Landshut, la capital de la Baja Baviera, parecía tan al margen de la incipiente recuperación de Alemania como lo había parecido del hundimiento durante al año anterior. Sus antiguas casas señoriales y sus palacios se reflejaban en el Isar en perfecta armonía con los mercados, los pequeños talleres y los patos que nadaban sobre el río. En lo alto de la ciudad, encaramado a una colina rocosa, el castillo de Trausnitz oteaba el horizonte rivalizando en protagonismo con la impresionante iglesia de San Martín y su torre de ladrillo de ciento treinta metros. Sólo aquella torre parecía desproporcionada en Landshut; el resto de la ciudad era perfectamente humano, como un islote de sosiego y racionalidad en el encrespado océano de extremismos circundante.
Cada vez que Müller iba a Landshut se preguntaba por qué no había pedido ser destinado a aquella ciudad cuando había podido, en vez de quedarse en Munich, donde se dirimían todos los enfrentamientos de Baviera y casi de Alemania entera.
Sin embargo, por apacible que pareciesen el paisaje y hasta la gente, allí estaba la dirección efectiva del partido nazi, en una farmacia de la parte alta, poco antes del desvío que conducía al empinado camino, rampa en algunos tramos, que conducía al castillo.
Antes de entrar en la farmacia, Müller echó un vistazo al edificio y constató que no se diferenciaba en gran cosa de los otros inmuebles aledaños. Strasser no era un millonario, sino uno más de los pequeños burgueses y profesionales que se habían unido al nazismo convencidos de que el país, por la propia inercia de los acontecimientos, no podía ir más que al desastre. La República de Weimar ha puesto a Alemania al borde del abismo. Con nosotros, dará un gran paso adelante. Eso había dicho Strasser en un mitin. ¿Qué clase de hombre puede decir algo así a veinte mil personas sin inmutarse?
Müller casi prefería a Hitler. Hitler era un hombre apasionado al que se le podía dominar por sus pasiones. Pero Strasser no. Strasser era un chistoso capaz de poner en práctica sus chistes, como su adlátere en Berlín, aquel doctor Goebbels que preguntado por el incendio del domicilio de un líder comunista había sido capaz de contestar que lo más lamentable de todo había sido la destrucción de la biblioteca, porque los tres libros habían quedado calcinados. Strasser y sus amigos eran puro veneno. Casi prefería Hitler. Casi. Un hombre como Strasser podía haberse puesto perfectamente al frente del tráfico de morfina. De la trata de blancas. Del comercio de carne de niño. De lo que fuera.
Convencido de que había llegado al epicentro de toda la violencia de los últimos meses, el comisario transpuso la puerta de la farmacia casi con violencia.
—Buenas tardes —saludó.
—Buenas tardes —respondió un joven flaco y calvo.
—Busco al señor Strasser.
El líder nazi asomó por la puerta de la rebotica, enfundado en una bata blanca.
—¡Caramba!, ¡que inesperado placer!, ¿sabes quién es este caballero, Albert? El comisario Müller, de asuntos políticos, nada menos —explicó dirigiéndose al dependiente.
—¿Puedo hablar un momento con usted? —solicitó Müller.
—¿Puedo decirle que no?
—Usted verá.
—Pase, comisario. Y no esté tan serio.
El mancebo alzó una parte móvil del mostrador y Müller siguió a Strasser a la parte trasera de la tienda. El boticario buscó una silla, se la ofreció a Müller y se sentó él mismo en una banqueta, junto a una mesa con el tablero de mármol.
—Siéntese, por favor.
Müller aceptó.
—¿Le apetece un café recalentado? Sólo es de anteayer —ofreció el farmacéutico.
—No gracias.
—Pues dígame qué se le ofrece. No creo que haya tenido quejas de mis muchachos este tiempo. Incluso el gobierno nos ha felicitado por reconducir las protestas al campo político. Somos un partido decente.
Müller puso cara de escuchar por centésima vez un viejo cuento.
—Decente, pero ilegal —remarcó.
—El partido comunista es legal desde marzo. ¿Son acaso mejores que nosotros?
—No soy yo quien decide esas cosas.
Strasser se echó a reír.
—Pues yo sí, ya ve. Yo soy diputado. Hago las leyes en representación de un partido ilegal. ¿No le parece gracioso?
Müller mantuvo su expresión de aburrimiento.
—No he venido aquí a repasar con usted las paradojas de nuestra política, señor Strasser.
—Pues dígame entonces a qué ha venido.
—¿Vende usted morfina, señor Strasser? —preguntó el comisario de sopetón, tratando de aprovechar su habilidad para leer la respuesta en el rostro del interpelado fuera lo que fuese lo que contestase de palabra. En esta ocasión, en el rostro de Strasser sólo vio verdadera sorpresa. Casi estupefacción.
—¿Que si vendo morfina? Pues… pues claro que sí. Esto es una farmacia. No me diga que quiere usted… —repuso Strasser cuando logró rehacerse.
Müller distendió sus facciones en una mueca de burla.
—Conozco muchos sitos mejores que este para conseguir algo así si lo necesitara. Gracias.
—No creo que pudiese aprovechar su posición en ninguna parte mejor que aquí. Por eso lo he pensado. Disculpe. ¿Por qué me pregunta semejante cosa?
El comisario suspiró.
—Es evidente: porque creo que vende usted morfina, en grandes cantidades y donde no debe. Y también opio. Y heroína.
Strasser se levantó enfadado, derribando su banqueta.
—No puedo tolerar semejante estupidez. Si es una de sus tretas para amenazarme, diga de una vez lo que quiere; y si no, váyase al demonio.
—Cálmese, señor Strasser. Y deje el teatro. Tengo razones para pensar que está usted mezclado en el tráfico de drogas y quiero que eso acabe inmediatamente, porque aunque no tengo aún pruebas materiales, llegaré hasta el final y acabaré con usted y con todo el asqueroso partido que dirige…
—¡Deje de decir estupideces! ¿Razones?, ¿qué porquería de razones tiene?, ¿qué pretende obtener de mí?
Müller tamborileó con los dedos sobre la mesa de mármol.
—Ya me estoy cansando de tonterías, señor Strasser.
—Y yo, comisario, así que desembuche de una buena vez. O eso, o lárguese.
Müller extendió el pulgar de su mano izquierda
—Primero, el hombre que mató a tres de los traficantes de drogas que han muerto en estos meses era uno de los suyos. Sepp Lammers. ¿Lo conoce?
Strasser bajó la vista.
—Sí, aunque hace mucho que no sé nada de él —reconoció.
—Eso mismo me pasa a mí. Se lo tragó la tierra justo cuando empezamos a buscarlo.
—Le aseguro que no sé nada de eso. Pero aunque fuese cierto, los delitos que pueda cometer un militante del partido…
Müller extendió el dedo índice.
—Segundo, ese mismo rufián, Lammers, frecuentaba la casa de un conocido adivino y médium que, bendita coincidencia, resulta ser el enlace de Hitler fuera de la prisión. Y a esa casa acudían otros militantes de su partido y unos cuantos adictos a la morfina.
—Tonterías. No sé cómo me afecta a mí todo eso.
El comisario extendió un dedo más.
—Tercero: nuestras investigaciones sobre el tráfico de drogas en esta ciudad señalan a una trama entre el gremio sanitario. Hay demasiados médicos y enfermeros involucrados. Y resulta que es usted farmacéutico. Súmelo a lo anterior y dígame si empieza a ver algo más que bultos en la niebla.
—Absurdo. Completamente absurdo. Es todo una gigantesca estupidez…
—Espere —lo interrumpió el comisario—. Aún tengo algo más. Cuarto: Frank Dullkraut y Helmuth Arkmann, los dos jefes de las bandas de traficantes, son asesinados la misma noche, y poco después su partido vuelve a disponer de recursos. Alquilan camiones. Imprimen miles de carteles y hasta compran uniformes nuevos. Y justo cuando cambia de manos un negocio tan lucrativo como las drogas. ¿Le sigue pareciendo una coincidencia?
Strasser frunció el ceño, concentrando su mirada en los ojos del comisario.
—Un momento…
—¿Empieza a verlo claro, señor Strasser?
—Un momento… —repitió el líder nazi, llegándose hasta una de sus vitrinas para recoger una botella de cristal azul marcada con una etiqueta amenazante con las palabras «cianuro potásico» escritas en grandes letras rojas.
—Tómese su tiempo, pero sepa que estoy decidido a salir de aquí con un par de respuestas.
Strasser cogió dos probetas graduadas, y puso una delante del comisario y otra delante de sí mismo.
—¿Quiere envenenarse conmigo? —ofreció, sirviéndose de la botella azul—. Es la única manera de que el mancebo no se beba el aguardiente que destilo —explicó al ver la expresión del comisario.
Müller acercó su probeta. Un poco de cordialidad podía sentarle bien a sus planes.
—Seguro que hace usted un aguardiente estupendo.
—Magnífico. Ya lo verá.
El comisario dio un sorbo a su original copa.
—Muy bueno, es verdad.
Strasser apuró el contenido de su probeta de un trago y respiró hondo.
—¿Puedo serle franco y contar con su discreción? —preguntó—. Es mucho lo que arriesgo.
Müller se felicitó de escuchar al fin una muestra de debilidad en su interlocutor.
—Dígame. Haré lo que esté en mi mano para simplificar las cosas al máximo. No puedo prometerle más.
—Le juro por lo más sagrado que estamos en la maldita ruina.
Müller apretó la mandíbula.
—¿Y de dónde sale entonces todo el dinero para lo que hemos visto estas semanas? —preguntó reprimiendo su impulso de zarandear al líder nazi.
—Eso mismo me pregunto yo. Hay dinero pero yo no lo controlo. Ni yo ni la gente que está conmigo. ¿No se dio cuenta de que fue Julius Streicher y no yo quien habló en la concentración del día dieciocho? Ese mitin fue una patada en mi trasero, dicho claramente, comisario.
Müller reflexionó unos instantes, incapaz de decidir si debía creer a aquel condenado individuo.
—¿Y de dónde sale el dinero, entonces? —preguntó.
—No lo sé, pero quizás usted acabe de decírmelo. Hace tiempo que trato de averiguar por qué algunas secciones de mi partido disponen de recursos económicos propios mientras la caja está vacía. Ahora me cuenta usted lo de la morfina y todo encaja. Hace semanas que no sé nada de Lammers. Y de otros muchos. Sabía que organizaban algo a mis espaldas, pero no podía imaginar que fuese algo así.
Müller decidió poner a prueba la versión del jefe nazi.
—Supongamos que le creo. ¿Estaría dispuesto a darme una lista de la gente que hace tiempo que no ve o ha escapado de su control?
Strasser resopló.
—Creo que sí, con tal de que usted descubra qué está pasando aquí. Llevo meses intentado averiguar de dónde procede ese dinero y sólo me cuentan estupideces sobre un misterioso conde sueco. Todo lo que sabe mi gente es que el dinero procede de un conde sueco.
Müller frunció el ceño.
—¿Un conde sueco? Había un conde sueco que visitaba a menudo al señor Takacs, el médium que se veía con Hitler en la cárcel.
El interés de Strasser creció tan visiblemente que no pudo disimularlo.
—¿Y quién era? —preguntó ansioso.
Müller se encogió de hombros.
—Nadie. Ya lo comprobamos. Nobleza rural de tierras heladas…
—¿No recuerda su nombre? —insistió el boticario.
Müller echó mano al bolsillo interior de su chaqueta y sacó un papel ajado con algunas anotaciones a lápiz.
—Von Kantzow. Nils Gustav Von Kantzow —respondió después de buscar durante unos instantes.
Strasser se echó a reír a carcajadas, y cuando consiguió reponerse tomó de nuevo la botella del falso cianuro y vertió una generosa ración de aguardiente en cada probeta.
—Comisario, ya lo tenemos. Beba conmigo.
—¿Le suena ese nombre?
Strasser volvió a reírse.
—¿No lee usted la crónica social?, ¿no habla de su trabajo con su esposa?
—No —repuso Müller secamente.
—Pues hace mal, porque ella seguramente sabría que la condesa Von Kantzow se fugó de su casa en Suecia con el famoso aviador alemán Hermann Göring.
—¿Göring? —tronó Müller poniéndose en pie.
—Sí, comisario. Göring. Es tan descarado que primero le roba la esposa a un hombre y luego se hace pasar por él. Es Göring. No me cabe duda.
—¡Por todos los demonios! —exclamó Müller pateando el suelo.
—Por ellos —aceptó Strasser antes de apurar de un trago su aguardiente, como si el exabrupto del comisario hubiese sido un brindis.