Aunque ya no se dedicaba específicamente a los asuntos políticos, la comisaría de Müller era la única que recibía todos los periódicos. Aquella mañana había noticias en abundancia. Unos destacaban los debates suscitados por la implantación del plan Dawes, mientras que otros concedían más espacio a la denegación a Hitler de la libertad condicional por considerarlo involucrado en actividades paramilitares. En lo que todos coincidían era en dedicar unas cuantas líneas en portada al asalto contra los almacenes policiales de la estación, protagonizado por un grupo de hombres armados. Según fuentes solventes, que no se desvelaban en ningún momento, los asaltantes habían conseguido llevarse un importante cantidad de drogas incautada previamente por el conocido comisario Müller, hasta hacía poco tiempo responsable de asuntos políticos.
A Müller le hizo gracia que se hubiesen enterado tan pronto de quién había estado al mando de la operación del aeropuerto. De no haber mediado el fiasco posterior de la estación seguramente no lo habrían averiguado jamás.
El Bayerische Kurier, que salía un poco más tarde que los otros, recogía también la extraña afección que estaba atacando a los consumidores de morfina y que había acabado de manera fulminante con la vida de cuatro de ellos, mientras otros tres habían sido hospitalizados en estado muy grave.
En los periódicos de la tarde, esa noticia ocupaba ya todas las primeras páginas y se hablaba de al menos quince muertos. Además, en la sección necrológica se consignaban varias muertes por infarto o ataque cerebral de personas relativamente jóvenes de lo que solía llamarse buena sociedad.
El sargento Meisinger, que no se había presentado en toda la mañana, apareció en el despacho de Müller con uno de aquellos periódicos en la mano.
—¿Vienes a celebrar lo de Hitler? —bromeó el comisario.
—Vengo a preguntar qué está pasando.
Müller se encogió de hombros.
—¿Qué está pasando, dónde?
—Aún no lo publican los periódicos, pero el barón Von Schuller ha muerto.
—Ya lo sabía —repuso Müller con frialdad—. Lo asesinó de dos disparos el padre de uno de esos muchachos que ha sufrido hoy un infarto. Ya ha sido identificado pero no lo han detenido aún.
—¿Qué está pasando, Heinrich? —insistió el sargento.
Müller frunció el ceño, apesadumbrado.
—Deberías confiar más en mí, Joseph. Esta noche no te fiabas, ni ahora tampoco. Haces mal. Me conoces de sobra, y haces mal.
—Mira, Heinrich: ni comprendía que te rindieses ni entiendo qué pasa ahora. Me gustaría saber qué ha sucedido en realidad.
—Los chistes, cuando se explican, dejan de tener gracia —bromeó Müller.
—Inténtalo de todos modos, por favor —contestó Meisinger muy serio.
En ese momento, un agente llamó a la puerta y dijo que un inválido insistía en ver inmediatamente al comisario. Decía que era muy importante. Müller ordenó que lo condujeran a su despacho.
—Seguramente sea Takacs, nuestro adivino. Pregúntale a él —dijo el comisario dirigiéndose a Meisinger.
El sargento iba a responder algo, pero al ver que llegaba ya el visitante prefirió callar y se limitó a menear la cabeza.
Efectivamente, era Atila Takacs, acompañado de su sirviente.
—Encantado de ser su anfitrión por una vez, señor Takacs —saludó Müller saliendo desde detrás de su mesa.
—¡Es usted un criminal!, ¡ha sido usted!, ¡usted lo ha hecho! —gritó el adivino.
—No sé de que me habla, señor Takacs, pero si ha venido aquí a insultarme le aconsejo que se lo piense de nuevo.
—He venido a entregarme, maldita sea. Han matado al barón y me matarán a mí también. Sé que lo harán. Lo sé.
—¿A entregarse? ¿Puedo saber de que se acusa?
—Tráfico de sustancias prohibidas. Tengo todas las pruebas que quiera y no saldré de aquí si no es escoltado por dos policías y en dirección a un lugar seguro. En cuanto a usted, comisario, ¡nadie podrá perdonarle esto! Es usted el peor asesino…
—No necesita añadir el cargo de insultos a la autoridad. Me basta con su palabra para detenerle. Sargento, proceda, por favor.
Meisinger desenganchó los grilletes de su cinturón y se los colocó al inválido en las muñecas.
—¡Ha sido usted, comisario! —insistió Takacs—. Los muertos me lo han dicho.
—Diga a su abogado que los llame a declarar en el juicio —se despidió Müller mientras Meisinger, taciturno, conducía al adivino a los calabozos.