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El monasterio estaba a casi cuatro mil radianes al nordeste de las tierras que eran nuestro hogar. Daniel y yo llevamos la embarcación a un punto de encuentro donde nos cruzamos casualmente con otras tres pequeñas lanchas antes de continuar. Fue la misma rutina cada diez noches a lo largo de casi un año, y un año antes Daniel había estado yendo al Grupo de Oración, así que la embarcación no necesitaba de mucha supervisión.

Alimentada con nutrientes en el océano, se propulsaba al bombear agua a través de finos canales en su piel. Se guiaba tanto por la luz del sol como por el campo magnético de Promisión y era un ejemplo perfecto del tipo de legado de los Ángeles que la tecnología nunca sería capaz de igualar.

Bartolomé, Raquel y Agnes estaban en una embarcación y viajaron a nuestro lado mientras los otros se deslizaban adelante. Bartolomé y Raquel eran apenas mayores que Daniel y estaban casados aunque tenían sólo diecisiete años. Agnes, la hermana de Raquel, tenía dieciséis. Dado que yo era el miembro más joven del Grupo de Oración, Agnes me había consentido desde el día en que me uní.

—Esta noche es tu gran noche —dijo—, ¿no es cierto, Martín? —asentí, pero decliné continuar la conversación, dejándola libre para hablar con Daniel.

Era el crepúsculo cuando el monasterio apareció a la vista, una torre cónica construida con por lo menos diez mil cascos que se elevaban sobre el agua con la forma estilizada de la nave espacial de Beatriz. Apuntando hacia el cielo y no descendiendo hacia las profundidades. Aunque algunos comentaristas de las Escrituras insistían en que la nave espacial se había sumergido para siempre y Beatriz se había elevado del agua sin ayuda, todavía era el símbolo definitivo de Su victoria sobre la Muerte. Estas construcciones permanecen en la oscuridad los tres días en los que estuvo separada de la Diosa, pero estamos a medio año de eso y el monasterio brilla en cada lumbrera.

Había un túnel angosto que conducía a la base de la torre, las embarcaciones percibieron su aroma en el agua y se pusieron en fila. Yo sabía que no tenían alma pero me preguntaba cómo sería esto para ellas, si serían conscientes de sus acciones. Normalmente descansaban en un muelle para un solo casco, una bolsa de corteza de bote que les daba seguridad pero también las dejaba expuestas en gran parte. Tal vez el ser atraídas instintivamente hacia esta enorme estructura les hacía sentir todavía más seguras y cómodas que atracar en el muelle del hogar. Cuando mencioné algo en este sentido, Raquel, junto a mí en la embarcación, dijo riendo tontamente:

—No seas repugnante.

Las paredes del túnel tenían una fosforescencia verde pálido, pero la apertura que estaba adelante ofrecía la luz blanca de las lámparas, deslumbrante, más fuerte y brillante. Salimos a un canal que rodeaba un inmenso patio interior y continuamos circundándolo hasta que las embarcaciones alcanzaron cuatro muelles vacíos.

Cada pisada y cada salpicadura hizo eco a nuestras espaldas mientras desembarcábamos. Miré hacia el techo, una cúpula compuesta por cientos de cascos triangulares y curvos ensamblados, tatuados con escenas de las Escrituras. Las ilustraciones originales tenían más de mil años de antigüedad, pero la piel viva de las embarcaciones degradaba los pigmentos en una escala de tiempo de décadas, de manera que los monjes tenían que renovarlos continuamente.

«Beatriz reuniendo a los Ángeles» era mi favorita. Dado que los Ángeles no eran de carne, no crecían dentro de sus madres; aparecieron de la nada en las calles de las Ciudades Inmateriales. En el cuadro del techo, el cuerpo inmaterial de Beatriz estaba formado a medias con querubines que todavía estaban trabajando para vestir los huesos inmateriales de Sus piernas y brazos con músculos, venas y piel inmateriales. Unos pocos Ángeles, con batas luminosas, La estaban contemplando a ambos lados, pero no se podía decir si estaban particularmente impresionados. Entonces no tenían forma de saber quién era Ella.

Un pasillo con sus propias ilustraciones más pequeñas conducía del patio interior a una sala de encuentros. Había cerca de cincuenta personas en el Grupo de Oración, incluyendo a varios sacerdotes y monjes que actuaban como los demás. En la iglesia se seguía la liturgia; los sacerdotes de ambos sexos se abrían lugar para su sermón, pero no había espacio para que los devotos hicieran mucho más que rezar o cantar al unísono y ofrecer las respuestas de rutina. Aquí era mucho menos formal. Había dos o tres oradores cada noche —a veces huéspedes que estaban visitando el monasterio, a veces miembros del grupo— y después de eso cualquiera podía pedir al grupo que rezara con ellos, sobre lo que quisieran.

Había llegado más tarde que los demás pero me habían guardado un asiento en un pasillo. Agnes estaba a mi izquierda, luego Daniel, Bartolomé y Raquel.

—¿Estás nervioso? —dijo Raquel.

—No.

Daniel rió, como si esta afirmación fuera ridícula.

—No lo estoy —dije. Quería sonar sublimemente impasible, pero las palabras parecieron lentas y aniñadas.

Los primeros dos oradores eran teólogos laicos, firmelandeses que estaban de visita en el monasterio. Uno ofreció una exposición sobre las personas que pertenecían a religiones falsas, y cómo todos ellos —de hecho— veneraban a Beatriz, sólo que no lo sabían. Dijo que no estaban condenados porque no tenían elección según la cultura en la que habían nacido. Beatriz sabía que sus intenciones eran buenas y los perdonaría.

Yo deseaba que esto fuera verdad, pero carecía de sentido para mí. Ya sea que Beatriz fuera la Hija de la Diosa y todos los que pensaban de otra manera se habían apartado de Ella hacia la oscuridad, o… no había un «o». Sólo tenía que cerrar mis ojos y sentir Su presencia para saberlo. Sin embargo, todos aplaudieron cuando el hombre terminó y todas las preguntas que hizo la gente parecieron comprensivas de su punto de vista, así que tal vez sus argumentos fueron demasiado sutiles para que yo los pudiera seguir.

La segunda oradora se refirió a Beatriz como «la Sagrada Bromista», y nos reprochó severamente por no prestarle atención a Su sentido del humor. Citó hechos en las Escrituras que, señaló, eran bromas prácticas, y luego continuó profundizando sobre «el poder curador de la risa». Fue una conferencia tan apasionante como las de nutrición e higiene; luché por mantener abiertos mis ojos. Al final, a nadie se le ocurrió ninguna pregunta.

Entonces Carol, que estaba disponiendo el programa, dijo:

—Ahora Martín va a dar testimonio del poder de Beatriz en su vida.

Todos aplaudieron para darme aliento. Mientras me ponía de pie y caminaba por el pasillo, Daniel se inclinó hacia Agnes y le susurró sarcástico:

—Esto estará bueno.

Me paré ante el atril y di la charla que había estado ensayando durante días. Beatriz, dije, estaba a mi lado ahora hiciera lo que hiciese: si estudiaba o trabajaba, si comía o nadaba, o si sólo me quedaba sentado y contemplaba las estrellas. Cuando despertaba por la mañana y miraba en mi corazón, Ella estaba allí sin falta, ofreciéndome fuerza y orientación. Cuando descansaba en la cama por la noche no temía nada porque sabía que Ella estaba observándome. Antes de mi Inmersión me sentía inseguro acerca de mi fe, pero ahora nunca sería capaz de dudar de que la Hija de la Diosa se había hecho carne, muerto y conquistado a la Muerte, por Su gran amor hacia nosotros.

Todo era cierto, pero incluso mientras decía estas cosas no podía sacarme de la cabeza las palabras sarcásticas de Daniel. Eché una mirada a la fila donde había estado sentado, a las personas con las que había viajado. En verdad, ¿qué tenía en común con ellos? Raquel y Bartolomé estaban casados. Bartolomé y Daniel habían estudiado juntos y todavía jugaban en el mismo equipo de buceo-pelota. Daniel y Agnes probablemente estaban enamorados. Y Daniel era mi hermano… pero lo único que cambiaba era el hecho de que podía rebajarme con más eficiencia que ningún extraño.

No presté atención a los problemas y bendiciones que algunas personas compartieron con el grupo en la plegaria abierta que siguió. Silenciosamente intenté convocar a Beatriz para que disolviera el nudo de odio en mi corazón. Pero no pude hacerlo; también me había alejado de Ella.

A medida que terminaba el encuentro, la gente comenzaba a trasladarse a la habitación contigua para conversar durante un rato, pero yo me resistí a hacerlo. Me agaché y me dirigí hacia el corredor cuando los otros estuvieron fuera de vista, enfilando directamente hacia la embarcación.

Daniel podría lograr que lo llevaran a casa sus amigos; no era lejos de su camino. Esperaría a corta distancia de la embarcación hasta que él llegara; si mis padres me veían llegar solo estaría en problemas. Daniel estaría molesto, por supuesto, pero no me delataría.

Una vez que la liberé del muelle la embarcación supo exactamente dónde ir: alrededor del canal, de regreso al túnel y luego a mar abierto. Mientras me movía rápidamente a través del agua tranquila y oscura, sentí que regresaba la presencia de Beatriz, lo que me pareció una señal de que Ella comprendía que tenía que alejarme. Me incliné y bañé mi mano en el agua, sintiendo la corriente que generaba la embarcación al liberar y absorber iones a través de las células de su piel. El casco exterior resplandecía con un azul fosforescente, más para advertir a otras embarcaciones que para iluminar el camino. En la época de Beatriz, uno de Sus seguidores se había puesto a diseñar en la Ciudad Inmaterial esta criatura a partir de la nada. Me dio algo de vértigo el solo hecho de imaginarme todo lo que sabían los Ángeles. No estaba seguro de por qué se había perdido tanto, pero esperaba redescubrir algo. Incluso la Iglesia Profunda enseñaba que no había nada malo en eso mientras no lo empleáramos para tratar de llegar a ser inmortales otra vez.

El monasterio se encogió hasta ser una luz borrosa en el horizonte; no había otro faro visible en el agua pero podía leer las estrellas y el sentido de las líneas de campo, así que sabía que la embarcación se movía en la dirección correcta.

Cuando advertí una mota blanca a la distancia quedó claro que no eran Daniel y los demás persiguiéndome; venía de la dirección equivocada. Me puse ansioso mientras contemplaba la embarcación aproximándose; si era de alguien que conocía y no podía ofrecer una buena excusa para viajar solo, la noticia llegaría a mis padres.

Una voz gritó antes de que pudiera descubrir a alguien a bordo:

—¿Podrías ayudarme? ¡Estoy perdido!

Pensé durante un momento antes de responder. La voz sonó casi sin emoción, echando luz sobre esta contundente admisión de indefensión, pero no era broma. Si uno está enfermo, podrían estar confundidos tanto el sentido diurno como el sentido del campo, haciendo que las estrellas fueran mucho más difíciles de leer. Me había sucedido un par de veces y había sido una experiencia horrible, incluso estando a resguardo en la cubierta de nuestra embarcación. Muy entrada la noche, una embarcación con sólo su sentido del campo para guiarse podía perder el rastro de su posición, especialmente si estaba intentando transitar por algún lugar donde no había estado antes.

Le grité nuestras coordenadas y el momento. Tenía bastante confianza en que le había dado el centenar más cercano de microradianes y unos pocos centenares de taus.

—¡Eso no puede ser! ¿Puedo acercarme? ¿Permites que hablen nuestras embarcaciones?

Vacilé. Me habían reiterado tantas veces y tanto tiempo que ya ni recuerdo que si alguna vez encontraba a alguien en el agua, lo único que tenía que hacer era ofrecer las indicaciones de otros muelles a menos que conociera a las personas a bordo. Pero Beatriz estaba conmigo y si alguien necesitaba ayuda estaba mal negársela.

—¡Muy bien! —detuve el movimiento y esperé a que el extraño se acercara. Cuando la embarcación se detuvo a mi lado, me sorprendí al ver que el pasajero era un hombre joven. Parecía tener la edad de Bartolomé pero había sonado mucho mayor.

No era necesario decirle a las embarcaciones lo que tenían que hacer, la proximidad era suficiente para provocar un intercambio químico de información.

—¿Arreglándotelas solo? —dijo el hombre.

—Estoy viajando con mi hermano y sus amigos. Me adelanté un poco.

Eso le hizo sonreír.

—¿Te mandaron de paseo, no? ¿Qué crees que estarán haciendo allá atrás?

No respondí; no era forma de hablar sobre personas que ni siquiera conocía. El hombre oteó el horizonte, luego extendió los brazos en un gesto de simpatía.

—Te debes sentir excluido.

Negué con la cabeza. Había un par de binoculares en el suelo detrás de él; antes de reclamar ayuda podía haber visto que yo estaba solo.

Saltó hábilmente entre las embarcaciones, cayendo sobre la silla de popa.

—No hay nada que robar —dije. La piel me estaba hormigueando, más por la incredulidad que por el miedo. El hombre estaba de pie sobre el asiento a la luz de las estrellas, extrajo un cuchillo de su cinturón. Los detalles ,los dibujos tallados en el mango, el filo aserrado de la hoja, hacían que pareciera un sueño.

El hombre tosió, repentinamente nervioso.

—Sólo haz lo que te diga y no saldrás lastimado.

Llené mis pulmones y grité pidiendo ayuda lo más fuerte que pude; sabía que no había nadie que pudiera oír pero pensé que podría atemorizarlo. Miró alrededor, más sorprendido que irritado, como si no pudiera creer que desperdiciara energías en semejante esfuerzo. Salté hacia atrás, hacia el agua. Un momento más tarde escuché que me seguía.

Descubrí el resplandor azul de las embarcaciones sobre mí, entonces nadé esforzadamente hacia abajo y alejándome de ellas, sin perder tiempo en buscar la sombra del hombre. La sangre palpitaba en mis oídos, pero sabía que me movía casi en silencio; por más rápido que fuera él, en la oscuridad podía pasar nadando a mi lado sin darse cuenta. Si no me atrapaba pronto probablemente regresaría a la embarcación y aguardaría a verme cuando subiera para buscar aire. Yo tenía que salir a la superficie lo suficientemente lejos como para ser invisible, incluso para los binoculares.

Tenía terror a que en cualquier momento una mano me tomara del tobillo, pero Beatriz estaba conmigo. Mientras nadaba, pensé en mi Inmersión y Su presencia me hizo más fuerte que nunca. Cuando mis pulmones estuvieron casi por estallar Ella me ayudó a continuar, mis miembros se movían mecánicamente, unas manchas de luz flotaban delante de mis ojos. Al fin supe que tenía que salir a la superficie, me volví con la cara hacia arriba y ascendí lentamente, luego descansé de espaldas con sólo mi boca y la nariz sobre el agua, rechazando la tentación de sacar la cabeza para mirar alrededor.

Llené y vacié mis pulmones varias veces, y luego me sumergí otra vez.

La quinta vez que salí a la superficie me atreví a mirar hacia atrás. No pude ver ninguna de las embarcaciones. Me elevé un poco más, luego di un círculo completo para el caso de que me hubiese desorientado, pero nada apareció a la vista.

Revisé las estrellas y mi sentido del campo. Las embarcaciones no deberían estar por debajo del horizonte. Me mantuve a flote verticalmente, balanceándome con el oleaje, tratando de no pensar en lo cansado que estaba. Había al menos dos miliradianes hasta la embarcación más cercana. Los buenos nadadores —algunos más jóvenes de lo que yo era— competían en maratones en distancias como ésa, pero nunca había aspirado a semejante proeza de resistencia.

Sin preparación, en medio de la noche, no sabía qué hacer.

Si el hombre me había abandonado, ¿se habría llevado nuestra embarcación? ¿Cuando costaban tan poco y los parámetros eran tan difíciles de cambiar? Eso no sería otra cosa que una admisión de culpa. Entonces, ¿por qué no podía verla? La debía haber enviado en otra dirección o la embarcación había decidido regresar a casa.

Conocía el recorrido que tendría que haber tomado; la hubiese visto pasar si la hubiera buscando cuando salí a la superficie antes. Pero ahora no tenía ninguna esperanza de encontrarla.

Comencé a rezar. Sabía que me había equivocado al dejar a los otros, pero pedí perdón y sentí que me era concedido. Contemplé el horizonte casi con tranquilidad —sonriendo ante los relámpagos azules de los meteoritos que se quemaban muy alto sobre el océano—, seguro de que Beatriz no me abandonaría.

Todavía estaba rezando —manteniéndome a flote en forma vertical, tiritando por el agua fría— cuando apareció una luz azul a la distancia. Desapareció cuando el oleaje me hizo descender, pero no me había confundido con una estrella fugaz. ¿Eran Daniel y los otros… o el extraño? No tenía tiempo para decidirlo; si quería estar a la distancia de un grito cuando pasaran tendría que esforzarme nadando.

Cerré los ojos y recé en busca de guía. Por favor, Bendita Beatriz, házmelo saber. La alegría fluyó a través de mi mente de manera instantánea: eran ellos, estaba seguro. Me puse en movimiento tan rápido como pude.

Comencé a gritar antes de que pudiera ver cuántos pasajeros había, pero sabía que Beatriz nunca permitiría que me confundiera. Dispararon una bengala desde la embarcación, revelando cuatro figuras de pie una junto a la otra, examinando el agua. Grité con júbilo y sacudí los brazos. Finalmente alguien me señaló y dirigieron la embarcación hacia mí. Para cuando estuve en la cubierta estaba tan saturado de adrenalina y alivio que casi podía creer que era capaz de zambullirme de nuevo y correr una carrera hasta casa.

Pensé que Daniel se iba a enojar pero cuando le describí lo que sucedió todo lo que dijo fue:

—Será mejor que nos movamos.

Agnes me abrazó. Bartolomé me echó una mirada casi respetuosa, pero Raquel murmuró cortante:

—Eres un imbécil, Martín. No sabes la suerte que tuviste.

—Lo sé —dije.

Nuestros padres estaban de pie en la cubierta. La embarcación vacía había llegado un rato antes; estaban a punto de salir a buscarnos. Cuando los demás partieron comencé a contar todo nuevamente, pero esta vez traté de quitar importancia a cualquier elemento de peligro.

Antes de que terminara mi madre agarró a Daniel de la parte delantera de la camisa y comenzó a zarandearlo.

—¡Te lo confié! ¡Loco! ¡Confié en ti! —Daniel había tratado de protegerse levantado su brazo, pero luego lo dejó caer y volvió su cara hacia la cubierta.

Estallé en lágrimas.

—¡Fue mi culpa! —Nuestros padres nunca nos habían pegado; no podía creer lo que veía.

Mi padre dijo dulcemente:

—Mira… ahora está en casa. Está a salvo. Nadie lo tocó. —Puso un brazo sobre mis hombros y preguntó con cautela—: ¿No es así, Martín?

Asentí con los ojos llenos de lágrimas. Esto era peor que todo lo que había sucedido en la embarcación o en el agua; me sentí un millar de veces más desamparado, un millar de veces más como un niño.

—Beatriz me protegía —dije.

Mi madre entornó los ojos y rió brutalmente, soltando la camisa de Daniel.

—¿Beatriz? ¿Beatriz? ¿No sabes lo que pudo haberte pasado? Eres demasiado joven para poder darle lo que el hombre quería. Hubiera tenido que usar el cuchillo.

El frío de las ropas húmedas pareció calarme más profundo. Me balanceé tembloroso, pero me esforcé para permanecer derecho. Entonces susurré tercamente:

—Beatriz estaba allí.

—Ve a cambiarte —dijo mi padre—, o te vas a congelar hasta morir.

Me quedé en la cama escuchando cómo le reprochaban a Daniel. Cuando finalmente bajó las escaleras me sentía tan enfermo de vergüenza que me hubiera gustado ahogarme.

—¿Estás bien? —dijo.

No había nada que pudiera decir. No podía pedirle que me perdonara.

—¿Martín? —encendió la lámpara. Su cara estaba surcada por las lágrimas; rió suavemente, secándoselas—. Mierda, me habías preocupado. No hagas algo así nunca más.

—No lo haré.

—Muy bien. —Así fue; sin gritos, sin recriminaciones—. ¿Quieres rezar conmigo?

Nos arrodillamos uno junto al otro, rezamos para que nuestros padres estuvieran en paz, rezamos por el hombre que trató de lastimarme. Comencé a temblar; todos los sucesos se me presentaron en su auténtica envergadura. De pronto, las palabras manaron a borbotones de mi boca palabras que ni reconocía ni comprendía, aunque sabía que estaba rezando para que todo estuviera bien con Daniel, rezando para que nuestros padres dejaran de culparlo por mi estupidez.

Las palabras extrañas continuaron fluyendo de mí, un torrente incomprensible que estaba imbuido con todo lo que sentía. Sabía lo que estaba sucediendo: Beatriz me ha dado la lengua de los Ángeles. Tuvimos que renunciar a ese conocimiento cuando nos convertimos en carne pero a veces Ella concedía a la gente la habilidad para rezar de esta forma, porque el idioma de los Ángeles podía expresar cosas que nosotros no podíamos poner en palabras. Daniel había sido capaz de hacerlo aún antes de su Inmersión, pero no era algo que se pudiera enseñar o siquiera sobre lo que se pudiera preguntar.

Cuando por fin me detuve, mi mente estaba acelerada.

—¿Beatriz planeó todo lo que sucedió esta noche? ¡Tal vez Ella así lo dispuso, para preparar este momento!

Daniel negó con la cabeza, haciendo una ligera mueca de dolor.

—No te dejes llevar. Tienes el don; sólo acéptalo. —Me empujó con el hombro—. Ahora vete a la cama antes de que nos metamos en más problemas.

Me quedé despierto casi hasta el amanecer abrumado por la felicidad. Daniel me había perdonado. Beatriz me había protegido y me había bendecido. No sentía más vergüenza, sólo humildad y sorpresa. Sabía que no había hecho nada para merecerlas pero mi vida estaba envuelta en el amor de la Diosa.