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Tras la muerte de mi madre mi fe continuó cediendo terreno, sin siquiera altibajos. La mayor parte del contenido doctrinario se cayó dejando detrás el férreo corazón de la fe, mucho más fácil de defender. No importaba si las Escrituras eran supersticiones insensatas o si la Iglesia estaba llena de idiotas e hipócritas; Beatriz todavía era Beatriz del mismo modo en que el cielo todavía era azul. Cuando escuchaba discusiones entre ateos y creyentes, con creciente frecuencia me descubría del lado de los ateos, no porque aceptara sus conclusiones sino porque eran mucho más honestos que sus oponentes. Tal vez los sacerdotes y teólogos que discutían con ellos tuvieran el mismo tipo de experiencia de la Diosa, directa y personal, que tuve yo, o tal vez no, tal vez sólo necesitaban creer con desesperación. Pero nunca revelaban la auténtica fuente de su convicción; en su lugar, sólo realizaban ridículos intentos de «probar» la existencia de la Diosa a partir del registro histórico, o de la biología, la astronomía o las matemáticas. Daniel había estado en lo correcto cuando tenía quince años —no se podía demostrar nada semejante— y escuchar a estas personas retorcer la lógica me incomodaba.

Me sentí culpable cuando dejé a mi padre trabajando con una persona contratada, y todavía más culpable cuando se mudó a la embarcación de Daniel un año más tarde, pero sabía cuán molesto se hubiera puesto si pensaba que abandonaba mi carrera para ayudarle. A veces esto era lo único que me mantenía en Mitar: incluso, cuando lo único que quería era largar todo y volver para tirar redes, temía que mi decisión fuera mal interpretada.

Me tomó tres años completar mi tesis sobre la migración de zooítos en el amanecer de la ecopoiesis. Mi hipótesis original, que las especies de agua dulce habían vuelto a habitar la capa superior del océano, resultó ser falsa. Los zooítos no tenían genes, sólo familias de enzimas que se resintetizaban la una a la otra después de la división de células, pero la comparación de estas moléculas hereditarias mostró que, más que la lluvia trayendo nueva vida desde el cielo, las especies que habitaban en la región más profunda del océano se habían acercado continuamente a la superficie a medida que las creaciones de los Ángeles agotaban el oxígeno del agua. Eso no hubiese sido una sorpresa si las mismas técnicas no hubiesen mostrado también que varias especies encontradas en agua de río eran parientes muy cercanos de las que vivían en la superficie. Pero estas especies de agua dulce no eran los antepasados de nadie; eran las migraciones más recientes. Los zooítos, que habían pasado mil millones de años confinados en las profundidades, de pronto eran capaces de sobrevivir (y reproducirse y mutar) más cerca de la superficie que nunca y, cuando tropezaron con una mutación que los hizo crecer ante la presencia de oxígeno, quedaron en posición de hacer uso de él. La ecopoiesis pudo haber conducido a la extinción de otros organismos, pero la invasión de la Tierra había permitido que estas antiguas especies del fondo del océano ascendieran en busca de una ocupación largamente demorada. De manera intencional o no, los Ángeles habían puesto en movimiento la secuencia de hechos que las había liberado del océano para colonizar el planeta.

Entonces demostré que estaba equivocado y obtuve mi graduación: llegué a ser famoso en un círculo de pares tan pequeño que, de un modo u otro, todos nos conocíamos. No se abrieron enormes territorios nuevos ante mí. Todo lo que se hacía en biología nativa rápidamente se convertía en un callejón sin salida académico; siempre sospeché que sería así, pero no había trabajado duramente durante tanto tiempo para terminar en nada.

Durante los siguientes tres años me aferré a la solución más fácil: asistir a Barat en su propia investigación, aceptando tareas de enseñanza que no quería nadie. La mayoría de los otros estudiantes de Barat se movieron hacia cuestiones más interesantes, y me sentía cada vez más solo en Mitar. Pero no importaba, tenía a Beatriz.

A los veinticinco años pude ver mi futuro con claridad. Mientras otras personas descifraban —y trabajaban a partir de— la herencia de los Ángeles, yo miraba a la distancia, ocupándome inútilmente de las muestras de agua marina de las que eran removidos todos los contaminantes Angélicos con minuciosidad.

Por fin, cuando ya casi era demasiado tarde, tomé la decisión de quemar las naves. Barat había sido bueno para mí, pero él nunca esperó que la lealtad llegara al martirio. Hacia fines de año se realizaría en Tia una conferencia sobre microbiología biecológica (nativa y Angélica), probablemente el último acontecimiento de su tipo. No tenía resultados nuevos para presentar pero no sería difícil encontrar una excusa plausible para asistir y éste sería el lugar ideal para buscar un destino nuevo. Mi gran descubrimiento sobre los zooítos no se habría perdido por completo en la amplia comunidad de biólogos. Podría tratar de reavivar su recuerdo. No tenía dudas de que sumaría puntos si me ofreciera para dormir con alguien; escrúpulos éticos aparte, mi puente seguramente estaba juntando polvo.

Y entonces tal vez, de nuevo, fuera feliz. Tal vez me convirtiera en un colega librelandés Inmerso que terminaba en una posición de poder, y todo lo que tenía que hacer era prometer que mi trabajo estaría dedicado a engrandecer la gloria de Beatriz.

Tia era una ciudad de diez millones de personas en la costa este. Las torres nuevas se elevaban al lado de las estructuras abandonadas del tiempo de los Ángeles, gigantescas máquinas estropeadas que pudieron jugar un papel en la ecopoiesis. Era demasiado grande y orgulloso para quedarme con la boca abierta como un niño pero toda mi provinciana sofisticación me llevaba a eso. Los domos y cilindros eran veinte veces más grandes que las ilustraciones impresas en el techo del monasterio en mi hogar. No tenían imágenes de Beatriz; nada producido por los Ángeles las tenía. Pero, ¿por qué lo harían? Eran anteriores a Su muerte.

La universidad, en las afueras de Tia, tenía un tercio del tamaño de la misma Mitar. Un tren subterráneo rodeaba el campus; los estudiantes que viajaban miraron con incredulidad mis ropas carentes de estilo. Dejé mi equipaje en el dormitorio y me dirigí directamente al centro de conferencias. Barat prefirió no venir, tal vez no quiso ser testigo del entierro público de su campo de investigación. Eso me hizo las cosas más fáciles; estaría libre para buscar una nueva carrera sin restregárselo por la cara.

Los últimos agregados al programa aparecían en una pantalla en la entrada principal. Casi pasé sin verla, ya había decidido a qué charlas asistiría. Pero cuando había dado tres pasos, un título que había atisbado tomó forma en el centro de mi mente y tuve que retroceder para asegurarme de que no me lo había imaginado.

Carla Reggia: «Efectos eufóricos de las excreciones de Z/12/80»

Me quedé allí sonriendo con incredulidad. Reconocía el nombre de la disertante y de sus colaboradores pero nunca había tenido oportunidad de encontrarlos. Si esto no era una broma… ¿qué habían hecho? ¿Los disecaban y los filmaban, y trataban de presentarlo como una investigación? Z/12/80 era uno de «mis» zooítos, uno de los que salieron del océano; el aire y el agua de Tia estaban saturados de ellos. Si sus excreciones eran eufóricas, la ciudad entera estaría en estado de exultación.

Supe, en un instante, lo que habían descubierto. Lo había sabido mucho antes de que lo admitiera. Fui a la conferencia con la cabeza llena de bromas sobre redomas culturales descuidadas llenas de productos psicotrópicos fallados, pero durante dos días completos había estado fortaleciéndome para enfrentar la verdad, buscando formas de restarle importancia.

El Z/12/80, había explicado Carla, excretaba entre sus productos una amina que era capaz de ligar los receptores de nuestros cerebros diseñados por los Ángeles. Puesto que había sido demostrado por otros investigadores (nadie me reconoció; nadie me echó siquiera una mirada) que el Z/12/80 no existía en tiempos de la ecopoiesis, esta interacción casi seguramente no había sido planificada ni anticipada. Hasta que los arqueólogos y neuroquímicos determinen cuál era su rol, si tuvo alguno la llegada de esta sustancia al medio ambiente pudo jugar un papel en el colapso de la cultura primitiva. Pero durante los últimos quince o dieciocho mil años, hemos estado nadando en ella. Dado que todavía tenemos un espectro amplio de estados de ánimo negativos, probablemente seamos capaces de compensar su presencia regulando el descenso de la secreción de la molécula endógena que fue diseñada para unirse al mismo receptor. Sin embargo, ésa es sólo una conjetura. Los efectos precisos que podría provocar en cada individuo al que se le suministre, de modo experimental y en condiciones distintas, es una cuestión que será de gran interés para los investigadores con la experiencia y preparación adecuadas.

Me dije que no estaba inquieto. Beatriz actuaba sobre el mundo a través de las leyes de la naturaleza; hace tiempo que dejé de creer en los milagros sobrenaturales. El hecho de que ahora alguien hubiese identificado la manera en que Ella había actuado sobre mí, aquella noche en el agua, no cambiaba nada.

Insistí con mis intentos para ser contratado. En la conferencia todo el mundo hablaba del descubrimiento de Carla y, cuando finalmente se estableció la relación con mi trabajo, los ojos de mis interlocutores dejaron de ensombrecerse a mitad de nuestras conversaciones. En los siguientes tres días recibí varias ofertas, todas relacionadas con investigación en la bioquímica zooíta. Ahora no había ningún tipo de cuestionamiento acerca de dejar de lado el tema y escapar hacia el mundo más ancho de la biología Angélica. Incluso un hombre se me acercó y me dijo directamente:

—Usted es un librelandés y sabe que los antepasados del Z/12/80 viven en número mucho mayor en el océano. ¿No cree que la exposición oceánica puede ser la clave para comprender esto? —Rió—. Me refiero a que nadó en esa materia cuando era niño, ¿no? Y parece haberla atravesado indemne.

—En apariencia.

En mi última noche en Tia no pude dormir. Contemplaba la oscuridad de la habitación, observando las chispas grises bailar delante de mí. (¿Contaminantes en el humor acuoso? ¿Ruido eléctrico en la retina? Una vez escuché la explicación pero ya no podía recordarla).

Recé a Beatriz en la lengua de los Ángeles; todavía sentía Su presencia tan fuerte como siempre. Claramente, el efecto no era una cuestión de dosis o absorción subcutánea; simplemente nadar en el océano a la profundidad apropiada no era suficiente para convertir a alguien en un Inmerso. Pero en combinación con la tensión del agotamiento del oxígeno y todas las construcciones psicológicas que me había dado Daniel, el impacto de las secreciones de zooítos debía haber conducido ciertos subsistemas neuroendocrinos hacia terrenos nuevos, o a terrenos viejos pero por un nuevo camino. Paz alegría, contención, la sensación de ser amado no eran emociones desconocidas. Pero al producirse un cortocircuito en la práctica usual del cerebro de sumar estos sentimientos sólo en las ocasiones en los que había motivos para ello fui «bendecido con el amor de Beatriz». Recibía felicidad a pedido.

Y todavía la poseía. Esa era la parte más misteriosa. Incluso mientras descansaba en la oscuridad, a punto de racionalizar todo lo que había vivido, mi habilidad para hacer funcionar este mecanismo estaba tan arraigada que me sentí tan amado y bendecido como siempre.

Tal vez Beatriz me estaba ofreciendo otra oportunidad, aclarándome que todavía no había perdonado esta blasfemia y dándome nuevamente la bienvenida. Pero, ¿por qué creí que había alguien que debía «perdonarme»? No se puede razonar el camino hasta la Diosa; sólo es una cuestión de fe. Y ahora sabía que la fuente de mi fe era un accidente sin sentido, un efecto colateral no anticipado de la ecopoiesis.

Todavía tenía una oportunidad. Todavía podía decidir que el amor de Beatriz era inmune a toda lógica, una fuerza más allá de la comprensión, intocable por evidencias de cualquier tipo.

No, no puedo. Había estado haciendo excepciones por Ella durante mucho tiempo. Todos vivían con criterios dobles, pero yo había llevado los míos tan lejos como podían ir.

Comencé a reír y lloriquear al mismo tiempo. Era casi inimaginable los millones de personas que habían sido engañados de la misma manera. Todos a causa de los zooítos, y… ¿qué? ¿Un librelandés zambulléndose por placer que tropezó con una experiencia extraña y nueva? Luego la repitieron decenas de miles, generación tras generación… hasta que un hombre o mujer cualquiera había conferido sentido a la novedad. Alguien que había necesitado tanto sentirse amado y protegido que la ilusión de una presencia real más allá de la emoción en bruto fue imposible de resistir. O alguien que había necesitado con desesperación creer que, a pesar del descubrimiento de que los Ángeles también eran mortales, la Muerte todavía podía ser derrotada.

Me sentía feliz: había nacido en una era de moderación. No había matado en nombre de Beatriz. No había sufrido por mi fe. No tenía ninguna duda de que había sido mucho más feliz durante los últimos quince años de lo que hubiera sido si le hubiera dicho a Daniel que arrojara su soga y las pesas al agua sin mí.

Pero eso no cambiaba el hecho de que el corazón de todo había sido una mentira.

Desperté al amanecer, la cabeza me palpitaba tras unos pocos kilotau de sueño. Cerré los ojos y busqué Su presencia, como había hecho miles de veces antes. Cuando despertaba por la mañana y miraba en mi corazón, Ella estaba allí sin falta, ofreciéndome fuerza y orientación. Cuando descansaba en la cama por la noche no temía nada, porque sabía que Ella estaba observándome.

Salí torpemente de la cama, sintiéndome un asesino, preguntándome cómo viviría con lo que había hecho.