LVII

A las dos y media en punto, Göring bajó de su habitación del hotel Kempinski y salió a la calle. Se extrañó de que Lammers no estuviese ya esperándolo, pero no empezó a impacientarse hasta que pasaron diez minutos y su jefe de operaciones siguió sin aparecer.

A las tres menos cuarto, un camión tiznado de carbón se detuvo delante del hotel y Göring se ocultó en las sombras de la calle por pura precaución. Cuando vio que el que se bajaba de la cabina era Sepp Lammers lo llamó con un silbido.

—¿Ha habido problemas? —le preguntó, preocupado, en cuanto se reunieron.

—Al contrario. Ya tenemos la mercancía —repuso Lammers, exultante—. Y sin necesidad de armar mucho jaleo.

Göring lo sacudió por los hombros con alegría.

—Bien, Sepp. Enhorabuena. ¿Cómo ha sido?

Lammers le contó a su jefe sucintamente lo ocurrido y este le felicitó de nuevo antes de mandarle bajar del camión una de las cajas para comprobar su contenido.

A Lammers se le pasó entonces por la cabeza que quizás hubiesen recuperado sólo unos cajones llenos de piedras y la sangre no volvió correrle por las venas hasta que abrieron la caja y vieron los esperados frascos de vidrio llenos de polvo blanco.

—Soy un idiota. No comprobé la mercancía —reconoció cuando vio alejarse la posibilidad de que lo hubiesen engañado.

—A lo mejor Müller quiere congraciarse con nosotros. Esta tarde soltó a nuestros muchachos y ahora nos ha dado todas las facilidades para recuperar lo nuestro. Quizás quiera hacer un trato.

—Yo preferiría tratar con él en el idioma del alambre.

Göring se echó a reír. Cada vez que se olvidaba del comisario, el dolor de la ingle se lo volvía a recordar inmediatamente.

—Ha tardado demasiado en querer hacer amigos —respondió. Sabía que no había por qué mezclar los rencores personales con el negocio, y un aliado como Müller sería la mejor baza posible, pero había cosas que consideraba por encima de cualquier conveniencia.

—Hoy ha salido todo bien, aunque el día tenía mal aspecto —comentó Lammers.

—Ha salido perfecto —refrendó Göring, mientras cogía unos cuantos frascos de la caja que habían abierto y se los metía a Lammers en el bolsillo del abrigo.

—Esto para ti. Aparte de lo acordado. Ahora, por favor, haz el reparto. Hay mucha gente que espera desde hace horas y la clientela se pone nerviosa cuando la hacemos esperar.

—Seguro que no se han ido a dormir —bromeó Lammers.