LIII

En el coche que huyó del aeropuerto no iban Göring ni Von Schuller, sino Lammers con sus hombres. Después de asegurarse de que no los seguía ningún vehículo de la policía, Lammers dejó a su gente cerca de la estación central y se dirigió al hotel Kempinski en busca de su jefe.

Podía ser que Göring estuviese en Rosenheim, en la casa de su familia, pero aquellas paredes desoladas atraían cada vez menos al aviador, que a medida que había ido ganando confianza en su nueva identidad pasaba cada vez más tiempo en Munich.

En la recepción del hotel le aseguraron a Lammers que el señor conde había salido, pero en cuanto dijo que era el mecánico de su avión no tardaron en pedirle que subiera al cuarto piso. Allí, en pocas y sucintas frases, le explicó a Göring lo sucedido.

El aviador tuvo un ataque de cólera y arrojó contra el suelo primero su bastón y luego el libro que había dejado sobre la mesilla próxima al butacón.

—¡Müller! Debí matarle.

—Aún estamos a tiempo. Déjamelo a mí —casi suplicó Lammers.

Göring paseó arriba y abajo por la habitación. La rabia hacía más ostensible su cojera. Cuando no pudo soportar más el dolor se apretó fuertemente la ingle herida y se sentó.

—Me da igual si es bueno o malo para el partido. Hay que acabar con él.

—No será difícil. Dime que lo haga, o sólo que puedo hacerlo. Será gratis esta vez.

—Si ha encontrado el almacén en el aeropuerto, seguramente sabe cómo llegó la mercancía hasta allí. Y nos estaban esperando. Sabe que estoy aquí. Tengo que cazarlo antes de que él me cace a mí.

Lammers deseaba con toda su alma acabar con Müller, pero le sobraba sangre fría para esperar el momento adecuado.

—La semana que viene es cuando se decide la libertad condicional del Führer. Quizás sea mejor esperar unos días para acabar con él —se atrevió a opinar—. Sólo unos días.

Göring dio un fuerte golpe en el brazo del sillón.

—Si Müller aparece muerto en un callejón no pensarán sólo en nosotros. A Müller puede matarlo cualquiera. Lo odia todo el mundo. Nosotros, los comunistas, los separatistas, las organizaciones del mercado negro y el estraperlo. ¡Todo el mundo! Sería más sospechoso que lo mataran en cuanto el Führer saliese de la cárcel.

—Entonces hoy mismo, si quieres.

Göring volvió a levantarse, pidió el bastón a Lammers y comenzó a pasear de nuevo por la habitación. Era el mayor cargamento que habían movido nunca y las pérdidas eran muy fuertes. Demasiado.

—Lo prioritario es recuperar esa mercancía. Hay que enterarse de a dónde la han llevado y organizar un asalto para recuperarla. Es vital.

—Saber a dónde la han llevado no será difícil. Pero el asalto…

—¿De cuántos hombres podemos disponer? —insistió Göring al que la furia había alejado de cualquier prudencia.

—Veinte o treinta.

—¿Bien armados?

Lammers se echó a reír.

—Menos artillería pesada, lo que quieras. Y gente con experiencia, de total garantía.

Göring volvió a sentarse. Se secó el sudor con un pañuelo y trató de recapacitar.

—Quizás sea un poco precipitado —masculló.

Luego pidió a Lammers que le acercase el teléfono y marcó el número de Von Schuller.

—Barón, tenemos un problema —anunció simplemente cuando Von schuller se puso al aparato, segundos después de que respondiera su criado.

—Me llama usted medio minuto antes de que yo le llamase —respondió el barón con voz cortante.

—Entonces, ¿ya se ha enterado?

—La mercancía ha volado.

—En cuanto averigüemos adónde la han llevado trataremos de recuperarla —aseguró Göring.

—No es necesario que se molesten en averiguar nada: ese maldito comisario Müller ha puesto en libertad a los hombres que fueron a buscarla al aeropuerto. No le gustan los peces pequeños. El mismo que me informó de lo sucedido contó también que había oído decir que la llevarían a la comisaría central.

—Iremos esta misma noche. ¿Cuántos hombres puede prestarme? —preguntó el aviador.

—Esta clase de asuntos son competencia exclusiva suya, señor conde —repuso Von Schuller remarcando exageradamente la última palabra—. Cumpla su parte —añadió el barón antes de colgar.

Göring colgó a su vez, con un golpe.

—Se han llevado la mercancía a la comisaría central. Pon inmediatamente a dos hombres vigilando el edificio. Si trasladan lo nuestro a otro sitio, quiero enterarme —ordenó, volviéndose hacia Lammers.

—Ahora mismo.

—Y busca a todos los hombres que puedas para esta noche. Va a ser una fiesta por todo lo alto.

A Lammers le excitó la posibilidad de un verdadero combate.

—Cuenta con ello. Tendrás un verdadero regimiento.

—Yo también estaré, por supuesto. Tenemos que cogerlos desprevenidos. ¿Te dará tiempo a conseguir los hombres y las armas para las cuatro de la madrugada?

—Me sobrará media hora para echar un trago, incluso —exageró Lammers.

—Bien. Pues a las cuatro de la madrugada. Ven a buscarme a las dos y media. Esta noche tenemos que recuperar lo nuestro. Luego ya le ajustaremos las cuentas a Müller.

—Quizás esté allí —propuso Lammers esperanzado.

—No creo. Encontraremos a media docena de policías y a algún cabo o sargento de guardia. Los comisarios duermen en su casa —aseguró Göring.

—Una lástima…

—No tengas prisa y vete preparando un buen trozo de alambre. Uno especial.

—Tengo un rollo oxidado reservado para él —recordó Lammers con media sonrisa.

—No lo pierdas.