A la mañana siguiente se hablaba ya de treinta y cinco muertos y más de cincuenta hospitalizados. El ministro del Interior había llamado a Müller con urgencia para hablar con él del asunto y de la inminente concesión de una amnistía general para los delitos políticos.
—¿Afectará esa amnistía a Hitler? —preguntó Müller.
—A Hitler sobre todo. Saldrá a la calle antes de final de año, con toda seguridad, aunque con muchas restricciones —repuso Stützel.
—¿Puedo preguntar cuáles?
—No podrá hablar en público ni publicar nada en la prensa. Estará en la calle, pero en silencio.
Müller frunció el ceño.
—No sé si será bastante.
—Hay que normalizar el país de una vez, comisario. La política ya está encarrilada. Ahora sólo falta la calle. Y esa repugnante historia de las drogas. Han encontrado arsénico y estricnina en la morfina que han podido analizar. Es terrible.
—Sí, señor.
—¿Tiene idea de lo que está ocurriendo?
—Otra guerra entre bandas probablemente, señor. Esta vez atacan a los consumidores para que cambien de proveedor —explicó Müller.
—Es lo que me pareció a mí. Acabe inmediatamente con eso. Inmediatamente —recalcó el ministro.
—Sí, señor. Ya casi lo tenemos controlado. Hoy mismo pienso practicas unas cuantas detenciones. En cuanto a Göring, tengo noticias de que Göring ha huido a Italia.
—Lo sé. Lo sé. Me alegro de que Göring se haya ido. Prefiero no verlo por aquí hasta que no se haya firmado oficialmente esa amnistía. No quiero más complicaciones. ¿Me entiende?
—Sí, señor.
—Normalidad. Necesitamos normalidad.
—Sí, señor
—Puede retirarse.
Müller respondió con un taconazo y abandonó con paso marcial el despacho del ministro. Luego le dedicó un gesto amistoso al viejo secretario, indicándole que todo había ido bien y bajó las escaleras para salir a la calle.
En la escalinata del ministerio acababa de sentarse un mendigo para calentarse al sol, que volvía a brillar después de un par de días de cielo encapotado. El rostro de aquel hombre le llamó la atención a Müller.
Estaba seguro de no haberlo visto nunca antes, pero sus enormes barbas y su larga cabellera blanca le recordaban a las imágenes de Moisés o del propio Dios Padre que había contemplado desde su infancia en los retablos de las iglesias.
El mendigo se acariciaba la barba y roía un mendrugo de pan. Cuando se dio cuenta de que el comisario lo miraba le guiñó un ojo, desató trabajosamente una destartalada maleta de cartón y sacó de ella un violín y un arco, cuidadosamente envueltos en un paño.
Müller le devolvió el saludo y esperó tranquilamente a que el hombre empezase a tocar. Sabía que en aquellos momentos requerían su presencia en tres o cuatro sitios a al vez, pero de todos modos se quedó unos minutos escuchando la música de Mendelsohn.
Cuando el mendigo acabó la pieza, se acercó y dejó una moneda en el platillo.
—Si Dios toca el violín, el mundo aún tiene arreglo —murmuró Müller en voz alta, ya de camino hacia su comisaría.