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John Hamilton, profesor de inglés medieval y renacentista en el Magdalene College, en Cambridge, leyó la última carta en la pila del correo matinal de aficionados con una creciente sensación de satisfacción.

La carta era de una joven norteamericana, una muchacha de doce años de Boston. Se iniciaba de la manera usual, declarando cuánto placer le habían proporcionado sus libros, antes de continuar con la lista de sus escenas y personajes favoritos. Como siempre, Jack estaba encantado de que las historias hubieran tocado a alguien tan profundamente como para impulsarlo a responder de esta manera. Pero fue el último párrafo lo más gratificante.

«Aunque muchos niños pueden burlarse, o también los adultos cuando yo sea mayor, NUNCA, NUNCA dejaré de creer en el Reino de Nescia. Sarah dejó de creer y la puerta del Reino se le cerró para siempre. Al principio eso me hizo llorar, y no pude dormir en toda la noche porque tenía miedo de que un día yo también dejara de creer. Pero ahora comprendo que es bueno tener miedo, porque me ayudará para que la gente no me haga cambiar de opinión. Y si no se puede creer en tierras mágicas, por supuesto tampoco se podrá entrar en ellas. Entonces nada ni siquiera el mismo Belvedere podrá hacer algo para salvarte».

Jack volvió a llenar y encender la pipa, luego releyó la carta. Ésta era su reivindicación: la prueba de que a través de sus libros podía alcanzar una mente joven y plantar la semilla de la fe en suelo fértil. Eso hacía que todo el desprecio de sus colegas envidiosos y creídos se volviera insignificante. Los niños comprenden el poder de las historias, la realidad del mito, la necesidad de creer en algo más allá de la despreciable farsa gris del mundo material.

No había una verdad que pudiera ser revelada de la forma «adulta»: a través de la erudición o la razón. Y todavía menos a través de la filosofía, como le había demostrado Elizabeth Anscombe en aquella noche horrible en el Club Socrático. Como devota cristiana, Anscombe había tomado todos los argumentos contra el materialismo de su propio libro, Señales y maravillas, y los había pisoteado. Había sido una competencia injusta desde el principio: Anscombe se dedicaba profesionalmente a la filosofía, estaba empapada en la obra de todos desde Aquino hasta Wittgenstein; Jack conocía la historia de las ideas en la Europa medieval íntimamente, pero una vez que fue invadida por la moda de los positivistas perdió interés en la filosofía moderna. Señales y maravillas nunca había pretendido ser una obra académica; era lo suficientemente buena como para ser aceptada por lectores bien dispuestos, pero tratar de defender su reconocida combinación, rudimentaria pero efectiva, de sentido común y trucos útiles a la fe contra el análisis impiadoso de Anscombe le había hecho sentir como un simplón de campo tartamudeando delante de un obispo.

Diez años más tarde, todavía ardía en resentimiento ante la humillación que ella le había hecho atravesar, pero también se sentía agradecido por la lección que le había enseñado. Sus primeros libros y sus charlas radiales no habían sido un completo desperdicio de tiempo, pero el triunfo de la arpía le había mostrado cuán lastimosa era la razón humana cuando enfrentaba las grandes preguntas. Había comenzado a trabajar en las historias de Nescia años atrás, pero fue sólo cuando el polvo se hubo asentado sobre su derrota más dolorosa que finalmente reconoció el verdadero llamado.

Se sacó la pipa, se puso de pie y se volvió hacia Oxford.

—¡Bésame el culo, Elizabeth! —rugió con felicidad, exhibiéndole la carta. Era un augurio maravilloso. Iba a ser un día muy bueno.

Hubo un golpe en la puerta de su estudio.

—Entre.

Era su hermano, William. Jack se sintió sorprendido —ni siquiera sabía que Willie estuviera en la ciudad— pero asintió dándole la bienvenida y señalando hacia el sillón frente a su escritorio.

Willie se sentó, con su rostro sonrojado por las escaleras, frunciendo el ceño. Tras un momento dijo:

—Este tipo, Stoney.

—¿Hmm? —Jack sólo lo escuchaba a medias mientras ordenaba los papeles en su escritorio. Sabía por su larga experiencia que Willie se tomaría una eternidad hasta llegar al asunto.

—Hizo algún tipo de trabajo muy secreto durante la guerra, aparentemente.

—¿Quién?

—Robert Stoney. Un matemático. Solía andar por Manchester pero es del Fellow of Kings College y ahora está de regreso en Cambridge. Hizo algún tipo de trabajo secreto en la guerra. Lo mismo que Malcolm Muggeridge, aparentemente. No le permiten a nadie decir qué.

Jack levantó la vista, divertido. Había escuchado rumores sobre Muggeridge, pero todos tenían que ver con la actividad de analizar mensajes alemanes de radio que habían sido interceptados. ¿Qué uso concebible hubiera tenido un matemático para eso? Probablemente sacarle punta a los lápices de los analistas de inteligencia.

—¿Qué pasa con él, Willie? —preguntó pacientemente Jack.

Willie continuó con renuencia, como si estuviera confesando algo ligeramente inmoral.

—Le hice una visita ayer. A un lugar llamado Cavendish. Un viejo amigo del ejército tiene un hermano que trabaja allí. Conseguí un recorrido completo.

—Conozco el Cavendish. ¿Qué hay que ver?

—Está haciendo cosas, Jack. Cosas imposibles.

—¿Imposibles?

—Mirar dentro de la gente. Poner eso en una pantalla, como una televisión.

—¿Cómo los rayos x? —suspiró Jack.

Willie habló con irritación:

—No soy tonto; sé cómo se ven los rayos x. Esto es diferente. Puedes ver cómo circula la sangre. Puedes observar cómo late el corazón, puedes seguir una sensación a través de los nervios desde… la punta de los dedos hasta el cerebro. Dice que pronto será capaz de observar un pensamiento en movimiento.

—No tiene sentido —frunció el ceño Jack—. Entonces inventó algún dispositivo, algún tipo extravagante de máquina de rayos x. ¿Qué es lo que te preocupa tanto?

Willie sacudió la cabeza seriamente.

—Hay más. Esa es sólo la punta de iceberg. Hace sólo un año que regresó a Cambridge, y el lugar ya está rebosando de… maravillas. —Usó la palabra con renuencia, como si no tuviera elección, pero temeroso de transmitir más aprobación de lo que pretendía.

Jack estaba comenzando a sentir una sensación distinta de inquietud.

—¿Qué es exactamente lo que quieres que haga? —preguntó.

—Que vayas y mires tú mismo —respondió Willie en forma directa—. Que vayas y mires qué está tramando.

El Laboratorio Cavendish era un edificio a medias Victoriano, diseñado para recordar algo considerablemente más antiguo y más grande. Albergaba todo el Departamento de Física, incluyendo las salas de conferencias; el lugar estaba lleno de estudiantes ruidosos. Jack no había tenido problemas en disponer un recorrido: simplemente llamó por teléfono a Stoney y le manifestó su curiosidad, y no le requirieron ningún otro motivo sustancial.

A Stoney le habían destinado tres salas contiguas en la parte de atrás del edificio, y el «Visualizador de resonancia de espín» ocupaba la mayor parte de la primera. Obedientemente, Jack dispuso su brazo entre las bobinas, entonces casi lo sacó de golpe por el susto cuando apareció en el tubo de imagen la extraña visión de un corte transversal de sus músculos y venas. Se preguntó si podía, ser algún tipo de engaño, pero cerró su puño lentamente y observó cómo la imagen hacía lo mismo luego hizo varios movimientos impredecibles que fueron replicados igualmente bien.

—Si le interesa, puedo mostrarle células sanguíneas en forma individual —ofreció Stoney amablemente.

Jack negó con la cabeza; el despellejamiento actual y sin aumento ya era suficiente.

Stoney vaciló, luego agregó torpemente:

—Deberá hablar con su médico sobre un tema. Es que la densidad de su hueso es bastante… —Señaló un gráfico en la pantalla junto a la imagen—. Bueno, es un poco baja para el promedio normal.

Jack retiró el brazo. Ya le habían diagnosticado osteoporosis y había dado la bienvenida a la noticia: significaba que al menos tendría una pequeña parte de la enfermedad de Joyce —la debilidad de los huesos— en su propio cuerpo. Dios le había permitido sufrir un poco en su lugar.

Si introdujeran a Joyce entre estas bobinas, ¿qué se revelaría? Pero no había nada que agregar a su diagnóstico. Además, si él continuaba con sus oraciones y ambos seguían con buen ánimo, en algún momento la remisión se transformaría de una dilación insegura a una cura completa.

—¿Cómo funciona? —dijo.

—En un campo magnético fuerte, algunos de los núcleos atómicos y electrones en su cuerpo están libres para alinearse de varias formas con el campo. —Stoney debió haber visto que los ojos de Jack comenzaban a ponerse vidriosos; rápidamente cambió de táctica—. Piense en eso como un entorno de un conjunto completo de trompos girando, tan velozmente como fuera posible, luego escucha con cuidado como la velocidad se hace más lenta hasta que vuelcan. A los átomos en el cuerpo es suficiente con darles algunas claves como qué tipo de molécula y qué tipo de tejido, y ellos están allí. La máquina escucha a los átomos en los distintos lugares al cambiar la forma que combina todas las señales de miles de millones de antenas. Es como una galería de susurros donde se puede jugar con el tiempo que le toma viajar a las señales desde los distintos lugares, moviendo el foco de aquí para allá a través de cualquier parte del cuerpo, miles de veces por segundo.

Jack consideró esta explicación. Aunque sonaba complicada, en principio no era mucho más extraña que los rayos x.

—La misma física es algo anticuado —continuó Stoney—, pero para formar imágenes se requiere un campo magnético muy fuerte, y también es necesario darle sentido a toda la información reunida. Nevill Mott construyó las aleaciones superconductoras para los magnetos. Y yo me las compuse para persuadir a Rosalind Franklin de Birbeck para que colaborara con nosotros, para que ayudara a perfeccionar el proceso para los circuitos computados. Hicimos uniones cruzadas con montones de pequeños fragmentos con forma de Y del ADN, luego selectivamente los cubrimos con metal. Rosalind descubrió una forma de usar la cristalografía de rayos x como control de calidad. Le retribuimos con un computador que permite disolver las estructuras de proteínas hidratadas en tiempo real, pero tiene que conseguir una fuente de rayos x lo suficientemente potente. —Levantó un objeto pequeño y poco atractivo, festoneado con alambres dorados que sobresalían—. Cada puerta lógica es aproximadamente de un millar de ángstroms cúbicos, y las dispusimos en forma tridimensional. Eso hace un millón de millones de millones de interruptores en la palma de mi mano.

Jack no supo qué responder a esta afirmación. Aun cuando no podía seguir completamente al hombre había algo hipnotizante en sus divagaciones, como una mezcla entre William Blake y el parloteo de una guardería infantil.

—Si los computadores no le interesan, estamos haciendo todo tipo de cosas con el ADN. —Stoney lo acompañó hasta la siguiente sala, que estaba llena de cristalería y semilleros en macetas bajo tubos fluorescentes. Dos asistentes sentados en un banco estaban trabajando en unos microscopios; otro estaba administrando fluidos en tubos de ensayo con un instrumento que parecía un gotero hipertrofiado.

—Aquí hay docenas de especies nuevas de arroz, maíz y trigo. Todas tienen al menos el doble del contenido proteico y mineral de las cosechas existentes, y cada una emplea un repertorio bioquímico distinto para protegerse de los insectos y los hongos. Los agricultores tienen que abandonar los monocultivos; los exponen también a la enfermedad y los vuelven dependientes de los pesticidas químicos.

—¿Usted produjo esto? —dijo Jack—. ¿Todas estas variedades nuevas en cuestión de meses?

—¡No, no! En lugar de perseguir los rasgos hereditarios que necesitábamos en su hábitat natural, y pelear durante años para producir clases cruzadas relacionándolas a todas, diseñamos todos los rasgos desde el principio. Luego manufacturamos ADN para producir las herramientas que necesitaban las plantas y las insertamos en sus células germen.

—¿Quién es usted para decir lo que necesita una planta? —preguntó molesto Jack.

Stoney negó con la cabeza inocentemente.

—Seguí los consejos de científicos agrícolas que recogieron las necesidades de los agricultores. Sabían contra qué plagas y enfermedades estaban luchando. Las cosechas de alimentos son tan artificiales como los pequineses. La naturaleza no nos las entrega en un plato, y si no funcionan tan bien como es necesario, la naturaleza no va a adaptarlas para nosotros.

Jack lo miró con disgusto, pero no dijo nada. Estaba comenzando a comprender por qué Willie lo había enviado allí. El hombre se había encontrado con un artesano entusiasta, pero había una arrogancia impresionante acechando detrás de una fachada juvenil.

Stoney explicó una colaboración que había concertado entre científicos de El Cairo, Bogotá, Londres y Calcuta, para desarrollar vacunas contra la polio, la viruela, la malaria, la fiebre tifoidea, la fiebre amarilla, la tuberculosis, la influenza y la lepra. Algunas fueron las primeras de su tipo; otras fueron probadas para reemplazar a las ya existentes.

—Es importante que creemos antígenos sin cultivar los patógenos en células animales que podrían ocultar virus. Todos los equipos están buscando variantes sobre una técnica simple y económica que implica poner genes antígenos en bacterias inofensivas que los duplican como vehículos de reparto y auxiliares, luego los liofilizan en esporas que pueden sobrevivir al calor tropical sin refrigeración.

Jack se sintió más aplacado; todo esto sonaba muy admirable. Qué competencia tenía Stoney para enseñar a los médicos sobre vacunas era una cuestión distinta. Se podía presumir que esta jerga tenía sentido para ellos, pero ¿exactamente cuándo este matemático había recibido la preparación para hacer la más modesta sugerencia sobre el tema?

—Usted ha tenido un año notablemente productivo —observó.

—La musa va y viene para todos —sonrió Stoney—. Pero yo soy sólo el catalizador en la mayor parte de los casos. Me he sentido muy feliz de encontrar personas, aquí en Cambridge y muchas veces muy lejos, que estaban esperando tener la oportunidad de trabajar en algunas ideas descabelladas. Ellos hicieron el verdadero trabajo. —Hizo un gesto hacia la siguiente sala—. Mis proyectos preferidos están aquí.

La tercera habitación estaba llena de artefactos electrónicos, conectados a tubos de imágenes que exhibían tanto palabras como imágenes fosforescentes simulando fotocalcos azules de ingeniería que habían cobrado vida. En medio de un banco, incongruente, había una gran jaula conteniendo varios hámsteres.

Stoney jugueteó con uno de los artefactos y una cara como un dibujo estilizado de una máscara apareció en una pantalla adyacente. La máscara miró alrededor, luego dijo:

—Buenos días, Robert. Buenos días, profesor Hamilton.

—¿Tiene una grabación con estas palabras? —dijo Jack.

—No —respondió la máscara—, Robert me mostró fotografías de todo el equipo que enseña en Cambridge. Si veo a alguien que conozco de las fotografías, lo saludo. —El rostro era una representación muy tosca, pero los ojos hundidos parecieron encontrar los de Jack.

—No tiene idea de lo que dice, por supuesto —explicó Stoney—. Es sólo un ejercicio en reconocimiento de caras y voces.

—Por supuesto —respondió rígido Jack.

Stoney hizo un gesto a Jack para que se aproximara y examinara la jaula de los hámsteres. Casi lo obligó. Había dos animales adultos, presumiblemente una pareja de reproducción. Dos crías rosáceas succionaban de la madre, que estaba reclinada en un lecho de paja.

—Mire de cerca —lo urgió Stoney. Jack se esforzó para ver el nido, entonces exhaló una obscenidad y se apartó.

Una de las crías era exactamente lo que parecía. La otra era una máquina, envuelta en piel sintética, aferrada a la mama cálida con una boquilla.

—¡Esta es la cosa más monstruosa que he visto jamás! —todo el cuerpo de Jack estaba temblando—. ¿Qué razón podría tener para hacer eso?

Stoney rió e hizo un gesto tranquilizador, como si su invitado fuera un niño nervioso que se atemorizaba ante un juguete inofensivo.

—¡No está lastimándola! Y la cuestión es descubrir qué hace que la madre lo acepte. «Reproducir la especie de uno» significa tener algún conjunto de parámetros que lo definan. El olor y algunos rasgos del aspecto son indicaciones importantes en este caso, pero a través de ensayo y error también he delineado un conjunto de conductas que permiten que el simulacro atraviese cada etapa del ciclo de vida. Un niño aceptable, un hermano aceptable, un macho aceptable.

Jack lo miró fijamente, asqueado.

—¿Estos animales joden con sus máquinas?

Stoney se disculpó.

—Sí, pero los hámsteres lo hacen con todo. En realidad tuve que cambiar a especies con más capacidad de discernimiento para demostrarlo adecuadamente.

Jack se esforzó para recomponer su compostura.

—¿Qué cosa en la Tierra lo ha poseído para hacer esto?

—A la larga —dijo suavemente Stoney—, creo que esto será algo que vamos a tener que comprender mucho mejor de lo que actualmente hacemos. Ahora podemos mapear las estructuras del cerebro con mucho detalle, y cotejar su gran complejidad con nuestros computadores; en sólo una década o algo así podremos construir máquinas que piensen.

»En sí mismo eso será un esfuerzo enorme, pero quiero asegurarme que no aborte desde el comienzo. No hay gran mérito en crear los niños más maravillosos en la historia sólo para descubrir que algún horrible instinto mamífero nos lleva a estrangularlos cuando nacen.

Jack estaba sentado en su estudio tomando un whisky. Llamó por teléfono a Joyce después de la cena y charlaron durante un rato, pero no fue lo mismo que estar con ella. Los fines de semana nunca llegaban lo suficientemente pronto, y hacia el martes o miércoles cualquier sensación de consuelo que había obtenido al verla se había desvanecido completamente.

Ahora era casi medianoche. Después de hablar con Joyce, había pasado tres horas en el teléfono, averiguando lo que podía sobre Stoney.

Aprovechando sus relaciones hasta donde pudo, supo que Robert había estado sólo durante cinco años en Cambridge, así que todavía era considerado como un extraño. Ni siguiera había sido admitido en un círculo interior en Oxford; siempre perteneció a un grupo pequeño y tranquilo de disidentes que estaban contra la corriente de moda. Se podía decir cualquier cosa sobre los Tiddlywinks[1], pero nunca podrían poner sus manos sobre las palancas del poder académico.

Un año atrás, mientras estaba en su período sabático en Alemania, Stoney renunció repentinamente a un puesto que tuvo en Manchester durante una década. Regresó a Cambridge, a pesar de que no tenía ningún cargo oficial que ocupar. Comenzó a colaborar informalmente con varias de las personas en el Cavendish, hasta que quien estaba a cargo del lugar, Mott, inventó un trabajo para él y le concedió un modesto salario, las tres salas que había visto Jack y algunos estudiantes para que lo ayudaran.

Los colegas de Stoney estaban asombrados por la avalancha de invenciones exitosas. Aunque ninguno de sus ingenios estaba basado en una ciencia completamente nueva, su talento para ver directamente en el corazón de las teorías existentes y extraer algunas consecuencias prácticas no tenía precedentes. Jack había esperado alguna traición provocada por la envidia, pero nadie parecía tener nada malo que decir sobre Stoney. Volvía su toque de Midas científico al servicio de cualquiera que se le acercara, y eso le sonó como si cada escéptico o enemigo posible fuese comprado con algún apunte provechoso en sus propios campos.

La vida personal de Stoney era muy oscura. La mitad de los informantes de Jack estaban convencidos que el hombre era un maricón asumido, pero otros hablaban de una mujer hermosa y misteriosa llamada Helen, con quien evidentemente se llevaba en términos íntimos.

Jack vació su vaso y miró a través del patio. ¿Era arrogante preguntarse si podría haber recibido algún tipo de visión profética? Quince años antes, cuando estaba escribiendo El Planeta Quebrado, imaginó que simplemente estaba satirizando la arrogancia de la ciencia moderna. Su retrato de las fuerzas del diablo detrás de lo que burlonamente llamó Laboratorio de Supervisión de Experimentos Varios fue entendido como una metáfora muy seria, pero nunca había esperado que él mismo terminara preguntándose si auténticos ángeles caídos estaban susurrando secretos en los oídos de un catedrático de Cambridge.

Sin embargo, ¿cuántas veces había dicho a sus lectores que el triunfo más grande del diablo había sido convencer al mundo de que no existía? El diablo no era una metáfora, un simple símbolo de la debilidad humana; era real, una presencia intrigante que actuaba en el tiempo, que actuaba en el mundo tanto como Dios mismo.

¿Y la maldición de Fausto no fue sellada por la mujer más hermosa de todos los tiempos: Helena de Troya?

Sintió un hormigueo en la piel. Una vez había escrito una columna humorística en un diario llamada «Cartas de un Demonio», en la cual un Tentador Mayor le ofrecía consejos a colegas menos experimentados sobre las mejores formas para hacer descarriar a los fieles. Incluso eso había sido una experiencia agotadora y casi perversa: adoptar el punto de vista necesario, siempre extravagante, le había hecho sentir que se le marchitaba el interior. El pensamiento de que una cruza entre el Faustbuch y El Planeta Quebrado pudiera tomar vida a su alrededor era demasiado horrible siquiera para ser considerarlo. Él no era un héroe salido de su propia ficción, ni siquiera un Cedric Duffy de modales suaves abandonando a su suerte a un Pendragón moderno. Y no creía que Merlín surgiera de los bosques para traer el caos a la arrogante Torre de Babel, el Laboratorio Cavendish.

Sin embargo, si él era la única persona en Inglaterra que sospechaba de la auténtica fuente de inspiración de Stoney, ¿quién otro podría actuar?

Jack se sirvió otro vaso. No había nada que ganar postergándolo. No seria capaz de descansar hasta que supiera a qué se estaba enfrentando: un muchacho ya crecido, vanidoso e imprudente que estaba teniendo una racha de buena suerte, o un muchacho ya crecido, vanidoso e imprudente, que había vendido su alma y había puesto en peligro a toda la humanidad.

—¿Un satanista? ¿Usted está acusándome de ser un satanista?

Stoney tiró irritado de su bata; estaba en la cama cuando Jack aporreó la puerta. Dada la hora, había sido muy cortés de su parte aceptar a un visitante, y ahora parecía tan genuinamente ofendido que Jack casi estuvo a punto de disculparse y escabullirse.

—Tenía que preguntarle… —dijo.

—Se tiene que ser doblemente estúpido para ser satanista —murmuró Stoney.

—¿Doblemente?

—No sólo hay que creer en toda la insensata teología cristiana, también hay que invertir el lado perdedor preordinado, garantido para el fracaso y absolutamente fútil. —Alzó su mano, como si creyera que había anticipado la única objeción posible a esta afirmación, y le dejó a Jack el problema de gastar su aliento en pronunciarla—. Lo sé, algunas personas señalan que en realidad se trata de alguna deidad precristiana: Mercurio o Pan… todas esas patrañas. Pero asumiendo que no estamos hablando sobre un error en el apodo de los objetos de adoración, no puedo pensar en nada más insultante. Está comparándome con alguien como… Huysmans, que fue básicamente un católico muy obtuso.

Stoney se cruzó de brazos y se sentó sobre el sofá, esperando la respuesta de Jack.

La cabeza de Jack estaba espesa por el whisky, no estaba del todo seguro de cómo tomar esto. Era el tipo de pedante tontería universitaria que podría haber esperado de un ateo engreído… pero, por otro lado, además de una confesión ¿qué tipo de respuesta habría constituido evidencia de culpa? Si vendiste tu alma al diablo, ¿qué mentira dirías en lugar de la verdad? ¿Había creído que Stoney afirmaría que era un practicante devoto como si esa fuera la mejor respuesta posible para despistar a Jack?

Tenía que concentrarse en las cosas que había visto con sus propios ojos, los hechos que no se podían negar.

—Usted está conspirando para subvertir la naturaleza, inclinando el mundo ante la voluntad del hombre.

Stoney suspiró.

—Ni remotamente. La tecnología más refinada nos ayudará a andar más suavemente. Tenemos que terminar con la polución y los pesticidas tan rápidamente como sea posible. ¿O quiere vivir en un mundo donde todos los animales nazcan como hermafroditas y la mitad de las islas del Pacífico desaparezcan en medio de tempestades?

—No trate de decirme que usted es algún tipo de guardián del reino animal. ¡Lo que quiere es reemplazarnos con máquinas!

—¿Siente la misma amenaza con cada zulú o tibetano que tiene un niño y quiere lo mejor para él?

—No soy racista —se molestó Jack—. Los zulúes y tibetanos tienen alma.

Stoney gimió y apoyó la cabeza en sus manos.

—¡Son más de la una de la mañana! ¿No podemos discutir esto en algún otro momento?

Alguien golpeó la puerta. Stoney levantó la vista, incrédulo.

—¿Qué es esto? ¿La Gran Estación Central?

Cruzó hasta la puerta y la abrió. Un hombre despeinado y sin afeitar se abrió camino hacia la habitación.

—¿Quint? Qué agradable…

El intruso agarró a Stoney y lo golpeó contra la pared. Jack exhaló por la sorpresa. Quint volvió sus ojos enrojecidos sobre él.

—¿Quién mierda eres?

—John Hamilton. ¿Quién mierda eres tú?

—Nadie que te importe. Sólo quédate quieto. —De una sacudida puso el brazo de Stoney detrás de su espalda con una mano mientras aplastaba su rostro contra la pared con la otra—. Ahora eres mío, pedazo de mierda. Nadie te va a proteger esta vez.

Stoney señaló a Jack con la boca aplastada contra la mampostería.

—Ezte ez Petez Quinz, mi fantazma perzonal. Hize un pazto fáuztico. Pero con cláuzulaz eztriztamente tempo…

—¡Cállate! —Quint extrajo un arma de su bolsillo y apuntó a la cabeza de Stoney.

—Tranquilo.

—¿Hasta dónde llegan tus relaciones? —gritó Quint—. Los memorándums desaparecen, las fuentes se quedan mudas… ¡y ahora mis superiores están amenazándome con algún tipo de traición! —Se volvió para dirigirse a Jack otra vez—. Y no pensarás que vas a ir a algún lado.

—Dézalo zalir de ezto —dijo Stoney—. Ez del Magdalene. Ya tienez que zaberlo: todoz loz ezpíaz zon del Trinity.

Jack se estremeció al ver a Quint agitando el arma, pero las implicaciones de este drama le llegaron con algo parecido al alivio. Las ideas de Stoney debían haber tenido su origen en algún proyecto de investigación en los tiempos de guerra. No había tenido tratos con el diablo, pero había quebrado el Acta Oficial de Secretos y ahora tenía que pagar por ello.

Stoney flexionó su cuerpo y empujó de un golpe a Quint hacia atrás. Éste trastabilló pero no cayó; alzó su brazo amenazante, pero ya no tenía el arma en la mano. Jack miró alrededor para ver dónde había caído pero no pudo encontrarla por ninguna parte. Stoney descargó una patada directamente a los testículos de Quint; estaba descalzo, pero Quint gimió de dolor. Una segunda patada lo dejó tendido.

—¿Luke? —Llamó Stoney—. ¡Luke! ¿Vienes a darme una mano?

Un hombre de fuerte contextura con los antebrazos tatuados salió del dormitorio de Stoney, bostezando y acomodándose los tiradores. Al ver a Quint gimió:

—¡Otra vez no!

—Lo siento —dijo Stoney.

Luke se encogió de hombros estoicamente. Los dos se las arreglaron para tomar firmemente a Quint y arrastrarlo con dificultad a través de la puerta. Jack esperó unos segundos, luego se echó al piso para buscar el arma. Pero no estaba en ningún lugar a la vista, y no se había deslizado debajo de los muebles; ninguna de las hendiduras donde podría haber terminado estaba tan oscura como para que se hubiera perdido en las sombras. No estaba en ninguna parte de la habitación.

Jack fue hasta la ventana y contempló a los tres hombres cruzando el patio, a medias esperando ser testigo de un asesinato. Pero Stoney y su amante simplemente alzaron en el aire al hombre y lo lanzaron en un estanque poco profundo y de aspecto bastante barroso.

Jack pasó los días siguientes en estado de confusión. No estaba preparado para confiar en nadie hasta que pudiera formular sus sospechas con claridad, y los sucesos en las habitaciones de Stoney eran difíciles de interpretar sin ambigüedades. No podía establecer con completa seguridad que el arma de Quint se había desvanecido delante de sus ojos. Pero, ¿el hecho de que Stoney estuviera libre confirmaba que estaba recibiendo protección sobrenatural? Y Quint mismo, confundido y desmoralizado, había tenido el aspecto de un hombre que se veía demoníacamente desconcertado a cada rato.

Si esto era cierto, entonces Stoney debía haber comprado más con su alma que inmunidad a la autoridad mundana. El conocimiento mismo tenía que ser de origen satánico, como la leyenda de Fausto lo describía, Tollers estaba en lo cierto en su gran ensayo Mitopoiesis: los mitos son resabios de la capacidad pre-lapsaria de aprehender del hombre, directamente, las grandes verdades del mundo. ¿Por qué otra cosa resonarían en la imaginación y sobrevivirían de generación en generación?

Hacia el viernes una sensación de urgencia lo tenía aferrado. No podía llevar su confusión a Potter’s Bam, a Joyce y los chicos. Esto tenía que resolverse, aunque fuera sólo en su propia mente, antes de regresar con su familia.

Con Wagner en el gramófono, se sentó y meditó sobre el desafío que estaba enfrentando. Stoney debía ser detenido, pero ¿cómo? Jack siempre había dicho que la Iglesia de Inglaterra —aparentemente tan pintoresca e inofensiva, una Iglesia de puestos de pasteles y solteronas amables— era como un ejército temible a los ojos de Satán. Pero incluso si su maestro estuviese temblando en el Infierno, a un párroco en bicicleta le tomaría más que unas cuantas palabras severas forzar a Stoney a abandonar sus obscenos planes.

Pero las intenciones de Stoney, en sí mismas, no importaban. Le habían concedido el poder para deslumbrar y seducir, pero no para forzar su voluntad sobre la del populacho. Lo que importaba era cómo verían sus planes los demás. Y la forma de detenerlo era abrir los ojos de la gente al auténtico vacío de su cornucopia.

Cuanto más rezaba y pensaba sobre el asunto, más seguro estaba Jack de que distinguía la tarea que se le requería. No sería suficiente ninguna denuncia desde el púlpito; la gente no abandonaría los frutos de la maldición de Stoney por el simple decir esto es así de la Iglesia. ¿Por qué alguien rechazaría unos obsequios tan ilustres sin un argumento cuidadosamente razonado?

Jack había sido humillado una vez, derrotado una vez más, al tratar de exponer lo estéril del materialismo. Pero, ¿no podría haber sido una forma de preparación? Fue maltratado duramente por Anscombe, pero ella era un enemigo infinitamente más débil que el que enfrentaba ahora. Había sufrido por sus burlas… pero ¿qué estaba sufriendo, sino el cincel que Dios empleaba para dar forma a sus hijos en su verdadero ser?

Su papel estaba claro ahora. Encontraría el Talón de Aquiles intelectual de Stoney y lo expondría al mundo.

Lo desafiaría a un debate.