Uno de los hombres de Sepp Lammers tenía como misión exclusiva ir en bicicleta cada veinte minutos al Café Tierhaus y volver luego junto a su jefe a informarle de las novedades. El Tierhaus era el lugar habitual de reunión de los trabajadores ferroviarios, los obreros del turno de noche y los noctámbulos en general, y aquella noche hacía también las veces de centro de operaciones del inminente asalto contra la comisaría central.
Hasta la una de la madrugada, el único informe que había recibido era que sus hombres se iban concentrando en los lugares acordados y que, aunque en algunos sitios no habían cumplido a rajatabla las normas para evitar llamar la atención, nadie se había interesado en ellos lo bastante para querer saber qué hacían ni qué estaban aguardando. En caso de ser preguntados por algún policía o algún sereno debían responder que estaban esperando al camión que los llevaría hasta cerca de Regensburg para trabajar en el campo, pero si alguien descubría las armas, tenían órdenes de reducirlo y dejarlo atado en cualquier lugar discreto.
Con esas noticias, Lammers seguía buscando gente en distintos tugurios o levantando de la cama a los elementos que consideraba más seguros. Luego cada cual se encargaría de avisar a los hombres de su propio grupo o pelotón. En ese sentido, los nazis estaban perfectamente organizados con vistas a poder combatir rápidamente una eventual revolución comunista. Si la revolución llegaba a producirse, ellos tenían que ser más, más rápidos y estar mejor armados que los rojos. Ya lo habían conseguido en el diecinueve, cuando la revolución espartaquistas, y pensaban mantener la organización militar como principal ventaja para futuros enfrentamientos.
Todo marchaba perfectamente y según lo previsto, pero a la una y veinte llegó un muchacho a la carrera con una noticia realmente inquietante: un camión acababa de detenerse delante de la comisaría. No sabían cuantos hombres iban en él, pero había gente en la parte de atrás.
Lammers maldijo entre dientes al idiota que había cortado el teléfono de la comisaría tres horas antes de lo acordado y lamentó que los grupos de asalto no funcionasen ya tan bien como durante la guerra: seis años de paz les había embotado el entendimiento a todos. Luego ordenó que se hicieran enseguida con un coche o unas bicicletas y que no perdieran de vista al camión en ningún momento. Ya no podía seguir reclutando gente: lo que hubiese que hacer había que hacerlo enseguida. De momento contaba sólo con treinta hombres, demasiado pocos para asaltar la comisaría con garantías, pero tenía que tomar una decisión.
Lo mejor era reconocer el terreno personalmente y ver si lo de aquel camión era casualidad o la policía sospechaba algo.
Tardaría media hora en llegar hasta donde se encontraba el primer grupo de asalto, pero aún tendría tiempo de poner en marcha la operación o suspenderla, según lo que viese.
Veinte minutos después, a medio camino, encontró un teléfono público en una cervecería aún abierta, y llamó al Tierhaus para recabar noticias. Su enlace casi se echó a reír: habían cargado en el camión la mercancía incautada en el aeropuerto y se habían presentado allí mismo, en los depósitos de la estación. Los dos hombres que lo habían seguido estaban allí mismo, tomando un trago.
—Si salgo a la calle los veo —exageró el enlace.
—¿Cuántos son? —preguntó Lammers.
—Siete.
—¿Y dónde está la mercancía?
—En uno de los galpones viejos, a la derecha de las vías.
Lammers sonrió.
—¿Cuántos hombres estáis ahí? —preguntó.
—Tres. Los dos que siguieron al camión y yo.
—¿Disponemos de algún vehículo?
—Tengo el camión del carbón aparcado dos manzanas más abajo —repuso el enlace—. Y los otros dos trajeron un coche viejo, que casi se cae a pedazos.
—Bastará con el camión. ¿Voy con diez hombres más y hacemos el trabajo nosotros mismos?
—Nos bastamos y nos sobramos.
Lammers no estaba tan seguro y se tomó su tiempo. Si el comisario Müller había dado orden de trasladar la mercancía a los almacenes en plena noche era porque sospechaba algo. Podía ser una trampa. También podía ser que no quisiera verse implicado en la batalla que iba a organizarse y prefiriese una solución de compromiso, pero había que andarse con cuidado. El comisario Müller tenía fama de no ceder nunca, pero ¿de no ceder ante quién? Ante grupos de desharrapados que saqueaban almacenes, o ante los comunistas, cuando tenía a su lado treinta hombres armados para enfrentarse a cuarenta obreros sin ninguna preparación, o cuando podía ordenar disparar a bocajarro contra los nazis en una calle estrecha. ¿Y si se había enterado de que iban a asaltar su comisaría y había tenido miedo? Posible, sí, pero improbable. Podía ser una trampa.
Con estos pensamientos rondándole la cabeza, llegó hasta donde aguardaba el primer grupo y ordenó a los doce hombres que lo formaban dirigirse discretamente y por separado al café Tierhaus. Luego hizo otro tanto con el segundo, y con el tercero. Serían cuarenta hombres en el asalto, y si era una trampa venderían caro su pellejo. En cualquier caso, ya se ocuparía de Müller. Muy pronto.
El plan era sencillo: a las dos y diez de la madrugada salía el tren nocturno para Berlín. Todo el mundo debía estar en la estación a esa hora, con las arma envueltas en la ropa de trabajo, en sacos, o en lo que cada cual hubiese llevado para esconderlas, y todos debían simular que se subirían al tren. En cuanto el tren saliese, cruzarían las vías a toda velocidad y cogerían por sorpresa a los policías que vigilaban el almacén.
El tren los ocultaría de la vista de los policías y daría a la vez la señal para comenzar el asalto.
Así lo explicó, en pocas frases, cuando se reunió con su gente en el Tierhaus.
A las dos en punto todo el mundo estaba en la estación y dispuesto para el asalto. Los hombres de Lammers habían dejado las armas en el suelo, envueltas en sacos y lonas como si fuesen azadas, y charlaban tranquilamente entre ellos. Los pocos pasajeros que se habían bajado del tren se habían marchado hacía unos cuantos minutos, y los que emprendían viaje ocupaban ya sus asientos, así que en los andenes sólo quedaban el jefe de estación y algunos empleados del turno de noche.
La carga de la mercancía se prolongó algo más de lo previsto y los hombres de Lammers empezaron a impacientarse, pero a las dos y cuarto el jefe de estación dio la señal de salida y todo el mundo fue a recoger sus armas.
Fue más fácil aún de lo previsto.
En cuanto el último vagón del tren abandonó la estación, los asaltantes cruzaron a la carrera las vías y dispararon unos cuantos tiros al aire. Un policía sacó su pistola y Lammers le gritó que se rindiera. Los policías, viéndose completamente copados, tiraron sus armas.
Uno de los asaltantes abrió la puerta del almacén y se encontró a otros dos policías en el interior, junto a las cajas.
—Manos arriba —ordenó Lammers, que empuñaba un revólver.
Uno de los que arrojó su arma era Meisinger. Lammers lo conocía.
—¿Dónde está tu jefe? —le preguntó.
—En la comisaría. O en casa. Supongo —respondió el sargento sin inmutarse ante el arma que le apuntaba al pecho.
—Dile que no todos los días escapará tan fácilmente. Y venga, vosotros: cargad esas cajas. Rápido —añadió dirigiéndose a los suyos.