3

De acuerdo a las Escrituras, los océanos de la Tierra eran sacudidos por tormentas y estaban llenos de criaturas peligrosas. Pero en Promisión los océanos eran tranquilos y los Ángeles no crearon nada en la ecopoiesis que pudiera dañar sus encarnaciones mortales. Los cuatro continentes y los cuatro océanos fueron concebidos acogedores por igual, y así como los hombres y las mujeres eran indistinguibles a los ojos de la Diosa, también lo eran los librelandeses y los firmelandeses. (Algunos comentaristas insistían en que esto era literalmente verdad: la Diosa prefirió cegarse a Sí Misma sobre el lugar donde vivíamos, y también sobre si habíamos nacido con o sin pene. Me parecía una idea maravillosa aunque no podía comprender la logística que implicaba).

Había escuchado que ciertas sectas oscuras enseñaban que la mitad de los Ángeles encarnó como un pueblo que podía vivir en el agua y respirar bajo la superficie, pero luego la Diosa lo destruyó porque se burló de la muerte de Beatriz. Ninguna iglesia legítima tomaba esta noción con seriedad y los arqueólogos no encontraron ningún rastro de estos míticos primos condenados. Los humanos eran humanos, sólo había un tipo. Los librelandeses y los firmelandeses incluso se podían casar entre ellos… si podían ponerse de acuerdo en dónde vivir.

Cuando yo tenía quince años, Daniel se comprometió con Agnes del Grupo de Oración. Tenía sentido: les ahorraría las explicaciones y argumentos sobre la Inmersión que tendrían que haber enfrentado con parejas que no estaban consagradas. Agnes era una librelandesa, por supuesto, pero una rama importante de su familia, y una más pequeña de la nuestra, eran firmelandeses, así que tras largas negociaciones se decidió que el casamiento se llevaría a cabo en Ferez, una ciudad costera.

Fui con mi padre a recoger un casco para ser equipado como la embarcación de Daniel y Agnes. La criadora, Diana, tenía una hilera de seis cascos maduros y mi padre insistió en caminar sobre sus lomos para examinar personalmente cada una de sus imperfecciones.

Para cuando alcanzamos el cuarto yo había perdido la paciencia. Murmuré:

—Lo que importa es la piel que está por debajo. —Era verdad, no se puede decir mucho sobre las condiciones generales de un casco desde arriba, unas pocas y diminutas imperfecciones sobre la línea de flotación no merecen ser objeto de preocupación.

Mi padre asintió pensativamente.

—Es verdad. Mejor métete en el agua y revisa la parte inferior.

—No voy a hacer eso. —¿Por qué simplemente no podíamos confiar en que la mujer nos estaba vendiendo un casco saludable por un precio decente? Esto ya era muy embarazoso.

—¡Martín! Es por la seguridad de tu hermano y de tu cuñada.

Miré brevemente a Diana para mostrarle dónde estaban mis simpatías, luego me saqué la camisa y me zambullí. Nadé bajo la superficie hasta el último casco de la fila, luego me sumergí para quedar debajo. Comencé el trabajo con perversa minuciosidad, recorriendo con los dedos cada nanoradián cuadrado de piel. Estaba decidido a fastidiar a mi padre al tomarme más tiempo de lo que él quería, y también a impresionar a Diana al examinar los seis cascos completos sin salir a buscar aire.

Un casco no equipado flota más arriba en el agua que una embarcación llena de muebles y otras cosas, pero me sorprendí al descubrir que aún a la sombra de la criatura había suficiente luz como para ver la piel con claridad. Después de un rato comprendí que, paradójicamente, esto se debía a que el agua estaba ligeramente más enturbiada que lo habitual y no importaba qué eran esas diminutas partículas pero esparcían la luz del sol por las sombras.

Moviéndome a través del agua cálida y brillante, sintiendo el amor de Beatriz más intensamente de lo que lo había sentido en mucho tiempo me resultó imposible continuar enojado con mi padre. El quería el mejor casco para Daniel y Agnes, y así lo hice. En cuanto a impresionar a Diana… ¿Por qué me estaba engañando? Ella era una mujer adulta, al menos tan grande como Agnes, y era altamente improbable que me viera como algo más que un niño. Para cuando terminé con el tercer casco me estaba sintiendo corto de aire, así que salí a la superficie e informé alegremente:

—¡No hay imperfecciones hasta ahora!

Diana me sonrió.

—Tienes buenos pulmones.

Los seis cascos estaban en perfectas condiciones. Terminamos llevándonos el que estaba al final de la fila porque era el más fácil de separar.

Ferez estaba construida en la desembocadura de un río, pero los muelles estaban a cierta distancia corriente arriba. Eso ayudó para que nos preparáramos; el gradual amortiguamiento de las olas fue una transición mucho más tranquila que la que habría sido pasar inmediatamente del mar a la tierra. Cuando salté del muelle a la costanera, sin embargo, fue como chocar con algo masivo y resistente, la piedra del planeta. Había estado en tierra dos veces, en ambas ocasiones durante menos de un día. Las celebraciones del casamiento durarían diez días, pero al menos todavía podríamos dormir en la embarcación.

Mientras los cuatro caminábamos por las calles atestadas dirigiéndonos hacia el salón ceremonial donde tendría lugar todo menos el sacramento del matrimonio, contemplé con mi mirada extranjera todo lo que tenía ante mi vista. Casi nadie iba descalzo como nosotros, y después de unos cuantos centenares de tau de caminar sobre el pavimento de piedra comprendí el motivo: era mucho más irregular que cualquier cubierta. Nuestras ropas eran diferentes, nuestra piel era más oscura, nuestro acento era innegablemente extranjero… pero nadie nos miró dos veces. Los librelandeses difícilmente fueran una novedad aquí. Eso me volvió todavía más consciente de mí mismo; la curiosidad que yo sentía no era mutua.

En el salón me uní a los preparativos, principalmente para empujar muebles bajo las directrices de uno de los tiránicos tíos de Agnes. Fue un tipo nuevo de conmoción ver tantos librelandeses juntos en este medio ambiente extraño, y fue todavía más singular cuando comprendí que no podía distinguir fácilmente a los firmelandeses que estaban entre nosotros; no había una línea divisoria en la apariencia física, ni siquiera en la vestimenta. Comencé a sentirme ligeramente culpable; si la Diosa no podía ver la diferencia, ¿por qué yo estaba persiguiendo esas marcas?

Al mediodía comimos todos fuera, en un jardín detrás del salón. La hierba era suave pero hacía que me picaran los pies. Daniel había salido para probarse las ropas del casamiento y mis padres estaban llevando adelante alguna tarea importante; sólo reconocía a un puñado de las personas que me rodeaban. Me senté a la sombra de un árbol pretendiendo pasar desapercibido gracias al tamaño enorme y a la bizarra anatomía del vegetal. Me pregunté si tomarían una siesta; no me podía imaginar durmiendo sobre la hierba.

Alguien se sentó a mi lado, me volví.

—Me llamo Lena. Prima segunda de Agnes.

—Soy el hermano de Daniel, Martín. —Vacilé, luego le ofrecí mi mano; ella la tomó sonriendo ligeramente. Incómodo, esa mañana había besado a una docena de extraños, todos futuros parientes lejanos, pero esta vez no me atreví.

—El hermano del novio haciendo trabajo raso como los demás. —Sacudió la cabeza con admiración fingida.

Con desesperación traté de dar una respuesta ingeniosa pero si fracasaba en la tarea sería aún peor que ser simplemente aburrido.

—¿Vives en Ferez?

—No, en Mitar. Tierra adentro. Nos estamos quedando en lo de mi tío. —Puso mala cara—. Junto con otras diez personas. Sin privacidad. Es horrible.

—Para nosotros es fácil —dije—. Trajimos nuestra casa. —Idiota. Como si ella no lo supiera.

Lena sonrió.

—No he estado en una embarcación en muchos años. En algún momento me tienes que llevar a dar una vuelta.

—Por supuesto. Me sentiré feliz de hacerlo. —Yo sabía que ella lo decía sólo por hablar; nunca aceptaría el ofrecimiento.

—¿Son solamente Daniel y tú? —dijo.

—Deben sentirse cerca.

Me encogí de hombros.

—¿Y tú?

—Dos hermanos. Ambos más jóvenes. Ocho y nueve. Están muy bien, supongo. —Dejó descansar su mentón sobre una mano y me miró directamente con serenidad.

Aparté la vista, desconcertado por algo distinto a las ilusiones que me podía llegar a hacer con lo que sugería esa mirada. A menos que sus padres hubieran sido muy jóvenes cuando ella nació, no parecía probable que tuvieran planes de tener más hijos. Entonces, ¿un número impar en la familia significaba que había muerto uno o que la costumbre de números iguales de hijos correspondiendo a cada uno de los padres no se seguía donde ella vivía? Estudié la región hacía menos de un año pero tengo muy mala memoria para estas cosas.

—Parecías tan solo —dijo Lena—, aquí afuera.

Me volví hacia ella, sorprendido.

—Nunca estoy solo.

—¿No?

Pareció genuinamente curiosa. Abrí mi boca para contarle sobre Beatriz pero cambié de opinión. Las pocas veces que había contado algo a mis amigos —amigos normales, no Inmersos—, lo lamenté. Nadie se había reído pero se habían sentido evidentemente incómodos con la revelación.

—Mitar tiene un millón de habitantes, ¿no? —dije.

—Sí.

—Un área del océano del mismo tamaño tiene una población de diez.

Lena frunció el ceño.

—Eso es algo demasiado complicado para mí, me temo. —Se puso de pie—. Pero tal vez se te ocurra una forma de expresarlo en que pueda comprenderla hasta un firmelandés. —Levantó una mano en gesto de despedida y se alejó.

—Tal vez lo haga —dije.

El casamiento tuvo lugar en la Iglesia Profunda de Ferez, una nave espacial construida con piedra, vidrio y madera. Casi parecía una parodia de las iglesias a las que asistía, aunque probablemente fuera más parecida a la nave auténtica de los Ángeles que cualquier cosa construida con cascos vivos.

Daniel y Agnes estaban de pie ante el sacerdote, bajo el ápice del edificio. Los parientes más cercanos estaban detrás de ellos en dos filas en ángulo a cada lado. Mi padre —la madre de Daniel— estaba primero en nuestra fila, seguido por mi propia madre, y luego estaba yo. Eso me situaba al mismo nivel que Raquel, quien me echaba miradas de desprecio. Tras mi aventura fallida, eventualmente nos dejaron viajar a Daniel y a mí nuevamente a las reuniones del Grupo de Oración, pero antes de que pasara un año había perdido interés en ellas, y poco después dejé de ir a la iglesia. Beatriz estaba conmigo constantemente y ninguna reunión o ceremonia podía acercarme más a Ella. Sabía que Daniel desaprobaba esta actitud pero no me dio ningún sermón sobre el tema, y mis padres aceptaron mi decisión sin protestar. Si Raquel creía que yo era un apóstata, ése era su problema.

—¿Quién de ustedes trae un puente a este matrimonio? —preguntó el sacerdote.

—Yo —dijo Daniel. En la ceremonia transicional no se pregunta eso; en verdad, no le incumbe a nadie… y en cierto sentido la pregunta es casi sacrílega. Sin embargo, los teólogos de la Iglesia Profunda habían logrado explicar inconsistencias doctrinarias mucho más grandes que esta, así que ¿quién era yo para discutir?

—Daniel y Agnes, ¿declaran solemnemente que este puente será el lazo de vuestra unión hasta la muerte, y que no será compartido con ninguna otra persona?

—Lo declaramos solemnemente —respondieron juntos.

—¿Declaran solemnemente que compartirán este puente, así como lo harán con cada alegría y con cada carga del matrimonio?

—Lo declaramos solemnemente.

Mi mente se extravió; pensé en los padres de Lena. Tal vez uno de los hijos de la familia fuera adoptado. Hasta ahora Lena y yo nos habíamos arreglado para escabullirnos hasta la embarcación tres veces, a primera hora de la tarde mientras mis padres estaban afuera. Hacíamos cosas que nunca había hecho con nadie, pero sin embargo no tenía valor para preguntarle sobre algo tan personal.

El sacerdote dijo:

—Ante los ojos de la Diosa ahora son uno. —Mi padre comenzó a sollozar quedamente. Sentí emociones contradictorias mientras Daniel y Agnes se besaban. Perdía a Daniel pero estaba contento de tener, por fin, la oportunidad de vivir sin él. Y quería que fuera feliz —ya estaba celoso de su felicidad— pero, al mismo tiempo, el pensamiento de casarme con alguien como Agnes me producía claustrofobia. Era agradable, devota y generosa. Ella y Daniel se cuidarían entre sí, y a sus hijos también. Pero ninguno presentaba ni siquiera un pequeño desafío a las creencias más arraigadas del otro.

Esta fórmula para la armonía me aterrorizaba. Y lo que más temía era que Beatriz la aprobara y deseara lo mismo para mí.

Lena puso su mano sobre la mía y empujó mis dedos más profundo dentro de ella, jadeando. Estábamos sentados en mi litera, cara a cara, mis piernas estiradas, las de ella arqueadas sobre las mías.

Deslizó la palma de la otra mano sobre mi pene. Me incliné sobre ella y la besé, moviendo mi dedo sobre el lugar que me había mostrado, su sacudida nos estremeció a ambos.

—¿Martín?

—¿Qué?

Me acarició con la yema de un dedo; de alguna manera era mejor que tener la mano entera envolviéndome.

—¿Quieres venir dentro de mí?

Negué con la cabeza.

—¿Por qué no?

Continuó moviendo el dedo, recorriendo la misma línea; apenas podía pensar. ¿Por qué no?

—Podrías quedar embarazada.

Se rió.

—No seas estúpido. Puedo controlar eso. Aprenderás, también. Es sólo una cuestión de experiencia.

—Usaré la lengua —dije—. Eso te gusta.

—Lo sé. Pero quiero algo más. Y tú también. Te lo aseguro. —Sonrió implorante—. Será agradable para los dos, te lo prometo. Más agradable que cualquier cosa que hayas hecho en tu vida.

—No apuestes por eso.

Lena hizo un murmullo de incredulidad mientras que su pulgar recorría la base de mi pene.

—Sé que no has penetrado a nadie. Pero no es algo de lo que tengas que avergonzarte.

—¿Quién dijo que estoy avergonzado?

Ella asintió con seriedad.

—Está bien. Asustado.

Liberé mi mano y me di un golpe en la cabeza con la litera de encima. La antigua litera de Daniel.

Lena se estiró y apoyó su mano sobre mi mejilla.

—No puedo —dije—. No estamos casados.

—Me dijeron que habías dejado todo eso.

—¿Todo qué?

—La religión.

—Entonces estás mal informada.

—Los ángeles hicieron nuestros cuerpos para esto. ¿Cómo puede haber algo pecaminoso en eso? —Recorrió con su mano desde mi cuello hasta mi pecho.

—Pero el puente significa que… —¿Qué? Todas las Escrituras decían que su significado era la unión de hombres y mujeres, en igualdad. Y todas las Escrituras decían que la Diosa no podía separar a hombres y mujeres, pero en la Iglesia Profunda, a la vista de Dios, el sacerdote había hecho que Daniel reclamara prioridad. Entonces, ¿por qué debería preocuparme por lo que pensara un sacerdote?

—Está bien —dije.

—¿Estás seguro?

—Sí. —Tomé su cara en mis manos y comencé a besarla. Después de un momento, se estiró hacia abajo y me guió hacia su interior. El estremecimiento de placer casi me hizo acabar, pero de alguna manera me contuve. Cuando disminuyó el riesgo de que sucediera, entrelazamos nuestros brazos en tomo al cuerpo del otro y nos mecimos lentamente.

No fue mejor que mi Inmersión pero fue parecido a ser bendecido por Beatriz. Y mientras nos movíamos en los brazos del otro creció en mí la decisión de pedirle a Lena que nos casáramos. Ella era inteligente y fuerte. Cuestionaba todo. No me importaba que fuera firmelandesa, podíamos encontrarnos a mitad de camino, podíamos vivir en Ferez. Sentí que eyaculaba.

—Perdón.

—Está muy bien —susurró—. Está muy bien. Sigue moviéndote. —Todavía tenía una erección; nunca me había sucedido antes. Podía sentir sus músculos apretando y liberando rítmicamente al compás de nuestro movimiento y sus lentas exhalaciones. Entonces gritó y hundió sus dedos en mi espalda. Traté de deslizarme afuera de ella otra vez, pero fue imposible: ella me aferraba con fuerza. Era esto. No había vuelta atrás.

Ahora estaba asustado.

—Yo nunca… —Las lágrimas se vertían desde mis ojos, traté de apartarlas.

—Lo sé. Y sé que es intimidante. —Me abrazó más fuerte—. Sólo siéntelo. ¿No es maravilloso?

Ya no era consciente de la falta de movimiento de mi pene, pero había un líquido ardiente corriendo a través de mi ingle, olas de placer se extendían profundamente.

—Sí —dije—. ¿Es así para ti?

—Es diferente. Pero también es muy bueno. Muy pronto lo descubrirás por ti mismo.

—No había pensado en eso —confesé.

—Tienes toda una vida nueva delante de ti, Martín —rió tontamente Lena—. No sabes lo que te estás perdiendo.

Me besó, y luego comenzó a apartarse. Grité de dolor y se detuvo.

—Lo siento. Lo haré más lentamente. —Extendí la mano para tocar el lugar donde nos habíamos unido, un hilo de sangre corría desde la base de mi pene.

—¿No irás a desmayarte sobre mí? —dijo Lena.

—No seas estúpida —sin embargo me sentí mareado—. ¿Y si no estoy listo todavía? ¿Y si no puedo hacerlo?

—Entonces perderé mi manija en unos centenares de tau. Los Ángeles no eran tan estúpidos.

Ignoré esta blasfemia, aunque no era sólo que los Ángeles no fueron los que diseñaron nuestros cuerpos… fue Beatriz Misma.

—Promete que no usarás un cuchillo —dije.

—Eso no es divertido. Es algo que le pasa de verdad a la gente.

—Lo sé —besé su espalda—. Creo que…

Lena extendió las piernas ligeramente y sentí que el carozo se rompía dentro de mí. La sangre fluyó cálida desde mi ingle pero el dolor había cambiado de una amenaza de daño a simple afecto, mi sistema nervioso ya no registraba la lesión.

—¿Lo sientes? —le pregunté a Lena—. ¿Es parte de ti?

—Todavía no. Tomará un rato hasta que se formen las conexiones. —Pasó sus dedos sobre mis labios—. ¿Puedo quedarme dentro de ti hasta que se formen?

Asentí feliz. Ya no me preocupaba por las sensaciones, era sólo la contemplación del milagro de ser capaz de dar una parte de mi cuerpo a Lena como algo maravilloso. Hacía tiempo había estudiado los detalles fisiológicos, todo desde el intercambio de nutrientes al sistema inmunológico independiente del órgano —y sabía que Beatriz había empleado muchas de las mismas técnicas para el puente que había usado con la gestación de embriones— pero ser testigo de Su ingenio, que funcionaba tan dramáticamente en mi propia carne, era a la vez estremecedor y muy emotivo. Sólo dar a luz podía llevarme más cerca de Ella que esto.

Sin embargo, cuando por fin nos separamos, no estaba muy preparado para ver lo que apareció.

—¡Oh, es desagradable!

Lena sacudió la cabeza, riendo.

—Las nuevas siempre parecen un poco… incrustadas. La mayor parte de la materia te la quitarás lavándote, y el resto se caerá en unos kilotau.

Junté la sábana para pasarle un quitamanchas, luego toque ligeramente mí —su— pene. Mi vagina recientemente formada había dejado de sangrar, pero entonces comprendí cuanto revoltijo habíamos hecho.

—Tengo que limpiar esto antes de que regresen mis padres. Puedo ponerla a secar por la mañana, después de que se hayan ido, pero si no la lavo ahora la olerán.

Nos limpiamos lo suficiente como para ponemos los pantaloncitos, luego Lena me ayudó a llevar la sábana a la cubierta, meterla en el agua con los ganchos de lavandería. Las fibras de la sábana usarían los nutrientes del agua para potenciar el proceso de autolimpieza.

Los muelles estaban desiertos, la mayor parte de las embarcaciones próximas pertenecían a personas que vinieron para el casamiento. Dije a mis padres que estaba demasiado cansado para quedarme a las celebraciones; esta noche continuarían hasta el amanecer, aunque Daniel y Agnes probablemente partirían hacia medianoche. Para hacer lo que Lena y yo acabábamos de hacer.

—¿Martín? ¿Estás temblando?

No se ganaría nada con demorarlo. Antes de que me abandonara lo que me quedaba de valentía dije:

—¿Te casarás conmigo?

—Qué gracioso. Oh… —Lena tomó mi mano—. Discúlpame, nunca sé cuándo estás haciendo bromas.

—Intercambiamos el puente —dije—. No importa que primero no estuviéramos casados, pero las cosas serán más fáciles si seguimos las convenciones.

—Martín…

—O podríamos vivir juntos, si es lo que quieres. No importa. Ya estamos casados a los ojos de Beatriz.

Lena se mordió un labio.

—Yo no quiero vivir contigo.

—Podría mudarme a Mitar. Podría conseguir un trabajo.

Lena sacudió la cabeza, todavía sosteniendo mi mano. Dijo con firmeza:

—No. Sabes, antes de que hiciéramos algo, comprendías qué significaba. No quiero casarme, y no quiero casarme contigo. ¡Termínala!

Liberé mi mano y me senté sobre la cubierta. ¿Qué hice? Pensé que tenía la bendición de Beatriz, pensé que éste era Su plan… pero me había estado engañando.

Lena se sentó a mi lado.

—¿Qué es lo que te preocupa? ¿Que lo descubran tus padres?

—Sí. —Eso era lo menos importante, pero parecía inútil tratar de explicar la verdad. Me volví hacia ella.

—¿Cuándo podríamos…?

—Por lo menos no durante diez días. Y después de la primera vez a veces es más largo.

Sabía eso, pero había tenido la esperanza de que su experiencia contradijera mi conocimiento teórico. Diez días. Ambos nos habríamos ido para entonces.

—¿Qué piensas —dijo Lena—, que ya no te podrás casar? ¿Cuántos casamientos te imaginas que involucran el puente con el que nació uno de los miembros de la pareja?

—Nueve de diez. A menos que ambos sean mujeres.

Lena me echó una mirada que quedó suspendida entre la ternura y la incredulidad.

—Mi cálculo es uno de cinco.

Sacudí la cabeza.

—No me importa. Intercambiamos el puente, tenemos que estar juntos. —La expresión de Lena se endureció y también lo hizo mi resolución—. O tendré que tomarlo de vuelta.

—Martín, eso es ridículo. Encontrarás otro amante muy pronto, y ni siquiera sabrás de qué te preocupabas. O tal vez te enamores de algún muchacho agradable de la Iglesia Profunda, y ambos se sentirán contentos de que se hayan ahorrado el problema de deshacerse del puente extra.

—¿Si? ¡O tal vez sólo se moleste porque no pude esperar hasta hacerlo con él!

Lena gruñó y alzó la vista hacia el cielo.

—¿Antes dije algo sobre los Ángeles que hicieron lo correcto? Diez mil años sin cuerpos, y pensaron que estaban calificados…

La interrumpí enfadado.

—¡No seas tan asquerosamente blasfema! Beatriz sabía exactamente lo que estaba haciendo. ¡Si lo estropeamos es nuestra culpa!

—En unos diez años —dijo Lena realistamente—, habrá una píldora que podrás tomar para no pasar el puente, y otra píldora para que pase cuando no debería hacerlo. Le sacaremos el control de nuestros cuerpos a los Ángeles y comenzaremos a hacer exactamente lo que nos guste con ellos.

—Eso es enfermo. Muy enfermo.

Contemplé la cubierta, agobiado por la aflicción. Esto era lo que quería, ¿no? ¿Una amante que fuera lo opuesto a la dulce y piadosa Agnes? Excepto que en mis fantasías siempre teníamos una vida entera para discutir nuestras diferencias filosóficas. No una noche para ser separados por ellas.

Ahora no tenía nada que perder. Le conté a Lena sobre mi Inmersión. No se rió, escuchó en silencio.

—¿Me crees? —dije.

—Por supuesto —vaciló—. Pero, ¿te preguntaste si podría haber otra explicación para lo que sentiste en el agua esa noche? Estabas privado de oxígeno…

—La gente se ve privada de oxígeno todo el tiempo. Los niños librelandeses se pasan la mitad de la vida tratando de permanecer bajo el agua más que la vez anterior.

Lena asintió.

—Seguro. Pero no es lo mismo. Fuiste llevado más allá del tiempo que podrías haberte quedado sumergido por mera fuerza de voluntad. Y… estabas inducido, te habían dicho qué podrías esperar.

—No es cierto. Daniel nunca me dijo cómo sería. Me sorprendí cuando sucedió. —Le miré intensamente pero con serenidad, listo para contradecir cualquier hipótesis ingeniosa que propusiera. Me sentía purificado, casi en paz ahora. Esto era lo que esperaba Beatriz de mí antes de que intercambiáramos el puente: no una ceremonia gélida en un edificio frío, sino la honestidad para decir a Lena con quién exactamente había hecho el amor.

Discutimos casi hasta el amanecer, ninguno convenció al otro de nada. Lena me ayudó a subir la sábana limpia del agua y esconderla debajo de la cubierta. Antes de que se fuera me escribió la dirección de la casa de un amigo en Mitar, y un lugar y un momento donde podríamos encontrarnos.

Cumplir con esa cita fue la cosa más difícil que hice en mi vida. Me pasé tres días completos congraciándome con mis primos de Mitar, hasta el punto en el cual tuvieron que ser abiertamente hostiles para librarse de tener que invitarme a quedarme con ellos después del casamiento. Una vez que estuve allí, tuve que urdir una estrategia y mentir implacablemente para asegurarme que me los sacaría de encima el día que habíamos determinado.

En la casa de un extraño, a media tarde, Lena y yo revertimos sin alegría todo lo que había sucedido entre nosotros. Había temido que el acto mismo pudiera reavivar todas mis estúpidas ilusiones, pero cuando nos separamos en la calle sentí que apenas la conocía.

Me dolió la cabeza aún más de lo que me había dolido en la embarcación, y mi ingle estaba palpablemente hinchada, pero sabía que en un par de días nada salvo el toque de una amante o un examen médico revelarían lo que había hecho.

En el tren de regreso a la costa repasé la secuencia completa de hechos en mi mente, una y otra vez. ¿Podría haber estado tan equivocado? La gente hablaba sobre el poder del sexo para confundir y engañar, pero siempre había creído que era simple cinismo. Además, yo no me había lanzado ciegamente al sexo, había pensado que era guiado por Beatriz.

Si estuviera equivocado en eso…

Tendría que ser más cuidadoso. Beatriz siempre hablaba con claridad, pero yo La debía escuchar con más paciencia y humildad.

Era eso. Fue eso lo que Ella había querido enseñarme. Por fin me relajé y miré hacia fuera por la ventana, hacia el bosque borroso delante del cual pasábamos, otro triunfo de la ecopoiesis. Si necesitaba una prueba de que siempre había otra oportunidad, estaba a mi alrededor. Los Ángeles se habían alejado tanto de la Diosa como era posible y, sin embargo, la Diosa les había entregado Promisión.