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El oleaje hacia subir y bajar suavemente la embarcación. Mi respiración se volvió más lenta, tomando el ritmo del crujido del casco, hasta que ya no pude notar la diferencia entre el débil movimiento rítmico de la cabina y la sensación de llenar y vaciar mis pulmones. Era como flotar en la oscuridad: cada inhalación me sacaba a la superficie, ligeramente; cada exhalación me hacía sumergir otra vez.

En la litera que tenía encima, mi hermano Daniel dijo claramente:

—¿Crees en la Diosa?

De mi cabeza desapareció en un instante cualquier rastro de sueño pero no respondí de inmediato. No había cerrado los ojos, pero la oscuridad de la cabina sin iluminación parecía cambiar delante de mí, partículas de luz fantasma moviéndose como una nube de insectos inquietos.

—¿Martín?

—Estoy despierto.

—¿Crees en la Diosa?

—Por supuesto. —Todas las personas que conocía creían en la Diosa. Todas hablaban sobre Ella, todos Le rezaban. Daniel más que nadie. Desde que se había unido a la Iglesia Profunda el último verano, rezaba cada mañana un kilotau antes del amanecer. A menudo despertaba para encontrarme con él de rodillas junto a la pared más lejana de la cabina, murmurando y golpeándose el pecho, antes de hundirme agradablemente en el sueño otra vez.

Nuestra familia siempre había sido Transicional, pero Daniel tenía quince años, edad suficiente para elegir por sí mismo. Mi madre lo aceptó con un silencio diplomático, pero mi padre pareció positivamente orgulloso de la independencia y la fuerza de convicción de Daniel. Mis sentimientos estaban mezclados. Me había acostumbrado a seguir la estela de mi hermano mayor, pero eso no me fastidiaba porque también me daba la oportunidad de ver qué tenía por delante: me leía pasajes de los libros que él mismo estaba leyendo, me enseñaba palabras y frases de los idiomas que estudiaba, me delineaba algo de las matemáticas con las que me topaba por primera vez. Solíamos quedarnos despiertos la mitad de la noche hablando sobre los núcleos de las estrellas o la jerarquía de los números transfinitos. Pero Daniel no me dijo nada sobre los motivos de su conversión y de su siempre creciente piedad. No sabia si sentirme herido por esta exclusión o simplemente agradecido; podía darme cuenta que ser transicional era una pálida imitación de pertenecer a la Iglesia Profunda, pero no estaba seguro de que esto fuera tan malo si a cambio de esta mediocridad podía dormir hasta después del amanecer.

—¿Por qué? —dijo Daniel.

Clavé la mirada en la parte inferior de la litera, inseguro de si realmente la estaba viendo o sólo me imaginaba su solidez en la oscuridad de la cabina.

—Alguien tiene que haber guiado a los Ángeles desde la Tierra hasta aquí. Si además la Tierra está demasiado lejos para verla desde Promisión… ¿cómo alguien pudo encontrar Promisión desde la Tierra sin la ayuda de la Diosa?

Escuché que Daniel se movía ligeramente.

—Tal vez los Ángeles tenían mejores telescopios que nosotros. O tal vez se propagaron desde la Tierra en todas las direcciones, lanzando miles de expediciones sin saber siquiera qué encontrarían.

Reí.

—¡Pero tenían que llegar aquí para convertirse en carne otra vez! —Eso lo sabía hasta un niño de diez años muy poco devoto. La Diosa preparó Promisión como el lugar para que los Ángeles se arrepintieran de haber robado la inmortalidad. Los transicionales creían que en un millón de años podríamos ganamos el derecho a ser Ángeles otra vez; la Iglesia Profunda creía que permaneceríamos en la carne hasta que las estrellas cayeran del cielo.

—¿Quién te asegura —dijo Daniel— que existieron los Ángeles? ¿O que la Diosa de verdad envió a Su hija, Beatriz, para conducirlos en su regreso a la carne?

Cavilé sobre esto durante un momento. Las únicas respuestas en las que podía pensar provenían directamente de las Escrituras, y Daniel me había enseñado años atrás que apelar a su autoridad no contaba. Finalmente, tuve que confesarlo:

—No lo sé. —Me sentí estúpido pero también agradecido de que tuviera la voluntad de discutir estas difíciles preguntas conmigo. Deseaba creer en la Diosa por las razones correctas, no solamente porque a mi alrededor todos lo hacían.

—Los arqueólogos —dijo— demostraron que debemos haber llegado hace aproximadamente veinte mil años. No hay evidencia de humanos ni de plantas o animales coecológicos anteriores. Eso hace que la Travesía sea más antigua que lo que dicen las Escrituras, pero hay algunas fechas que están abiertas a la interpretación, y con un poco de licencia poética todo puede encajar. Y la mayoría de los biólogos creen que la microfauna nativa se podría haber formado sola a lo largo de millones de años, a partir de simples elementos químicos, pero eso no significa que la Diosa no estuviera guiando el proceso. En realidad, todo es compatible. Tanto la ciencia como las Escrituras pueden ser verdad.

Pensé que sabía hacia dónde se estaba dirigiendo.

—Entonces, ¿descubriste una forma de emplear la ciencia para probar la existencia de la Diosa? —Sentí una sensación de orgullo: ¡mi hermano era un genio!

—No. —Daniel se quedó en silencio durante un momento—. La cuestión es que funciona de ambas maneras. La gente siempre puede presentar distintas explicaciones para cualquier cosa que esté en las Escrituras. Las naves podrían haber dejado la Tierra por otra razón. Los Ángeles podrían haber encarnado por otra razón. No hay forma de convencer a un incrédulo de que las Escrituras son la palabra de la Diosa. Todo es una cuestión de fe.

—Ah.

—La fe es lo más importante —insistió Daniel—. Si no tienes fe puedes verte tentado de creer cualquier cosa.

Hice una señal de asentimiento tratando de no sonar muy decepcionado. Había esperado algo más de Daniel que las afirmaciones anodinas con las que me aburría durante los sermones en la Iglesia Transicional.

—¿Sabes lo que tienes que hacer para tener fe?

—No.

—Pídela. Eso es todo. Pide a Beatriz que entre en tu corazón y te conceda el don de la fe.

—¡Es lo que hacemos cada vez que vamos a la iglesia! —protesté. No podía creer que ya se hubiera olvidado de la ceremonia transicional. Cada vez que el sacerdote ponía una gota de agua de mar en nuestras lenguas, simbolizando la sangre de Beatriz, pedíamos los dones de la fe, la esperanza y el amor.

—¿Pero la recibiste?

Nunca pensé en eso.

—No estoy seguro. —Creo en la Diosa, ¿no?—. Debería.

Daniel se solazó.

—Si tienes el don de la fe, lo sabes.

Clavé la mirada en la oscuridad, incómodo.

—¿Uno tiene que ir a la Iglesia Profunda para pedir apropiadamente?

—No. Incluso en la Iglesia Profunda no todos han invitado a Beatriz a sus corazones. Tienes que hacerlo de la manera en que figura en las Escrituras: «como un nonato otra vez, desnudo y desvalido».

—Fui Sumergido, ¿no?

—En un cuenco de metal, cuando tenías treinta días. La Inmersión Infantil es un gesto de los padres, una afirmación de sus buenas intenciones. Pero no es suficiente para salvar al niño.

Ahora me sentía muy desorientado. Al final mi padre aprobó la conversión de Daniel… pero ahora Daniel estaba tratando de decirme que las relaciones de nuestra familia con la Diosa habían sido extremadamente deficientes, sino por completo falsas.

—¿Recuerdas —dijo Daniel— lo que Beatriz dijo a Sus seguidores la última vez que Ella apareció? «A menos que ustedes tengan la voluntad de ahogarse en Mi sangre, nunca verán el rostro de Mi Madre». Entonces se ataron las manos y los pies y se sumergieron con piedras.

Sentí una opresión en el pecho.

—¿Y tú lo hiciste?

—Sí.

¿Cuándo?

—Hace casi un año.

Estaba más confundido que nunca.

—¿Fueron mamá y papá?

—¡No! —rió Daniel—. No es una ceremonia pública. Me ayudaron algunos amigos del Grupo de Oración; alguien tiene que estar en la cubierta para jalarte hacia arriba, porque sería muy arrogante esperar que Beatriz rompa tus ataduras y te lleve a la superficie como hizo con Sus seguidores. Pero en el agua estás a solas con la Diosa.

Bajó de su litera y se acuclilló junto a la mía.

—¿Estás listo para ofrecer tu vida a Beatriz, Martín? —su voz lanzó chispas grises a través de la oscuridad.

—¿Y qué pasa —vacilé— si sólo me zambullo? ¿Y si me quedo abajo durante un rato? —Había nadado alejándome de la embarcación por la noche muchas veces, no le tenía miedo a eso.

—No. Tienes que bajar con un peso. —Su tono dejaba en claro que no se podía alterar esto—. ¿Cuánto puedes retener tu respiración?

—Doscientos tau. —Eso era una exageración, pero doscientos era lo que esperaba alcanzar.

—Es suficiente.

No respondí.

—Rezaré contigo —dijo Daniel.

Salí de la cama y nos arrodillamos juntos.

—Por favor —murmuró Daniel—, Bendita Beatriz, concédele a mi hermano Martín el coraje para aceptar el precioso don de Tu sangre. —Entonces comenzó a rezar en lo que tomé como un idioma extranjero, pronunciando una rápida cadena de sílabas discordantes distinta a todo lo que había oído antes. Escuché con aprensión; no estaba seguro de si quería que Beatriz cambiara mi opinión, y tenía temor a que esa demostración de fervor La pudiera persuadir.

—¿Y qué pasa si no lo hago? —dije.

—Entonces nunca verás el rostro de la Diosa.

Sabía lo que significaba eso: vagaría sólo en el vientre de la Muerte, en la oscuridad, para toda la eternidad. E incluso si las Escrituras no fueran tomadas literalmente en este punto, la realidad detrás de la metáfora podía ser todavía peor. Indescriptiblemente peor.

—Pero… ¿qué pasa con mamá y papá? —estaba preocupado por ellos porque sabía que nunca saltarían al agua cargados con piedras ante la insistencia de Daniel.

—Tomará su tiempo —dijo suavemente.

Vacilé. Hablaba muy en serio.

Lo escuché ponerse de pie y subir por la escalerilla. Subió unos pocos peldaños y abrió la escotilla. Ingresó suficiente luz estelar como para que sus brazos y hombros adquirieran forma, pero cuando se volvió hacia mí aún no podía distinguir su cara.

—¡Vamos, Martín! —susurró—. Cuanto más lo demores será más difícil. —La silenciosa urgencia de su voz era familiar: generosa y conspiradora, nada parecida a la impaciencia de los adultos. Casi se podría decir que estaba azuzándome para que me uniera a él en una incursión de medianoche hasta la despensa: no porque necesitara un colaborador, sino porque no quería que yo me perdiera la excitación o el botín.

Supongo que temía más a la condena que a ahogarme, y siempre confiaba en que Daniel me cuidaría de los peligros que afrontaba. Pero esta vez no estaba completamente convencido de que él estuviera en lo correcto, así que me debe haber impulsado algo más que el miedo y la confianza ciega.

Tal vez fuera el hecho de que me estaba ofreciendo convertir en su igual en esto. Yo tenía diez años y ansiaba llegar a ser algo más de lo que era; quería alcanzar, no la agobiante adultez de mis padres, sino un punto a mitad de camino, pleno de libertad y secretos, ese lugar al que había llegado Daniel. Quería ser tan fuerte, tan rápido, tan listo y tener tantas lecturas como él. Llegar a tener certeza de la Diosa no hubiese sido mi primera elección, pero no había mucho que discutir ante la esperanza de que la intervención divina me concediera algo más.

Lo seguí a la cubierta.

Tomó una cuerda y un cuchillo, y de la caja de herramientas sacó cuatro pesas de las que usábamos en las redes. Enlazó las pesas con la cuerda, luego me saqué los pantalones cortos y me senté, desnudo, sobre la cubierta mientras él hacía un nudo cruzado simple en torno a mis tobillos. Levanté un pie para probar, las piezas no parecían tan pesadas. Pero en el agua, sabía, serían más que suficiente para contrarrestar la ligera tendencia a flotar de mi cuerpo.

—¿Martín? Extiende tus manos.

De pronto me puse a llorar. Con mis brazos libres al menos podría nadar para contrarrestar las pesas. Pero si mis manos estaban atadas quedaba indefenso.

Daniel se inclinó y me miró a los ojos.

—Shh. Está todo bien.

Me odié. Pude sentir como mi rostro se transfiguraba en la máscara de un niño que lloriqueaba.

—¿Tienes miedo?

Asentí.

Daniel sonrió tranquilizador.

—¿Sabes por qué? ¿Sabes quién hace eso? La Muerte no quiere que Beatriz te tenga. Te quiere para sí misma. Está aquí en esta embarcación, metiendo miedo en tu corazón porque sabe que casi te ha perdido.

Vi que algo se movía entre las sombras detrás de la caja de herramientas, algo que se escurría hacia la oscuridad. Si regresábamos a la cabina ahora, ¿nos seguiría la Muerte? ¿Esperaría que Daniel se durmiera? Si le daba la espalda a Beatriz, ¿podría pedirle a la Muerte que se aleje?

Clavé la mirada en la cubierta, lágrimas de vergüenza caían por mis mejillas. Extendí mis brazos con los puños juntos.

Cuando mis manos estuvieron atadas —no palma contra palma como había esperado, sino en nudos distintos que estaban unidos por un puente corto—, Daniel desenrolló una larga extensión de soga del malacate que estaba en la parte de atrás de la embarcación y la enrolló sobre la cubierta. No quise pensar en lo larga que era, pero sabía que nunca me había sumergido hasta esa profundidad. Tomó el gancho sin filo del final de la soga, lo pasó sobre mis brazos, luego lo ajustó bien fuerte hasta que formó un anillo sin interrupciones. Entonces revisó otra vez que la cuerda en tomo a mis puños no estuviera tan tensa como para lastimarme ni tan floja como para que se pudiera deslizar. Mientras hacía esto vi una expresión que pasaba rápidamente por su rostro: algún tipo de duda o temor de sí mismo.

—No te sueltes del gancho —dijo—. Por si acaso. No lo sueltes, no importa por qué. ¿Está bien? —susurró algo a Beatriz, luego levantó la vista hacia mí, otra vez confiado.

Me ayudó a caminar arrastrando los pies hasta la barandilla, a un lado del malacate. Entonces me tomó por debajo de los brazos y me levantó por encima de la barandilla, poniendo mis pies sobre el lado exterior del casco. La cubierta era inerte, endocaparazón mineralizado, pero detrás de la barandilla el casco estaba palpablemente vivo: aceitoso por las secreciones protectoras, resplandecía con suavidad. Los dedos de mis pies se curvaron inútilmente contra la piel lubricada; no había donde apoyarse. El casco soportaba una parte de mi peso, pero los brazos de Daniel se cansarían. Si me iba a arrepentir tenía que hacerlo pronto.

Estaba soplando una brisa cálida. Miré alrededor, hacia el horizonte plano, hacia el resplandor de las estrellas, hacia la débil luz plateada que iluminaba el agua.

—Bendita Beatriz —recitó Daniel—, estoy listo para morir en este mundo. Permíteme sumirme en Tu sangre, ser redimido y contemplar el rostro de Tu Madre.

Repetí las palabras tratando de darles sentido.

—Bendita Beatriz, Te ofrezco mi vida. Todo lo que hago ahora lo hago por Ti. Entra en mi corazón y concédeme el don de la fe. Entra en mi corazón y concédeme el don de la esperanza. Entra en mi corazón y concédeme el don del amor.

—Y concédeme el don del amor.

Daniel me soltó. Al principio mis pies parecieron quedar mágicamente adheridos al casco y me incliné hacia atrás sin caer. Me aferré fuertemente al gancho, presionando el metal frío contra mi vientre, y desee que la cuerda del malacate se tensara, haciéndome pender en el aire. Incluso me preparé para el impacto. Una parte de mí creía que podía cambiar de opinión aún ahora.

Entonces mis pies se deslizaron y caí en el océano, hundiéndome.

No fue como una zambullida, ni siquiera como una zambullida desde una altura que nunca había alcanzado; cuando el agua apenas detuvo mi caída empecé a asustarme. Atravesaba el agua muy rápido, como si fuera aire. La visión que tuve de la soga sosteniéndome por sobre el agua giró hacia el extremo opuesto: mi aceleración parecía demostrar que la soga sobre la cubierta no estaba atada a nada, que su terminación deshilachada ya estaba bajo la superficie. Eso es lo que hicieron los seguidores, ¿no? Se dejaron arrojar sin ninguna posibilidad de salvarse. Así que Daniel había cortado la soga y yo estaba abriéndome camino hacia el fondo del océano.

Entonces el gancho jaló las manos hacia arriba sobre mi cabeza, sacudiendo mis puños y mis hombros, y quedé suspendido.

Volví mi cara hacia la superficie, pero ni la luz de las estrellas ni la débil fosforescencia del casco llegaban a esa profundidad. Dejé que algunas burbujas salieran de mi boca; sentí cómo se deslizaban sobre mi labio superior, pero no dejaron rastro en la oscuridad.

Con cautela moví las manos sobre el gancho. Todavía podía sentir la cuerda firme en torno a mis puños, pero Daniel me había advertido que no me confiara. Recogí las rodillas hasta el pecho, midiendo el efecto de las pesas. Si la cuerda se rompía, al menos mis manos estarían libres, pero incluso así no estaba seguro de poder ascender. Me llenó de horror el pensamiento de tratar de desatar los nudos en torno a mis tobillos mientras me hundía en lo profundo.

Me dolían los hombros pero no estaba lastimado. No me tomó mucho esfuerzo alzarme hasta que mi mentón estuvo a la altura de la parte inferior del gancho. Ir más allá era muy difícil —mis manos no estaban juntas y no podía aferrarme— pero en el tercer intento me las arreglé para conseguir que se enlazaran mis brazos señalando directamente hacia abajo.

Hice esto sin un auténtico plan, pero entonces me sorprendí al descubrir que, aún con mis manos y pies atados, podía tratar de trepar por la soga. Era sólo cuestión de intentarlo. Tenía que darme vuelta, asir la soga entre mis rodillas, luego encogerme —arrastrando el gancho— y aferrarme con las manos en el punto más alto.

¿Y si no pudiera subir lo suficiente?

Subí los pies primero.

Ni siquiera pude con el primer paso. Creí que sería tan simple como mantener mis brazos rígidos y dejarme caer hacia atrás, pero en el agua incluso dos tercios de mi cuerpo no era suficiente para equilibrar las pesas.

Probé una aproximación distinta: me dejé caer para colgar a la longitud de mi brazo, elevé mis piernas tan alto como pude y luego me impulsé hacia arriba otra vez. Pero no estaba tan bien aferrado como para resistir la fuerza de rotación de las pesas; pivoteé en tomo a mi centro de gravedad —que estaba en algún lugar cerca de mis rodillas— y terminé encorvado pero casi horizontal.

Me moví lentamente hacia abajo otra vez y traté de introducir mis pies a través del círculo que formaban mis brazos. No tuve éxito en el primer intento y tras reflexionar también me pareció un mal movimiento. Incluso si lograba atrapar la soga entre mis pies atados —más allá de que sólo daría volteretas hacia atrás, fuera de control, y me dislocaría los hombros— escalar por la cuerda con mis manos detrás de la espalda sería imposible, o tan difícil y extenuante que se me agotaría el oxígeno antes de que hiciera una décima parte del recorrido.

Dejé escapar un poco más de aire de mis pulmones. Pude sentir que los músculos en mi diafragma me reprochaban porque les impedía hacer lo que querían; no con urgencia todavía, pero el conocimiento de que carecía de control sobre el momento en el que sería capaz de soltar el aliento otra vez hizo más difícil mantener la calma. Sabía que podía confiar en que Daniel me sacaría a la superficie a la cuenta de doscientos. Peto sólo había resistido hasta los ciento sesenta. Cuarenta tau más serían una eternidad.

Casi había olvidado cuál era el motivo de esta experiencia extrema pero entonces comencé a rezar. Por favor, bendita Beatriz no me dejes morir. Sé que Tú te sumergirás para salvarme, pero si muero no le servirá a nadie. Daniel terminará hundido en la mierda más profunda… pero eso no es una amenaza, es sólo una observación. Sentí una punzada de ansiedad, ¿encima de todo, acababa de ofender a la Hija de la Diosa? Seguí luchando a pesar de mi confianza menguada. No quiero morir. Pero Tú ya lo sabes. No sé lo que quieres decirme.

Liberé algo más de aire viciado deseando haber contado el tiempo desde el momento en que bajé; se supone que no hay que vaciar los pulmones demasiado rápido —cuando están deshinchados es todavía más difícil no aspirar— pero retener el dióxido de carbono demasiado tiempo tampoco es bueno.

Rezar sólo parecía hacerme sentir más desesperado, así que traté de repasar otros tipos de pensamientos sagrados. No pude recordar nada de las Escrituras palabra por palabra, pero lo esencial de las partes más importantes comenzó a atravesar mi mente.

Después de vivir en Su cuerpo durante treinta años y de persuadir a todos los Ángeles de que volvieran a ser mortales otra vez, Beatriz regresó a la nave espacial vacía y voló directamente hacia el océano. Cuando la Muerte La vio llegar, tomó la forma de una serpiente gigante y se enroscó en el agua, aguardando. Aunque Ella era la Hija de la Diosa, con el poder para hacer lo que quisiera, dejó que la Muerte La tragara.

Eso demuestra cuánto nos amaba.

La Muerte pensó que había triunfado. Beatriz estaba atrapada en su interior, en la oscuridad, sola. Los Ángeles otra vez eran de carne, así que no tendría que esperar hasta que cayeran las estrellas para reclamarlos.

Pero Beatriz era parte de la Diosa. La Muerte se había tragado una parte de la Diosa. Fue un error. Después de tres días, sus mandíbulas se abrieron con un estallido y Beatriz salió volando, coronada por el fuego. La Muerte estaba quebrada, marchita, disminuida.

Mis miembros estaban entumecidos pero mi pecho ardía. La Muerte todavía era lo suficientemente fuerte como para mantener la maldición allí abajo. Comencé a sacudirme ciegamente, derrochando cualquier rastro de oxígeno que quedara en mi sangre, pero la desesperación me distrajo de la ansiedad de inhalar.

Por favor bendita Beatriz

Por favor Daniel…

Señales luminosas florecieron detrás de mis ojos y derivaron hacia el agua. Las contemplé mientras se rizaban en una especie de vórtice, como si algo las estuviera absorbiendo.

Era la boca de la serpiente tragándose mi alma. Abrí mi propia boca e hice un ruido lastimoso, y la Muerte nadó hacia mí para besarme, para lanzar agua fría en mis pulmones.

De pronto, todo fue cauterizado por la luz. La serpiente se volvió y huyó como un gusano pálido y tímido. Una ola de satisfacción me limpió, como si fuera un niño otra vez y mi madre me estuviera abrazado con fuerza. Fue como calentarse al sol, escuchar una risa, soñar una música demasiado hermosa para que fuera real. Cada músculo en mi cuerpo aún trataba de urgir a los pulmones para que se abrieran al agua, pero ahora me encontré peleando contra esto casi distraídamente mientras me maravillaba ante mi extraña euforia.

Por mis manos se extendió un aire frío que bajó por los brazos. Me elevé para tomar una bocanada, luego me desplomé otra vez, mareado y balbuceante, agradeciendo cada soplo pero todavía eufórico por algo completamente distinto. La luz que había llenado mis ojos ya había desaparecido, pero quedaba un resplandor violáceo allí donde mirara. Daniel continuó enrollando la soga hasta que mi cabeza estuvo al nivel de la barandilla, entonces trabó el malacate, se inclinó y me alzó sobre su espalda.

En el agua me había sentido tibio pero ahora mis dientes temblaban.

Daniel me envolvió en una toalla, luego se puso a cortar las cuerdas.

—¡Estoy tan feliz! —le dije lleno de alegría. Me hizo un gesto para que me quedara quieto, pero luego susurró alegremente:

—Ése es el amor de Beatriz. Ahora Ella siempre estará contigo, Martín.

Parpadeé con sorpresa, luego reí levemente ante mi propia estupidez. Hasta ese momento, yo no había relacionado lo que me había sucedido con Beatriz. Pero por supuesto que había sido Ella. Le pedí que entrara en mi corazón y lo hizo.

Podía verlo en el rostro de Daniel: un año después de su propia Inmersión todavía sentía Su presencia.

—Ahora —dijo— todo lo que hagas es por Beatriz. Cuando mires a través de tu telescopio, lo harás en honor a Su creación. Cuando comas, bebas o nades, lo harás para agradecer Sus dones. —Asentí con entusiasmo.

Daniel secó todo ordenadamente, incluso limpió los charcos de agua que yo había dejado sobre la cubierta. De regreso en la cabina recitó pasajes de las Escrituras que yo nunca había comprendido antes pero que ahora parecían ser todos sobre la Inmersión y la forma en que yo me sentía. Fue como si hubiera abierto el libro y me hubiese encontrado mencionado por mi nombre a cada página.

Cuando Daniel se quedó dormido antes que yo por primera vez en mi vida no sentí la más ligera punzada de soledad. La Hija de la Diosa estaba conmigo: podía sentir Su presencia como una llama en mi cráneo irradiando calidez a través de la oscuridad detrás de mis ojos.

Dándome satisfacción, dándome fuerza.

Dándome fe.