En casa del barón Von Schuller no eran frecuentes las llamadas a las ocho de la mañana, y menos aún las que preguntaban con urgencia por la señorita Elisa.
El criado se cansó de repetir que la señorita estaba descansando hasta que la muchacha, que no había dormido bien, escuchó que se hablaba de ella y bajó de su cuarto a averiguar qué sucedía.
—¿Qué ocurre? —preguntó al criado.
—Lamento que la hayan despertado. Es un tal señor Hammerlein, que insiste en hablar con usted a toda cosa. Dice que es muy urgente.
Elisa se precipitó hacia el teléfono.
—Dígame —casi gritó al auricular.
—¿La señorita Elisa Von Schuller, preguntó una voz que no era la que ella esperaba?
—Sí, yo soy. ¿Con quién hablo?
—Soy Julius Hammerslein. Tengo entendido que mantenía usted una estrecha amistad con mi hijo Albert.
Un cúmulo de malos presagios ofuscaron la mente de Elisa, que tardó unos instantes en responder.
—Sí, así es. Encantada de hablar con usted. ¿En qué puedo ayudarle?
El hombre carraspeó.
—A pesar de las lamentables circunstancias que determinaron su ruptura con él, me siento en la obligación de comunicarle que mi hijo Albert ha muerto.
Elisa profirió un grito
—¡Dios mío!, ¡ha sido mi padre!, ¡ha sido mi padre! —gritó antes de desmayarse.
—Eso mismo creo yo. Su padre y ese maldito Atila Takacs, que el demonio se lleve —respondió el padre con voz quebrada, aunque nadie podía oírle.