Decliné cada oferta que recibí en la conferencia y continué en Mitar. A Barat y a mí nos tomó dos años establecer nuestro propio grupo de investigación para examinar los efectos de la zooamina, y nueve más para elucidar la extensión completa de su actividad en el cerebro. Nuestros nuevos colaboradores tenían una formación sólida en neuroquímica y hacían un trabajo mejor que el mío pero cuando se retiró Barat me encontré convertido en el portavoz del grupo.
El descubrimiento inicial fue mayormente ignorado fuera de la comunidad científica; para gran parte de la población no tenía mucha importancia si la química de nuestro cerebro se correspondía con el diseño original de los Ángeles o había sido alterada quince mil años atrás por algún contaminante inesperado. Pero cuando el grupo de zooamina de Mitar comenzó a publicar informes detallados de la bioquímica de la experiencia religiosa el público redescubrió el tema de manera repentina.
La universidad subió la seguridad y, a pesar de las amenazas de muerte y de una cantidad de incidentes desagradables con manifestantes que arrojaron piedras, nadie resultó herido. Nos inundaron con solicitudes de las compañías de noticias aunque la mayoría predicaba la noción de que el grupo estaba moralmente obligado a «enfrentar a sus críticos», mucho más que el hecho de que las empresas estaban moralmente obligadas a ofrecemos una oportunidad de explicar nuestro trabajo, tranquila y claramente, sin que nos estuvieran gritando unos fanáticos enfurecidos.
Aprendí a evitar a los fanáticos pero los oscurantistas eran más difíciles de eludir. Había esperado que las Iglesias se opusieran —después de todo defender la fe era su tarea—, pero algunas de las respuestas intelectualmente más insolventes provinieron de académicos de otras disciplinas. En un debate televisado fui enfrentado a una sacerdotisa de la Iglesia Profunda, un teólogo transicional, un devoto de Marni, la diosa del océano, y un antropólogo de Tia.
—Este descubrimiento no tiene relación real con ningún sistema de creencias —explicó el antropólogo—. Toda verdad es local. Dentro de cada Iglesia Profunda en Ferez, Beatriz es la hija de la Diosa y nosotros somos encarnaciones mortales de los Ángeles que viajamos hasta aquí desde la Tierra. Marni es la creadora suprema en un pueblo costero a unos cuantos miliradianes al sur, y fue Ella quien nos dio a luz aquí. Ir un paso más allá y movernos del dominio de lo espiritual al científico podría terminar «negando» ciertas verdades espirituales… pero del mismo modo, moverse del dominio científico al espiritual demuestra las mismas limitaciones. No somos nada salvo las historias que contamos, y ninguna historia es más grande que otra. —Sonrió benévolamente, la expresión de un padre feliz de darnos a todos sus niños belicosos un trato similar ante un juguete en disputa.
—¿Cuántas culturas —dije— imagina usted que comparten su definición de «verdad»? ¿Cuántas personas usted cree que estarían felices de adorar a una Diosa que está constituida de absolutamente nada salvo el hecho de su fe? —Me volví hacia la sacerdotisa de la Iglesia Profunda—. ¿Es eso suficiente para usted?
—¡No, en absoluto! —Lanzó una mirada irritada hacia el antropólogo—. Guardando el mayor respeto por mi hermano —señaló hacia el devoto de Marni—, no puede hacer una distinción en torno a esta gente que ha sido lo suficientemente feliz como para ser elevada en la fe verdadera, y luego sugerir que el amor y el poder infinito de Beatriz está confinado a ese grupo de gente… ¡como una colección de canciones folclóricas!
El devoto estuvo respetuosamente de acuerdo. Marni había creado las estrellas más distantes, junto con los océanos de Promisión. Tal vez algunas personas La llamaban por otro nombre, pero si todos en este planeta murieran mañana, Ella todavía sería Marni: sin cambios, constante.
—Por supuesto —respondió conciliador el antropólogo—. Pero en contexto y con una perspectiva más amplia…
—Soy perfectamente feliz con una Diosa que reside dentro de nosotros —propuso el teólogo transicional—. Parece… poco modesto esperar más. Y en lugar de irritamos inútilmente acerca de estas preguntas definitivas, deberíamos concentrarnos en asuntos de escala humana.
Me volví hacia él.
—Entonces, ¿realmente le es indiferente si un ser infinitamente poderoso y afable creó todo a su alrededor y planea recibirlo en Sus brazos después de la muerte… o si el universo es un objeto de ruido cuántico que eventualmente se desvanecerá y nos eliminará a todos?
Suspiró profundamente como si le estuviera pidiendo que ejecutara una difícil proeza física para responder.
—Estas cuestiones no me despiertan entusiasmo.
Más tarde, la sacerdotisa de la Iglesia Profunda me llevó a un lado y me susurró:
—Con sinceridad, todos estamos muy agradecidos de que haya desprestigiado ese culto espantoso de la Inmersión. Son una ristra de patanes fundamentalistas y la Iglesia estará mejor sin ellos. ¡Pero no debe cometer el error de pensar que su trabajo tiene algo que ver con los creyentes comunes y civilizados!
Me quedé detrás de la multitud que se había reunido en la playa cerca del estanque natural de piedra, escuchando a dos ancianos que estaban de pie con el agua lechosa hasta los tobillos. Me había tomado cuatro días llegar hasta aquí desde Mitar, pero cuando escuché informes sobre un florecimiento de zooítos que bañaba las playas de la lejana costa norte, decidí venir y ver los resultados por mí mismo. El grupo que estudiaba las zooaminas contrataba un antropólogo para ocasiones parecidas —alguien que también pudiera arreglárselas con nociones tan abrumadoras como la existencia de realidad objetiva y el sustrato bioquímico para el pensamiento humano—, pero Céline estaba con nosotros sólo durante una parte del año y ahora estaba lejos haciendo otra investigación.
—¡Este es un lugar antiguo y sagrado! —recitó un hombre, desplegando sus brazos para abarcar el estanque—. Sólo se necesita observar su forma para comprenderlo. Concentra la energía de las estrellas, del sol y del océano.
—El foco de su poder está allí, en la ensenada —agregó el otro, haciendo un gesto hacia un punto donde el agua podría llegarle hasta las pantorrillas—. Una vez me acerqué demasiado. ¡Estaba perdido en el gran sueño del océano cuando mi amigo vino y me rescató!
Estos hombres no eran devotos de Marni o miembros de alguna otra religión formal. Hasta donde pude saber por los viejos informes de novedades, los florecimientos sucedían cada ocho o diez años y los dos ancianos se habían convertido en «custodios» del estanque hacía más de cincuenta años. Algunos de los pobladores locales trataban todo el asunto como una broma pero otros reverenciaban a los ancianos. Y por un monto pequeño, tanto a los turistas como a los nativos les recitaban unas alabanzas y luego los salpicaban con la poderosa infusión. La evaporación había concentrado las aguas atrapadas del florecimiento; durante unos días, antes de que los zooítos agotaran los nutrientes y murieran en masse en una nube de sulfito de hidrógeno, la amina estaría presente en niveles tan altos como en cualquiera de nuestros cultivos de laboratorio en Mitar.
Mientras observaba a la gente haciendo fila para el ritual, me descubrí tratando de minimizar la posibilidad de que alguien pudiera verse seriamente afectado por esto. Estábamos a plena luz del día, nadie temía por su vida y el galimatías panteísta de los ancianos tenía toda la solemnidad del parloteo de los embaucadores de los mercados callejeros. Su sinceridad circunstancial y el dinero cambiando de manos sería suficiente para socavar todo. Era una trampa para turistas, no una experiencia que cambia la vida.
Cuando terminaron los cánticos, la primera feligresa se arrodilló al borde del estanque. Uno de los custodios llenó una pequeña taza de metal con agua y la arrojó en su rostro. Después de un momento, comenzó a llorar de alegría. Me acerqué, mi estómago estaba tenso. Era lo que ella sabía que se esperaba de ella, nada más. Está participando, no quiere echar a perder la celebración… como los que pretenden que sus pensamientos son leídos por un psíquico de feria.
Luego, los custodios pronunciaron los cánticos frente un hombre joven. Comenzó a balancearse incluso antes de que lo tocaran con el agua; cuando lo hicieron, se quebró en sollozos de alivio que estremecieron todo su cuerpo.
Miré hacia atrás a lo largo de la fila. Había una niña de pie en tercer lugar, mirando alrededor con aprensión; no debía tener más que nueve o diez años. Su padre (presumí) estaba detrás de ella, con la mano sobre su hombro, como si la indujera cortésmente hacia delante.
Perdí interés en hacer de antropólogo. Me abrí paso entre la multitud hasta que alcancé el borde del estanque, entonces me volví para dirigirme a las personas que estaban en la fila.
—¡Estos hombres son farsantes! Aquí no está sucediendo nada misterioso. Puedo decirles exactamente qué hay en el agua: es sólo una droga, una sustancia natural segregada por criaturas que quedan atrapadas cuando las olas se retiran.
Me puse en cuclillas y me dispuse a bañar mi mano en el estanque. Uno de los custodios se precipitó sobre mí y me aferró el puño. Era un anciano, yo podría haber hecho lo que quisiera, pero algunas personas ya estaban abucheando y no quería tener un entredicho con él y comenzar un disturbio. Me aparté, luego hablé otra vez.
—Estudié esta droga durante más de diez años, en la Universidad de Mitar. Está en el agua por todo el planeta. La bebemos, nos bañamos en ella, nadamos en ella todos los días. Pero aquí está concentrada. ¡Si no comprenden lo que están haciendo cuando la usan, esa equivocación puede dañarlos!
El custodio que aferraba mi muñeca comenzó a reír.
—El sueño del océano es poderoso, sí, pero ¡no necesitamos su consejo! ¡Durante cincuenta años, mi amigo y yo hemos estudiado su esencia y sus enseñanzas, hasta que fuimos lo suficientemente fuertes como para pararnos en el agua sagrada! —Hizo un gesto hacia sus pies correosos; no tenía dudas que de su sistema circulatorio era tan pobre que limitaba la dosis a un nivel tolerable.
Estiró su brazo vigoroso hacia mí.
—¡Lárgate a Mitar, provinciano! ¡Lárgate con tus libros y tu máquinas inservibles! ¿Qué puedes saber sobre misterios sagrados? ¿Qué puedes saber sobre el océano?
—Creo que usted no entiende nada.
Entré en el estanque. El hombre comenzó a lamentarse porque mi cuerpo sin purificar contaminaba el agua, pero pasé rápidamente a su lado. El otro custodio vino detrás de mí pero, aunque mis pies estaban blandos después de años de usar zapatos, ignoré los bordes afilados de las piedras y continué caminando hacia la ensenada. Me ayudó la zooamina. Pude sentir la antigua alegría, la antigua paz, el antiguo «amor»; fue un anestésico poderoso.
Miré hacia atrás por sobre mi hombro. El segundo hombre había dejado de perseguirme; pareció que temía sinceramente seguir avanzando.
Me saqué la remera, la hice un bulto y la arrojé sobre una piedra a un lado del estanque. Luego continué vadeando hacia delante, dirigiéndome hacia el foco de poder.
El agua me llegó a las rodillas. Pude sentir mi corazón palpitando más fuerte que en mi infancia. La gente me gritaba desde el borde del estanque: algunos indignados por mi sacrilegio, otros aparentemente preocupados por mi seguridad ante la presencia de fuerzas que estaban más allá de mi control. Sin volverme, grité con toda mi voz:
—¡No hay ningún «poder» aquí! ¡No hay nada «sagrado»! No hay nada aquí salvo una droga…
Los hábitos antiguos sobreviven; al principio casi recé. Por favor, Bendita Beatriz no me permitas recobrar la fe.
Me eché en el agua y dejé que me cubriera la cara. Mi visión se volvió blanca; sentí que estaba abandonando mi cuerpo. El amor de Beatriz fluyó hacia mí y nada había cambiado: Su presencia era tan palpable como siempre, tan innegable como siempre. Supe que era amado, aceptado, perdonado.
Esperé, mirando directamente a la luz, casi aguardando una voz una visión, alucinaciones detalladas. Eso que les había sucedido a algunos de los Inmersos. Tras esto, ¿cómo se puede encontrar el camino de regreso a la cordura?
Pero para mí sólo estaba la emoción misma, abrumadora pero no embellecedora. No se volvió monótona; podría haberme complacido en ella durante días. Pero entonces comprendí que no revelaba más sobre mi lugar en el mundo que la calidez de los rayos de sol sobre la piel. No la volvería a confundir con el toque de una mano real.
Me puse de pie y abrí los ojos. Delante de mí bailaron imágenes retinales violetas. Me tomé un tau para recuperar el aliento y me sentí seguro otra vez. Entonces me volví y comencé a vadear de regreso hacia la orilla.
La multitud se había quedado silenciosa aunque yo no tenía idea de si era por disgusto o por un respeto desaprobador.
—No es sólo aquí —dije—. No es únicamente en el agua. Ahora es parte de nosotros; está en nuestra sangre. —Todavía estaba casi ciego; no podía ver si alguien escuchaba—. Pero en cuanto uno lo reconoce es libre. En cuanto se está preparado para enfrentar la posibilidad de que todo lo que hace que uno se sienta bien, que todo lo que hace que uno se sienta elevado y que llena el corazón de alegría, todo lo que hace que la vida valga la pena… es una mentira, es corrupción, no tiene sentido… entonces nunca se verán sometidos.
Me dejaron alejar caminando indemne. Me volví para observar cómo la fila se formaba nuevamente; la niña ya no estaba allí.
Me desperté sobresaltado, el mismo viejo sueño.
Estaba bajando a mi madre hasta el agua desde la popa de la embarcación. Sus manos estaban atadas, sus pies tenían pesas. Ella estaba asustada, pero confiaba en mí. «Me sacarás si hay problemas, ¿no, Martín?».
Asentí tranquilizadoramente. Pero una vez que se desvaneció bajo las olas, pensé: ¿qué estoy haciendo? Ya no creo en esta mierda.
Así que saqué un cuchillo y comencé a cortar la soga…
Llevé las rodillas hasta mi pecho y en la oscuridad me puse en cuclillas sobre la cama poco familiar. Estaba en un pequeño poblado en la línea del ferrocarril, a medio camino hacia Mitar. A medio camino entre la noche y el amanecer.
Me vestí y salí de la hostería. El centro de la ciudad estaba desierto y el cielo estaba saturado de estrellas. Como en mi hogar. En Mitar todo se desvanecía en una neblina de luz.
Las tres estrellas citadas por varias autoridades como el sol de la Tierra estaban sobre el horizonte. Si no estaban todos equivocados, tal vez viviera para ver la imagen telescópica del planeta. Pero la posibilidad de establecer contacto con los Ángeles —si todavía existía una facción allí afuera, en algún lugar— no me producía nada. Le grité en silencio a las estrellas: ¡su degenerada descendencia no necesita de su ayuda! ¿Por qué deberíamos volver a juntarnos? ¡Vamos a superarlos!
Me senté sobre los escalones al borde de una plaza y cubrí mi cara. Las bravatas no servían de nada. Nada servía de nada. Tal vez si hubiera madurado enfrentando la verdad sería más fuerte. Pero cuando desperté en la noche, sabiendo que mi madre simplemente estaba muerta, que todos los que amaba la seguirían, que también yo me desvanecería en el mismo vacío, sentí como si me enterraran vivo. Fue como estar de nuevo en el agua, atado y con las pesas, con el conocimiento certero de que nadie iba a jalar hacia arriba.
Alguien puso una mano sobre mi hombro. Levanté la vista sobresaltado. Era un hombre de mi misma edad. Sus modos no eran amenazantes; parecía ligeramente cauto conmigo.
—¿Necesitas un techo? Puedo dejarte entrar en la Iglesia si quieres. —Había un carrito atestado con elementos de limpieza a poca distancia detrás de él.
Negué con la cabeza.
—No es el frío. —Estaba demasiado perturbado para explicarle que tenía una habitación perfectamente buena muy cerca—. Gracias.
Mientras se alejaba caminando lo llamé.
—¿Cree en la Diosa?
Se detuvo y me contempló durante un momento, como si estuviera tratando de decidir si ésta era una pregunta con doble intención, como si yo hubiese sido enviado por los feligreses locales para examinar su solidez teológica. O tal vez él sólo quería ser diplomático con alguien lo suficientemente desesperado como para estar sentado en la plaza del poblado en medio de la noche, pidiéndole consuelo a un extraño. Negó con la cabeza.
—Cuando era niño sí. Después no. Era una idea atractiva… pero sin sentido.
Me miró escéptico, todavía inseguro de mis motivos.
—Entonces, ¿la vida no es insoportable? —dije.
—No todo el tiempo —rió.
Regresó a su carrito y comenzó a conducirlo hacia la Iglesia. Permanecí en la escalera a la espera del amanecer.
Fin de «Oceánico»