Tras los asesinatos casi simultáneos de Dullkraut y Arkmann, la violencia cesó de pronto: la normalidad se impuso por sí sola, con la fuerza y la discreción de una marea viva.
El plan Dawes entró en vigor oficialmente el dieciséis de agosto. Su establecimiento suponía la supeditación de la política fiscal alemana al visto bueno de los aliados y la entrega de la red de ferrocarriles del Reich como aval para los nuevos empréstitos.
Los nazis organizaron una gran manifestación de protesta por la entrega económica de Alemania a las potencias extranjeras, especialmente a los Estados Unidos, y llenaron la ciudad entera de carteles recordando a la población que quedaban aún noventa y cuatro años de seguir pagando las reparaciones de guerra, hasta el 2018, y que en sólo seis el gobierno ya se había desprendido de una parte del territorio, de los ferrocarriles, de parte sustancial de la soberanía y de toda la cuenca del Ruhr, que continuaba bajo ocupación francesa.
La demostración de fuerza nazi no fue tan exitosa como tras veces, pero a Müller le preocupó el enorme despliegue de medios. Los nazis volvían a alquilar camiones para traer a sus escuadras de toda Baviera, vestían uniformes nuevos y se habían gastado una verdadera fortuna en carteles. Además, tenía informes que aseguraban que volvía a funcionar la caja de solidaridad, un fondo económico que permitía pagar un salario mínimo a los militantes que perdiesen sus empleos a resultas de su actividad política, o a aquellos que sufriesen lesiones de algún tipo durante los altercados y enfrentamientos con las escuadras rivales.
—Te aseguro que no he oído nada de eso —contradijo el sargento Meisinger, que había escuchado con escepticismo las explicaciones del comisario sobre el resurgimiento de los nazis.
—Pero los carteles los has visto, ¿no?
—De los carteles no digo nada. Sé que todo el mundo ayudó a colocarlos. Pero de lo otro no había oído nada.
El comisario se rascó el mentón.
—Vuelven a tener dinero. Y empiezo a imaginar de dónde lo sacan…
—Por lo que yo sé, no tienen un céntimo. O al menos Strasser no lo tiene —puntualizó el sargento.
—Para estar al borde de la quiebra se permiten muchos lujos —dudó el comisario.
—No fue Strasser el que habló al final de la concentración de ayer, sino Streicher, un hombre leal a Hitler.
Müller tenía sobre su mesa al menos una veintena de informes que hablaban de la división y las luchas internas de los nazis. El encarcelamiento de Hitler comenzaba a rendir sus frutos y tenía que conseguir a cualquier precio que no le concedieran la libertad condicional, pero estaba cada día más claro que la gente de Hitler no pensaba quedarse de brazos cruzados mientras los partidarios de Strasser y la vía parlamentaria se hacían fuertes en las instituciones.
—Me es igual quien fuese el orador. No creo en esa división del partido de la que todos me habláis. Es algo temporal. El único defecto que no tienen los nazis es la indisciplina. No sé cómo se arreglarán entre ellos, pero estoy seguro de que el día que vean su ocasión se unirán como un sólo hombre.
—Los sobrevaloras —opuso Meisinger.
—Son iguales que los comunistas. Los partidos totalitarios funcionan así: se matan entre ellos para decidir quién es el líder, pero cuando tienen uno lo siguen sin fisuras. No me creo sus luchas intestinas, y menos ahora. Dullkraut y Arkmann son asesinados con unos pocos minutos de diferencia y se acaba la guerra entre bandas. Uno de los que aparecen muertos en casa de Arkmann es Jürgen Habers, un conocido pistolero nazi. Y los nazis vuelven a tener dinero. ¿Lo quieres más claro?
—Puede que Arkmann lo contratase de guardaespaldas —propuso Meisinger poco convencido.
—Lo mataron con un revólver americano, uno de esos gigantescos Smith &Wesson. Hans Fallen, el escolta de confianza de Arkmann, tenía uno de esos revólveres, y te apuesto lo que quieras a que los informes dirán que la bala que mató a Jürgen Habers salió de ese arma.
—Ya sabemos quién mato al del puente Max Josef.
—Exacto. Pero hay más: otro matón nazi, Sepp Lammers, está sin duda alguna implicado en varias de las muertes relacionadas con el opio y la morfina. Y es justo ahí donde la cosa se complica, porque Lammers visitaba frecuentemente a Takacs, y por esa casa pasaba también el barón Von Schuller, al que el ministro ordena que dejemos en paz.
—¿Sugieres que el ministro está implicado también en lo de las drogas? —se burló el sargento.
Müller alzó las cejas.
—De momento no sugiero nada, pero los partidos políticos, hasta los más respetables, tienen que financiarse de algún modo.
Meisinger meneó la cabeza incrédulo. Cuando su jefe se lanzaba a sospechar, nadie estaba a salvo.
—Arkmann y Dullkraut están muertos. Deja en paz ese asunto y tengamos un poco de tranquilidad por un tiempo.
Müller golpeó la mesa con los dos puños.
—Arkmann y Dullkraut me importan tres narices. Y su guerra otro tanto. Pero los nazis tienen dinero justo cuando surge un vacío en el tráfico de drogas y no pienso esperar cruzado de brazos a que se hagan ricos y puedan comprar más voluntades de las que ya tienen a su servicio.
—No sé… Me parece todo muy sujeto con alfileres.
Müller respiró hondo.
—Tienen dinero de pronto, sin que sepamos de dónde sale.
—Puede ser una donación. Ya sabes que nunca les han faltado amigos, sobre todo en América. Quizás hayan tenido su propio plan Dawes… —opuso el sargento.
—Fue Lammers el que cometió los crímenes de la Hermandad de Armeros.
—Aún no lo hemos encontrado. Quizás esté muerto, incluso. No es bastante.
Müller se quedó unos instantes en silencio, reflexionando. Luego comenzó a sonreír levemente.
—Ya lo tengo. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? —exclamó.
El sargento alzó una ceja, escéptico.
—¿Recuerdas que había demasiados sanitarios implicados en el tema de las drogas? —preguntó el comisario—. Médicos, enfermeros, empleados de balnearios. Hasta investigamos a la industria productora…
—De acuerdo, ¿pero a dónde lleva eso?
—¡Strasser es farmacéutico, maldita sea!, ¡ahí tienes la conexión!
El sargento reflexionó en silencio unos instantes.
—No me lo creo —rechazó al fin.