En el decimoctavo día en la jaula del tigre, Robert Stoney comenzó a perder las esperanzas de salir indemne.
Despertó una docena de veces a lo largo de la noche con la necesidad irresistible de estirar espalda y miembros, y ninguna de las provechosas posiciones de compromiso que había descubierto en los primeros días —las soluciones menos malas al problema geométrico de su reclusión— había sido capaz de aliviar su sensación de pánico. Había sido mucho más doloroso durante la segunda semana, sufriendo unos calambres que parecían como si los músculos de las piernas se estuvieran muriendo sobre los huesos, pero estos nuevos espasmos llegaban desde un lugar todavía más profundo, potenciado por una sensación de urgencia que se agitaba en torno a su propia conciencia de la situación.
Esto era lo que lo asustaba. A veces encontraba formas para reducir su incomodidad, a veces no podía, pero se aferraba al pensamiento de que, de última, nada de lo que hicieran estos hijos de puta lo lastimaría. Sin embargo, no era cierto. Podían lograr que se angustiara por el anhelo de libertad en medio de la noche, de la misma manera en que uno se podía angustiar por pena o amor. Siempre abrigó la comprensión de sí mismo como un todo, que su mente y su cuerpo eran indivisibles. Pero había fracasado en comprender el corolario: a través de su cuerpo, podían alcanzar cada parte de él. Cambiar cada una de sus partes.
La mañana traía un tormento nuevo: la rinitis alérgica. La casa estaba en algún lugar en medio del campo, sin nada que escuchar a lo largo del día salvo el canto de los pájaros. Junio siempre había sido el peor mes para la rinitis alérgica, pero en Manchester era tolerable. Mientras desayunaba, la mucosidad goteaba de su cara en el tazón de avena tibia que le traían. Se refregaba el flujo con el dorso de la mano, pero sufría un momento de revulsión inquietante cuando no podía encontrar una forma de ubicarse para limpiar la mano en los pantaloncitos. Pronto necesitaría vaciar sus intestinos. Le suministraban un orinal cuando lo pedía, pero siempre esperaban dos o tres horas antes de llevárselo. El olor ya era bastante malo, pero el hecho de que ocupara espacio en la jaula era todavía peor.
Peter Quint llegó para verlo hacia media mañana.
—¿Qué tal estamos hoy, profe?
Robert no respondió. Desde el día en el que Quint le había devuelto un gesto de desconcierto ante una sugerencia de que tenía un nombre apropiado para un espectro, Robert había tratado de hacer al menos una broma a costa del hombre cada vez que se encontraban, una indulgencia insignificante pero satisfactoria. Pero ahora su mente estaba en blanco y, en retrospectiva, todo el ejercicio parecía una distracción insensata, tan bizarra y vana como hacer aseveraciones filosóficas a un animal predatorio mientras le roía la pierna.
—Muchos regresos felices —dijo dulcemente Quint.
Robert tuvo cuidado de no revelar sorpresa. Nunca perdió el rastro de los días, pero dejó de pensar en términos de fechas de calendario; simplemente no era relevante. Allá en el mundo real, olvidarse de su cumpleaños sería considerado como una excentricidad simpática. Aquí sería contemplado como una prueba de su deterioro y de la inminente capitulación.
Si estaba quebrándose, al menos podía elegir el punto de fisura. Habló tan tranquilamente como pudo sin levantar la vista:
—¿Sabes que casi califiqué para el maratón olímpico, en el cuarenta y ocho? Si no hubiera tenido problemas en la cadera justo antes de las pruebas podría haber competido. —Intentó una risa despreciativa—. Supongo que nunca fui un auténtico atleta. Pero tengo sólo cuarenta y seis años. Todavía no estoy preparado para la silla de ruedas. —Las palabras ayudaron: de esta forma pudo comenzar a implorar sin quebrarse por completo, expresando un miedo sincero sin revelar cuán profunda llegaba a ser la amenaza que sentía.
Continuó con una medida nota de desdicha que esperaba que sonara como una apelación en busca de justicia.
—No soporto el pensamiento de ser mutilado. Todo lo que estoy pidiéndote es que me dejes poner de pie. Déjame mantener saludable.
Quint se mantuvo en silencio durante un momento, luego respondió en un tono de fingida simpatía.
—Es antinatural, ¿no? Vivir así: inclinado, retorcido, un día tras otro. Vivir de manera antinatural inevitablemente tiene que lastimarte. Me alegra que por fin puedas verlo.
Robert estaba cansado; le tomó varios segundos apreciar el sentido. ¿Era así de ordinario, de obvio? Lo encerraron en esta jaula, durante todo este tiempo… ¿como una suerte de metáfora brutal por sus crímenes?
Casi estalló en carcajadas, pero se contuvo.
—¿Supongo que no conoces a Franz Kafka?
—¿Kafka? —Quint nunca pudo ocultar su voracidad por los nombres—. Uno de tus camaradas rojitos, ¿no?
—Dudo mucho de que siquiera fuera marxista.
Quint estaba decepcionado, pero se preparó para intentarlo nuevamente.
—¿Uno del otro tipo, entonces?
Robert pretendió cavilar sobre la pregunta.
—Pensándolo bien, sospecho que eso tampoco es muy probable.
—Entonces, ¿por qué mencionaste el nombre?
—Tengo la sensación de que él habría admirado tus métodos, eso es todo. Era bastante conocedor.
—Hmm. —Pareció que Quint sospechaba algo, pero no estaba completamente decidido.
Robert se había fijado por primera vez en Quint en febrero de 1952. Su casa había sido desvalijada una semana antes y Arthur, un hombre joven que había estado viendo desde la Navidad, confesó a Robert que había dado la dirección a un conocido. Tal vez los dos planearon robarle y Arthur se había arrepentido a último momento. En cualquier caso, Robert había ido a la policía con una historia improbable en torno a que había reconocido al culpable en un bar mientras trataba de vender una máquina de afeitar eléctrica de la misma confección y modelo que la que habían sacado de su casa. A nadie se le podían levantar cargos con una evidencia tan frágil, así que Robert no sentiría escrúpulos sobre las consecuencias si descubría que Arthur le había mentido. Simplemente tenía la esperanza de que se llevara adelante una investigación que revelara algo más tangible.
Al día siguiente, el Departamento de Investigación Criminal hizo una visita a Robert. El hombre al que había acusado era conocido de la policía, y las huellas dactilares tomadas en el día del robo hacían juego con las impresiones que tenían en los archivos. Sin embargo, cuando Robert afirmó que lo había visto en el bar, ya estaba bajo custodia por una acusación completamente distinta.
Los detectives querían saber por qué había mentido. Para ahorrarse algo de la incomodidad, explicó Robert, de tener que detallar la verdadera fuente de su información. ¿Por qué era incómodo eso?
—Estoy relacionado con el informante.
Un detective, Wills, preguntó sencillamente:
—¿Qué se supone que significa exactamente eso, señor? —Y Robert en una explosión de sinceridad, como si la honestidad misma le asegurara una recompensa, le contó cada detalle. Sabía que todavía era técnicamente ilegal, por supuesto. Pero era como jugar al fútbol un domingo de Pascuas. Difícilmente esto podría ser considerado como un delito serio, como un robo.
Reuniendo tanta información como pudieron antes de reconocer que estaban en un error, los policías le acosaron durante horas. No le levantaron cargos inmediatamente; primero necesitaban una declaración de Arthur. Pero Quint apareció a la mañana siguiente, explicando en detalle las opciones de manera muy cruda. Tres años en la cárcel, con trabajos forzados. O Robert podía reanudar la tarea que realizó durante la guerra —sólo durante un día a la semana, como un consultor generosamente pago del área de Quint del servicio secreto— y los cargos desaparecerían sin dejar rastros.
En un principio le dijo a Quint que dejara que los tribunales hicieran lo que tenían que hacer. Se sentía lo suficientemente molesto como para querer desafiar a esa ley ridícula y, sin importarle cuáles eran sus sentimientos hacia Arthur, Quint sugirió —regodeándose, como si fortaleciera su caso— que este hombre joven, de la clase trabajadora, sería tratado con más indulgencia que Robert, puesto que había sido llevado por el mal camino por alguien cuyo deber era dar el ejemplo a las clases más bajas. Tres años en prisión era una posibilidad inquietante, pero no sería el fin del mundo; el Mark I había cambiado la forma de trabajar, pero si fuera necesario todavía podía funcionar con sólo lápiz y papel. Incluso si le hacían picar piedras desde el amanecer hasta el crepúsculo, probablemente sería capaz de soñar despierto productivamente y, a pesar del alarmismo de Quint, dudaba que llegaran a eso.
En algún momento, sin embargo, en las veinticuatro horas que Quint le había dado para que tomara una decisión, se amilanó. Si concedía a los espías un día a la semana podía evitar todo el escándalo e impedir el juicio. Y, sin embargo, aunque su trabajo en ese momento —diseñar desarrollos en estado embrionario— era un desafío como nada de lo que había hecho en su vida, no era inmune a la nostalgia por los viejos tiempos, cuando el destino de una flota completa de naves de batalla se basaba en encontrar la forma más eficiente de extraer contradicciones lógicas de una hilera de ruedas giratorias.
El problema de aceptar la extorsión era que probaba que podía ser comprado. No importaba que los rusos difícilmente se ofrecieran a mediar con la guardia civil de Manchester la próxima vez que necesitara ser rescatado. No importaba que apenas le generara inquietud que un agente enemigo amenazara con enviar evidencia comprometedora a los diarios, situación de la cual había pocas perspectivas de que sus patrones lo salvaran otra vez. Si le decía sí a Quint, perdería cualquier oportunidad de afirmar que lo que hacía en la cama con su pareja no era una cuestión de seguridad nacional. Al elegir ser corrompido una vez más, un torrente completo de clichés y paranoia caería sobre su cabeza: sería vulnerable al chantaje, un objetivo fácil de engañar y desleal por naturaleza. También lo podrían situar en flagrante delicto con Guy Burgess en las escalinatas del Kremlin.
No importaba si Quint y sus jefes habían decidido que no podían confiar en él. El problema era —después de unos seis años de estar reclutado, sin ningún motivo para pensar que había violado la seguridad— que se convencieron de que ya no podían continuar utilizándolo, pero tampoco era seguro dejarlo en paz, hasta que lo liberaran del contrato que usaron para controlarlo desde el principio.
Robert estaba atravesando el doloroso y complicado proceso de reacomodar su cuerpo para poder ver a Quint a los ojos.
—Sabes, si fuera legal no habría nada de lo que preocuparse, ¿no? ¿Por qué no dedicas algunos de tus talentos maquiavélicos a ese fin? Chantajea a algunos políticos. Convoca una Comisión Real. Sólo te tomaría un par de años. Entonces todos podríamos continuar con nuestros verdaderos trabajos.
Quint parpadeó, más sorprendido que enfurecido.
—¡También podrías decir que deberíamos legalizar la traición!
Robert abrió la boca para responder, luego decidió no malgastar su aliento. Quint no estaba expresando un juicio moral. Simplemente quería decir que un mundo en el cual la vida de algunas personas estaba gobernada por el miedo constante a ser descubiertos difícilmente fuera un mundo en el que un hombre de su profesión se sintiera ansioso por vivir.
Cuando Robert estuvo solo otra vez el tiempo comenzó a transcurrir lentamente. Su rinitis empeoró hasta que estuvo estornudando y haciendo arcadas casi continuamente; incluso con libertad de movimientos y una provisión interminable de delicados pañuelos de lino se hubiese sentido reducido a la más abyecta miseria. Sin embargo, gradualmente se volvió más experto en tratar con los síntomas, delegando la tarea a una parte apenas consciente de sí mismo. Hacia media tarde —cubierto de suciedad, los ojos hinchados casi hasta cerrarse— finalmente se las compuso para pensar en su trabajo.
Durante los últimos cuatro años había estado sumergido en la física de partículas. Había estado siguiendo el campo de tanto en tanto después de la guerra, pero el paper de Yang y Mills del 54, en el cual generalizaban las ecuaciones de Maxwell sobre electromagnetismo para aplicarlas en la poderosa fuerza nuclear, lo habían estimulado para ponerse en movimiento.
Tras varios comienzos en falso, creyó que había descubierto una forma útil para aplicarlas a la gravedad. En la relatividad general, si se lleva un vector de velocidad tetradimensional en torno a un bucle que encerraba una región curvada del espaciotiempo, regresa rotado, un fenómeno muy parecido a la manera en que los vectores más abstractos se comportan en la física nuclear. En ambos casos, las rotaciones podían ser tratadas algebraicamente, y la forma tradicional de obtener una comprensión de esto era hacer uso de un conjunto de matrices de números complejos cuyas relaciones simularán el álgebra en cuestión. Hermann Weyl había catalogado la mayoría de las posibilidades allá por los 20 y 30.
En el espaciotiempo, hay seis formas distintas en las que se puede rotar un objeto: se puede girar en cualquiera de los tres ejes perpendiculares en espacio, o se puede aumentar su velocidad en cualquiera de estas tres mismas direcciones. Estos dos tipos de rotaciones son complementarias o «duales» una con la otra, con las rotaciones comunes afectando solamente las coordenadas que quedan intactas por el impulso correspondiente, y viceversa. Esto significa que se podría rotar algo en tomo a, digamos, el eje x, y elevar la velocidad en la misma dirección, sin que ambos procedimientos interfieran.
Cuando Robert intentó aplicar la aproximación Yang-Mills a la gravedad de la manera obvia, tropezó. Fue sólo cuando cambió el álgebra de rotaciones por un acercamiento nuevo y extrañamente oblicuo que las matemáticas comenzaron a funcionar. Inspirado por un truco que los físicos de partículas emplean para construir campos con espines que rotan a la derecha o a la izquierda, combinó cada rotación con su propio dual multiplicado por i, la raíz cuadrada de menos uno. El resultado fue un conjunto de rotaciones en cuatro dimensiones complejas, en lugar de las cuatro reales del espaciotiempo común, pero las relaciones entre ellas preservaron el álgebra original.
Cuando exigió que estas rotaciones «autoduales» satisficieran las ecuaciones de Einstein resultó que eran equivalentes a la relatividad general ordinaria, pero el proceso que llevó a una versión cuántico-mecánica de la teoría se volvió dramáticamente más simple. Robert todavía no tenía idea de cómo interpretar esto, pero como un truco puramente formal funcionaba espectacularmente bien, y cuando las matemáticas se acomodan en su lugar de ese modo, tiene que significar algo.
Pasó varias horas evaluando los antiguos resultados, repasándolos con mucha atención, volviendo a comprobar e imaginándose todo con la esperanza de forjar alguna relación nueva. No hizo avances, pero siempre había días así. Simplemente era un triunfo pasar mucho tiempo haciendo de nuevo lo que había realizado en el mundo real, aunque banal o incluso frustrante, la misma actividad podría haber sido ejecutada en su entorno original.
Sin embargo, por la tarde la victoria comenzó a parecer falsa. No había perdido su juicio por completo, pero estaba helado y entumecido. También podría haber pasado horas recitando la tabla de multiplicación base-32 en el código Baudot, sólo para demostrar que todavía la recordaba.
A medida que la habitación se llenaba de sombras, su poder de concentración lo abandonaba por completo. La rinitis se había aliviado, pero estaba demasiado cansado para pensar y demasiado dolorido para dormir. Esto no era Rusia, no podrían retenerlo eternamente, lo único que tenía que hacer era desgastarlos con su paciencia. Pero ¿Cuándo, exactamente, exactamente, se verán obligados a dejarme ir? ¿Y cuánto más paciente podía ser Quint, sin dolor, sin terror, como para corroer su determinación?
La luna se elevó, arrojando una mancha de luz sobre la pared más lejana; retorcido como estaba, no podía verla directamente, pero plateaba el pelo de sus piernas y cambiaba completamente el sentido del espacio a su alrededor. La cavernosa habitación se burlaba de su confinamiento recordándole las noches que había pasado acostado pero despierto en el dormitorio de Sherborne. La educación en una escuela pública tenía una gran ventaja: no importaba cuán miserable uno se sintiera después de ella, siempre se podía encontrar un pensamiento reconfortante al saber que la vida nunca sería tan mala otra vez.
—¡Esta habitación huele a matemáticas! ¡Sal ya y trae un desinfectante! —Esa había sido la idea de su tutor para mostrar qué civilizado era: despreciar un tema tan odioso, la materia de la ingeniería y de otros oficios menores. Y en cuanto a los experimentos químicos de Robert, como la reacción yodada de un maravilloso color cambiante que había aprendido del hermano de Chris…
Robert sintió un dolor familiar en la boca de su estómago. Ahora no, no puedo enfrentar esto ahora. Pero todo se extendió ante él sin que lo deseara ni convocara. Solía encontrarse con Chris en la biblioteca los miércoles; durante meses, ése había sido el único momento que podían pasar juntos. Entonces Robert tenía quince años, Chris era un año mayor. Si bien Chris era poco atractivo, destacaba como una criatura de otro mundo. En Sherborne, nadie más había leído a Eddington sobre relatividad o a Hardy sobre matemáticas. El horizonte de nadie más se extendía más allá del rugby, el sadismo y la tenuemente satisfactoria posibilidad de leer los clásicos en Oxford antes de desvanecerse en las fauces del servicio civil.
Nunca se habían tocado, nunca se habían besado. Mientras la mitad de la escuela se sentía satisfecha con una sodomía desapasionada —como un sustituto bastante literal para la tarea mucho más dificultosa de imaginar a las mujeres—, Robert había sido demasiado tímido como para declararle sus sentimientos. Tímido y también temeroso de que no fueran recíprocos. No importaba. Tener a Chris como amigo fue suficiente.
En diciembre de 1929, ambos se presentaron a los exámenes de ingreso para el Trinity College, en Cambridge. Chris ganó una beca; Robert no. Se resignó a la separación y se preparó para un año más en Sherborne sin la única persona que lo había hecho tolerable. Chris estaría siguiendo los pasos de Newton; sólo pensar así servía de algún consuelo.
Chris nunca fue a Cambridge. En febrero, tras seis días de agonía, murió de tuberculosis bovina.
Robert sollozó en silencio, enojado consigo mismo porque sabía que la mitad de su desdicha era autocompasión que utilizaba su pena como un disfraz. Tenía que ser sincero; una vez que todas las fuentes de infelicidad en su vida se fundieran y se volvieran indistinguibles, sería como un animal amedrentado, sin sentido del pasado o del futuro. Listo para hacer cualquier cosa para salir de la jaula.
Si bien aún no había alcanzado ese punto, estaba cerca. Sólo serían necesarias unas cuantas noches como la última. A la deriva con la esperanza de unos minutos de sosiego, descubrió que el sueño mismo echa una luz más cálida sobre las cosas. A la deriva, despertaba luego con una sensación de pérdida tan extrema que se volvía sofocante.
La voz de una mujer pronunció en la oscuridad frente a él:
—¡Extiende tus rodillas!
Robert se preguntó si estaba alucinando. No había escuchado a nadie aproximarse sobre las crujientes tablas de madera del piso.
La voz no dijo nada más. Robert volvió a acomodar su cuerpo para poder ver hacia el suelo. A corta distancia, de pie, había una mujer que no había visto nunca.
Sonó irritada, pero comprendió que su enojo no estaba dirigido hacia él sino hacia su condición cuando estudió su rostro a la luz de la luna a través de las hendiduras de sus ojos hinchados. Lo miraba fijamente con una expresión de horror e indignación, como si hubiera tropezado con él así retenido en algún sótano de un barrio respetable y no en una instalación de MI6. Tal vez ella fuera una de las empleadas para el mantenimiento de la casa, pero ¿no tenía idea de lo que sucedía aquí? Seguramente estas personas eran investigadas y supervisadas, y amenazadas con prisión de por vida si ponían un pie fuera de las áreas preestablecidas. Durante un momento surrealista, Robert se preguntó si Quint la habría enviado para seducirlo. No hubiera sido lo peor que habían intentado. Pero radiaba una seguridad feroz en sí misma —como confianza de que podía hablar con la autoridad de sus convicciones y esperaba que se le prestara atención— y él supo que nunca hubiese sido elegida para ese papel. Nadie en el gobierno de Su Majestad consideraría que la seguridad en sí misma era una cualidad atractiva en una mujer.
—Lánzame la llave —dijo él—, y te mostraré mi imitación de Roger Bannister.
Ella negó con la cabeza.
—No necesitas la llave. Se acabaron esos días.
Robert miró con temor. No había barrotes entre ellos. Pero la jaula no se pudo haber desvanecido delante de sus ojos; ella la tenía que haber removido mientras él estaba perdido en su ensoñación. Atravesó el doloroso ejercicio de volver su cara hacia ella como si aún estuviera confinado, sin notarlo siquiera.
¿Removido cómo?
Se limpió los ojos, temblando ante la mareante posibilidad de la libertad.
—¿Quién eres? —¿Una agente de los rusos, enviada para liberarlo de su propia gente? Entonces tenía que ser una agente encubierta, o alguien extrañamente ingenuo, para ver su tortura con esa pasmosa inocencia.
Ella avanzó, luego se extendió para tomar su mano.
—¿Crees poder caminar? —Su apretón era firme y su piel era seca y fresca. No tenía ningún temor; podía haber sido una buena samaritana en la calle ayudando a un anciano a caminar paso tras paso… no una intrusa ayudando a una amenaza a la seguridad nacional a quebrar su detención terapéutica, arriesgándose a que le dispararan apenas la vieran.
—No estoy siquiera seguro de poder ponerme de pie. —Robert se armó de valor; tal vez esta mujer fuera una asesina entrenada, pero sería presumir demasiado que si él aullaba de dolor y atraía rápidamente a los guardias, ella podría sacarlo de allí sin transpirar—. No has respondido mi pregunta.
—Me llamo Helen. —Sonrió y lo ayudó a levantarse hasta que estuvo de pie, pareciendo al mismo tiempo un niño compasivo abriendo las mandíbulas de una cruel trampa de caza y un carnívoro muy poderoso y muy inteligente contemplando su propia fuerza—. Vengo a cambiar todo.
—Oh, bien —dijo Robert.
Robert descubrió que podía andar con dificultad; era doloroso y poco digno, pero al menos no tenía que ser cargado. Helen lo condujo por la casa; las luces estaban encendidas en algunas de las habitaciones, pero no se oían voces ni pisadas salvo las propias, ni ninguna otra señal de vida. Cuando alcanzaron la entrada de servicio ella abrió la puerta con una llave, revelando un jardín iluminado por la luz de la luna.
—¿Mataste a alguien? —susurró él. Habían hecho demasiado ruido como para llegar tan lejos sin ser molestados. Si bien tenía motivos para deshacerse de sus captores, el asesinato masivo era una carga que no quería aceptar.
—¡Qué idea desagradable! —se sorprendió ella—. A veces es difícil de creer cuán poco civilizados son ustedes.
—¿Se refiere a los británicos?
—¡Todos ustedes!
—Debo decir que su acento no es muy bueno.
—Miré mucho cine —explicó ella—. Muchas comedias de Ealing. Sin embargo, nunca se sabe de cuánta ayuda será.
—Suficiente.
Atravesaron el jardín, dirigiéndose hacia la puerta de madera en el cerco. Dado que el asesinato era estrictamente para los imperialistas, Robert solamente podía asumir que ella se las había arreglado para drogar a todos.
La puerta no estaba cerrada. Más allá del cerco corría un camino empedrado que se dirigía directamente hacia el bosque. Robert estaba descalzo, pero las piedras no estaban frías y dio la bienvenida a las ligeras irregularidades del camino porque restauraron la circulación de las plantas de sus pies.
Mientras caminaban hizo un recuento de su situación. Se había liberado del cautiverio gracias a esta mujer. Más pronto o más tarde, tendría que hacer frente a sus intenciones.
—No voy a dejar el país —dijo él.
Ella murmuró un consentimiento, como si él hubiera hecho un comentario casual sobre el clima.
—Y no voy a discutir mi trabajo con usted.
—Muy bien.
Robert se detuvo y la contempló.
—Ponga su brazo sobre mis hombros —dijo ella.
Accedió; ella tenía exactamente el peso apropiado para sostenerlo con comodidad.
—No eres una agente soviética, ¿no? —dijo.
—¿Eso es realmente lo que piensa? —festejó ella.
—No puedo moverme muy rápido esta noche.
—No —comenzaron a caminar juntos. Helen dijo: —Hay una estación de trenes a aproximadamente tres kilómetros. Puede asearse, descansar hasta la mañana y decidir dónde quiere ir.
—¿La estación no será el primer lugar donde busquen?
—No buscarán nada durante un buen rato.
La luna estaba alta sobre los árboles. Los dos no podían hacer una pareja más llamativa: una mujer joven delicadamente vestida y bastante atractiva, sosteniendo a un vagabundo harapiento y mugriento. Si pasara un vecino en bicicleta, lo mejor que podían esperar es ser confundidos con un padre alcohólico y su hija martirizada.
Martirizada era correcto: se movía tan eficientemente a pesar de la carga, que cualquier observador podría suponer que lo había estado haciendo durante años. Robert intentó modificar su andar ligeramente, cambiando con sutileza el ritmo de sus pasos para ver si podía hacer que ella vacilara, pero Helen se adaptó instantáneamente. Si ella se dio cuenta que la estaba probando se lo guardó para sí misma.
—¿Qué hizo con la jaula? —preguntó él por fin.
—La revertí en el tiempo.
Se le erizaron los pelos de la nuca. Incluso aceptando que pudiera hacer una cosa semejante, no quedaba del todo claro cómo podría haber evitado que los barrotes dispersaran la luz e interactuaran con su cuerpo. Simplemente debería haber cambiado los electrones en positrones, y matado a ambos con una lluvia de rayos gamma.
Este conjuro no era su interés más acuciante.
—Sólo puedo pensar en tres lugares de donde puede venir —dijo él.
Helen asintió, como si estuviera en lugar de él y catalogara las posibilidades.
—Descarta uno; los otros dos son ambos correctos.
Ella no era de un planeta extrasolar. Aun si su civilización poseyera medios para ver las comedias de Ealing a una distancia de años luz, ella era demasiado sensible a las preocupaciones específicamente humanas de Robert.
Era del futuro, pero no del de él.
Era del futuro de otra rama de Everett.
—Sin paradojas. —Se volvió hacia ella.
Helen sonrió, descifrando sus telegráficas palabras inmediatamente.
—Así es. Es físicamente imposible viajar hacia el propio pasado, a menos que se realicen preparativos exactos para asegurarse de que las condiciones fronterizas sean compatibles. Eso puede alcanzarse en el entorno controlado de un laboratorio… pero en el campo sería como tratar de encontrar el equilibrio de diez mil elefantes en una pirámide invertida, a la vez que la parte inferior está apoyada en un monociclo: insoportablemente difícil y carente de sentido.
Robert se quedó mudo durante varios segundos, una horda de preguntas luchaba por acceder a sus cuerdas vocales.
—Pero, ¿cómo puede viajar al pasado?
—Tomará un tiempo para que lo comprenda por completo, pero si quiere la respuesta corta: ya tropezó con una de las claves. Leí su paper en Physical Review; y está en lo correcto. La gravedad cuántica implica cuatro dimensiones complejas, pero las únicas soluciones clásicas —las únicas en las cuales las geometrías pueden permanecer en fase bajo perturbaciones ligeras— tienen una curvatura que no es autodual ni antiautodual. Esos son los únicos puntos estacionarios de la acción para toda la mecánica lagrangiana. Y ambas soluciones asoman, desde el interior, para contener sólo cuatro dimensiones reales.
«No tiene sentido preguntar en qué sector entramos, pero podríamos también llamarlo autodual. En ese caso, las soluciones antiautoduales podrían tener una flecha de tiempo corriendo hacia atrás comparada a la nuestra».
—¿Por qué? —Mientras pronunciaba abruptamente la pregunta Robert se preguntó si a ella le sonaba como un niño impaciente. Pero si Helen se desvanecía de pronto en el aire, sentiría menos remordimientos en pasar por tonto que si mantenía una fachada de sofisticada indiferencia.
—Finalmente —dijo Helen—, esto está relacionado con la rotación lateral. Y es bajando la masa del neutrino que podemos hacer túneles entre los sectores. Pero necesitaré hacerle algunos diagramas y ecuaciones para explicarlo más adecuadamente.
Robert no la presionó por más; no tenía elección salvo confiar en que no le abandonaría. Se quedó perplejo en silencio, una maravillada sensación de anticipación se estaba formando en su pecho. Si alguien le hubiera planteado esta situación hipotéticamente, hubiese insistido en que prefería trabajar duro pero a su propio ritmo. Pero a pesar de la satisfacción con que había recibido las escasas ocasiones en las que había realizado descubrimientos auténticos, lo que al final importaba era comprender tanto como fuera posible, y de la forma en que fuera. Mejor explorar el pasado y el futuro que atravesar la vida en un estado de ignorancia voluntaria.
—¿Dijo que vino a cambiar las cosas?
Ella asintió.
—Aquí no puedo predecir el futuro, por supuesto, pero hay peligros en mi propio pasado que puedo ayudarle a evitar. En mi siglo veinte la gente descubría las cosas demasiado lentamente. Todo cambiaba muy despacio. Entre nosotros, creo que podemos acelerar las cosas.
Robert se quedó en silencio durante un momento, ponderando la magnitud de lo que ella le estaba proponiendo. Entonces dijo:
—Es una lástima que no viniera antes. En esta rama, hace unos veinte años…
—Lo sé —lo cortó Helen—. Tuvimos la misma guerra. El mismo Holocausto, el mismo número de víctimas soviéticas. Pero todavía no hemos sido capaces de evitarlo. Nunca se puede hacer todo en sólo una historia… incluso la intervención más focalizada tiene lugar a través de una «banda» amplia de hilos. Cuando intentamos regresar a los 30 y los 40, la banda se superpone con su propio pasado en un grado en el que todos los peores horrores son faits accompli. No podemos matar a ninguna versión de Adolf Hitler, porque no podemos reducir la banda hasta el punto en el cual alguno de nosotros lo mata por la espalda. Todo lo que hemos podido llevar a cabo son intervenciones menores, como enviar proyectiles hacia el Blitz, salvando algunas vidas al desviar bombas.
—¿Cómo, haciéndolas caer al Támesis?
—No, eso habría sido demasiado arriesgado. Realizamos algunos modelos y lo más seguro resultó ser desviarlas hacia grandes edificaciones vacías: la Abadía de Westminster, la Catedral de Saint Paul.
La estación se hizo visible delante de ellos.
—¿Qué piensa? —dijo Helen—. ¿No quiere regresar a Manchester?
Robert no había pensado en el tema. Quint podía seguir su rastro a cualquier parte, pero cuanto más gente hubiera a su alrededor menos vulnerable sería. En su casa en Wilmslow estaría disponible para que lo capturaran.
—Todavía tengo habitaciones en Cambridge —dijo vacilante.
—Buena idea.
—¿Cuáles son sus planes?
Helen se volvió hacia él.
—Pensaba quedarme con usted. —Sonrió ante la expresión del rostro de él—. No se preocupe, le daré suficiente privacidad. Y si la gente quiere hacer suposiciones, que las haga. Ya tiene una reputación escandalosa; también podría verlo como que se le han abierto nuevas oportunidades.
Robert rió irónicamente.
—Temo que no funciona de esa forma. Nos echarán inmediatamente.
—Que lo intenten —resopló Helen.
—Podrá desafiar al MI6, pero no ha tratado con los conserjes de Cambridge. —La realidad de la situación lo empapó otra vez al pensar en ella en su estudio, escribiendo las ecuaciones del viaje en el tiempo en la pizarra—. ¿Por qué yo? Puedo entender que quiera hacer contacto con alguien que comprenda cómo llegó aquí… pero, ¿por qué no Everett, Yang o Feynman? Comparado con Feynman, soy un diletante.
—Tal vez —dijo Helen—. Pero tiene una inclinación igualmente práctica, y aprende bastante rápido.
Tenía que haber más que eso: miles de personas hubieran sido capaces de absorber sus lecciones tan rápidamente como él.
—La física a la que aludió… en su pasado, ¿yo descubrí todo eso?
—No. Su paper en Physical Review me ayudó para rastrearle hasta aquí, pero en mi propia historia nunca fue publicado. —Hubo un destello de inquietud en sus ojos, como si en ese tema tuviera reservadas las decepciones más grandes.
Robert no se preocupó mucho, o nada, por ese tema: cuanto menos hubiera logrado su alter ego, menos sufriría de envidia.
—Entonces, ¿qué fue, qué le hizo elegirme?
—¿Realmente no lo sospecha? —Helen tomó la mano libre de él y llevó los dedos hasta su propio rostro; fue un gesto tierno, pero mucho más parecido al de una hija que al de una amante—. Es una noche agradable. Nadie debería tener la piel así de fría.
Robert la miró directamente a sus ojos oscuros, tan festivos como los de cualquier humano, tan serios, tan orgullosos. Si hubiera tenido la oportunidad, tal vez cualquiera le hubiese arrancado del alcance de Quint. Pero solamente alguien particular sentiría una obligación especial, como si estuviese reparando una antigua deuda.
—Eres una máquina —dijo él.