LIX

A las cuatro de la madrugada, Lammers acabó de repartir la mercancía a los distribuidores y regresó al mugriento cuartucho donde se ocultaba desde que la policía le seguía la pista.

Conocía a la dueña de los viejos tiempos, cuando utilizaba a veces aquella casa para alguna cita y estaba seguro de que la vieja nunca hablaría de él. Ni de él ni de otra cosa. Con nadie. Desde que se había quedado viuda treinta años atrás la vieja economizaba las palabras como si temiera que la vida se le marcharía por la boca si la abría. Y con el tiempo se había visto rodeada de la clase de gente que había convertido en fundado aquel temor.

Lammers subió a oscuras las escaleras, introdujo su llave en la cerradura y abrió con estruendo. La puerta volvía a atascarse y era imposible abrir de otro modo.

En la casa sólo se escuchaban los ronquidos de la vieja y la eterna gota del fregadero. El olor a coles recocidas casi podía escucharse también, pero de momento se conformaba con adherirse a las paredes, a la ropa y a cada poro de la piel.

Lammers estaba asqueado de aquella casa, pero sabía que no podía ir a otro lado. No mientras el maldito comisario siguiera buscándolo, husmeando en todas partes. Sus muchachos y sus camaradas se habían portado estupendamente con él, pero cualquier día, en cualquier momento, podían echarle mano y ponerlo una temporada a la sombra. O colgarlo incluso.

Tenía que acabar con aquel maldito comisario, y no sólo para poder moverse con un poco de libertad. También por ella.

Desde que se enteró de que Karina se había tirado desde un puente, esperaba el momento oportuno para matar a Müller. Sabía que la había detenido, que ella se había emborrachado hasta el desvanecimiento después de que la soltaran, y que dos días después se había arrojado al vacío. No conocía los detalles, pero tenía la imaginación suficiente para completar el resto de la historia. Tenía que acabar con él, aunque sólo fuese para no avergonzarse de sí mismo cada vez que pensaba en aquella chica flaca y de sonrisa torcida que lo había amado hasta el punto de matarse después de creer que había hablado más de la cuenta.

¿Y él?, ¿la había amado? No lo sabía. No importaba. Tenía que matar a Müller.

Miró debajo de la cama y sacó un rollo de alambre de espino oxidado. Midió cuatro palmos y dobló el alambre a un lado y a otro hasta que se rompió. Con aquello bastaría. Müller le había privado de su único asidero a la vida y le estaba impidiendo disfrutar del dinero que ganaba. Jamás había tenido tanto dinero y jamás había vivido de una manera tan asquerosa.

Lammers se echó la mano al bolsillo y se calmó casi instante: allí estaba la media docena de frascos de morfina que le había dado Göring y un buen fajo de billetes para comprar toda la que quisiera. Sin tener que mendigar. Cuando le diera la gana. Ahora serían los otros los que tendrían que arrastrase para que él les fiara hasta dentro de un par de días. Ahora sería él quien pondría las condiciones. No estaba tan mal.

Enrolló el trozo de alambre que había cortado y lo dejó bajo la cama. Ya habría tiempo para eso más tarde. No podía permitir que Müller le estropeara también los días de triunfo. Tenía buena morfina y toda la noche, y toda la mañana. Podía levantarse cuando quisiera.

Cogió la jarra desportillada que había sobre su mesita de noche y echó un poco de agua en el vaso. La medida justa. Hasta el fin del relieve del fondo. Luego abrió uno de los frascos de morfina y disolvió el polvo blanco en el agua cuidadosamente, con mimo de alquimista.

La jeringuilla estaba en el armario, debajo de su ropa blanca. La vieja nunca miraría allí. Nunca miraría en ninguna parte, de hecho, pero prefería ocultar cierta clase de cosas de su vista.

Cargó cuidadosamente la jeringuilla con la solución blanquecina, se hizo un torniquete en el brazo con el cordón de unas botas y esperó unos instantes a que se acumulase la sangre.

Luego se clavó la aguja con cuidado y vertió el contenido de la jeringuilla en su torrente sanguíneo.

En lugar de la relajación que experimentaba otras veces sintió un dolor repentino en la cabeza y en el estómago. Como un martillazo seguido de una sierra. No podía respirar. Se llevó las manos al cuello y a la boca. Trató de gritar pero no pudo.

En un último arranque se levantó de la cama, abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo. Iba a pedir ayuda pero en lugar de su voz encontró una brasa ardiendo en su garganta.

Luego se desplomó.