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2003

Me encontraba caminando hacia el norte por George Street, rumbo a la estación de ferrocarril Town Hall, cavilando sobre las maneras de resolver la tramposa tercera pregunta de mi tarea de álgebra lineal, cuando me topé con una pequeña multitud bloqueando el camino. No reflexioné demasiado sobre el motivo por el que estaban allí; acababa de pasar por un restaurante muy concurrido y frecuentemente veía grupos de personas reunidas frente a él. Pero una vez que comencé avanzar, dando un rodeo para esquivar a la gente y desplazándome hacia el interior de un callejón para no tener que caminar en medio del tránsito, resultó evidente que no se trataba de simples comensales, provenientes del almuerzo de despedida de algún colega que se jubilaba y demorando su regreso a la oficina el mayor tiempo posible. Vi con mis propios ojos qué era exactamente lo que les llamaba la atención.

En el callejón, a veinte metros de distancia, había un hombre tirado de espaldas en el suelo, protegiéndose el rostro ensangrentado con las manos, mientras otros dos hombres, que estaban de pie junto él, lo golpeaban implacablemente con una especie de varas delgadas. Al principio pensé que las varas eran tacos de billar, pero luego advertí que tenían garfios metálicos en los extremos. Yo había visto esas armas siniestras una sola vez, en otro sitio: mi escuela primaria, donde un celador encargado de las ventanas las utilizaba al comenzar y al finalizar el día de clase. Se empleaban para abrir y cerrar las arcaicas ventanas con bisagras cuando estaban demasiado altas para alcanzarlas con las manos.

Me volví hacia los demás espectadores.

—¿Alguien llamó a la policía?

Sin mirarme, una mujer asintió y dijo:

—Usaron un teléfono móvil, hace un par de minutos.

Los asaltantes debían de saber que la policía estaba en camino, pero al parecer estaban tan comprometidos con su tarea que no pensaban abandonarla hasta que fuera absolutamente necesario. Permanecían de espaldas al gentío; tal vez no eran completamente imprudentes y temían que los identificaran. El hombre que estaba en el suelo estaba vestido como un ayudante de cocina. Aún se movía, tratando de protegerse pero hacía menos ruido que sus atacantes; la necesidad o la capacidad de gritar de dolor habían desaparecido de su cuerpo a fuerza de golpes.

En cuanto a sus pedidos de auxilio, bien podía haberse ahorrado la molestia.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo; me sobrevino una helada y enfermiza sensación de revoltijo en las tripas un momento antes de darme cuenta conscientemente: Voy a presenciar el asesinato de alguien y no voy a hacer nada. Pero esta no era una pelea de borrachos en la que unos pocos curiosos pueden acercarse y separar a los contrincantes; los dos asaltantes debían de ser criminales en serio, encargándose de un ajuste de cuentas. Mantener distancia de algo así era una cuestión de sentido común. Yo podría ir a la corte, salir de testigo, pero nadie podría esperar nada más de mí. Menos aún cuando otras treinta personas se habían comportado exactamente igual que yo.

Los hombres del callejón no tenían pistolas. Si hubiera sido así, ya las habrían usado. No iban a liquidar a nadie que se interpusiera en su camino. Una cosa era no convertirse en mártir, pero ¿cuánta gente podían dejar fuera de combate con sus varas esos dos vagabundos enojados?

Desabroché mi mochila y la apoyé en el suelo. Absurdamente, eso me hizo sentir más vulnerable; siempre me preocupaba perder los libros de texto. Piénsalo. No sabes lo que estás haciendo. No había participado en nada parecido a una pelea de puños desde los trece años. Miré a los extraños que me rodeaban, preguntándome si alguno vendría conmigo si les imploraba que corriéramos todos juntos hacia los hombres. Pero eso no iba a ocurrir. Yo era un joven debilucho, de dieciocho años y con una camiseta adornada con las Ecuaciones de Maxwell. No tenía presencia ni autoridad. Nadie me secundaría en el escandaloso combate.

Solo, estaría tan indefenso como el sujeto del suelo. Esos hombres me partirían el cráneo en un instante. Entre la multitud había media docena de oficinistas de contextura sólida, de veintitantos años; si esos jugadores de rugby de fin de semana no se sentían competentes para intervenir, ¿qué posibilidades tenía yo?

Me agaché para recoger la mochila. Si no iba a ayudar en nada, no tenía sentido quedarme allí. Me enteraría de lo ocurrido en el noticiero vespertino.

Comencé a desandar mis pasos, enfermo de desprecio por mí mismo. Esto no era la kristallnacht. Mis nietos no me harían preguntas embarazosas. Nadie me lo reprocharía jamás.

Como si eso fuera la medida de todo.

—A la mierda. —Dejé caer la mochila y corrí por el callejón.

Antes de que advirtieran mi presencia, llegué a estar tan cerca que sentía el olor del sudor de los tres cuerpos por encima del tufo de la basura en putrefacción. El agresor más próximo me miró por encima del hombro con expresión ofendida, luego divertida. No se molestó en reposicionar su arma en el aire: cuando le envolví el cuello con un brazo, con la esperanza de hacerle perder el equilibrio, me incrustó el codo en el pecho, dejándome sin aliento. Seguí sujetándolo desesperadamente, manteniendo la presión, pero sin poder aumentarla. Cuando trató de soltarse haciendo palanca, logré darle un puntapié y hacer que sus pies resbalaran. Ambos caímos sobre el asfalto, yo debajo de él.

El hombre se zafó y se levantó trabajosamente. Al tiempo que yo luchaba por enderezarme, imaginándome un gancho de metal clavándose en mi cara, alguien silbó. Levanté la vista y vi al segundo hombre haciéndole un gesto a su compañero; miré hacia donde él miraba. Una docena de hombres y mujeres se acercaban por el callejón, avanzando juntos a paso rápido. No era un panorama especialmente amenazador —yo había visto muchedumbres mucho más enojadas, con símbolos de la paz pintados en sus rostros— pero la simple superioridad numérica era suficiente para garantizar alguna inconveniencia. El primer hombre retrocedió lo necesario para patearme las costillas. Luego los dos huyeron.

Levanté las rodillas, luego la cabeza, y quedé en cuclillas. Todavía me faltaba el aire, pero por alguna razón me parecía de vital importancia no quedarme acostado de espaldas. Uno de los oficinistas me sonrió de oreja a oreja.

—Estúpido de mierda. Pudieron haberte matado.

El ayudante de cocina temblaba y estornudaba moco sanguinolento. Tenía los ojos cerrados por la hinchazón y cuando bajó las manos, colocándolas junto a su cuerpo, vi los huesos de sus nudillos asomándose por la piel rota. Mi propia piel se congeló ante la imagen del destino al que me había expuesto. Pero, si bien me estremecí al darme cuenta de cómo podría haber acabado, recuperé la sensatez al pensar que había estado a punto de alejarme y permitirles que lo liquidaran, cuando la intervención, en realidad, no me había costado nada.

Me puse de pie. La gente daba vueltas alrededor del ayudante de cocina, preguntándose entre sí sobre primeros auxilios. Yo recordaba los principios básicos de un curso que había hecho en la secundaria, pero el hombre aún respiraba y no estaba perdiendo grandes cantidades de sangre, de modo que no se me ocurría nada útil que un aficionado pudiera hacer en estas circunstancias. Me abrí paso entre el gentío y caminé hacia la calle. Mi mochila estaba exactamente donde la había dejado; nadie me había robado los libros. Escuché que se acercaban sirenas; la policía y la ambulancia llegarían pronto.

Mis costillas estaban doloridas, pero no estaba agonizando. Me había quebrado una costilla al caerme de una bicicleta en la granja, cuando tenía doce años, y estaba bastante seguro de que esto no era más que una magulladura. Caminé encorvado por un rato, pero cuando llegué a la estación descubrí que podía adoptar la postura normal. Tenía unos raspones en la piel de los brazos, pero seguramente no presentaba un aspecto demasiado maltrecho porque ninguno de los que estaban en el tren me miró dos veces.

Esa noche vi las noticias. Se informó que el ayudante de cocina se encontraba estable. Me lo imaginé entrando en el callejón para vaciar un balde de cabezas de pescado en la basura y encontrándose con los dos sujetos que lo esperaban. Probablemente, nunca me enteraría de por qué lo habían atacado a menos que el caso fuera a juicio; la policía todavía no había identificado a ningún sospechoso. Si el hombre hubiera estado en condiciones de hablar, allá en el callejón, yo podría habérselo preguntado en ese momento, pero la sensación de que yo tenía derecho a una explicación se desvanecía rápidamente.

La cronista mencionó a un estudiante «que lideró la embestida del grupo de ciudadanos indignados» que había rescatado al ayudante de cocina, y luego habló con un testigo presencial que describió a ese joven como «de la New Age, porque llevaba unos símbolos astrológicos en la camiseta». Resoplé; luego miré nerviosamente a mí alrededor para comprobar si alguno de mis compañeros de casa habían hecho la improbable asociación, pero no había nadie, ni siquiera para haberlo oído de lejos.

Allí terminaba la historia.

Por un momento me sentí desanimado, defraudado por perderme la pequeña excitación que podrían haberme proporcionado esos quince segundos de fama; era como alcanzar la lata de las galletas pensando que aún quedaba una de chocolate, para descubrir que en realidad no había nada. Consideré la posibilidad de llamar a Orange, a mis padres, sólo para hablarles mientras aún estaba fresco el extraño recuerdo, pero yo había establecido una rutina y ese día no era el indicado. Si los llamaba inesperadamente, pensarían que algo andaba mal.

Entonces, eso era todo. En una semana, cuando desaparecieran los magullones, recordaría el incidente y dudaría que alguna vez hubiese ocurrido.

Subí a terminar mi tarea.

Francine dijo:

—Hay un modo más atractivo de pensar en esto. Si haces un reemplazo de las variables x e y, por z y su conjugada, la derivada parcial de la función con respecto a la conjugada de z es igual a cero, lo que se corresponde con las ecuaciones de Cauchy-Riemann.

Estábamos sentados en la cafetería, discutiendo la clase de análisis de variable compleja que habíamos tenido media hora antes. Media docena de los que estábamos en el mismo curso nos habíamos tomado el hábito de reunimos a esta hora todas las semanas, pero hoy los demás no habían venido. Tal vez estaban pasando alguna película, o había aparecido en el campus algún orador del que yo no me había enterado.

Resolví la transformación que ella me había descrito.

—Tienes razón —dije—. ¡Es muy elegante!

Francine demostró su conformidad asintiendo levemente, al tiempo que mantenía su característica mirada de hastío. Tenía una inocultable pasión por las matemáticas, pero, probablemente, en las clases se moría de aburrimiento esperando que los disertantes estuvieran a su altura y le enseñaran algo que realmente no supiera.

Yo no estaba ni remotamente a su nivel. En realidad, había comenzado el año con pobres resultados, distraído por mi nuevo ambiente: no por nada glamoroso como las tentaciones de la vida nocturna, sino por los paisajes diferentes y los sonidos y la escala del lugar, junto con las exigencias burocráticas de todas las organizaciones que ahora influenciaban mi vida, desde la propia universidad hasta la subcomisión de artículos de almacén de la casa compartida. En las últimas semanas, sin embargo, finalmente había comenzado a entrar en ritmo. Había conseguido un trabajo de medio tiempo, acomodando estanterías en un supermercado; el sueldo era pésimo, pero me alcanzaba para cubrir mis ansiedades financieras y el horario no era tan extenso como para dejarme sin tiempo para otra cosa que no fuese estudiar.

Garrapateé unos contornos armónicos en el anotador que tenía delante.

—¿Y qué haces para divertirte? —dije—. ¿Aparte del análisis de variable compleja?

Francine no respondió de inmediato. No era la primera vez que estábamos juntos y solos, pero yo nunca confiaba en mi capacidad de pronunciar las palabras correctas para aprovechar al máximo la situación. En algún momento, sin embargo, había dejado de engañarme y de pensar que alguna vez iba a existir el momento perfecto, la frase perfecta cayendo de mis labios, algo sutil pero intrigante, deslizado hábilmente en la conversación sin interrumpir su fluidez. Así que ahora había decidido evidenciar mi interés sin intentos de sagacidad ni elocuencia. Que ella me juzgara basándose en lo que había conocido de mí durante los últimos tres meses, y si no tenía deseos de conocerme mejor a mí tampoco se me partiría el alma.

—Hago muchos scripts Perl —dijo—. Nada complicado; sólo retazos sueltos que luego regalo como freeware. Es muy relajante.

Asentí comprensivamente. No me pareció que estuviera tratando de desanimarme deliberadamente, sino que estaba esperando que yo fuese un poco más directo.

—¿Te gusta Deborah Conway? —Yo había escuchado apenas un par de sus canciones por la radio, pero unos días antes había visto un cartel en la ciudad, anunciando una gira.

—Sí. Es genial.

Comencé a engrosar las barras de conjugación sobre las variables que había garrapateado.

—Va a tocar en un club de Surry Hills —dije—. El viernes. ¿Te gustaría ir?

Francine sonrió, sin hacer ningún esfuerzo por parecer hastiada del mundo.

—Claro. Sería muy agradable.

Le devolví la sonrisa. No me daba vueltas la cabeza, no estaba embobado, pero me sentía como si estuviese de pie en la costa, ante el océano, contemplando su amplitud. Me sentí como me sentía en la biblioteca, cuando abría alguna sofisticada monografía y me limitaba a saborear el aroma de la tinta y la tajante simetría de la notación, comprendiendo sólo una fracción de lo que leía. Sabiendo que más adelante había algo glorioso, pero sabiendo también que ponerme a su altura sería una tarea pavorosa.

—Compraré las entradas camino a casa —dije.

Para celebrar el fin de los exámenes anuales, los inquilinos organizamos una fiesta. Era una agobiante noche de noviembre, pero el patio trasero no era mucho más grande que la habitación más grande de la casa, por lo que decidimos abrir todas las puertas y ventanas y distribuir la comida y los muebles tanto en la planta baja como en el exterior, en el frente y atrás. Una vez que la ligera brisa húmeda del río penetró en las profundidades de la casa, cualquier lugar, de afuera o de adentro, estaba igualmente húmedo, caluroso y repleto de mosquitos.

Francine y yo permanecimos cerca durante más o menos una hora, obedeciendo a la dinámica particular de una pareja, hasta que, por un acuerdo mutuo no verbalizado, quedó claro que podíamos separarnos y vagar por un rato, y que ninguno de los dos nos sentíamos tan inseguros como para enfadarnos por eso.

Yo acabé en un rincón del concurrido patio trasero, hablando con Will, un estudiante de bioquímica que había vivido en la casa durante los últimos cuatro años. A cierto nivel, quizás, Will no podía evitar sentir que sus opiniones acerca de cómo organizar las cosas debían tener más peso que las de cualquier otro, lo que me había molestado en gran medida cuando recién me había mudado allí. Desde entonces, sin embargo, nos habíamos hecho amigos y me alegró tener la posibilidad de hablar con él antes de que se fuera a Alemania por una beca.

En medio de una conversación sobre el trabajo que Will había estado haciendo, divisé a Francine y él siguió la dirección de mi mirada.

—Tardé un tiempo en deducir qué era lo que finalmente te había curado de la nostalgia por tu casa —dijo.

—Nunca eché de menos mi casa.

—Sí, claro. —Tomó un sorbo de su bebida—. Sin embargo, ella te ha cambiado. Tienes que admitirlo.

—Lo admito. Con toda felicidad. Desde que estamos juntos, todo hace clic. —Se suponía que las relaciones de pareja echaban a perder tus estudios, pero mis calificaciones estaban subiendo hasta las nubes. Francine no me explicaba nada; se limitaba a llevarme a un estado mental en el que todo era más claro.

—Lo más sorprendente es que ustedes dos estén juntos. —Fruncí el entrecejo y Will elevó una mano para aplacarme—. Lo que quiero decir es que cuando te mudaste aquí eras bastante reservado. Y tenías poca autoestima. Cuando te entrevistamos para darte la habitación, prácticamente nos rogaste que se la diéramos a otro que se la mereciera más que tú.

—Ahora te burlas.

Meneó la cabeza.

—Pregúntale a cualquiera de los demás.

Me quedé callado. La verdad era que si retrocedía un paso y contemplaba mi situación, yo estaba tan azorado como él. Cuando abandoné mi ciudad natal ya tenía en claro que la buena fortuna no tenía mucho que ver con la suerte. Algunos nacían con riquezas, talento o carisma. Comenzaban con ventaja y los beneficios crecían como una bola de nieve. Yo siempre había pensado que tenía, como máximo, la suficiente inteligencia y persistencia como para mantenerme a flote en la especialidad que había elegido; había sido el primero de la clase a lo largo de toda la secundaria, pero en un pueblo del tamaño de Orange eso no significaba nada, y no me hacía ilusiones acerca de mi destino en Sydney.

Le debía a Francine el hecho de que mis pronósticos de mediocridad no se hubieran cumplido; estar con ella había transformado mi vida. ¿Pero de dónde había sacado la osadía de imaginarme que yo podía ofrecerle algo a cambio?

—Sucedió algo —admití—. Antes de invitarla a salir.

—¿Sí?

Estuve a punto de cerrar el pico; no le había contado a nadie de los sucesos del callejón, ni siquiera a Francine. El incidente se había vuelto, al parecer, demasiado personal, como si relatarlo fuese a dejar mi conciencia al descubierto. Pero Will se marchaba a Munich en menos de una semana y era más fácil confiárselo a alguien que yo no esperaba volver a ver.

Cuando terminé, Will me dedicó una sonrisa satisfecha, como si yo le hubiese explicado todo.

—Puro karma —anunció—. Debí imaginarlo.

—Ah, muy científico.

—Hablo en serio. Olvida la cháchara mística budista; hablo del hecho real. Si te aferras a tus principios, por supuesto que las cosas te salen mejor… suponiendo que en el ínterin no te maten. Es psicología elemental. La gente tiene un sentido altamente desarrollado de la reciprocidad, de lo apropiado del trato que recibe del prójimo. Si las cosas te salen demasiado bien, no puedes evitar preguntarte «¿Qué hice para merecer esto?». Si no tienes una buena respuesta, te saboteas. No todo el tiempo, pero lo suficiente. Así que si haces algo que refuerza tu autoestima…

—La autoestima es para los débiles —dije en broma. Will puso los ojos en blanco—. Pero yo no pienso así —protesté.

—¿No? ¿Y entonces por qué lo traes a colación?

Me encogí de hombros.

—Quizás para ser menos pesimista. Pudieron molerme a palazos, pero no fue así. Eso hace que invitar a alguien a un concierto parezca mucho menos peligroso. —Todo este análisis no deseado estaba comenzando a avergonzarme, y no tenía nada para contrarrestar la psicología popular de Will, excepto una versión igualmente informal de mi propia elaboración.

Él se dio cuenta de que yo estaba abochornado y no siguió hablando del asunto. Mientras yo observaba a Francine moviéndose entre la gente, sin embargo, no podía quitarme de encima una incómoda sensación de lo tenues que eran las circunstancias que nos habían reunido. No se podía negar que si me hubiera alejado del callejón y el ayudante de cocina hubiera muerto, me habría sentido una mierda durante mucho tiempo.

No me habría sentido con derecho a muchas cosas en la vida.

Pero no me había alejado. E incluso aunque hubiera tomado una decisión apresurada, ¿por qué no enorgullecerme de haber escogido la opción correcta? No significaba que todo lo que siguió estuviera contaminado, como si se tratara de una recompensa enviada por una deidad de pacotilla con las manos engrasadas. No me había ganado el afecto de Francine en un certamen medieval de valentía; nos habíamos elegido el uno al otro y seguíamos eligiéndonos por miles de complicadas razones.

Ahora estábamos juntos; eso era lo que importaba. No pensaba demorarme en el sendero que me había llevado a ella, para que salieran a flote todas las dudas e inseguridades que habían estado a punto de separarnos.