3

Robert miró con atención la pizarra durante un minuto entero, luego comenzó a reír con placer.

—¡Eso es tan maravilloso!

—¿No es cierto? —Helen dejó la tiza y se le unió en el sofá—. Una simetría más, y no sucedería nada: el universo estaría lleno de una blancura cristalina. Una simetría menos, y todo sería ruido sin correlato.

A lo largo de meses, en una serie de clases, Helen lo había transportado a través de una pequeña parte del siglo de física que los había separado en su primer encuentro, descendiendo a las estructuras puramente algebraicas que yacían bajo el espaciotiempo y la materia. Las matemáticas catalogaban todo lo que no era contradictorio en sí mismo; dentro de un enorme inventario, la física era una isla de estructuras lo suficientemente rica como para contener a sus propios espectadores.

Robert se quedó sentado y revisó mentalmente todo lo que había aprendido, tratando de capturar tanto como podía en una única imagen. Mientras lo hacía, una parte de él esperaba temeroso una sensación de decepción, una sensación de anticlímax. Ya no podría ver con más profundidad en la naturaleza del mundo. Al menos en esta dirección no había nada más por descubrir.

Pero el anticlímax era imposible. Hastiarse de esto era imposible. No importaba cuán familiarizado pudiera llegar a estar con el álgebra del universo, nunca se volvería menos maravillosa.

—¿Hay otras islas? —preguntó por fin. No simplemente otras historias compartiendo el mismo fundamento subyacente, sino otras realidades nuevas por completo.

—Así lo sospecho —respondió Helen—. Han cartografiado algunas posibilidades. No obstante, no sé cuánto de todo eso podrá llegar a ser confirmado alguna vez.

Robert sacudió la cabeza, satisfecho.

—Ni pensaría en eso. Necesito bajar a la Tierra durante un rato. —Extendió sus brazos y se recostó, todavía sonriendo.

—¿Dónde está Luke hoy? —dijo Helen—. Habitualmente aparece en este momento para llevarte afuera hasta el amanecer.

La pregunta desvaneció la sonrisa en la cara de Robert.

—Aparentemente yo era una compañía bastante pobre. No era lo bastante fanático por el fútbol y los dardos.

—¿Te dejó? —Helen se inclinó hacia él y apretó su mano con simpatía. También un poco burlonamente.

Robert se sentó fastidiado; ella nunca decía nada pero él siempre sentía que lo estaba juzgando.

—Tú crees que debería madurar, ¿no? Encontrar a alguien más parecido a mí. Algún tipo de alma gemela.

Quiso que la expresión sonara burlona pero salió de un modo bastante distinto.

—Es tu vida —dijo ella.

Un año antes habría sido una reivindicación risible, pero ahora casi era verdad. Había una moratoria de facto en el procesamiento mientras la evidencia genética y neurológica recientemente reunida era evaluada por un subcomité parlamentario. Robert había ayudado a plantar las semillas de la campaña pero no tenía un parte real en ella; otras personas habían tomado la causa. En cuestión de meses, era posible que la jaula de Quint estuviera desarticulada, al menos para Gran Bretaña.

La perspectiva le dio vértigo. Pudo haber quebrado las leyes en cada oportunidad, pero estas todavía lo regían. Puede que la jaula no lo hubiera dejado lisiado, pero se engañaría si negaba que lo había debilitado.

—¿Es eso lo que sucedió en tu pasado? —dijo—. ¿Terminé teniendo una… pareja para toda la vida? —Cuando pronunció las palabras se le secó la boca y, de pronto, sintió miedo de que la respuesta fuera sí. Con Chris. La vida que se había perdido era una vida de felicidad con Chris.

—No.

—Entonces… ¿qué? —suplicó—. ¿Qué hice? ¿Cómo viví? —se sorprendió a sí mismo, repentinamente consciente, pero agregó—: No puedes reprocharme ser curioso.

—No quieras saber lo que no puedes cambiar —dijo Helen delicadamente—. Ahora todo eso es parte de tu propio pasado causal, tanto como lo es del mío.

—Si es parte de mi propia historia —la contrarió Robert—, ¿no merezco saberlo? Este hombre no era yo, pero él te trajo hasta mí.

Helen lo consideró.

—¿Aceptas que él era alguien distinto? ¿No alguien de cuyas acciones tú fueras responsable?

—Por supuesto.

—Hubo un juicio, en 1952 —dijo ella—. Por «Indecencia Flagrante contraria a la Sección 11 del Acta de Enmienda Criminal de 1885». No fue a prisión, pero la corte ordenó tratamientos con hormonas.

¿Tratamientos con hormonas? —rió Robert—. ¿Con qué… testosterona, para hacerlo más hombre?

—No, estrógeno. En los hombres reduce el impulso sexual. Hay efectos colaterales, por supuesto. Ginecomorfismo, entre otras cosas.

Robert se sintió físicamente enfermo. Lo habían castrado químicamente, con drogas que le habían hecho brotar pechos. De todos los abusos bizarros a los cuales había sido sometido, nada había sido tan horrible como eso.

—El tratamiento duró seis meses —continuó Helen—, y los efectos fueron todos temporarios. Pero dos años más tarde, se quitó la vida. Nunca quedó muy claro exactamente por qué.

Robert absorbió esto en silencio. No quiso saber nada más.

Después de un rato dijo:

—¿Cómo lo soportas? ¿Saber que en una rama u otra, una forma posible de humillación está siendo inflingida a alguien?

—Yo no lo soporto. Lo cambio. Ése es el motivo por el cual estoy aquí.

Robert inclinó su cabeza.

—Lo sé. Y estoy agradecido de que nuestras historias tropezaran. Pero… ¿cuántas historias no lo hacen? —Luchó en busca de un ejemplo, aunque era casi demasiado doloroso de contemplar; desde su primera conversación, fue un tema que deliberadamente se había sacado de la cabeza—. No hay sólo un Auschwitz inmodificable en cada uno de nuestros pasados, hay un número astronómico… junto con un número astronómico de cosas que son todavía peores.

—Eso no es verdad —dijo Helen sin rodeos.

—¿Qué? —Robert levantó la vista hacia ella, impresionado.

Ella se dirigió hacia la pizarra y la borró.

—Auschwitz ha sucedido, para los dos, y nadie de quien yo sea consciente lo ha impedido alguna vez… pero eso no quiere decir que nadie lo detenga, en ningún lugar. —Comenzó a dibujar una red de líneas delgadas sobre la pizarra—. Tú y yo tenemos esta conversación en incontables microhistorias, secuencias de hechos donde varias cosas diferentes suceden con las partículas subatómicas a lo largo del universo, pero eso es irrelevante para nosotros, no podemos decir qué hilos son los que se separan, así que también podríamos tratarlos a todos como una historia. —Presionó la tiza hacia abajo lo suficientemente fuerte como para hacer una raya gruesa que cubría todo lo que había dibujado—. Los que trabajan en la decoherencia cuántica lo llaman «precisión promediada». Sumar todos estos detalles indistinguibles es lo que eleva a la física clásica al primer lugar.

»Ahora bien, «nosotros dos» nos habremos encontrado primero en muchas historias cuya «precisión promediada» es perceptiblemente diferente y, después de eso, tú has divergido al tomar elecciones diferentes y experimentado posibilidades externas distintas, después de estos hechos. —Helen dibujó dos cintas de historias de precisión promediada, y luego mostró a cada historia divergiendo más lejos.

»La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto sucedieron en nuestros pasados, pero no hay prueba de que el total sea tan vasto que pueda ser infinito. Recuerda, lo que nos impide intervenir con éxito es el hecho de que llegamos a retroceder hasta un punto donde algunas de las intervenciones paralelas comienzan a morderse su propia cola. Entonces cuando fracasamos, no se puede contar por dos veces; sólo se trata de confirmar lo que ya sabíamos.

—Pero, ¿qué sucede con todas las versiones de la Europa de los 30 que no tuvieron lugar ni en tu pasado ni en el mío? —protestó Robert—. Sólo porque no tenemos evidencia directa de un Holocausto en esas ramas eso difícilmente lo haga improbable.

—No improbable per se, sin intervención —dijo Helen—. Pero tampoco fijo como una piedra: Seguiremos intentándolo, refinando la tecnología, hasta que podamos alcanzar ramas que no se superpongan con nuestro pasado en los 30. Y debe haber otras cintas separadas de intervención que suceden en historias que nunca jamás podremos conocer.

Robert estaba exaltado. Se imaginó a sí mismo aferrado a una piedra de improbable buena suerte en un mar infinito de sufrimiento, luchando para fingir, por el bien de su propia cordura, que la piedra era todo lo que había. Pero lo que yacía a su alrededor era inevitablemente peor; era desconocido. A su tiempo, incluso podría tener parte al asegurar que cada última tragedia no se repetiría en miles de millones de mundos.

Volvió a examinar el diagrama.

—Lo pesco. Sin embargo, la intervención no termina en divergencia, ¿no es cierto? Tú nos alcanzaste hace un año, pero en al menos algunas de las historias que se irradiaron a partir de ese momento, ¿no habremos sufrido todo tipo de desastres y reaccionado con todas las formas posibles de autodefensa?

—Sí —concedió Helen—, pero muchas menos de lo que podrías pensar. Si simplemente haces una lista de cada secuencia de hechos que superficialmente parecen tener una probabilidad que no es igual a cero, terminarás con un catálogo asombroso de tragedias absurdas. Pero cuando calculas todo con más cuidado, y tomas en cuenta los efectos en escala Planck, resulta que ningún lugar es tan malo. No hay historias de precisión promediada donde las piedras se reconstruyan a partir del polvo y la lluvia del cielo, o todos en Londres o Madras enloquezcan y maten salvajemente a sus hijos. La mayoría de los sistemas macroscópicos terminan siendo bastante fuertes, incluidas las personas. A través de las historias, el rango de desastres naturales, estupidez humana y simple mala suerte no es aplastantemente mayor que el rango del que eres consciente en esta única historia.

—¿Y eso no es lo suficientemente malo? —rió Robert.

—Oh, lo es. Pero eso es lo mejor sobre la forma que tomé.

—¿Disculpa?

Helen inclinó su cabeza y lo contempló con expresión de decepción.

—Sabes, todavía no eres tan rápido como yo esperaba.

El rostro de Robert se puso colorado, pero entonces comprendió qué había pasado por alto y el resentimiento se desvaneció.

¿No diverges? ¿Tu hardware fue diseñado para terminar el proceso? Tu medio ambiente, tu entorno, si bien te dividirás en diferentes historias… en un nivel de precisión promediada, ¿no contribuirás al proceso tú misma?

—Es correcto.

Robert se quedó sin palabras. Incluso después de un año, ella todavía podía lanzarle una granada de mano como ésta.

—No puedo ayudar a vivir en muchos mundos —dijo Helen— eso está más allá de mi control. Pero sé que soy una persona. Enfrentada con una opción que me pone en el filo de un cuchillo, sé que no me dividiré y tomaré todos los caminos.

Robert se abrazó, sintiendo repentinamente frío.

—Como hago yo. Como siempre hice. Como hicimos todos nosotros, pobres criaturas de carne.

Helen se sentó a su lado.

—Incluso eso no es irrevocable. Una vez que tomaste esta forma, si es lo que has elegido, puedes encontrar tus otros yo, revertir la dispersión. Ofrecen a algunos la oportunidad de deshacer lo que hicieron.

Esta vez Robert comprendió lo que significaba en el acto.

—¿Juntarme a mis yo? ¿Hacerme uno entero?

—Si eso es lo que quieres. Si lo ves de esa manera. —Helen se encogió de hombros.

La miró nuevamente, desorientado. Tocar los cimientos de la física era una cosa, pero esta posibilidad ya era demasiado.

Alguien golpeó en la puerta del estudio. Los dos intercambiaron miradas cautas, pero no era Quint en busca de más castigo. Era el conserje trayendo un telegrama.

Cuando el hombre se hubo ido, Robert abrió el sobre.

—¿Malas noticias? —preguntó Helen.

El negó con la cabeza.

—No fue una muerte en la familia, si es eso a lo que te refieres. Es de John Hamilton. Está desafiándome a un debate. Sobre el tema «¿Puede pensar una máquina?».

—¿En alguna actividad universitaria?

—No. En la BBC. Dentro de cuatro semanas. —Alzó la mirada—. ¿Qué piensas que debería hacer?

—¿En radio o en televisión?

Robert volvió a leer el mensaje.

—Televisión.

—Precisamente. Te daré algunos consejos. —Sonrió.

—¿Sobre el tema?

—¡No! Eso sería tramposo. —Le clavó los ojos, evaluándolo—, puedes comenzar tirando tu afeitadora eléctrica. Sácate esa sombra permanente de las cinco de la tarde.

—Algunas personas la encuentran bastante atractiva. —Robert se sintió herido.

—Confía en mí en esto —respondió firmemente Helen.

La BBC envió un automóvil para llevar a Robert hasta Londres. Helen se sentó a su lado en el asiento trasero.

—¿Estás nervioso? —preguntó ella.

—Nada que no cure una hora de vómitos.

Hamilton había sugerido una emisión en vivo «para mantener las cosas interesantes», y el productor había estado de acuerdo. Robert nunca había estado en la televisión; había tomado parte en un par de discusiones radiales sobre el futuro de la computación, cuando el Mark I comenzaba a emplearse, pero incluso aquellas habían sido grabadas.

Al principio lo había sorprendido la elección del tema por parte de Hamilton, pero en retrospectiva le parecía bastante astuto. Un debate sobre la afirmación «La ciencia moderna es obra del diablo» habría despertado rugidos de risa en todos salvo en la audiencia más piadosa, mientras que la declaración puramente metafórica «La ciencia moderna es un pacto fáustico» habría provocado que toda la audiencia asintiera sabiamente, mientras no captaba ninguna implicación. Si uno no se toma los terribles cuentos de hadas literalmente, todo es un «Pacto Fáustico» en un sentido bastante aguado: todo tiene un potencial aspecto negativo, y esto es tan inútil de afirmar como fácil de demostrar.

Sin embargo, Robert se topó con una incredulidad considerable cuando explicó a los periodistas hacia dónde llevaba su investigación. Hasta la fecha, la prensa lo había tratado como una suerte de excéntrico Edison británico, prolífico en invenciones de utilidad indudable, y nadie parecía encontrar alarmante o sorprendente que también fuera, para ser sinceros, un poco tarambana. Pero Hamilton tendría su oportunidad para explotar, y reforzar, esa percepción. Si Robert insistía en defender su objetivo de crear máquinas inteligentes, no como un pasatiempo sugerido por una firma de relaciones públicas para hacerle parecer simpáticamente extravagante, sino como la reivindicación definitiva de la ciencia materialista y el punto final lógico de la mayor parte del trabajo de su vida, Hamilton podría tener éxito esa noche al arrojar dudas sobre todo lo que había hecho Robert y sobre todo lo que simbolizaba. Al preguntar, de ninguna manera retóricamente, «¿Dónde terminará todo esto?», estaba invitando a Robert a ir más allá y ahorcarse solo con la respuesta.

El tráfico estaba pesado para ser tarde de domingo y llegaron a los estudios en Shepherd’s Bush sólo quince minutos antes de la emisión. Hamilton había sido recogido por otro automóvil, en su casa familiar cerca de Oxford. Cuando se cruzaron en el estudio Robert le reconoció conversando animadamente con un hombre joven de pelo oscuro.

—¿Sabes quién es ése, el que está con Hamilton?

Ella siguió su mirada y sonrió crípticamente.

—¿Qué? —dijo Robert—. ¿Lo reconoces de algún lado?

—Sí, pero te lo contaré más tarde.

Mientras la mujer de maquillaje le aplicaba polvos, Helen recorrió otra vez su larga lista de reglas.

—No mires directamente a la cámara o parecerá que estás vendiendo jabón en polvo. Pero no apartes los ojos. No debes parecer esquivo.

—Toda una experta —susurró la maquilladora a Robert.

—Un fastidio, ¿no? —confió él.

Michael Polanyi, un filósofo académico que era bien conocido para el público tras un ciclo de charlas radiofónicas, había aceptado moderar el debate. Polanyi apareció en la sala de maquillaje acompañado por el productor; charlaron con Robert durante un par de minutos, tranquilizándolo y recordándole los procedimientos que iban a seguir.

Sólo se fueron cuando apareció la directora del piso.

—Le necesitamos ahora en el estudio, por favor, profesor. —Robert la siguió y Helen lo acompañó parte del camino.

—Respira lenta y profundamente —instó ella.

—Como si supieras —dijo bruscamente.

Robert le estrechó la mano a Hamilton y luego se sentó a un lado del podio. El joven ayudante de Hamilton se había retirado a la sombras; Robert miró hacia atrás para ver a Helen observándolo desde una posición similar. Era como un duelo: ambos tenían padrinos. La directora de piso señaló el monitor del estudio y, mientras Robert lo observaba, cambió pasando por la visión de dos cámaras: una toma amplia del escenario entero y una visión más cercana del podio, incluyendo una pequeña pizarra sobre un atril, a un lado. En una ocasión le había preguntado a Helen si la televisión había progresado a mayores grados de sofisticación en su rama del futuro, una vez que los días pioneros quedaron atrás, pero la pregunta la había dejado extrañamente callada.

La directora de piso se retiró detrás de cámaras, pidió silencio, luego contó hacia atrás desde diez, gesticulando los últimos números.

El programa comenzó con una introducción de Polanyi: concisa, ingeniosa y sin tomar partido. Luego Hamilton se dirigió hacia el podio. Robert lo miró directamente mientras se transmitía una visión en plano abierto, para no parecer descortés o distraído. Sólo se volvió hacia el monitor cuando ya no era visible.

—¿Puede pensar una máquina? —comenzó Harrison—. Mi intuición me dice: no. Estoy seguro de que la mayor parte de ustedes piensa igual. Pero eso no es suficiente. En este día y en esta época, no podemos confiar en nuestros corazones para nada. Necesitamos algo científico. Necesitamos algún tipo de prueba.

»Hace algunos años tomé parte en un debate en la Universidad de Oxford. Entonces el tema no fue si las máquinas podrían comportarse como personas, sino si las personas podrían ser simples máquinas. Los materialistas, saben, afirman que somos sólo un conjunto de átomos sin propósito que chocan al azar. Todo lo que hacemos, todo lo que sentimos, todo lo que decimos, es trasmitido por una secuencia de hechos que también podrían ser la rotación de los dientes de una rueda o la apertura y el cierre de relés eléctricos.

«Para mí, esto era evidentemente falso. ¿Con que fin, argumenté, podría conversar con un materialista? Según él admite, ¡las palabras que salen de su boca no son otra cosa que el resultado de un proceso mecánico, involuntario! Según su propia teoría, ¡podría no tener motivo para pensar en que esas palabras serían veraces! Sólo los que creen en una trascendencia del alma humana pueden reclamar algún interés en la verdad».

Hamilton asintió lentamente, el gesto de un arrepentido.

—Yo estaba equivocado, y me pusieron en mi lugar. Esto podría ser evidente para mí y podría ser evidente para ustedes, pero por cierto no es lo que los filósofos llaman una «verdad analítica»: no es realmente una insensatez, una contradicción, creer que podemos ser simples máquinas. Podría, sólo podría, haber alguna razón por la cual estas palabras que emergen de la boca de un materialista sean verdad, a pesar de que sus orígenes descansan por completo en materia irreflexiva.

»Podría —Hamilton sonrió pensativo—. Tuve que conceder esa posibilidad porque sólo tenía mi instinto, mi sensación interior, para contradecirlo.

»Pero el motivo por el que yo sólo tenía mi instinto como guía fue porque fracasé en aprender de un hecho que tuvo lugar muchos años atrás. Un descubrimiento hecho en 1930 por un matemático austriaco llamado Kurt Gödel.

Robert sintió que un escalofrío de excitación recorría su columna vertebral. Había temido que la discusión degenerara hacia la teología, con Hamilton invocando a Aquino toda la noche o, en el mejor de los casos, a Aristóteles. Pero en apariencia su misterioso consejero lo había traído nuevamente al siglo veinte, y después de todo iban a tener una oportunidad de debatir las cuestiones de fondo.

—¿Qué es lo que sabemos que pueden hacer los computadores del profesor Stoney, y hacer bien? —continuó Hamilton—. ¡Aritmética! En una fracción de segundo, pueden sumar un millón de números. Una vez les hemos dicho, con mucha precisión, qué cálculos ejecutar, los realizan en un parpadeo… incluso si estos cálculos nos tomarían, a usted o a mí, toda una vida.

»Pero, ¿estas máquinas comprenden lo que están haciendo? El profesor Stoney dice: "Todavía no. Ahora no. Denles tiempo. Roma no se construyó en un día". —Hamilton asintió pensativo—. Tal vez eso sea justo. Sus computadores tienen sólo unos pocos años. Son sólo bebés. ¿Por qué deberían comprenderlo todo tan pronto?

»Pero detengámonos y pensemos en esto con un poco más de cuidado. Un computador, como se los conoce hoy, es simplemente una máquina que hace aritmética, y el profesor Stoney no está afirmando que van a brotar nuevos tipos de cerebros en ellas. Ni está proponiendo darles algo realmente nuevo. Ya puede hacerles ver el mundo con cámaras de televisión, convirtiendo las imágenes en un fluir de números que describen el brillo de los diferentes puntos de la pantalla… sobre los cuales el computador puede realizar aritmética. Ya puede hacerlas hablar con nosotros con un tipo especial de parlante, el cual el computador alimenta con una corriente de números para describir cuan potente debe ser el sonido… una corriente de números producida por más aritmética.

»Así que el mundo puede entrar en el computador, como números, y pueden salir palabras, también como números. Todo lo que espera poder agregar el profesor Stoney a sus computadores es una forma "más inteligente" para ejecutar la aritmética a partir del primer conjunto de números y producir el segundo. Eso es "aritmética más inteligente", nos dice, y hará que estas máquinas piensen.

Hamilton cruzó sus brazos y realizó una pausa.

—¿Qué hacemos con esto? ¿Que pueda hacer aritmética, y nada más, será suficiente para permitir que la máquina comprenda algo? Por cierto, mi instinto me dice que no, pero ¿quién soy yo para que ustedes deban confiar en mi instinto?

»Entonces, limitemos la pregunta de comprensión y, para ser escrupulosamente justos, demos la luz más favorable posible al profesor Stoney. Si hay una cosa que un computador tiene que ser capaz de comprender tanto como nosotros, si no aún mejor, es la aritmética misma. Si un computador tiene la más mínima capacidad de pensar, seguramente será capaz de comprender la naturaleza de su mejor talento.

»La pregunta, entonces, se reduce a esto: ¿se puede describir la aritmética completa usando nada más que aritmética? Treinta años atrás, mucho antes de que aparecieran el profesor Stoney y sus computadores, el profesor Gödel se preguntó exactamente lo mismo.

»Ahora, uno podría preguntarse cómo alguien podría siquiera comenzar a describir las normas de la aritmética usando sólo la aritmética misma. —Hamilton se volvió hacia la pizarra, tomó la tiza y escribió dos líneas:

—Esta es una regla importante, pero está escrita en símbolos, no números, porque debe ser verdadera para todo número, cada «x», «y» y «z». Pero el profesor Gödel tuvo una idea inteligente: ¿por qué no usar un código, como usan los espías, donde a cada símbolo se le asigna un número? —Hamilton escribió:

—Y así sucesivamente. Se puede tener un código para cada letra del alfabeto y para todos los símbolos que necesita la aritmética: signos de sumatoria, de igualdad, ese tipo de cosas. Todos los días se envían telegramas de esta manera, con un código llamado código de Baudot, así que no hay nada extraño ni siniestro en esto.

»Todas las reglas de la aritmética que aprendimos en la escuela pueden ser escritas con un conjunto cuidadosamente elegido de símbolos, los cuales pueden ser traducidos en números. Cualquier pregunta en cuanto a qué puede derivarse y que no dé estas reglas entonces puede ser vista de una manera distinta, como una pregunta sobre números. Si esta línea es seguida de ésta —Hamilton señaló las dos líneas de la regla de cancelación—, podemos verlo en la relación entre sus números de código. Podemos juzgar cada inferencia, y declararla válida o no, simplemente al hacer aritmética».

»Entonces, dada cualquier proposición sobre aritmética, como la afirmación "hay infinitos números primos", podemos reformular la noción de que tenemos una prueba de esa afirmación en términos de números de código. Si el número de código para nuestra afirmación es x, podemos decir "hay un número p, terminando con el número de código x, que pasó nuestra prueba de ser el número de código de una prueba válida".

Hamilton tomó aliento visiblemente.

—En 1930, el profesor Gödel empleó este esquema para hacer algo bastante ingenioso —escribió en la pizarra:

—Aquí hay una afirmación sobre aritmética, sobre números. Tiene que ser verdadera o falsa. Así que comencemos suponiendo que es verdadera. Entonces no hay un número p que sea número de código para una prueba de esta afirmación. Entonces es una declaración verdadera sobre aritmética, pero ¡no puede ser probada simplemente al hacer aritmética!

Hamilton sonrió.

—Si no lo entienden inmediatamente, no se preocupen, cuando escuché este argumento de un joven amigo mío, me tomó un rato razonar para reconocer su significado. Pero recuerden que la única posibilidad que tiene un computador para comprender todo es haciendo aritmética, y hemos descubierto una declaración que no puede ser demostrada con la simple aritmética.

»¿Es verdadera esta declaración? No debemos saltar a conclusiones, no debemos maldecir a las máquinas demasiado apresuradamente. ¡Supongamos que esta afirmación es falsa! Dado que señala que no hay número p que sea número de código de su propia prueba, al ser falsa tendría que existir tal número, después de todo. ¡Y ese número incluirá la «prueba» de una falsedad reconocida!

Hamilton extendió los brazos triunfalmente.

—Ustedes y yo, como cualquier escolar, sabemos que no se puede demostrar algo falso a partir de premisas sólidas… y si las premisas de la aritmética no son sólidas, ¿qué son? Así que nosotros sabemos, a ciencia cierta, que esta declaración es verdad.

»El profesor Gödel fue el primero en ver esto, pero con un poco de ayuda y perseverancia, cualquier persona educada puede seguir sus pasos. Una máquina no podría hacer eso nunca. Podríamos comunicar a una máquina nuestro propio conocimiento de este hecho, ofreciéndolo como algo en lo que se puede confiar, pero la máquina nunca podría arribar a esta verdad por sí misma, ni llegar a una auténtica comprensión si se la ofrecemos como un regalo.

»Ustedes y yo comprendemos la aritmética, de una manera que ninguna calculadora electrónica jamás hará. ¿Qué esperanza tiene una máquina, entonces, de ir más allá de su propio medio, que la favorece, y aprehender una verdad más amplia?

»Ni la más mínima, damas y caballeros. Aunque esta digresión en el ámbito de las matemáticas podría parecer arcana, ha servido a un propósito muy práctico. Ha demostrado, más allá de cualquier refutación realizada por el materialista más ardiente o el filósofo más pedante, lo que nosotros, las personas comunes, siempre supimos: que ninguna máquina pensará jamás.

Hamilton tomó asiento. Durante un momento, Robert simplemente sintió regocijo; entrenado o no, Hamilton había comprendido los rasgos esenciales de la prueba de la incompletitud, y los presentó a una audiencia lega. Lo que podría haber sido una noche de boxeo con su propia sombra —sin intercambio de golpes, y ninguna cosa que le sirviera a la audiencia para juzgar salvo dos interpretaciones solitarias en arenas separadas— había terminado siendo un auténtico choque de ideas.

Mientras Polanyi lo presentaba y él se dirigía hacia el podio, Robert se dio cuenta de que su timidez usual se había evaporado. Estaba cargado con un tipo distinto de tensión: se sentía más seguro que nunca de lo que estaba en juego.

Cuando alcanzó el podio, adoptó la postura de alguien que comenzaba un discurso preparado, pero se contenía, como si olvidara algo.

—Acompáñenme durante un momento. —Caminó hasta el lado de atrás de la pizarra y escribió rápidamente unas pocas palabras, de arriba hacia abajo. Luego retornó a su lugar.

—¿Puede pensar una máquina? Al profesor Hamilton le gustaría que creamos que ha resuelto la cuestión de una vez y para siempre, al llegar a una declaración que nosotros sabemos que es verdad, pero una máquina en particular, programada para explorar los teoremas de aritmética en una forma rígida, nunca sería capaz de producir. Bien… todos tenemos nuestras limitaciones. —Movió rápidamente la pizarra al revés para revelar lo que había escrito en el lado opuesto:

Esperó unas pocas pulsaciones, entonces continuó:

—Lo que me gustaría explorar, sin embargo, no es tanto la cuestión de las limitaciones como la de las oportunidades. ¿Cómo es, exactamente, que todos hemos terminado con esta habilidad misteriosa para saber que la afirmación de Gödel es verdad? ¿De dónde proviene esta gran facilidad, esta gran intuición? ¿De nuestras almas? ¿De alguna entidad inmaterial que ninguna máquina podrá poseer jamás? ¿Es esa la única fuente posible, la única explicación concebible? ¿O podría provenir de alguna otra cosa mucho menos etérea?

»Como explicó el profesor Hamilton, creemos que la afirmación de Gödel es verdad porque confiamos en que las reglas de la aritmética no nos llevarán a contradicciones o falsedades. Pero, ¿de dónde proviene la confianza? ¿De donde procede?

Robert giró la pizarra hacia el lado donde había escrito Hamilton y señaló la regla de cancelación.

—Si x más z es igual a y más z entonces x es igual a y. ¿Por qué esto es tan razonable? Es posible que no aprendamos a comprenderlo íntegramente hasta que somos adolescentes, pero si le muestran a un niño dos cajas, sin revelarle sus contenidos, y se agregan un número igual de caracoles o piedras o frutas a ambas, y luego dejamos que el niño mire en el interior para ver que ahora cada caja contiene el mismo número de cosas, no requerirá de ninguna educación formal para que el niño comprenda que las dos cajas debían tener el mismo número de cosas al comenzar.

»El niño sabe, todos sabemos, cómo se comporta cierto tipo de objetos. Nuestras vidas están impregnadas de la experiencia de los números enteros: números enteros de monedas, estampillas, piedras, pájaros, gatos, ovejas, ómnibus. Si tratamos de persuadir a un niño de seis años que puedo poner tres piedras en una caja, sacar una de ellas y que queden cuatro… simplemente se reirá de mí. ¿Por qué? No es simplemente que está seguro de que he sacado una de las tres para dejar dos, como en muchas ocasiones previas. Incluso un niño comprende que algunas cosas que parecen confiables a veces fallan: un juguete que funciona perfectamente, todos los días, durante un mes o un año, igual se puede romper. Pero no es aritmética, no saca uno de tres. Ni siquiera se lo puede imaginar fallando. Una vez que se ha vivido en el mundo, una vez que se ha visto cómo funciona, el fracaso de la aritmética se vuelve inimaginable.

»El profesor Hamilton sugiere que esto se debe a nuestras almas. Pero, ¿qué diría sobre un niño criado en un mundo de agua y niebla, que no estuviera acompañado jamás por más de una persona, que nunca le enseñaran a contar con los dedos? Dudo que ese niño tuviera la misma seguridad que tenemos ustedes y yo de la imposibilidad de que la aritmética falle. Desterrar por completo a los números enteros de su mundo requeriría circunstancias muy extrañas y un nivel de privación cercano a la crueldad, pero ¿eso sería suficiente para privar a un niño de su alma?

»Un computador, programado para ejecutar aritmética como describió el profesor Hamilton, está sujeto a una carencia mucho mayor que ese niño. Si fui criado con mis manos y mis pies atados, con mi cabeza en una bolsa y alguien que me grita órdenes, dudo que tuviera una gran comprensión de la realidad… y sin embargo estaría mejor preparado para la tarea que un computador. Es una gran bendición que una máquina tratada de esa manera no sea capaz de pensar: si pudiera, las condiciones que le impusimos serían criminalmente opresivas.

»Pero eso difícilmente sea una falla del computador, o una revelación de algún defecto irreparable en su naturaleza. Si queremos juzgar el potencial de nuestras máquinas con cierto grado de honestidad, tenemos que ser justos con ellas, no endilgarles restricciones que nunca soñaríamos con imponemos a nosotros. No tiene sentido comparar un águila con una llave de tuercas, o una gacela con una lavadora: nuestros aviones vuelan y nuestros automóviles andan, pero lo hacen de maneras muy diferentes a las de cualquier animal.

»Sin embargo es seguramente mucho más difícil lograr estos talentos, y tuvimos que imitar el mundo de la naturaleza. Pero creo que una vez que una máquina se vea dotada con recursos que se parezcan a las herramientas innatas para aprender que nosotros tenemos como derecho de nacimiento, y se vea liberada para aprender de la forma en que aprende un niño, a través de la experiencia, la observación, el ensayo y el error, las corazonadas y los fracasos, en lugar de que les den una lista de instrucciones a las que no tiene otra opción que obedecer, finalmente estaremos en condiciones de comparar en igualdad de situaciones.

»Cuando eso suceda, y podamos encontrarnos, hablar y discutir con estas máquinas (sobre aritmética o sobre cualquier otro tema), no habrá necesidad de tener en cuenta las palabras del profesor Gödel o del profesor Hamilton, o las mías. Las invitaremos a un pub y les preguntaremos en persona. Y si jugamos limpio con ellas, usaremos la misma experiencia y el mismo juicio que usamos con un amigo, huésped o extraño, para decidir si pueden pensar o no.

La BBC dispuso un pródigo surtido de vinos y quesos en una pequeña sala junto al estudio. Robert terminó en una discusión acalorada con Polanyi, que reveló estar firmemente en el lado negativo, mientras Helen coqueteaba descaradamente con el joven amigo de Hamilton, que resultó tener un doctorado en geometría algebraica de Cambridge; debía haberse graduado antes de que Robert regresara de Manchester. Después de intercambiar algunas formalidades corteses con Hamilton, Robert se mantuvo a distancia, sintiendo que otro contacto no sería bienvenido.

Una hora más tarde, sin embargo, después de perderse en un laberinto de corredores en su camino de regreso de los baños, Robert se cruzó a Hamilton sentado a solas en el estudio, llorando.

Casi se apartó en silencio, pero Hamilton levantó la vista y lo vio. Con las miradas encontradas era ya imposible retirarse.

—¿Es por su esposa? —preguntó Robert. Había escuchado que ella estaba gravemente enferma, pero el rumor incluía una recuperación milagrosa. Un amigo de la familia había colaborado con ella un año atrás, y la enfermedad había remitido.

—Está agonizando —dijo Hamilton.

Robert se acercó y se sentó a su lado.

—¿De qué?

—Cáncer de mama. Se extendió a través de su cuerpo. A los huesos, a los pulmones, al hígado. —Sollozó otra vez, un espasmo débil, luego se contuvo enfadado—. El sufrimiento es el cincel que usa Dios para darnos forma. ¿Qué tipo de idiota saldría con una frase así?

—Hablaré con un amigo —dijo Robert—, un oncólogo del Hospital de Guy. Está haciendo una prueba con un nuevo tratamiento genético.

—¿Una de sus curas milagrosas? —Hamilton lo miró fijamente.

—No, no. Quiero decir, sólo muy indirectamente.

—Ella no va tomar su veneno —dijo Hamilton irritado.

Robert casi dijo bruscamente: ¿Ella no lo hará? ¿O usted no la dejará? Pero era una pregunta injusta. En algunos matrimonios las líneas eran difusas. Pero no le correspondía a él juzgar la forma en que ellos dos enfrentaban esto.

—Partirán para estar con nosotros de una forma nueva, todavía más cercana que antes —Hamilton dijo las palabras como un conjuro de desafío, una declaración de fe que lo resguardaba de la tentación, creyera en ella o no.

Robert se quedó en silencio durante un momento, luego dijo:

—Perdí a alguien muy cercano cuando era un muchacho. Y pensaba lo mismo. Creí que continuaba a mi lado mucho tiempo después de eso. Guiándome. Dándome valor. —Eran palabras difíciles de expresar, no había hablado de esto con nadie durante casi treinta años—. Improvisé una teoría completa para explicarlo, en la cual las «almas» usaban la incertidumbre cuántica para controlar el cuerpo durante la vida y comunicarse con los vivos después de la muerte, sin quebrar ninguna de las leyes de la física. El tipo de cosa con la que un chico de diecisiete años orientado hacia la ciencia probablemente se toparía por casualidad y se tomaría en serio durante un par de semanas, antes de comprender lo insensato que era. Pero tuve una buena razón para no ver las fallas, para aferrarme a eso durante casi dos años. Porque lo extrañaba mucho; me tomó mucho comprender lo que estaba haciendo, cómo me engañaba.

—Si no hubiese tratado de explicarlo —dijo mordaz Hamilton— tal vez nunca lo hubiera perdido. Todavía podría estar con usted ahora.

Robert pensó en eso.

—Estoy contento de que no esté, sin embargo. Sería injusto para ambos.

—Entonces no debe haberlo amado mucho, ¿no? —Hamilton se estremeció. Puso la cabeza en sus brazos—. Sólo lárguese, ahora.

—¿Exactamente qué es necesario para demostrarle que no hice un pacto con el diablo? —dijo Robert.

Hamilton volvió sus ojos enrojecidos hacia él y anunció triunfal:

—¡Nada lo hará! ¡Vi lo que le sucedió al arma de Quint!

—Ese fue un truco de desaparición. Magia de teatro, no magia negra.

—¿Ah, sí? Entonces muéstreme cómo lo hizo. Enséñeme cómo hacerlo, así puedo impresionar a mis amigos.

—Es bastante técnico. Tomaría toda la noche.

Hamilton rió sin humor.

—No puede engañarme. Vi a través de usted desde un principio.

—¿Cree que los rayos x son satánicos? ¿La penicilina?

—No me trate como un estúpido. No hay comparación.

¿Por qué no? Todo lo que he ayudado a desarrollar es parte del mismo continuo. Leí algunos de sus escritos sobre la cultura medieval, y siempre está regañando a los comentaristas modernos por presentarla como poco sofisticada. Nadie realmente pensaba que la Tierra era plana. Nadie realmente trataba cada novedad como brujería. Entonces, ¿por qué ver mis obras de una manera tan diferente a cómo vería un hombre del siglo catorce a la medicina del siglo veinte?

—Si un hombre del siglo catorce fuera repentinamente enfrentado con la medicina del siglo veinte —respondió Hamilton—, ¿no cree que tendría derecho a preguntarse cómo fue revelada a sus contemporáneos?

Robert se movió incómodo en su silla. Helen no le había hecho jurar que guardaría el secreto, pero estaba de acuerdo con la visión de ella: sería mejor esperar, diseminar el conocimiento que daría fundamento a una comprensión de lo que había sucedido, antes de revelar los detalles del contacto entre ambas ramas.

Pero la esposa de este hombre estaba muriendo innecesariamente. Y Robert estaba cansado de mantener secretos. Algunas guerras lo requerían, pero otras eran mejor ganarlas con honestidad.

—Sé que odia a H. G. Wells —dijo—. Pero, ¿y si estuviera acertado en una pequeña cosa?

Robert le contó todo, disimulando las cuestiones técnicas pero sin omitir nada sustancial. Hamilton escuchó sin interrumpir, atrapado por una suerte de fascinación involuntaria. Su expresión cambió de hostil a incrédula, pero también había indicios de un asombro reacio, como si por fin pudiera apreciar algo de la belleza y la complejidad del cuadro que estaba pintando Robert.

Pero cuando Robert hubo terminado, Hamilton dijo simplemente:

—Usted es un gran mentiroso, Stoney. Pero, ¿qué otra cosa se podría esperar del Rey de las Mentiras?

Robert estuvo de un humor sombrío en el camino de regreso a Cambridge. El encuentro con Hamilton lo había deprimido, y la cuestión de quién había convencido a la nación en el debate parecía remota y abstracta en comparación.

Helen había alquilado una casa en los suburbios para evitar el escándalo de convivir con él, aunque las visitas frecuentes a sus habitaciones parecían tener casi el mismo efecto. Robert la acompañó hasta la puerta.

—Creo que salió bien, ¿no? —dijo ella.

—Supongo.

—Me voy esta noche —agregó como por casualidad—. Esta es una despedida.

—¿Qué? —Robert se sobresaltó—. ¡Todo está en el aire todavía! ¡Te necesito!

Ella negó con la cabeza.

—Tienes las herramientas que necesitas, toda la información. Y suficientes colaboradores locales. No hay nada auténticamente urgente que pueda decirte ahora que no puedas descubrir por ti mismo.

Robert le rogó, pero ella no cambió de opinión. El conductor tocó la bocina; Robert le hizo un gesto de impaciencia.

—Sabes, mi aliento se está congelando —dijo él—, y no estás aportando nada. Tendrías que ser más cuidadosa.

—Es un poco tarde para preocuparse por eso —rió.

—¿Adonde regresarás? ¿De vuelta a casa? ¿O a alterar otra rama?

—A otra rama. Pero hay algo que planeo hacer en el camino.

—¿Qué?

—¿Recuerdas que una vez escribiste sobre un Oráculo? ¿Una máquina que podría resolver el problema de la detención?

—Por supuesto. —Dado un dispositivo que puede decir por adelantado si un programa de computador se detendrá o continuará corriendo eternamente, será posible probar o refutar absolutamente cualquier teorema sobre los números enteros: la conjetura de Goldbach, el Ultimo Teorema de Fermat, todo. Simplemente se presenta a este «Oráculo» un programa que recorrerá todos los números enteros, probando cada posible conjunto de valores y sólo deteniéndose si llega a un conjunto que viola la conjetura. Nunca será necesario correr el programa mismo; el veredicto del Oráculo sobre si se detiene o no será suficiente.

Semejante dispositivo podía o no ser posible, pero Robert había demostrado hacía más de veinte años que ningún computador ordinario, no importaba cuán ingeniosamente programado estuviera, sería suficiente. Si el programa H podía determinar siempre en un tiempo finito si el programa X se iba a detener o no, se podía sumar una pequeña adición a H para crear el programa Z, el cual perversa y deliberadamente entrará en un bucle infinito siempre que tuviera que examinar un programa que se detenía. Si Z se examinaba a sí mismo, eventualmente se detendría o correría eternamente. Pero ambas posibilidades contradecían los poderes presuntos del programa H: si Z realmente corría eternamente, sería porque H había afirmado que no lo haría, y viceversa. El programa H no podía existir.

—El viaje en el tiempo —dijo Helen— me da oportunidad de convertirme en un Oráculo. Hay una forma de explotar la incapacidad de cambiar tu propio pasado, una forma de exprimir un número infinito de senderos temporales (ninguno de ellos cerrado, pero algunos arbitrariamente cerca de eso), en un sistema físico finito. Una vez que haces eso, puedes resolver el problema de la detención.

—¿Cómo? —la mente de Robert estaba acelerada—. Una vez que has hecho eso… ¿qué pasa con los números cardinales más altos? ¿Un Oráculo para los Oráculos, capaz de probar las conjeturas sobre los números reales?

Helen sonrió enigmática.

—Sólo el primer problema debería tomarte cuarenta o cincuenta años para resolver. Por lo que respecta al resto —ella se apartó de él, moviéndose hacia la oscuridad del vestíbulo—, ¿qué te hace pensar que conozco la respuesta? —le sopló un beso, luego se desvaneció de la vista.

Robert dio un paso hacia ella, pero el vestíbulo estaba desierto.

Regresó hacia el automóvil, triste y exaltado, su corazón palpitando.

—¿Ahora adonde, señor? —preguntó el conductor con cansancio.

—Más arriba y más adentro —dijo Robert.