A las doce de la noche no había nadie por las calles. Se había levantado un viento desapacible que arrastraba de un lado a otro los restos mal barridos de la jornada junto a las hojas de los árboles, que empezaban a caer.
Las torres de la iglesia de Marienhilfe se destacaban a lo lejos con un extraño fulgor húmedo que les prestaba nitidez pero les sustraía realidad, como si fuesen parte de un espejismo, o de un recuerdo. Seguramente sería por la penumbra difusa de las dos o tres farolas amarillentas que iluminaban la calle, pero todas las imágenes de lo que le rodeaba le parecían a Müller más producto de la memoria que de la vista. Munich era aquella noche como las ciudades por las que se camina en esos sueños en que uno sabe que está perdido pero no recuerda lo que busca, ni si desea encontrarlo o escapa de ello. Munich era aquella noche la ciudad de los ecos azulados, los olores estridentes y las luces casi agrias recortando siluetas con tijeras embotadas.
A medida que se acercaba al centro de la ciudad iba encontrando a algún transeúnte, pero la presencia de otras personas, sin excepción apresuradas y cubiertas para resguardarse del inicio de la lluvia, sólo servía para acentuar la sensación de soledad, lo mismo que le ruido de sus pasos y el de alguna gota de agua cayendo de los aleros conseguía solamente acentuar el silencio.
Müller levantó las solapas del chaquetón y se dirigió a su comisaría. Quería saber si había habido alguna novedad durante su ausencia y también sentarse a pensar tranquilamente. Si había llegado la hora de resolver viejos asuntos quería aprovecharla. Porque hay días de mirar hacia adelante y luchar contra todo lo que se interponga en el camino prefijado, y días de pararse, y días de recoger cualquier piedra del suelo y guardarla en el bolsillo para recibir a los perros que saldrán más adelante. O quizás fuera mejor apartarse de los perros y dejarlos hacer. Tenía que pensar.
Saludó al agente que vigilaba la puerta de la comisaría y entró en su despacho. Allí seguían intactas las cajas que habían requisado en el aeropuerto.
Abrió una de ellas y comprobó su contenido: decenas de pequeños frascos llenos de un polvo blanquecino. Examinó detenidamente los frascos y tomó nota de todas las marcas que había tanto en la etiqueta como en el propio envase. Eran marcas de industrias conocidas, pero todos los envases habían sido desprecintados y parecía claro que los estaban reutilizando para hacer pasar la droga, una vez distribuida, como de origen perfectamente legítimo. El comisario retiró el tapón de caucho de uno de ellos, vertió el contenido sobre un papel, humedeció el dedo y probó el polvo blanco. De pronto se le había ocurrió que podían haberle tomado el pelo y haberle inducido a requisar un envío de azúcar, de harina, o sal, pero el sabor amargo de la sustancia y el olor ligeramente ácido lo convencieron de que era auténtica morfina.
Müller tomó un poco de aquel polvillo entre los dedos y, pensativo, lo dejó caer de nuevo lentamente sobre el montículo que había formado al echarlo sobre el papel.
Aquello era lo que había causado tantas muertes en los últimos meses, y lo que alimentaba las arcas del partido nazi, o al menos de una de sus facciones. La gente moría y mataba por aquello. Todos querían dormir, y no saber. No sentir. No pensar. Aquel polvo blanco era el término medio entre la vida y el tiro y la sien, entre la lucha diaria y la soga atada a una viga del desván. Era curioso que fuese precisamente aquella sustancia la más consumida: morfina, un poderoso medicamento ideado para menguar el sufridos miento en los hospitales de campaña y que se había seguido utilizando luego para combatir el dolor. Su efecto era el adormecimiento, la pérdida de sensibilidad y el embotamiento de los sentidos. Morfina, que tomaba su nombre del dios del sueño.
Dormir. Eso era seguramente lo que necesitaba él. Dormir y olvidarse de la humillación que suponía no haber detenido a Göring, ni a Von Schuller, ni ninguno de los delincuentes de verdadera importancia.
Dormir para olvidar aquellos olores a orines y abandono en las casas de los adictos, y los rostros de las familias, y aquella trenza blanca de la mujer envejecida prematuramente por la adicción de su marido. Blanca como una bandera de rendición.
Dormir para no odiar a los que se enriquecían con la degradación de los demás. Para no despreciar a los que abdicaban de su condición humana. Para no echar cuentas ni realizar cálculos que señalasen a unos o a otros. Dormir.
En una de las cajas, además de varias bolas pegajosas de opio para fumar, había también dos docenas de jeringuillas hipodérmicas. Müller abrió uno de los estuches, montó la aguja sobre la jeringa y se preguntó si no debería saber por propia experiencia lo que era aquello. Si no lo necesitaría también él en cierto modo, para olvidar y dormir por un día.
Cien partes de agua por cada una de morfina. Eso lo decía bien claro la etiqueta. Agua fría. Encima del archivador había un vaso. Sólo tenía que ir al único baño del edifico a llenarlo de agua y después decidiría. Quizás fuese preferible que también él se olvidase de todo. Seguramente fuese mejor olvidar, pero aquel polvo blanco no serviría para eso. Para eso no: a aquella droga le habían puesto su nombre en honor a Morfeo, no a Leteo. Dormiría pero sin olvidar. Y el que no olvida quiere seguir durmiendo, a la espera de que el mundo cambie o cambie su vida, o desaparezcan por sí solos el miedo, la cobardía o las ansias de rendición.
Müller sintió entonces que algo se rebelaba dentro de él y esparció de un manotazo el pequeño montón de morfina que esperaba sobre el papel. No se rendía, ni se rendiría nunca. Jamás. El mundo es de los que miran, y piensan. De los que aman, odian y desean. El mundo es de los que esperan despiertos.
Cazaría a Göring aunque le costara el puesto. Cazaría a Von Schuller y a los grandes personajes que manejaban aquella basura. Los cazaría a todos.
Con esa nueva voluntad de lucha, Müller se estaba poniendo el abrigo para volver a su casa cuando el sargento Meisinger irrumpió en su despacho sin llamar siquiera.
—¡No funciona el teléfono, maldita sea! Y en tu casa me dijeron que no estabas —exclamó sofocado.
—¿Qué ocurre?
—Los nazis preparan un asalto. Un asalto contra esta comisaría. Van a venir durante la noche a llevarse lo que les requisamos en el aeropuerto.
—Están completamente locos —se sorprendió Müller.
—No van a venir con las banderas, por supuesto. Pero vendrá su gente. Y todos los hampones que han podido encontrar. Me lo ha dicho Nannen, el pobre diablo de mi compañía al que soltamos esta tarde. Me llamó a mi casa. Dudaba entre convertirse en soplón o ser un desagradecido, y la gratitud pudo más.
—Eso sí que me sorprende —apreció Müller, que no acaba de reaccionar ante la gravedad de la noticia.
—Pensó que podía estar yo de guardia y que me matarían. Ese tipo me aprecia de veras. Y yo a él. Ya han cortado el teléfono. Y dice que vendrán cien o doscientos. Hay que pedir refuerzos. Hay que llamar al ejército.
Müller pidió calma con un gesto.
—Vamos a ver: ¿qué credibilidad tiene ese tipo, por muy amigo tuyo que sea?
—Toda. Ya nos han cortado el teléfono —respondió el sargento—. Pero como a estas horas nadie lo usa no te habías dado cuenta.
Müller negó con la cabeza.
—¿Y estás seguro de que han sido ellos?
—¿Quién si no? —caso gritó Meisinger.
—Cualquiera. O una avería. O peor aún: imagina que nos cortan el teléfono y nos cuelan un bulo sobre un asalto, que es lo que parece en realidad lo que cuentas. ¿Cómo quedamos nosotros si ahora llamamos al ejército y no viene nadie?, ¿te das cuenta de lo que dices?
Meisinger entendía la postura de su jefe pero prefirió insistir.
—Si no hay asalto, haremos el ridículo, pero si lo hay…
—¿Cómo que haremos? El ridículo lo haré yo solo. Seré el hazmerreír de toda la ciudad, y más ahora, en plena normalización de las cosas. Para que me pongan en la calle, prefiero que sea por ir a detener a Göring.
—De acuerdo —se rindió el sargento— pero no digas que no te avisé. Esta noche puede ser muy larga.
Müller le pasó a su amigo el brazo sobre un hombro.
—Te lo agradezco de todo corazón, Joseph, pero no puedo llamar al ejército.
—Llama al menos a todos los hombres disponibles.
—¿Y para qué? ¿Para que pierdan la noche si es mentira o para que los maten si es verdad? —repuso Müller pausadamente. Su humor se iba ensombreciendo por momentos.
—¿Y qué vas a hacer entonces? —quiso saber Meisinger.
—Evacuar la comisaría.
Meisinger se quedó con la boca abierta.
—No me puedo creer que tú…
Müller lo miró muy fijamente, con una intensidad que el sargento sólo recordaba de los momentos más duros.
—Hay un momento para todo, Joseph. Y ahora es el momento de trasladar esta porquería a los almacenes del ministerio, y evacuar la comisaría. Así saldremos con bien de esta en cualquier caso.
El sargento miró al suelo, con gesto humillado.
—Lo que tú digas. A la orden —respondió en voz baja.
—Consigue un par de hombres para dentro de una hora y que se lleven todo esto. Y no al ministerio, sino al almacén de la estación. Si no hay asalto, es un sitio tan bueno como otro cualquiera; y si lo hay, no quiero que nadie muera defendiendo esta basura.
—No esperaba esto de ti —se quejó Meisinger.
—Si fueses tú el comisario harías lo mismo. No puedo dejar que maten a mi gente por una cabezonada. Eso, si lo que te han contado es verdad. Si es mentira, lo que no puedo permitir es que hagamos el ridículo. Haz lo que te digo.
—Es una bajeza… —musitó Meisinger.
—Si te avergüenza lo que vas a hacer, piensa que es una orden —repuso Müller tajante.
—En una hora estoy aquí con el camión y seis hombres —aseguró el sargento.
—En una hora.
Meisinger se despidió con un taconazo resentido y Müller comenzó a sacar frascos de morfina de la primera caja y a vaciarlos sobre su mesa. Y su expresión no era la de un hombre que acababa de ordenar una vergonzosa retirada.