado de la totalidad de la computadora, se descubrió que había permanecido en una superposición todo el tiempo. Una sola observación no alcanzaba para demostrado, pero el experimento había sido repetido miles de veces y, dentro de los márgenes de error, sus predicciones se habían confirmado: aunque la superposición se había vuelto indetectable cuando se ignoraban los qbits adicionales, en realidad nunca había desaparecido. Ambos cálculos clásicos se habían llevado a cabo simultáneamente, aunque habían perdido la habilidad de interactuar de un modo mecánico-cuántico.

Me quedé sentado en el escritorio, evaluando los resultados. A un cierto nivel, era apenas una evolución de los experimentos de anulación cuántica de los 90, pero la imagen de un pequeño programa de computadora avanzando paso a paso, aparentando «ante sí mismo» ser único y estar solo, mientras que, en realidad, una segunda versión igualmente olvidadiza había estado ejecutándose a su lado constantemente, tenía mucha más resonancia que un experimento de interferencia con fotones. Me había acostumbrado a la idea de que las computadoras cuánticas realizaran varios cálculos simultáneamente, pero ese truco de magia siempre me había parecido abstracto y etéreo, precisamente porque las partes continuaban actuando como una unidad compleja, de principio a fin. Lo que impresionaba aquí era la cruda demostración de la manera en que cada uno de los cálculos podía llegar a tener la apariencia de una historia clásica diferenciada, tan sólida y mundana como el desplazamiento de las cuentas de un ábaco.

Cuando Francine llegó a casa yo estaba preparando la cena, pero tomé mi notepad y le mostré el artículo.

—Sí, ya lo vi —dijo ella.

—¿Qué piensas?

Levantó las manos y retrocedió, parodiando una expresión de alarma.

—Te lo digo en serio.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Esto demuestra la Interpretación de los Muchos Mundos? No. ¿Disponer de un modelo de juguete como éste facilita la comprensión de la misma? Sí.

—¿Pero te convence? —persistí—. ¿Crees que los resultados se mantendrían si pudiesen ser reproducidos indefinidamente a una escala cada vez mayor? —De un universo de juguete, formado por un puñado de qbits, al verdadero.

Se encogió de hombros.

—Realmente no necesito convencerme. Siempre pensé que la IMM era la interpretación más plausible, en todo caso.

Dejé el tema y volví a la cocina, mientras ella sacaba una pila de trabajos de sus estudiantes.

Esa noche, ya acostados en la cama, no podía sacarme de la cabeza el experimento de Delft.

—¿Crees que existen otras versiones de nosotros? —le pregunté a Francine.

—Supongo que deben de existir. —Me concedió ese punto como si fuese algo abstracto y metafísico, y como si yo fuera un pedante por el solo hecho de haberlo mencionado. La gente que profesaba la creencia en la IMM nunca parecía estar dispuesta a tomársela seriamente, y mucho menos a un nivel personal.

—¿Y eso no te molesta?

—No —dijo ella, despreocupada—. Ya que no tengo el poder de cambiar la situación, ¿qué sentido tiene amargarme?

—Muy pragmático —dije. Francine estiró el brazo y me dio un golpe en el hombro—. ¡Era un elogio! —protesté—. Te envidio por haber logrado conformarte tan fácilmente.

—En realidad no es así —admitió—. Simplemente, he resuelto no permitir que me preocupe, que no es lo mismo.

Me volví para encararla, aunque en la casi oscuridad apenas podíamos vernos.

—¿Qué es lo que te da más satisfacción en la vida? —dije.

—Supongo que no estás de humor para que te engañe con una respuesta sensiblera. —Suspiró—. No lo sé. Resolver problemas. Que las cosas me salgan bien.

—¿Y si por cada problema que tú resuelves hubiera otra igual a ti que fracasa?

—Yo debo soportar mis fracasos —dijo—. Que los demás soporten los suyos.

—Sabes que no funciona así. Algunos simplemente no pueden soportarlos. Por cada cosa que tú encuentras la fuerza para hacer, hay alguien que no la encuentra.

Francine no tenía una respuesta.

—Hace un par de semanas —dije—, le pregunté a Sadiq sobre la época en que se dedicaba a la detección de minas. Dijo que era más satisfactorio que recoger polvo; una pequeña explosión, exactamente delante de tus ojos, y sabías que habías hecho algo valioso. Todos tenemos momentos así en nuestras vidas, con esa sensación pura y sin ambigüedades de haber logrado algo: sin importar lo que podamos echar a perder, al menos hay una cosa que hemos hecho bien. —Me reí incómodo—. Creo que si no pudiera apoyarme en eso me volvería loco.

—Puedes apoyarte —dijo Francine—. Nada de lo que has hecho desaparecerá de debajo de tus pies. Nadie avanzará sobre ti para arrebatártelo.

—Lo sé. —Sentí escalofríos ante la imagen de algún alter ego menos favorecido apareciéndose en nuestra puerta, exigiendo su parte—. Pero me parece tan tremendamente egoísta… No quiero que todo lo que me hace feliz exista a expensas de un tercero. No quiero que todas mis decisiones sean como… pelearme con otras versiones de mí mismo por el premio de un juego de eliminación.

—No. —Francine vaciló—. Pero si la realidad es así, ¿qué puedes hacer al respecto?

Sus palabras quedaron suspendidas en la oscuridad. ¿Qué podía hacer yo al respecto? Nada. Entonces, ¿de verdad quería insistir con esto, corroyendo las bases de mi propia felicidad, cuando nadie podía ganar absolutamente nada?

—Tienes razón. Es una locura. —Me incliné y la besé—. Mejor será que te deje dormir.

—No es una locura —dijo ella—. Pero no tengo ninguna respuesta.

A la mañana siguiente, después de que Francine se fuera a trabajar, tomé mi notepad y vi que ella me había enviado un libro electrónico: una antología barata de cuentos de «historia alternativa» (sic) de los 90, titulada ¡Dios mío, está lleno de estrellas! ¿Y si Gandhi hubiese sido un soldado despiadado y de gran fortuna? ¿Y si Theodore Roosevelt hubiese debido enfrentar una invasión marciana? ¿Y si los Nazis hubiesen tenido al coreógrafo de Janet Jackson?

Leí rápidamente la introducción, riendo y gruñendo para mis adentros alternadamente; luego archivé el libro y me puse a trabajar. Tenía que completar una docena de tareas administrativas menores para la UNESCO, antes de poder comenzar a buscar seriamente mi próximo trabajo.

Para mitad de la tarde casi había terminado, pero la creciente sensación del deber cumplido que me invadía por haber cerrado y finalizado todas esas obligaciones tediosas trajo consigo el corolario: alguien infinitesimalmente diferente a mí, alguien que había compartido toda mi historia hasta esa mañana, había estado perdiendo el tiempo en lugar de trabajar. La trivialidad de esta observación me inquietó aún más; el experimento de Delft se estaba filtrando en mi vida cotidiana, en el nivel más mundano.

Busqué el libro que Francine me había enviado y traté de leer algunos cuentos, pero los enfoques implacablemente banales de los autores apenas lograban reducir la premisa al absurdo, o la convertían en un cómico bálsamo existencial. Realmente no me importaba lo gracioso que hubiera sido que Marilyn Monroe hubiese estado envuelta en una comedia de enredos de dormitorio con Richard Feynman y Richard Nixon. Sólo quería librarme de la sofocante convicción de que todo en lo que me había convertido era un espejismo, que mi vida no era más que la imagen entrecortada de una especie de cámara de torturas, donde todos los gloriosos momentos de respiro que yo alguna vez había celebrado en realidad habían sido traiciones involuntarias.

Si la ficción no podía ofrecerme consuelo, ¿qué pasaría con los hechos? Incluso si la cosmología de los Muchos Mundos era correcta, nadie sabía con certeza cuáles eran sus consecuencias. Era una falacia pensar que, literalmente, todo lo que era físicamente posible tenía que ocurrir, la mayoría de los cosmólogos que yo había leído creían que el universo, considerado como un todo, poseía un estado cuántico simple, definido, y que aunque ese estado, visto desde dentro, aparentara ser una multitud de historias clásicas diferenciadas, no había razón para suponer que esas historias conformaban una especie de catálogo exhaustivo. Lo mismo se verificaba a escala más pequeña: cada vez que dos personas se sentaban a jugar al ajedrez, no había razón para creer que estaban jugando todos los juegos posibles.

¿Y si yo, hace nueve años, me hubiese quedado quieto en el callejón, debatiéndome con mi conciencia? Mi sentido subjetivo de la indecisión no demostraba nada, pero aunque no hubiera tenido ningún escrúpulo y actuado sin titubeos, encontrar a un ser humano en un estado cuántico de decisión pura e inamovible, habría sido, a lo sumo, fenomenalmente poco probable y tal vez, a decir verdad, físicamente imposible.

—Al carajo con esto. —No sabía cuándo se había apoderado de mí este ataque de paranoia, pero no iba a seguir consintiéndolo un segundo más. Me golpeé la cabeza contra el escritorio unas cuantas veces, luego recogí la notepad y fui derecho a un sitio de búsqueda de empleo.

Los pensamientos no desaparecieron por completo; era demasiado parecido a tratar de no pensar en elefantes rosas. Cada vez que regresaban, sin embargo, descubría que podía ahuyentarlos con amenazas de llevarme a mí mismo directo a un psiquiatra. La perspectiva de tener que explicarle un problema mental tan estrafalario era suficiente para darme acceso a ciertas reservas de autodisciplina hasta ahora inexploradas.

Cuando comencé a preparar la cena ya me sentía un tonto. Si Francine volvía a mencionar el tema, yo haría un chiste sobre el asunto. No necesitaba un psiquiatra. Estaba un poco inseguro de mi buena fortuna y aún algo desconcertado por la noticia de mi futura paternidad, pero no habría sido más sano que aceptara las cosas tal cual eran.

Sonó la alarma de la notepad. Francine había vuelto a bloquear el video, como si la banda ancha, también en casa, fuese tan preciada como el agua.

—Hola.

—¿Ben? Tuve una pérdida. Estoy en un taxi. ¿Podemos encontramos en el St. Víncent’s?

Su voz era firme, pero a mí se me secó la boca.

—Claro. Estaré allí en quince minutos. —No pude añadir nada: Te amo, todo saldrá bien, sé fuerte. Ella no necesitaba esas cosas; habría echado todo a perder.

Media hora después, yo seguía atascado en el tránsito, con los nudillos blancos de furia e indefensión. Bajé la vista hacia el tablero para mirar el mapa en tiempo real, en cuya cuadrícula estaban marcados todos los demás vehículos, y finalmente dejé de hacerme la ilusión de que en cualquier momento podría entrar en una calle lateral mágicamente vacía y que, en pocos minutos, estaría avanzando tortuosamente por la ciudad.

En la sala de guardia, detrás de las cortinas cerradas alrededor de su cama, Francine yacía acurrucada y rígida, de espaldas, negándose a mirarme. Lo único que yo podía hacer era quedarme de pie a su lado. El ginecólogo aún no nos había explicado la situación como debía, pero el aborto había traído complicaciones y habían tenido que operarla.

Antes de postularme para la beca de investigación de la UNESCO, habíamos discutido los riesgos. Para dos visitantes prudentes, bien informados y que se quedarían poco tiempo, el peligro nos parecía microscópico. Francine nunca había viajado al desierto conmigo; entre los nativos de Basora, incluso, el número de defectos de nacimiento y abortos había descendido mucho en relación con los picos alcanzados anteriormente. Ambos tomábamos anticonceptivos; los condones ya nos parecían una exageración.

¿Fui yo el que lo trajo del desierto? ¿Una mota de polvo, atrapada debajo del prepucio? ¿Fui yo el que la envenené mientras hacíamos el amor?

Francine se volvió para mirarme. La piel que rodeaba sus ojos estaba gris e hinchada, y noté el esfuerzo que le costaba mirarme a los ojos. Sacó las manos de debajo de la ropa de cama y me permitió tomárselas; las tenía heladas.

Después de un rato, comenzó a sollozar, pero no me soltó las manos. Le acaricié el pulgar con mi pulgar, con un movimiento diminuto, suave.